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Después de una larga ducha caliente, Amaia se sintió muchísimo mejor, aunque no más relajada. Su musculatura se tensaba bajo la piel como la de un atleta antes de una competición. Aún no entendía cómo funcionaba el instinto, la complicada maquinaria que se ponía en marcha dentro de un investigador, pero de manera muy sutil casi podía oír los engranajes del caso, girando, encajando, arrastrando en su lento movimiento cientos de pequeñas piezas que encajaban a su vez en otras tantas, haciendo que todo cobrase sentido, como si en su avance fuera apartando velos de niebla que hubiera tenido ante los ojos. La voz del agente Dupree volvió a sonar en su cabeza. Lo que obstruye.

De nuevo, la perspicacia de aquel hombre había dado en el blanco con un océano por medio.

Lo que obstruía no había desaparecido ni mucho menos. Tenía la certeza clavada en lo más profundo de su alma de que aquello que la visitaba junto a su cama por las noches sólo había retrocedido un paso para ocultarse en las sombras, adonde había regresado como un viejo vampiro intimidado por la luz solar que entraba a raudales por la grieta que había abierto la noche anterior. Una grieta que había temido abrir, como una víctima del síndrome de Estocolmo, a medias dividida entre el afán de liberarse y un pánico feroz a la luz que la libertaría. Una pequeña grieta en la prisión de miedo y silencio con la que había construido barrotes de secretos pesares con los que contener al monstruo que venía a visitarla por las noches. Una grieta por la que estaba segura que en los próximos meses se colaría algo más que luz esclarecedora. No se engañaba; sabía que si no tenía cuidado la pequeña grieta se cerraría poco a poco y una noche el viejo vampiro volvería a inclinarse sobre su cama. Pero hoy hasta podía imaginar un mundo en el que los fantasmas del pasado no la visitaran por la noche, un mundo en el que pudiera abrirse a James como debía, un mundo en el que los espíritus caprichosos de la naturaleza torcían la cola de las estrellas para iluminar su destino.

Pero había otra cosa que le había dicho Dupree que resonaba en su cabeza como una de esas cancioncillas que uno no puede dejar de tararear, aunque sin recordar del todo la letra. ¿De dónde surge? Era una pregunta inteligente que ya se había planteado y para la que no tenía respuesta, pero no por eso perdía su importancia. Un asesino como aquél no surgía de la nada de la noche a la mañana, pero las pesquisas buscando delincuentes que encajasen con el perfil no habían arrojado ninguna luz sobre el caso. Reset. Apaga y vuelve a encender. En ocasiones la respuesta no es la solución al enigma. Todo depende de que sepas hacer la pregunta adecuada. La pregunta. La fórmula. ¿Qué es lo que debo saber? Lo que debo saber es cuál es la pregunta. Miró su reflejo en el espejo y una certeza la sacudió. Con gestos rápidos, arrojó a un lado el albornoz y se vistió de nuevo con la misma ropa. Cuando llegó a comisaría, sólo Zabalza continuaba trabajando.

—Hola, inspectora, ya me iba —dijo como disculpándose por estar aún allí.

—Pues tengo que pedirle que se quede un poco más.

Él asintió.

—Claro, lo que quiera.

—Necesito que acceda a todos los historiales de asesinatos de mujeres menores en el valle en los últimos veinticinco años.

Él abrió los ojos desmesuradamente.

—Eso puede llevarnos horas, y además no sé si tendremos toda la información. En el registro general aparecerá, pero la Policía Foral no tenía competencia entonces en homicidios.

—Tiene razón —dijo ella sin disimular su fastidio—. ¿Hasta cuándo podemos remontarnos?

—Unos diez años, pero eso ya lo hicimos el inspector Iriarte y yo sin ningún resultado.

—Está bien, váyase.

—¿Está segura? —preguntó él.

—Sí, se me ha ocurrido algo… No se preocupe, hablaremos mañana.

Sacó su teléfono y buscó un número.

—Padua, ¿recuerda ese favor que me debe?

Quince minutos más tarde estaba en el cuartel de la Guardia Civil.

—Veinticinco años son muchos años, algunos de esos casos ni siquiera están en el sistema. Si quiere acceder a los expedientes tendrá que ir a Pamplona; entonces el grupo de homicidios lo llevaba la Policía Nacional, y nosotros nos dedicábamos más al tráfico, el monte, las fronteras y el terrorismo… Pero haré lo que pueda. ¿Qué quiere en concreto?

—Crímenes cometidos contra mujeres jóvenes en todo el valle. Nos hemos remontado diez años atrás, pero me falta casi todo lo anterior.

Él asintió calculando lo que le pedía y comenzó a buscar expedientes en el ordenador.

—Desde el año 87… Si pudiera concretar más… ¿Qué tipo de agresión busca?

—Aquellas en que las víctimas aparecieran en el río, en el bosque, estranguladas, desnudas…

—¡Ah! —dijo como si hubiera recordado algo—, hubo un caso, mi padre solía hablar de él, una chica a la que violaron y estrangularon en Elizondo. Fue hace mucho, yo era sólo un crío. Se llamaba Kraus, era rusa o algo así… Deje que lo busque —dijo tecleando de nuevo su clave. Introdujo unas cuantas fechas hasta que lo encontró—. Aquí está: Klas, no Kraus. Teresa Klas. Violada y estrangulada, apareció en los campos del caserío donde trabajaba acompañando a la anciana señora. Se detuvo al hijo menor de la mujer, pero se le soltó sin cargos. Se interrogó a varios trabajadores, y al final el asunto quedó en nada.

—¿Quién llevó el caso?

—Policía Nacional.

—¿Pone quién?

—No, pero recuerdo que cuando yo entré en la Academia —dijo mientras buscaba— el jefe de homicidios era un capitán de la Policía Nacional de Irún. No recuerdo su nombre, pero puedo llamar a mi padre, él también era guardia y seguro que lo sabe —dijo marcando el teléfono. Habló unos minutos y colgó—. Alfonso Álvarez de Toledo, ¿le suena?

—¿Ése no es escritor, o algo así?

—Sí, se dedicó a escribir después de jubilarse. Sigue viviendo en Irún, mi padre me ha dado el teléfono.

En contraste con Elizondo, Irún presentaba una inusitada actividad teniendo en cuenta que era la una de la madrugada. Los bares de la calle Luis Mariano se veían atestados de bebedores que salían de los recintos acompañados por el sonido de la música. En un golpe de suerte, Amaia consiguió aparcar en el hueco que dejaron dos ruidosas parejas que acababan de subir a un coche.

Alfonso Álvarez de Toledo exhibía un bronceado propio de la costa, y sorprendente a aquellas alturas del año, sin que parecieran importarle el millar de pequeñas arrugas que surcaban su rostro como consecuencia, no tanto de la edad, como de un exagerado gusto por el sol.

—Inspectora Salazar, es un placer, he oído hablar mucho y muy bien de usted.

Ella se sorprendió, sobre todo teniendo en cuenta que el que fuera jefe de homicidios había optado por jubilarse tempranamente después de obtener un considerable renombre con una saga de novelas de misterio que habían sido un éxito años atrás. La condujo por un amplio pasillo hasta un salón en el que una mujer de unos sesenta años miraba la televisión.

—Podemos hablar aquí. Y no se preocupe por mi esposa, ha sido mujer de un policía toda la vida y siempre he comentado mis casos con ella… Le aseguro que la policía se ha perdido a una gran detective con esta mujer.

—No lo dudo —dijo Amaia sonriendo a la aludida, que le tendió la mano y volvió a concentrar su atención en un programa del corazón que al parecer duraba hasta muy tarde.

—Me ha dicho que quería hablar del caso de Teresa Klas.

—Lo cierto es que estoy interesada en cualquier caso en el que las víctimas fueran mujeres jóvenes. En el caso de Teresa, parece que fue violada, y el perfil que busco no incluye violaciones; de hecho no hay sexo de ninguna clase.

—Oh, querida, no se deje engañar, el hecho de que en el informe ponga que la chica fue violentada no significa necesariamente que fuera violada.

—¿Cómo que no?, violentada es…

—Mire, entonces yo era jefe de homicidios, y las cosas eran muy distintas… Hágase una idea, no había mujeres en el cuerpo y los detectives tenían una formación poco menos que básica; se carecía de los adelantos científicos de ahora, si el semen era visible había semen, si no no lo había… Servía de poco porque no se hacían análisis de ADN. Eran los años ochenta, y hay que reconocer que la mentalidad que incluso la policía tenía entonces era poco menos que timorata y púdica, por no decir mojigata. Si se llegaba a un escenario y había una chica con las bragas bajadas, se daba por sentado que había habido violencia sexual; el sexo consentido casi ni se observaba a menos que se tratase de una prostituta.

—¿Entonces Teresa fue violada o no?

—Había algo muy sexual en el modo en que quedó expuesto el cadáver, estaba completamente desnuda, con los ojos abiertos, y un cordel alrededor del cuello, que resultó ser de la misma granja. Imagínese el cuadro.

Amaia lo podía imaginar.

—¿Tenía las manos colocadas de alguna forma especial?

—No que yo recuerde. Su ropa estaba esparcida alrededor, como arrojada sin cuidado junto al contenido de su bolso, unas cuantas monedas y caramelos… Incluso tenía algunos por encima.

Amaia sintió algo parecido a una fuerte náusea que le contrajo el estómago.

—¿Tenía caramelos por encima?

—Sí, algunos, estaban tirados por todas partes. Sus padres nos dijeron que era muy golosa.

—¿Recuerda cómo estaban colocados encima de ella?

Alfonso tomó aire y lo contuvo unos segundos antes de expulsarlo, dando la sensación de que hacía un gran esfuerzo por recordar.

—La mayoría estaban tirados a su alrededor y entre sus piernas, pero había uno en el bajo vientre, sobre la línea del pubis. ¿Significa algo para usted? Nosotros asumimos que se habían caído del bolso cuando el agresor lo registró, tal vez buscando dinero; era primeros de mes y quizá pensó que llevaría su sueldo, entonces todo se pagaba en metálico.

Una certeza la sacudió.

—¿Qué mes era?

—Era por estas fechas, febrero, lo recuerdo porque unos días después nació mi hija Sofía.

—¿Puede decirme algo más sobre ese crimen, algo que le llamase la atención?

—Puedo decirle algo que me llamó la atención años después en otros crímenes, casualmente de mujeres jóvenes, y que me hicieron recordar a Teresa, aunque sólo era un detalle, una curiosidad. Matilde —dijo dirigiéndose a su mujer—, ¿lo recuerdas? ¿Lo de las muertas peinadas?

Ella hizo un gesto afirmativo sin dejar de mirar la pantalla.

—Unos seis meses después, una campista alemana apareció «violentada» y estrangulada en las inmediaciones de un camping en Vera de Bidasoa. A pesar de las coincidencias era un crimen distinto; a la chica intentaron violarla, tenía signos de lucha y al animal se le fue la mano y se la cargó; fue también estrangulada, con una cuerda del propio camping, y después de muerta le cortó la ropa para verla desnuda. Fue un pervertido, un guarda del camping, un asqueroso cincuentón que ya tenía denuncias por espiar a las campistas mientras se duchaban. Lo curioso es que, a pesar de toda la violencia que presentaba el cadáver, tenía el pelo colocado a los lados y peinado como si posara para una foto. El tío lo negó todo, haberla matado, haberla peinado, pero había testigos que les habían visto discutir días antes cuando la chica le pilló husmeando en su tienda mientras se cambiaba. Veinte años le cayeron al prenda. Un año más tarde tuvimos otro caso de muerta peinada. Una chica que se separó de su grupo de senderismo en el monte. En un principio se pensó que se había perdido y se organizaron partidas de búsqueda; la encontramos casi diez días después, estaba bajo un árbol, como recostada, y el cuerpo presentaba una deshidratación inusual que un forense podría explicarle mejor que yo. El caso es que el cadáver parecía momificado, la ropa no estaba, y le habían deshecho el moño que llevaba y el pelo estaba perfectamente colocado a los lados del cuerpo, como si alguien hubiera peinado su melena.

Amaia casi no podía contener el temblor de sus piernas.

—¿Había algo sobre el cadáver?

—No, nada, no había nada, aunque tenía las manos vueltas hacia arriba. Daba una sensación muy rara, pero no había nada sobre el cadáver, le habían quitado todo: ropa, bragas, zapatos… Aunque ahora que me acuerdo, los zapatos sí que aparecieron, de hecho fue gracias a eso como la encontraron: estaban en la linde del sendero que se adentraba en el bosque.

—Colocados juntos, como cuando alguien se va a dormir o a nadar al río —recitó Amaia.

—Sí —admitió él mirándola sorprendido—. ¿Cómo lo sabe?

—¿Cogieron al agresor?

—No, no había pistas, no había sospechosos… Se interrogó a sus amigos y familiares, rutina. Lo mismo que con Teresa, lo mismo que con las otras. Mujeres jóvenes, algunas casi niñas, apenas despertando a la vida. Y alguien les cortó las alas…

—¿Cree que hay alguna posibilidad de que pueda tener acceso a esos expedientes? —preguntó casi en un ruego.

—Supongo que sabe a qué me dedico… Cuando dejé la policía me llevé copia de todos los casos en los que había trabajado.

Condujo hasta Elizondo mientras los datos que Álvarez de Toledo acababa de proporcionarle hervían en su cabeza. Los expedientes pusieron ante Amaia indicios comunes, datos sospechosos, un mismo tipo de víctima, un modus operandi que se perfeccionaba, que se depuraba… Había encontrado su origen, su huella de muerte que se había extendido por todo el valle hasta Vera de Bidasoa y quizá más allá. Ahora estaba segura de que el asesino vivía en Elizondo, y sabía que Teresa había sido la primera, un crimen de oportunidad que en los siguientes le llevó a alejarse lo más posible de su casa. Teresa, que era más hermosa que lista, una «freska», como habría dicho su amona Juanita, descocada y segura de su encanto, una chica que disfrutaba exhibiéndose. El asesino no había podido resistirse a la tentación de su presencia diaria, de la provocación que suponía verla cada día considerándola sucia, maligna, jugando a ser mujer cuando debería estar poco menos que jugando con muñecas. Su existencia se le antojó insoportable y la mató, como a las demás, sin violarla, pero exponiendo su cuerpo de niña, que había cruzado la frontera de su ideal de decencia. Después se había dedicado a perfeccionar su técnica, la ropa cortada, las manos ofreciendo, el pelo bien peinado a ambos lados de la cabeza… Y de pronto nada, silencio durante años, unos años en que posiblemente había estado cumpliendo condena por un delito menor, o se había trasladado por un tiempo a otra zona, pero había vuelto maduro y frío, con una técnica más depurada, quizá como macabro homenaje a Teresa, en febrero, y con el detalle de aquel símbolo de niñez que era un caramelo convertido en una torta dulce y casera, que en opinión de Amaia constituía su firma más veraz.