41

El teléfono atronaba con su molesto zumbido.

—Buenas noches, inspectora.

—Ah, hola, doctora Takchenko —contestó ella reconociendo la voz—. No esperaba su llamada tan pronto… ¿Han revisado las imágenes?

—Sí, las hemos revisado —respondió, evasiva.

—¿Y?

—Inspectora, estamos en el hotel Baztán, acabamos de llegar desde Huesca y creo que debería pasarse por aquí cuanto antes.

—¿Están aquí? —Se sorprendió.

—Sí, debo hablar con usted personalmente.

—¿Es por las imágenes?

—Sí, pero no sólo por eso. Estamos en la habitación doscientos dos. —Y colgó.

El aparcamiento del hotel se veía inusitadamente tranquilo el domingo por la noche, aunque en la parte de atrás se veían varios coches aparcados junto a la entrada del restaurante. Las luces de la cafetería en la que se habían reunido en la ocasión anterior estaban medio apagadas, las sillas se veían boca abajo colocadas sobre las mesas y un par de mujeres fregaban el suelo. La adolescente que atendía la recepción del hotel había sido sustituida por un chico de unos dieciocho años con el rostro cubierto de acné. Amaia se preguntó de dónde sacaban a los recepcionistas. Como su predecesora, estaba absorto en un ruidoso juego on-line. Se dirigió a las escaleras sin detenerse, subió hasta el segundo piso y cuando entró en el pasillo encontró de frente la habitación doscientos dos. Llamó y la doctora le abrió de inmediato, como si hubiera estado esperando tras la puerta. La habitación era agradable y estaba bien iluminada. Sobre la cama, un ordenador portátil y dos carpetas con tapas de cartón marrón.

—Su llamada me ha sorprendido, no esperaba verles aquí —dijo Amaia a modo de saludo.

El doctor González la saludó mientras desenmarañaba unos cables, colocó un ordenador sobre el pequeño escritorio, lo encendió y lo giró hacia Amaia.

—Esta grabación corresponde al viernes pasado en el sector siete de observación. Coincide con el lugar donde hablamos el día que llegamos a Elizondo y donde usted dijo haber visto un oso. Las imágenes que va a ver están un poco desencuadradas, se debe a que siempre disponemos los objetivos en lugares altos, desde donde se puedan obtener planos abiertos y atendiendo a los senderos naturales del bosque, que son las rutas que por instinto toman los animales y que por norma general no coinciden con las que tomarían los humanos.

Accionó la grabación. Amaia pudo ver una porción del majestuoso hayedo; durante unos segundos, la imagen apareció estática, pero de pronto una sombra irrumpió en el plano, ocupando la parte superior de la pantalla. Amaia reconoció su plumífero azul.

—Creo que es usted —apuntó la doctora.

—Sí.

La figura pasó de parte a parte de la pantalla y desapareció.

—Bueno, ahora hay unos diez minutos sin nada, Raúl los ha pasado para que pueda ver lo que nos interesa.

Amaia fijó de nuevo su mirada en la pantalla y cuando lo vio sintió que el corazón le daba un vuelco. No lo había soñado, no había sido una alucinación producida por el estrés. Allí estaba, y no había lugar a dudas. Su figura antropomórfica medía más de dos metros, la fuerte musculatura se evidenciaba bajo la melena oscura que pendía desde su cabeza cubriendo una espalda fuerte y definida. La parte inferior del cuerpo estaba tan poblada de vello que parecía que llevase puestos unos pantalones de pelo de animal. Se entretenía en tomar pequeñas porciones de liquen de un árbol, estirando unos dedos largos y hábiles; se demoró así un minuto, después se volvió lentamente y alzó la majestuosa cabeza. Amaia quedó sobrecogida. Los rasgos recordaban a la cabeza de un felino, quizás un león. Las líneas de su rostro eran redondas y bien definidas, y la ausencia de hocico le daba un aire inteligente y pacífico. El vello que cubría el rostro era oscuro, y se ampliaba bajo la barbilla formando una tupida barba partida en dos guedejas que se extendían hasta la mitad de su vientre.

La criatura levantó muy despacio la mirada y la posó un instante en el objetivo de la cámara. Los ojos, con múltiples tonalidades ambarinas, quedaron congelados en la pantalla del ordenador cuando Raúl detuvo la grabación.

Amaia suspiró, abrumada por la belleza, el encanto y el significado de lo que acababa de ver, de lo que ahora estaba segura de haber visto. La doctora se acercó a la mesa y bajó la tapa del ordenador, liberando a la inspectora del influjo hechizante de aquellos ojos.

—Dígame, ¿es éste su oso?

Amaia la miró absorta, sin saber qué reacción esperar. Contestó, evasiva:

—Supongo que sí, no lo sé.

—Pues deje que se lo diga yo: no es un oso.

—¿Está completamente segura?

—Estamos —dijo mirando a su marido— completamente seguros, no existe ninguna raza de oso con esas características.

—Puede ser otro animal —sugirió Amaia.

—Sí, uno mitológico —respondió él—. Inspectora, yo sé lo que creo que es, la doctora también lo sabe. Dígame usted, ¿qué cree que es?

Amaia dudó, calibrando el efecto de la respuesta que acudía a su mente y a su boca. Parecían personas íntegras, pero ¿qué efecto podía tener algo así en ellos?

—Creo que no es un oso —contestó, ambigua.

—De nuevo veo que no se arriesga. Yo se lo diré. Es un basajaun.

Amaia suspiró una vez más, mientras la tensión se acumulaba en sus piernas imprimiéndoles un ligero temblor, que esperó fuera imperceptible para los doctores.

—De acuerdo —concedió—, independientemente de lo que sea esa criatura que hemos visto la pregunta es: ¿qué va a pasar ahora?

La doctora Takchenko se colocó junto a su marido y la miró.

—Inspectora, Raúl y yo dedicamos nuestra vida a la ciencia, tenemos una importante carrera con una beca de investigación y el objetivo principal de nuestro trabajo ha sido, es y será la defensa de la naturaleza y de los grandes plantígrados en particular. Lo que aparece en esta grabación no es un oso, no creo que sea un animal de ninguna clase; creo, como mi marido, que se trata de un basajaun. Y creo que el hecho de que las cámaras lo grabaran no es fruto de la casualidad ni de un descuido por parte de la criatura, como usted lo llama, sino que obedece al deseo de ese ser de mostrarse ante usted, y ante nosotros para llegar a usted. Puede estar tranquila, ni Raúl ni yo tenemos intención de hacer público este hallazgo. Seguramente haría polvo nuestras carreras, se cuestionaría su veracidad, porque estoy segura de que aunque pusieran una cámara en cada árbol no volverían a captar la imagen de esa criatura. Y lo que es peor, los montes se verían tomados al asalto por una marabunta de energúmenos buscando al basajaun.

—Hemos borrado la cinta original y sólo tenemos esta copia —dijo el doctor González abriendo el compartimento para discos del portátil y tendiéndole a Amaia un DVD con la copia de la grabación.

Ella lo tomó con sumo cuidado.

—Gracias —dijo—, muchas gracias.

Se quedó sentada a los pies de la cama con el DVD arrancando destellos de arco iris entre sus manos y sin saber muy bien qué hacer.

—Hay otra cuestión —dijo la doctora interrumpiendo sus pensamientos y sacándola de golpe de su ensimismamiento.

Amaia se puso en pie y tomó una de las carpetas de tapas marrones que la doctora le tendía. Abrió la tapa y vio que dentro había una copia de la analítica de la harina.

—¿Recuerda que le dije que efectuaría algún análisis más a las muestras que me dio?

Amaia asintió.

—Bien, pues practiqué en cada una de las muestras un análisis de espectrografía de masas. Es una analítica que no usamos inicialmente porque lo que queríamos era compararlas para establecer coincidencias, por eso usamos la HPLC; pero no habiendo obtenido resultados me decidí por esta prueba, en la que se obtiene un desglosamiento mineral completo estableciendo cualquier tipo de presencia y evidenciando todos y cada uno de los elementos que forman cada muestra. ¿Me sigue? —Amaia asintió, expectante—. Como le he dicho, de poco nos hubiera servido inicialmente un análisis tan minucioso cuando de lo que se trataba era de establecer una simple coincidencia.

Amaia se impacientaba, pero esperó en silencio.

—Volví a analizar cada muestra y en una de ellas hay una coincidencia parcial en muchos de sus elementos.

—¿Qué significa eso?

—Significa que los elementos de la muestra del pastelito estaban presentes en una de las harinas, pero unidos a otros que no estaban en el pastel.

—¿Y qué explicación puede tener eso?

—Una muy simple: que la muestra que usted me trajo tuviese mezclados dos tipos de harina. La del pastelito y otra.

—¿Y eso podría ser porque…?

—Porque en el mismo recipiente donde estuvo la harina con la que se elaboró el pastel se habría depositado otra clase de harina posteriormente, sin tener la precaución de retirar antes todos los restos de la anterior, de modo que, si bien la harina no coincide y las cantidades en las que aparece están muy diluidas y son prácticamente inapreciables, no por eso dejan de estar ahí. Y al cromatógrafo no se le escapa nada.

Amaia comenzó a pasar las hojas con los gráficos; las columnas de colores se mezclaban dibujando formas caprichosas.

—¿Cuál es? —preguntó apremiando.

La doctora se puso a su lado, tomó el informe y pasó las hojas cuidadosamente.

—Es ésta, la S11.

Amaia la miró incrédula. Se dejó caer sobre la cama, mirando el gráfico perfectamente alineado. Muestra número 11. S de Salazar.

Llovía de nuevo cuando salió del hotel. Valoró la posibilidad de correr hasta el coche, pero su estado de ánimo y la velocidad con que procesaba los pensamientos en su cerebro le indujeron a arrastrar los pies por el aparcamiento dejando que la lluvia le empapase el pelo y la ropa, en un acto de puro bautismo que esperaba pudiera lavar la confusión y el desconcierto que rugían en su interior. Cuando llegó hasta el coche, le llamó la atención una figura que, como ella, permanecía quieta bajo la lluvia. Los destellos plateados de la Lube y el atuendo de piel eran inconfundibles.

Se acercó.

—¿Víctor? ¿Qué haces aquí? —preguntó.

Su cuñado la miró, desolado por el dolor. A pesar de la lluvia, Amaia pudo distinguir las lágrimas que brotaban de sus ojos enrojecidos.

—Víctor —repitió—, ¿qué…?

—¿Por qué me hace esto, Amaia? ¿Por qué tu hermana me hace esto?

Ella miró hacia el interior del restaurante y vio a su hermana. Flora se reía de algo que le decía Fermín Montes. Él se inclinó hacia ella y la besó en los labios. Flora sonreía.

—¿Por qué? —repitió Víctor completamente abatido.

—Porque es una cabrona —dijo Amaia sin quitar los ojos de la cristalera—. Y una hija de puta.

Víctor comenzó a gemir de un modo lastimero, como si las palabras de su cuñada hubieran abierto ante él un abismo insalvable.

—Ayer pasamos la tarde juntos, y esta mañana me ha llamado para que fuera a comer a vuestra casa. Creía que las cosas estaban mejor entre nosotros, y ahora hace esto. Yo todo lo hago por ella. Todo. Para que esté contenta conmigo. ¿Por qué, Amaia? ¿Qué quiere?

—Hacer daño, Víctor, hacer daño porque es mala. Como la ama. Una bruja manipuladora y sin corazón.

Él redobló su llanto, inclinándose sobre sí mismo como si fuera a caer al suelo. Amaia sintió una enorme tristeza al ver a aquel hombre hundido. Víctor no había sido un buen marido. Ni siquiera uno malo. Sólo un borracho echado a perder bajo el peso de la tiranía de su hermana. Dio un paso hacia él y lo abrazó, sintiendo al acercarse el aroma de su loción de afeitado mezclado con el cuero mojado de su cazadora de piel.

Estuvieron así unos minutos, abrazados bajo la lluvia mientras ella escuchaba el llanto ronco de Víctor, viendo a su hermana sonreír junto a Fermín y tratando de disciplinar su mente, que trabajaba a mil por hora alimentada por los datos aportados por los doctores de Huesca, que hervían en su cabeza y ya comenzaban a causarle una intensa jaqueca.

—Vámonos de aquí, Víctor —le pidió, segura de que opondría resistencia. Pero él aceptó, sumiso—. ¿Quieres que te lleve? —dijo haciendo un gesto hacia el coche.

—No, gracias, no puedo dejar la moto aquí, pero estoy bien —murmuró pasándose las manos por los ojos—. No te preocupes.

Amaia lo miró intranquila. En ese estado, le pareció capaz de hacer cualquier tontería.

—¿Quieres que quedemos luego en algún lado para hablar un rato?

—Gracias, Amaia, pero creo que me iré a casa, me daré una ducha caliente y me meteré en la cama. Y tú deberías hacer lo mismo —añadió intentando sonreír—. No quiero ser el responsable de que cojas una pulmonía.

Se puso el casco y los guantes y se inclinó para besar a su cuñada mientras apretaba suavemente su mano. Arrancó la moto y salió del aparcamiento en dirección a Elizondo.

Amaia permaneció allí unos segundos más pensando en Víctor, mientras veía a su hermana cenando con Montes bajo la cálida luz dorada del restaurante. Se quitó el plumífero empapado y lo arrojó al interior del coche, se sentó e hizo una llamada.

—Ros…, Rosaura.

—Amaia, ¿qué pasa?…

—Escúchame, Ros, es importante.

—Dime.

—¿Seguís con la costumbre de llevaros la harina del obrador para usarla en casa?

—Claro, como siempre.

—Piensa esto, ¿cuándo fue la última vez que te llevaste harina del obrador para tu casa?

—Pues seguro que hace más de un mes, antes de dejar el trabajo.

—Está bien, necesito que me hagas un favor. Voy a mandar a Jonan Etxaide a casa, te acompañará y tomará una muestra de la harina que tienes en tu cocina. Si no quieres entrar quédate fuera, Jonan es de fiar.

—Está bien —contestó muy seria.

—Otra cosa, ¿quién más ha podido llevarse harina del obrador?

—¿Quién? Pues imagino que todos los operarios cogerán la harina de allí, pero… ¿Qué pasa, Amaia? ¿Investigas un robo de harina? —dijo intentando bromear.

—No puedo hablar de ello, Ros. Haz lo que te he pedido.

Volvió a marcar.

La mujer que respondió al otro lado de la línea la entretuvo durante un par de minutos con su parloteo constante antes de que pudiera abordarla.

—Josune, voy a enviarte a través de un colega unas muestras para que las analices y las compares. Josune, es muy importante, no te lo pediría si no lo fuera, lo necesito cuanto antes… Y debes ser discreta, no lo comentes con nadie ni envíes el resultado a la comisaría, sólo a la persona con la que te lo envío.

—De acuerdo, Amaia, puedes estar tranquila.

—¿Cuánto te llevará?

—Depende de cuándo tenga las muestras.

—En dos horas las tendrás ahí.

—Amaia, hoy es domingo, y hasta el lunes a las ocho no entro… Pero haré una excepción y entraré a las seis para procesar tus muestras… Las tendrás mañana mismo, aunque a última hora.

—Gracias, cielo. Te debo una —dijo Amaia antes de colgar y marcar de nuevo.

—Jonan, coge la muestra S11 de harina, la del txatxingorri, y ve a la casa de mi tía; acompaña a mi hermana a su casa, toma una muestra de la harina que tiene allí y sal para Donosti. En el Instituto de Medicina Legal te espera Josune Urkiza, de la Ertzaintza. Deberás quedarte con ella hasta que tenga los resultados. Cuando estén, quiero que me llames únicamente a mí, no comentes nada en la comisaría. Si Iriarte o Zabalza te llaman, di que estás en Donosti por un asunto familiar con mi autorización.

—Vale, jefa —titubeó—. Jefa, ¿hay alguna cosa que deba saber?

Jonan era el policía más íntegro que conocía, seguramente una de las mejores personas con que se había topado, y el trato con él había logrado que lo apreciase sinceramente.

—Deberías saberlo todo, subinspector Etxaide, y te lo contaré en cuanto regreses. Sólo te diré que sospecho que alguien está sacando información de comisaría.

—Oh, entendido.

—Confío en ti, Jonan. —Casi pudo percibir su sonrisa antes de colgar.

Iriarte terminó sobre las nueve de acostar a sus hijos; era el momento del día que más le gustaba, en el que la prisa por los horarios dejaba de tener importancia y podía recrearse en mirarlos casi sorprendiéndose a diario de lo rápido que crecían, abrazarlos, atender una vez más a sus ruegos de que no apagase aún la luz y contarles de nuevo el mismo cuento que se sabían de memoria. Cuando por fin consiguió despedirse se dirigió al dormitorio donde su esposa veía desde la cama un informativo. Acostarse temprano se había convertido en una costumbre desde que tuvieron a los niños y aunque solían quedarse despiertos charlando o viendo la tele, a las nueve solían estar en la cama. Se quitó la ropa y se tendió junto a su mujer, que bajó el volumen del televisor.

—¿Se han dormido? —preguntó.

—Creo que sí —dijo cerrando los ojos en un gesto suyo que ella conocía bien y que nada tenía que ver con dormir.

—¿Estás preocupado? —preguntó pasando un dedo por su frente.

—Sí —no tenía a objeto mentirle, ella le conocía bien.

—Cuéntamelo.

—No sé bien qué es, eso es lo que me preocupa, hay algo que no va bien y no sé qué es.

—¿Tiene que ver con esa inspectora tan guapa? —preguntó ella con retintín.

—Pues supongo que en parte tendrá algo que ver, pero tampoco estoy seguro, tiene una manera de hacer las cosas un poco distintas, pero no creo que eso esté mal.

—¿Crees que es buena?

—Sí, creo que es muy buena, pero… no sé explicarlo, hay una especie de cara oscura en ella, una parte que no logro ver, y supongo que es eso lo que me preocupa.

—Todo el mundo tiene una cara oculta, y hace poco que la conoces, aún es pronto para poder emitir un juicio, ¿no crees?

—No se trata de eso, es una especie de aprensión, como una sensación instintiva, ya sabes que no suelo hacer juicios basados en primeras impresiones, pero las percepciones son importantes en mi trabajo y creo que muchas veces ignoramos señales de cosas que nos inquietan de los demás sólo porque no tenemos una base de fundamento sobre la que sostenerlo, pero más de una vez sucede que esa sensación que habíamos percibido y decidimos ignorar regresa con el tiempo cargada de razones y nos lamentamos de no haber atendido a eso que algunos llaman percepción, instinto, primeras impresiones y que en el fondo tienen una gran base científica, pues están sustentadas en el lenguaje corporal, las expresiones faciales y las pequeñas mentiras sociales.

—Entonces ¿crees que ella miente?

—Creo que oculta algo.

—Y sin embargo dices que confías en su criterio.

—Así es.

—Quizá lo que percibes es desequilibrio emocional, las personas que no aman o no son amadas, las personas que en su casa tienen problemas, producen esa sensación.

—No creo que sea el caso. Su marido es un famoso escultor americano, ha venido a Elizondo a acompañarla mientras dura la investigación, la he oído hablar con él por teléfono, y no hay tensión. Por lo demás está en casa de su tía, con una de sus hermanas; parece que a nivel familiar todo va normal.

—¿Tienen niños?

—No.

—Pues ahí lo tienes —dijo ella apoyándose en la almohada y apagando la luz de su mesilla—. Yo creo que ninguna mujer en edad de concebir puede estar completa si no tiene hijos, y te aseguro que eso puede ser una carga enorme, secreta y oscura. Te quiero, pero si no tuviera hijos, yo me sentiría incompleta —dijo cerrando los ojos—. Aunque acabe agotada.

Él la miró sonriendo mientras pensaba en el modo simplificado y directo que ella tenía de ver el mundo y en cuántas veces era acertado.