Densas cortinas de lluvia barrían la calle de un extremo a otro como si alguien moviese a capricho una regadera gigante destinaba a limpiar el mal, o la memoria. La superficie de las aguas del río se veía rizada como si miles de pequeños peces hubieran decidido asomar a la superficie a la vez. Y las piedras del puente como las fachadas de las casas se veían empapadas del agua que resbalaba por ellas formando pequeños regatos que se vertían de nuevo al río escurriéndose por las paredes artificiales de los márgenes.
El Mercedes de Flora estaba aparcado frente a la casa de la tía.
—Ya ha llegado vuestra hermana —anunció James aparcando detrás.
—Y Víctor —añadió Ros mirando hacia el arco que formaba la entrada de la casa, en el que su cuñado se afanaba en secar una moto de color negro y plata con una gamuza amarilla.
—No puedo creerlo —susurró Amaia. Ros la miró extrañada, pero no dijo nada.
Salieron del coche y corrieron bajo la lluvia hasta el soportal donde Víctor había aparcado la moto. Intercambiaron besos y abrazos.
—Qué sorpresa, Víctor, la tía no nos dijo que vendrías —explicó Amaia.
—Eso es porque no lo sabía. Vuestra hermana me llamó esta mañana para decírmelo, y yo encantado de venir, ya sabéis.
—Y nosotros encantados de que vengas, Víctor —dijo Ros abrazándole mientras miraba a Amaia, todavía confusa por su comentario en el coche.
—Es preciosa —dijo James admirando la moto—, ésta no la había visto.
—Es una Lube, la LBM, iniciales de su creador, con motor de dos tiempos, 99 centímetros cúbicos y tres velocidades —aclaró Víctor, emocionado al tener la oportunidad de hablar de su moto—. La acabo de terminar; restaurarla me ha llevado bastante tiempo, porque faltaban algunas piezas y ha sido un odisea encontrarlas.
—Las motocicletas Lube son de fabricación vizcaína, ¿verdad?
—Sí, la fábrica se abrió en los años cuarenta en Lutxana, en Barakaldo, y se cerró en el año 67… Una pena, porque eran unas motos realmente bonitas.
—Sí que es bonita —admitió Amaia—, me recuerda un poco a las motos alemanas de la segunda guerra mundial.
—Sí, supongo que en esa época todos estaban bastante influenciados en el diseño, pero no te extrañe que fuera al revés. El creador de la Lube ya tenía prototipos diseñados años antes, y se sabe que tuvo contactos con fábricas alemanas antes de la guerra…
—Vaya, Víctor, eres un experto en esto, podrías dar clases o escribir sobre ello.
—Eso sería posible si hubiera alguien a quien le interesara.
—Estoy segura de que lo hay…
—¿Entramos? —dijo Ros abriendo con su llave.
—Sí, será lo mejor, tu hermana ya estará impacientándose. Ya sabes que todo esto de las motos le parece una tontería.
—Pues peor para ella, Víctor, no deberías dejar que la opinión de Flora te influyese tanto.
—Ya —dijo con cara de circunstancias—, como si fuera tan fácil.
La lluvia, que se había iniciado poco antes, seguía atronando en el exterior y sólo conseguía hacer más acogedor el ambiente de la casa. El aroma del asado que se expandía desde la cocina animó el apetito de todos en cuanto entraron. Flora salió de la cocina llevando en la mano una copa de algo de tono ambarino.
—Bueno, ya era hora, ya pensábamos que tendríamos que empezar sin vosotros —dijo a modo de saludo. La tía surgió tras ella secándose las manos con una pequeña toalla granate. Los besó de uno en uno. Y Amaia observó el gesto con que Flora retrocedía un par de pasos, como escapando de la influencia afectiva. Sí, pensó, no vaya a ser que beses a alguien por error. Por su parte, Ros se sentó en la silla más cercana a la puerta, evitando acercarse a Flora en la medida de lo posible.
—¿Lo habéis pasado bien? ¿Llegasteis hasta la cueva? —preguntó Engrasi.
—Sí, ha sido un paseo muy agradable, aunque a la cueva sólo llegó Amaia, yo me quedé un poco más atrás. Me he hecho una torcedura, pero no es nada —dijo Ros tranquilizando a la tía, que ya se estaba inclinando para verla—. Amaia subió hasta arriba, hizo una ofrenda y vio a Mari.
La tía se volvió hacia ella sonriendo.
—Cuéntame eso.
Amaia vio el gesto de desprecio que se dibujaba en el rostro de Flora. Resopló un poco incómoda.
—Bueno, subí hasta la entrada de la cueva y allí había una mujer —dijo mirando a Ros y recalcando la palabra mujer— con la que estuve charlando un rato. Nada más.
—Iba vestida de verde y le dijo que tenía una casa por allí, y cuando Amaia se volvió hacia el camino ella desapareció.
La tía la miró sonriendo abiertamente.
—Ahí lo tienes.
—Tía… —protestó Amaia.
—Bueno, si ya habéis acabado con el folclore podríamos pensar en comer antes de que se pase el asado —dijo Flora repartiendo copas de vino, que llenó sobre la mesa y luego tendió a cada uno, dejando que Ros cogiera la suya y olvidando adrede a Víctor.
La tía Engrasi se dirigió a él.
—Víctor, ve a la cocina, en el frigo tienes de todo, ponte lo que quieras.
—Lo siento, Víctor —dijo Flora disculpándose—, por no ofrecerte nada, pero a diferencia de todos los demás, yo no estoy en mi casa.
—No digas estupideces, Flora, mi casa es la casa de mis sobrinas. De todas mis sobrinas —recalcó—. También la tuya.
—Gracias, tía —respondió ella—, pero es que no estaba muy segura de ser bien recibida aquí.
La tía resopló antes de hablar.
—Mientras yo viva, todas vosotras seréis bien recibidas en mi casa, pues al fin y al cabo ésta es mi casa y soy yo quien decide quién es bienvenido y quién no, y no creo que por mi parte hayas notado jamás ningún tipo de hostilidad. En ocasiones, Flora, el rechazo no está en quien recibe sino en quien se siente ajeno.
Flora dio un largo trago a su copa y no contestó.
Se sentaron a la mesa y alabaron las cualidades culinarias de la tía, que había preparado cordero lechal con patatas asadas y pimientos en salsa, y durante buena parte de la comida fueron James y Víctor quienes llevaron el peso de la conversación, que, para deleite de Amaia y evidente fastidio de Flora, siguió centrada en las motos de su cuñado.
—Me parece una labor casi artística dedicarse a la restauración de motos.
—Bueno —dijo Víctor, halagado—, me temo que tiene más de mecánica, con toda su suciedad y cochambre, que de un trabajo fino de restauración, sobre todo en la primera fase, cuando las compro. Esta Lube que he traído hoy se la compré a un casero de Bermeo que la había tenido más de treinta años metida en una cuadra, te aseguro que tenía mierda encima de cien tipos de bichos.
—Víctor… —reprendió Flora.
Los demás rieron y James le animó a seguir.
—Pero una vez que la tienes en casa, imagino que la decaparás, la lijarás, y esa parte tiene que ser una gozada.
—Sí, es verdad, pero ésa es casi la parte más fácil. Lo que de verdad me lleva tiempo es encontrar las piezas que le faltan o sustituir las que están irrecuperables, y sobre todo restaurar piezas que ya no pueden encontrarse y que en ocasiones he tenido que fabricar de forma totalmente artesanal.
—¿Qué es lo que más te suele costar? —preguntó Amaia por animar más a su cuñado.
Víctor pareció pensarlo un momento. Mientras, Flora suspiraba evidenciando un aburrimiento que no parece afectar a nadie más en la mesa.
—Sin duda, una de las partes que más trabajo da es restaurar los depósitos de combustible. No es raro que en su día se quedara algo de gasolina dentro, y con el paso de los años el interior de los depósitos se va oxidando, porque antes no eran de acero inoxidable como ahora, sino de hojalata recubierta de una pátina que con el tiempo ha ido desapareciendo, y al oxidarse se desprenden pequeñas escamas de metal por todo el interior del depósito. Ya no existen depósitos de esa clase, así que hay que hacer virguerías para limpiarlos y repararlos por dentro.
Flora se puso en pie y comenzó a recoger los platos.
—Tía, no te molestes, deja que hoy lo haga yo —dijo poniendo una mano sobre el hombro de Engrasi—. Total, la conversación no me interesa y así traeré el postre.
—Vuestra hermana nos ha preparado uno de sus maravillosos postres —dijo la tía mientras Flora iba a la cocina, indicando a Ros, que se había levantado, que volviese a sentarse.
Víctor se había quedado de pronto silencioso mirando su vaso vacío como si contuviera una respuesta a todas las exigencias del mundo. Flora regresó portando una bandeja envuelta en suave papel. Dispuso los platos y los cubiertos y con gran ceremonial destapó el postre. Una docena de tortas untuosas expandieron su fragancia dulce y grasa entre los comensales. Una oleada de exclamaciones admirativas se extendió entre los presentes mientras Amaia se cubría la boca con una mano y estupefacta miraba a su hermana, que sonreía satisfecha.
—Txatxingorri, me encantan —exclamó James tomando uno.
La indignación y la incredulidad crecieron en el interior de Amaia mientras luchaba contra el deseo de agarrar a su hermana por el pelo y hacerle tragar las tortas de una en una. Bajó la mirada y se quedó inmóvil en silencio intentando detener la furia que sentía en su interior. Escuchaba a Flora parlotear presuntuosa y casi sentía su mirada calculadora y cruel, que la observaba divertida, de aquel modo en que a veces le daba miedo. Igual que se lo había dado su madre.
—¿No comes, Amaia? —preguntó dulcemente Flora.
—No, no tengo apetito.
—¿Y eso? —se burló—. No me hagas un desprecio, come un poco —dijo poniendo uno de los txatxingorri sobre su plato.
Amaia lo miró sin poder evitar que su presencia le trajese a la mente los cuerpos de las niñas derramando aquel olor graso.
—Tendrás que perdonarme, Flora. Últimamente hay cosas que me revuelven el estómago —dijo mirándola fijamente.
—A ver si vas a estar embarazada —se burló todavía más—, la tía me ha dicho que lo estáis intentando.
—Flora, por Dios —se quejó la tía—. Lo siento, Amaia, sólo fue un comentario —dijo poniendo una mano sobre la de ella.
—No importa, tía —dijo ella.
—No seas insensible, Flora, Amaia ha tenido que enfrentarse a hechos muy desagradables en los últimos días —intervino Víctor—. Su trabajo es realmente muy duro, no me extraña que casi no pueda comer.
Amaia se percató de cómo lo miraba Flora. Sorprendida, quizá, de que se hubiera atrevido a no estar de acuerdo con ella por una vez y en público.
—He leído que habéis detenido al padre de Johana —dijo suavemente Víctor—. Espero que por fin cesen los crímenes.
—Eso estaría bien —estuvo de acuerdo Amaia—. Pero por desgracia, aunque tenemos pruebas de que él mató a su hija, también estamos seguros de que no es el autor de los otros asesinatos.
—Vaya, de cualquier modo me alegra que hayáis cogido a ese cerdo. Yo conozco a la esposa y conocía a esa niña de vista, y hay que ser un monstruo para hacerle daño a una criatura tan dulce como ella. Ese tío es un cerdo, espero que en la cárcel le den lo suyo —dijo Víctor haciendo gala de un apasionamiento poco frecuente en él.
—¿Cerdo, dices? —saltó Flora—. ¿Y ellas qué? Porque la verdad es que esas crías se lo van buscando.
—Pero ¿qué dices? —la cortó Ros, indignada, y dirigiéndose directamente a ella por primera vez en toda la comida.
—¿Que qué digo? Digo que esas chicas son unas cualquiera, estoy harta de ver cómo visten, cómo hablan y cómo se comportan. Como busconas, da vergüenza ver cómo se comportan con los chicos; os juro que a veces, cuando paso por la plaza y las veo medio subidas sobre ellos como golfas, no me extraña que al final acaben así.
—Flora, lo que dices es una barbaridad. ¿De verdad estás justificando que alguien asesine a unas niñas? —espetó la tía.
—No lo justifico, pero desde luego si fueran buenas chicas de las que están a las diez en casa no les habría pasado lo que les ha pasado, y si van así, provocando, no te voy a decir que se lo merezcan, pero desde luego se lo van buscando.
—No sé cómo puedes hablar así, Flora —dijo Amaia, incrédula.
—Es lo que opino, a ver si porque están muertas ya son santas. Digo yo que podré dar mi opinión, ¿no?
—Ese hombre que ha matado a su hija es un hijo de puta —afirmó de pronto Víctor—. Y lo que ha hecho no tiene justificación.
Todos lo miraron sorprendidos por la fuerza inusitada con que lo dijo, pero Flora estaba atónita.
Amaia aprovechó la ocasión.
—Flora, a Johana la mató y la violó su padre, su padrastro. Era una buena niña que sacaba buenas notas, vestía de modo sencillo y a las diez estaba en casa. Le hizo daño quien se supone que debía protegerla. Quizás eso lo hace más incomprensible, más horrible. Porque resulta aterrador que te haga daño quien debe cuidar de ti.
—¡Ja! —exclamó Flora simulando una carcajada—. ¡Ya estamos!, ¡cómo no!, desenterremos traumas sensibleros de telefilme americano. Quien debía protegerme me hizo daño —dijo fingiendo una voz infantil—. ¿Qué? Pobrecita Amaia, la niña trauma. Pues deja que te diga una cosa, hermanita, tú tampoco la protegiste cuando debías.
—¿A qué te refieres? —preguntó James tomando de la mano a su mujer.
—Me refiero a nuestra madre.
Ros negó con la cabeza, consciente de cómo crecía la tensión a su alrededor.
—Sí, nuestra pobre madre anciana y débil, una mujer muy enferma que en una ocasión perdió los nervios. Una vez, y eso fue suficiente para que toda la familia la condenase —dijo Flora llena de desprecio.
Amaia la miró detenidamente antes de contestar.
—No es verdad, Flora, la vida para la ama continuó tal cual, fue para mí para quien cambió.
—¿Por qué tuviste que venir a vivir con la tía? Eso te vino bien, era lo que siempre habías querido, ir a tu aire y no tener que trabajar en el obrador. Te salió bien, y lo de la ama sólo fue un error, una sola vez, un accidente…
Amaia soltó la mano que James tenía entra las suyas y se la llevó al rostro ocultándolo completamente. Respiró entre sus dedos y muy bajo dijo:
—No fue un accidente, Flora. Intentó matarme.
—Siempre has sido una exagerada. Ella me lo contó. Te dio un tortazo y te caíste contra la mesa de amasar.
—Me agredió con el rodillo de acero —dijo Amaia sin descubrirse el rostro. El dolor que transmitían sus palabras se cebó en su voz, que tembló como si fuese a apagarse para siempre—. Me golpeó en la cabeza hasta romperme los dedos de la mano con la que me protegí, y siguió golpeándome cuando estaba tirada en el suelo.
—Mentira —gritó Flora poniéndose en pie—, eres una mentirosa.
—Siéntate, Flora —ordenó Engrasi con voz firme.
Flora se sentó sin dejar de mirar a Amaia, que seguía oculta tras sus propias manos.
—Ahora escúchame a mí —dijo la tía—. Tu hermana no miente, el médico que atendió a Amaia aquella noche era el doctor Manuel Martínez, el mismo que trataba a tu madre de su enfermedad entonces. Él recomendó que Amaia no volviese a casa. Es cierto que sólo la agredió aquella vez, pero estuvo a punto de matarla. Pasó los siguientes meses metida aquí sin salir, hasta que sus heridas sanaron o se ocultaron con el pelo.
—No lo creo, sólo le dio un tortazo, Amaia era pequeña y se cayó, las heridas se las hizo al caer, le dio un tortazo como el que cualquier madre le daba a su hija, y más en aquellos tiempos. Pero tú… —dijo mirando a Amaia mientras fruncía los labios despectivamente—, tú le guardaste rencor siempre, y cuando tuviste ocasión tampoco cuidaste de ella, fuiste como ese padre, aprovechaste la ocasión para poder abusar.
—¿Qué estás diciendo? —gritó Amaia descubriendo su rostro surcado de lágrimas.
—Digo que podías haberla ayudado cuando ocurrió lo del hospital.
La voz de Amaia bajó hasta ser casi inaudible mientras se esforzaba por controlar la furia que, una vez más, crecía en su interior.
—No, no podía ayudarla, nadie podía, pero yo menos que nadie.
—Podías ir a verla —reprochó Flora.
—Quiere matarme, Flora —gritó Amaia.
James intervino poniéndose en pie y abrazando a Amaia por detrás.
—Flora, será mejor que lo dejéis, Amaia está sufriendo mucho por este tema, y no sé por qué seguís dándole vueltas. Sé lo que pasó, y te aseguro que tu madre tuvo suerte de no acabar en la cárcel o en una institución psiquiátrica. Seguramente habría sido lo mejor para ella, pero desde luego lo habría sido para la niña que era Amaia, una niña que tuvo que crecer con la carga de un intento de asesinato y teniendo que ocultarlo mintiendo al respecto, saliendo de su propio hogar, como si ella fuera la responsable del horror que le tocó vivir. Es triste lo que le pasó a vuestra madre, siento que no pudiera volver a su casa cuando enfermó, pero haces mal en responsabilizar a Amaia de que muriera en el hospital.
Flora lo miró estupefacta.
—¿Que murió? ¿Es eso lo que le has dicho que pasó? —dijo volviéndose hacia Amaia hecha una furia—. ¿Te has atrevido a decir que nuestra madre está muerta?
James miró a Amaia visiblemente confundido.
—Bueno, lo he supuesto, la verdad es que no me ha dicho que esté muerta, lo di por sentado. Ayer mismo supe lo que ocurrió en el hospital, cuando hablasteis de que entró en crisis, supuse que…
Amaia, ya más serena, se volvió para explicarse.
—Después de mi última visita, mi madre cayó en un estado catatónico en el que permaneció durante días, pero una mañana, mientras una enfermera se inclinaba sobre ella para ponerle el termómetro, se incorporó, la agarró por el pelo y le mordió en el cuello con tanta fuerza que le arrancó un trozo de tejido, que masticó y se tragó. Cuando las demás enfermeras acudieron, la enfermera estaba en el suelo y mi madre sobre ella no cesaba de golpearla mientras la sangre se derramaba por su cuello y por la boca de mi madre. La enfermera sufrió graves daños, la bajaron a quirófano, le pusieron varias transfusiones y salvó la vida porque se encontraba en un hospital. Tuvo suerte, aunque llevará una cicatriz en el cuello de por vida.
Flora la miraba clavando sus ojos cargados de desprecio en ella mientras en su boca se dibujaba un rictus tan duro y seco como un corte infligido por un hacha.
—Tuvimos suerte —continuó Amaia—, mi madre ingresó en una institución psiquiátrica por orden judicial y el hospital acabó como responsable civil subsidiario por no haber previsto el peligro en una paciente que ya estaba diagnosticada.
Miró a Flora a los ojos.
—Yo no pude hacer nada, no había nada que nosotras pudiéramos hacer a esas alturas, el juez fue el que lo decidió.
—Y tú estuviste de acuerdo —le soltó Flora.
—Flora —dijo Amaia armándose de paciencia—. Me ha costado mucho tiempo y dolor poder decir esto en voz alta, pero la ama quiere matarme.
—Oh, ¡estás loca!, pero además eres muy mala.
—La ama quiere matarme —repitió, como si haciéndolo pudiera conjurar ese mal.
James puso una mano sobre su hombro.
—Cariño, no debes hablar así, eso ocurrió hace mucho tiempo, pero ahora estás a salvo.
—Me odia —susurró Amaia como si no le hubiera oído.
—Sólo fue un accidente —repitió Flora, obcecada.
—No, Flora, no fue un accidente. Intentó matarme, sólo paró porque creyó que lo había conseguido, y cuando creyó que estaba muerta me enterró en la artesa de la harina.
Flora se puso en pie golpeando la mesa con la cadera y haciendo tintinear las copas.
—Maldita seas, Amaia. Maldita seas el resto de tu vida.
—El resto de mi vida no creo que lo sea más de lo que lo he sido hasta ahora —contestó Amaia con voz cansada.
Flora tomó su bolso, que colgaba en el respaldo de la silla, y salió dando un portazo. Víctor susurró una disculpa y salió tras ella visiblemente consternado. Cuando se hubieron marchado, todos quedaron en silencio incapaces de atreverse a decir nada que rompiera la tensión de la tormenta que parecía haberse abatido sobre ellos. Al fin fue James de nuevo el que intentó poner una nota de cordura en todo aquello. Abrazó a su mujer.
—Debería estar muy enfadado contigo por no habérmelo contado todo antes. Sabes que te quiero, Amaia, no hay nada que pueda cambiar eso, por eso me cuesta entender por qué no confiaste en mí. Sé que todo esto habrá sido muy doloroso para todas vosotras, y en especial para ti, Amaia, pero has de entender que en los últimos días he tenido más información sobre tu familia de la que había tenido en los últimos cinco años.
Engrasi dobló su servilleta cuidadosamente mientras decía:
—James, hay ocasiones en que el dolor es tan grande y está tan enquistado que uno desea y cree que se quedará así para siempre, escondido y callado, sin querer afrontar el hecho de que los dolores que no han sido llorados y expiados en su momento regresan una y otra vez a nuestras vidas como restos de un naufragio, van llegando a la playa de nuestra realidad para recordarnos que hay toda una flota fantasma hundida bajo las aguas que jamás nos olvida y que irá regresando poco a poco para esclavizarnos de por vida. No reproches a tu esposa el que no te lo haya contado. No creo que ni ella misma lo haya pensado con esa claridad ni una sola vez desde la noche en que ocurrió.
Amaia alzó la mirada, pero sólo dijo:
—Estoy muy cansada.
—Debemos terminar con esto, Amaia —rogó él—, y éste es el momento. Sé que es muy doloroso, pero quizá porque lo veo desde fuera, sin implicación emocional, creo que deberías planteártelo desde otro punto de vista. Es horrible lo que pasó, pero al final debes asumir que tu madre es sólo una pobre mujer desequilibrada, no creo que te odiase. Muchas veces los enfermos mentales se vuelven contra los que más quieren. Es verdad que te agredió, como agredió a aquella enfermera, como consecuencia de un ataque de locura que la desequilibró, pero no hubo nada personal en ello.
—No, James. La enfermera a la que atacó tenía una larga melena rubia y más o menos mi edad y complexión. Cuando entraron las demás enfermeras, mi madre la golpeaba mientras se reía y gritaba mi nombre. La atacó porque la confundió conmigo.