Víctor seguía afeitándose de manera tradicional, con jabón de barra de La Toja, brocha y cuchilla. Pensaba que lo perfecto habría sido usar una navaja barbera como lo hicieron su padre y su abuelo, pero la había probado en una ocasión y aquello no era para él. De todos modos, con la cuchilla obtenía un afeitado apurado y la crema le dejaba en la piel un aroma que a Flora le encantaba. Se miró en el espejo y sonrió ante el aspecto un poco ridículo que presentaba con la cara cubierta de espuma. Flora. Si a ella le gustaba así, así sería. Su vida había dado un vuelco en el momento en que fue capaz de admitir que no quería renunciar a ella, que Flora, con su fuerte carácter y ese deseo de controlarlo todo, era la mujer que tenía su medida exacta, y aquello que en un momento había llegado a odiar de ella, su exhaustivo control, su carácter autoritario y cómo gobernaba cada uno de sus actos, ahora sabía valorarlo.
Había perdido los mejores años de su vida aturdiéndose bajo la influencia, que ahora casi veía maléfica, del alcohol, siendo en aquel momento la única salida, una vía de escape hacia la que huir de los instintos que clamaban contra la tiranía perpetua de Flora. Había sido incapaz de darse cuenta de que Flora era la única mujer que podía amarlo, la única mujer que él podía amar, y a la única a la que quería satisfacer. Cuando lo razonaba, se daba cuenta de que había comenzado a beber de aquel modo para vengarse de ella, para escapar y a la vez complacer a Flora, porque el alcohol le permitía adaptarse a su férrea disciplina aturdiendo sus sentidos y convirtiéndole en el marido que ella esperaba.
Hasta que perdió el control de la medida, de la fórmula exacta en que la vida podía ser tolerable bajo el dominio de Flora. Qué ironía que lo mismo que contribuyó a que su matrimonio se prolongase en los años fuera la causa que Flora adujo para dejarle. Durante el primer año tras la separación se había debatido en una lucha feroz con la adicción que en los primeros meses le llevó a tocar fondo, un fondo del que apenas guardaba conciencia, pues sus recuerdos estaban borrosos y sesgados como una vieja película en blanco y negro abrasada por el nitrato de celulosa. Una madrugada, después de llevar varios días encerrado en casa, abandonado al vicio y la autoconmiseración, despertó tirado en el suelo, medio ahogado en sus propios vómitos, y sintió un vacío y un frío como nunca antes.
Sólo entonces, tras darse cuenta de que iba a perder lo único importante que había en su vida, comenzó el cambio.
Flora no había querido divorciarse, aunque en todos los demás sentidos habían estado separados, distantes como desconocidos y ajenos el uno al otro, y no porque él lo hubiera querido. Flora tomó la decisión y aplicó las nuevas normas a su relación sin contar con su opinión, aunque para ser justos, reconocía que en aquel tiempo él era incapaz de tomar otra decisión que no fuera continuar bebiendo, pero nunca, ni en el peor día de sus muchos abismos etílicos, había querido separarse de ella.
Ahora las cosas parecían estar cambiando entre ellos, los esfuerzos, la suma de días sobrio, su aspecto aseado y los constantes detalles que tenía hacia ella parecían estar dando sus frutos al fin. Durante meses había visitado a Flora a diario en el obrador y cada día le había pedido una cita para comer, un paseo, ir juntos a misa, acompañarla en sus viajes de negocios. Y ella se había negado hasta esta misma semana, en la que, tras llevarle el ramo de rosas para conmemorar su aniversario, Flora había parecido ablandarse aceptando de nuevo su compañía.
Habría dado cualquier cosa, habría hecho cualquier cosa, se sentía capaz de cumplir cualquier condición con tal de volver a su lado. Dejar el alcohol había sido la decisión más importante de su vida; al principio pensó que cada día que pasara sin beber sería una tortura de horrible realidad cerniéndose sobre él, pero en los últimos meses había descubierto que en el mismo acto de decidir dejar de hacerlo se escondía una fuerza extraordinaria de la que ahora se alimentaba cada día, encontrando en el dominio que ejercía sobre sí mismo una libertad y una fuerza indómita que sólo experimentó en su juventud, cuando aún era lo que quería ser. Fue hasta el armario y eligió la camisa que tanto le gustaba a ella, y después de inspeccionarla decidió que de estar colgada estaba un poco arrugada y necesitaba una plancha. Bajó silbando las escaleras.
El reloj de la iglesia de Santiago indicaba que eran casi las once, pero el nivel de luz era más propio de un atardecer que de una mañana. Uno de esos días en que el alba se quedaba detenida en las primeras luces de la madrugada sin llegar a amanecer del todo. Esas mañanas sombrías formaban parte de los recuerdos de su infancia, en los que recordaba muchos días en los que soñó con la presencia cálida y acariciante del sol. En una ocasión, una compañera de clase le había regalado el grueso catálogo a color de una agencia de viajes, y durante meses se dedicó a pasar las páginas deleitándose en las fotografías de costas soleadas y cielos de un azul imposible mientras la niebla procedente del río navegaba hecha jirones por las calles cercanas. Amaia maldecía aquel lugar en el que, a veces durante días, no llegaba a amanecer, como si un gran genio volador lo hubiera transportado durante la noche a una remota isla islandesa, con la desventaja de que ellos no disfrutaban como los pobladores de los polos de las noches en las que el sol no se ponía.
En el Baztán, la noche era oscura y siniestra. Las paredes del hogar seguían guardando como antaño los límites de la seguridad, y fuera de ellos todo era incertidumbre. No era extraño que hacía apenas cien años el 90 por ciento de la población del Baztán creyese en la existencia de brujas, en la presencia del mal acechando en la noche y en los ensalmos mágicos para mantenerlos a raya. La vida en el valle había sido dura para sus antepasados. Hombres y mujeres tan valientes como testarudos, empeñados contra toda lógica en establecerse en aquella tierra húmeda y verde que, sin embargo, les había mostrado su cara más hostil e inhóspita, abatiéndose sobre ellos, pudriendo sus cosechas, enfermando a sus hijos y diezmando a las pocas familias que seguían enclavadas allí.
Corrimientos de tierra, tos ferina y tuberculosis, riadas e inundaciones, cosechas que se pudrían sobre sí mismas sin llegar a salir de la tierra… Pero los elizondarras se habían mantenido firmes junto a la iglesia, luchando en aquel codo del río Baztán que les había dado y quitado todo a su antojo, como avisándoles de que aquél no era lugar para los hombres, de que esa tierra en mitad de un valle pertenecía a los espíritus de los montes, a los demonios de las fuentes, a las lamias y al basajaun. Sin embargo, nada había conseguido doblegar la voluntad de aquellos hombres y mujeres que seguramente habían mirado también a aquel cielo gris, igual que ella, soñando con otro más claro y benigno. Un valle caracterizado por ser tierra de hidalgos e indianos que se fueron pero que siempre regresaron de ultramar, trayendo con ellos la gran fortuna que se cantaba en el Maitetxu mía y que invirtieron en remodelarlo haciendo exhibición del oro logrado ante sus vecinos y llenándolo de lustrosos palacios y caseríos con grandes balconadas, monasterios dedicados a agradecer su suerte y puentes medievales sobre ríos antes insalvables.
Como ya había advertido, tía Engrasi declinó la oferta del paseo y prefirió quedarse a cocinar excusándose en el estado deplorable de sus rodillas, pero Ros y James insistieron en realizar la excursión a pesar de lo mucho que protestó Amaia tratando de convencerles de que llovería antes del mediodía. Condujeron siguiendo la margen del río y después ascendieron hasta desembocar en una inmensa pradera que se extendía hasta el bosque de hayas que bordeaba el río y la ladera del monte. Cuando paseaba por las abiertas praderas entendía a los que desde muy lejos venían a Elizondo y suspiraban embelesados por la belleza sobrecogedora de aquel pequeño universo idílico escondido entre montañas de poca altura tapizadas de valles y prados de belleza imposible, sólo interrumpidas por bosques de robles y castaños y pequeñas aldeas rurales. Su clima húmedo prolongaba los otoños, tanto que en pleno febrero, y a pesar de haber nevado, los prados seguían verdes. Sólo el rumor del Baztán rompía el silencio del paisaje.
El bosque más misterioso y mágico que existe. Los grandes robles, las hayas y los castaños cubren las laderas de las montañas, que, salpicadas de otras especies, las llenan de tonalidades, formas y contrastes.
Un bosque que brindaba multitud de sensaciones: el encuentro ancestral con la naturaleza, el rumor salvaje del agua entre hayas y abetos, el frescor del río Baztán, el sonido huidizo de los animales y de las hojas caídas en otoño que seguían tapizando el suelo como una colcha sedosa que el viento desplazaba a capricho formando montoneras como encames de hadas o senderos mágicos para que pisasen las lamias, el olor a los frutos del bosque y la suavidad del manto de hierba que cubría las praderas resplandeciendo como una magnífica esmeralda que un Gentil hubiese enterrado entre los bosques. Caminaron entre los árboles hasta que el rumor del río les indicó la dirección del lugar mágico al que se dirigían. Ros iba delante y se volvía de vez en cuando para comprobar que la desidia no venciese a los caminantes, algo que no debía temer por parte de James, que no dejó de hablar durante todo el camino, entusiasmado con la belleza del bosque invernal. Atravesaron una zona bastante tupida de helechos antes de comenzar a ascender.
—Ya está cerca —anunció Ros indicando un risco que sobresalía en la ladera—. Es ahí.
El sendero resultó bastante más empinado de lo que habían supuesto. Afiladas rocas formaban una escalera natural e irregular por la que fueron ascendiendo mientras el camino giraba una y otra vez enroscándose como una serpiente en la montaña. A cada vuelta del sendero, los matorrales de espinos y árgomas cerraban más el camino dificultando la marcha. Un giro más y desembocaron en una planicie abalconada cubierta de hierba rala y líquenes amarillos que lo tapizaban todo.
Ros se sentó en una piedra e hizo un gesto de contrariedad.
—La cueva está unos veinticinco metros más arriba —dijo Ros señalando un sendero casi por completo oculto por las árgomas—. Pero me temo que hasta aquí he llegado. Mientras subía me he torcido el pie.
James se agachó a su lado.
—No es grave —sonrió ella—, la bota me ha protegido, pero será mejor que volvamos pronto, antes de que comience a hincharse y no me deje andar.
—Vámonos ya —dijo Amaia.
—Ni hablar, después de haber llegado hasta aquí no te puedes ir sin ver la roca; sube.
—No, vámonos, tú lo has dicho: se te empezará a hinchar y no podrás caminar.
—Cuando bajes, hermana. No me moveré de aquí si no vas a verla.
—Yo me quedo con ella y te espero aquí —la animó James.
Amaia penetró entre las árgomas maldiciendo las espinas, que producían al rozar contra su parka un ruido similar al de las uñas arañando la ropa. El sendero terminó de pronto ante una cueva de boca baja aunque muy ancha que parecía una sonrisa torva en la faz de la montaña. A la derecha de la entrada había dos grandes rocas, ambas muy peculiares. La primera, como puesta en pie, sugería una figura femenina de grandes pechos y caderas pronunciadas que miraba al valle; la segunda era una roca magnífica, tanto en su tamaño como en su forma, perfectamente rectangular, como una mesa de sacrificios con una gran área pulida por la lluvia y el viento. Sobre su superficie aparecían una docena de pequeñas piedras de distinto color y procedencia colocadas como piezas de un incompleto ajedrez. Una mujer de unos treinta años sostenía una de aquellas piedras en la mano y miraba embelesada hacia el valle. Sonrió al verla venir y saludó amable mientras colocaba la piedra junto a las otras.
—Hola.
Amaia se sintió de pronto extraña, como una intrusa en un lugar reservado.
—Hola.
La mujer volvió a sonreír, como si leyese su mente y adivinara su incomodidad.
—Coja una piedra —dijo indicando el camino y sin dejar de sonreír.
—¿Qué?
—Una piedra —insistió indicando las que había sobre la mesa—. Las mujeres deben traer una piedra.
—Ah, sí, mi hermana me lo dijo, pero creía que debían traerla desde su casa.
—Así es, pero si la ha olvidado puede coger una del camino; al fin y al cabo es una piedra del camino a su casa.
Amaia se inclinó y tomó un guijarro del sendero, se acercó a la mesa y lo depositó junto a los otros, sorprendiéndose del gran número.
—Vaya, ¿todas estas piedras las han traído mujeres que han subido hasta aquí?
—Eso parece —respondió la bella mujer.
—Me parece increíble.
—Vivimos tiempos de incertidumbre en el valle, y cuando las nuevas fórmulas fallan se recurre a las antiguas.
Amaia se quedó boquiabierta al escuchar de aquella mujer casi las mismas palabras que había dicho su tía unas noches antes.
—¿Eres de por aquí? —preguntó fijándose en su aspecto. Llevaba un chal de lana de color verde musgo sobre lo que parecía un vestido de seda de tonos verdes y marrones, y lucía una melena rubia tan larga como la suya, retirada del rostro por una diadema dorada.
—Oh, no exactamente, pero llevo muchos años viniendo, porque tengo una casa aquí, aunque nunca me quedo mucho tiempo, siempre me estoy moviendo de aquí para allá.
—Me llamo Amaia —dijo extendiendo la mano.
—Yo, Maya —dijo la mujer tendiéndole una mano suave y llena de anillos y pulseras que tintinearon como campanillas—. Tú sí que eres de aquí, ¿verdad?
—Vivo en Pamplona, estoy aquí por trabajo —contestó, evasiva.
Maya la miró sonriendo de aquel modo que a Amaia le resultaba tan extraño, casi seductor.
—Yo creo que eres de aquí.
—Tanto se nota…
La mujer sonrió y se volvió a mirar el valle.
—Éste es uno de mis lugares favoritos, uno de los sitios al que más me gusta venir, pero últimamente las cosas no van bien por aquí.
—¿Se refiere a los asesinatos?
Ella continuó hablando sin responder, ya no sonreía.
—Suelo pasear por esta zona y he visto cosas raras.
El interés de Amaia creció sobremanera.
—¿Qué tipo de cosas?
—Bueno, ayer, mientras estaba aquí, vi a un hombre entrar y salir un rato después de una de esas cuevas pequeñas que hay en la margen derecha del río —dijo señalando a la espesura de matorral—. Cuando llegó llevaba un fardo que no tenía cuando salió.
—¿Su actitud le pareció sospechosa?
—Su actitud me pareció satisfecha.
Curioso adjetivo, pensó Amaia antes de preguntar de nuevo.
—¿Qué aspecto tenía?
—No pude distinguirlo desde aquí arriba.
—Pero ¿le pareció que era un hombre joven?, ¿pudo verle la cara?
—Se movía como un hombre joven, pero llevaba puesta una capucha que le cubría toda la cabeza. Cuando salió miró hacia atrás, pero sólo pude verle un ojo.
Amaia la miró perpleja.
—¿Le vio media cara?
Maya permaneció en silencio y volvió a sonreír.
—Después descendió por el camino y se fue en un coche.
—No podría ver el coche desde aquí.
—No, pero oí claramente el motor al ponerse en marcha y alejarse.
Amaia se asomó al camino.
—¿Se puede acceder a la cueva desde aquí?
—Oh, no, la verdad es que está bastante escondida. Hay que ascender desde la carretera, primero entre los árboles, ¿ve?, hasta allí —dijo indicando—, y luego hay que caminar entre el sotobosque, porque el antiguo camino está oculto… A unos cuatrocientos metros detrás de unas rocas está la cueva.
—Parece que conoce bien esta zona.
—Claro, ya le he dicho que vengo mucho por aquí.
—¿A dejar ofrendas?
—No —dijo ella sonriendo de nuevo.
El viento arreció en fuertes rachas que removieron el cabello de la mujer, dejando a la vista unos pendientes largos y dorados que a primera vista le parecieron de oro. Pensó que era curioso su atuendo para subir al monte, y aún se lo pareció más cuando se fijó en que bajo la falda de su vestido sedoso asomaban unas sandalias romanas que apenas llegaban a cubrir los pies de la mujer, que parecía embelesada en la observación de los guijarros que había sobre la roca, como si se tratase de piedras preciosas. Los miraba con aquella rara sonrisa reservada a las mujeres que guardan un secreto.
Amaia se sintió de pronto incómoda, como si presintiese de algún modo que su tiempo había expirado y que ya no debiera estar allí.
—Bueno, yo voy a bajar ya… ¿Viene?
—No —respondió ella sin mirarla—. Yo me quedaré un poco más.
Se volvió hacia el camino y dio dos pasos antes de volverse para despedirse. Pero la mujer ya no estaba. Se detuvo mirando el espacio que un segundo antes ocupaba la mujer.
—¿Oiga? —llamó.
Era imposible que hubiera pasado en cualquier dirección, no podía haber llegado a la boca de la cueva, ni haber pasado a su lado sin que la viera, eso sin contar con el tintineo que sus joyas producían al moverse.
—¿Maya? —llamó de nuevo. Dio un paso hacia la cueva decidida a buscarla, pero se detuvo en seco mientras las rachas de viento se hacían más intensas y un temor desconocido se afianzaba en su pecho. Se volvió hacia el camino y casi corriendo descendió hasta la planicie donde la esperaban Ros y James.
—Qué pálida estás… ¿Has visto un fantasma? —bromeó Ros.
—James, acompáñame —pidió ignorando las chanzas de su hermana.
Él se incorporó, alarmado.
—¿Qué pasa?
—Había una mujer que ha desaparecido.
Sin dar más explicaciones ni responder a las preguntas de James, penetró de nuevo en la espesura del camino arañándose con las árgomas y pensando que era imposible que Maya hubiera pasado por allí.
Cuando llegaron, Amaia se acercó a las grandes moles de piedra para comprobar que la mujer no se hubiera precipitado al vacío. A sus pies se abría una extensión inclinada poblada densamente por árgomas y rocas afiladas; era evidente que no había caído por allí. Fue hasta la entrada de la cueva y se inclinó para mirar en su interior. Olía intensamente a tierra y a algo que le recordó a metal. No había señal de que nadie hubiese entrado allí en años.
—Aquí no hay nadie, Amaia.
—Pues había una mujer, hablé un rato con ella y de pronto me volví y había desaparecido.
—No hay más senderos —dijo James mirando alrededor—. Si ha bajado, ha tenido que hacerlo por aquí.
Los guijarros que estaban sobre la roca-mesa habían desaparecido, incluida la piedrecilla que ella había colocado allí. Regresaron al camino y descendieron hasta donde esperaba Ros.
—Amaia, si hubiera bajado por aquí, Ros y yo la habríamos visto.
—¿Cómo era? —quiso saber su hermana.
—Rubia, guapa, treinta años, llevaba un chal de lana verde sobre un vestido largo y lucía muchas joyas de oro.
—Sólo falta que me digas que iba descalza.
—Casi, llevaba unas sandalias romanas.
James la miró sorprendido.
—Pero si estamos a ocho grados, cómo va a ir en sandalias.
—Sí, todo su aspecto era muy raro, pero a la vez era elegante.
—¿Vestía de verde? —se interesó Ros.
—Sí.
—Y llevaba joyas doradas. ¿Te dijo su nombre?
—Dijo que se llamaba Maya y que venía a menudo porque tenía una casa por la zona.
Ros se cubrió la boca con una mano mientras miraba fijamente a su hermana.
—¿Qué? —la apremió Amaia.
—La cueva que hay en esos riscos es una de las casas que según la leyenda habita Mari, que se desplaza volando por el cielo en medio de la tormenta desde Aia a Elizondo, desde Elizondo a Amboto.
Amaia se volvió hacia el camino de descenso con un gesto de desdén.
—Ya he oído bastantes chorradas… O sea, que he estado hablando con la diosa Mari a la puerta de su casa.
—Maya es el otro nombre con que se conoce a Mari, listilla.
Un rayo partió el cielo, que se había ido oscureciendo hasta adquirir un tono de estaño viejo. Un trueno sonó cercano y comenzó a llover.