La lámpara de la mesilla arrojaba una luz blanca y excesiva. Durante más de veinte minutos, Amaia se dedicó a recorrer la casa buscando en cada lámpara una bombilla de menos vatios. Descubrió dos cosas: que Engrasi había sustituido todas las bombillas por aquellas horribles lámparas de ahorro con su luz fluorescente, y que las de su dormitorio eran las únicas de rosca estrecha de toda la casa. James la observaba desde la cama sin decir nada, conocía perfectamente el ritual y sabía que su mujer no se conformaría hasta que encontrase un modo de sentirse a gusto. Visiblemente fastidiada, se sentó en la cama y observó la lámpara como si mirase a un insecto repulsivo. Tomó de la silla una pashmina morada, cubrió parcialmente la tulipa y miró a James.
—Demasiada luz —se quejó él.
—Tienes razón —admitió.
Cogió la lámpara por su base y la puso en el suelo, entre la pared y la mesilla, abrió una de las carpetas de cartón que tenía sobre el tocador y la colocó abierta a modo de biombo a unos centímetros de la luz, dejando la lámpara casi encerrada en el rincón. Se volvió hacia James, comprobando que el nivel de luz había descendido notablemente. Suspiró y se tendió junto a él, que se incorporó de lado y comenzó a acariciarle la frente y el pelo.
—Cuéntame qué has hecho en Huesca.
—Perder el tiempo. Estaba casi segura de que habría alguna coincidencia con unos objetos que aparecieron en los crímenes, estos doctores se prestaron a hacernos unas analíticas que aún tardarán en nuestro laboratorio; de haber obtenido los resultados que esperaba, nos habría dado una parcela más concreta en la que centrarnos. Podríamos haber interrogado a los vendedores, son pequeñas poblaciones y seguramente los dependientes recordarían quién había comprado, bueno, esas cosas de las que necesitamos pistas. Pero no hemos obtenido nada, y eso abre un sinfín de posibilidades: que los trajeran de otra zona, de otra provincia o, la más probable, que los haya fabricado él mismo o quizá un miembro de su familia, tiene que ser alguien cercano, alguien a quien pueda pedirle que se los haga.
—No sé, no encaja mucho un asesino en serie elaborando algo de modo artesanal…
—Con éste sí, creemos que realmente está buscando una vuelta a lo tradicional, y tradicional no se puede negar que es. De todas formas, otros asesinos han mostrado predilección por elaborar bombas, armas artesanales, venenos… Les hace pensar que lo que hacen tiene sentido.
—¿Y ahora?
—No lo sé, James. Freddy está descartado, el novio de Carla está descartado, el padre de Johana no ha tenido nada que ver en los otros crímenes, no es más que un advenedizo; no encontramos nada con los familiares cercanos, ni con los amigos, no hay pederastas fichados en la zona y los delincuentes sexuales fichados tienen coartada, o están en prisión. Lo único que podemos hacer es lo que ningún investigador de crímenes quiere.
—Esperar —dijo él.
—Esperar a que ese cabrón actúe de nuevo, esperar que cometa un error, que se ponga nervioso o que en su engreimiento nos dé algo más, algo que nos lleve directamente hasta él.
James se inclinó sobre ella y la besó, retrocedió para mirarla a los ojos y volvió a besarla. Amaia sintió el impulso de rechazarle, pero con el segundo beso sintió cómo la tensión escapaba hacia un lugar lejano. Alzó su mano hasta la nuca de James y se deslizó bajo su cuerpo, anhelante de sentir su peso. Buscó los bordes de su camiseta y tiró de ella hacia arriba, descubriendo el pecho de su amante mientras se despojaba de la suya. Adoraba el modo en que él se tensaba sobre ella. Como un atleta griego, mostraba una desnudez perfecta y una calidez que la enloquecía. Recorrió con manos ansiosas su espalda hasta llegar al culo, se deleitó en sus nalgas prietas y deslizó una mano hasta sus muslos para sentir toda su fuerza mientras él se recreaba besándole el cuello y los pechos. El sexo le gustaba lento y suave, seguro, confiado y elegante, y sin embargo había veces que el deseo la asaltaba de pronto, impetuoso y fiero, y ella misma se sorprendía del grado de ansiedad y desespero que alcanzaba en pocos segundos, nublando su razón y haciéndola sentir un animal capaz de cualquier cosa. Mientras hacían el amor se sentía impelida a hablar, a decirle cuánto lo deseaba, cuánto lo amaba y lo feliz que la hacía el sexo con él. Se sentía presa de un apasionamiento tal que creía que nunca sería capaz de expresarlo. Sabía lo que tenía que decir, intuía lo que debía callar, porque mientras se amaban de esta manera caliente y líquida en que las bocas no daban abasto, en que las manos no llegaban, en que las palabras salían roncas y entrecortadas, una vorágine de sentimientos, pasiones e instintos se desataban en su interior, arrastrando como un maremoto la cordura y la razón hasta límites que la asustaban y la atraían a la vez como un abismo que escondía todo lo que no debe ser dicho, los deseos más tortuosos, los celos apasionados, los instintos salvajes, la desesperación y ese dolor inhumano que percibía fugazmente antes de alcanzar el placer, y que era el corazón de Dios, o la puerta del infierno. Un camino hacia la eternidad del ser, o hacia el cruel descubrimiento de que no había nada después, que su mente borraba piadosamente apenas un instante después del orgasmo, mientras el sopor la atrapaba en una tela de araña cálida y la sumía en un sueño profundo en el que la voz de Dupree susurraba.
Abrió los ojos y se tranquilizó enseguida al reconocer los parámetros familiares del dormitorio, bañados por la luz lechosa que derramaba la lámpara medio oculta en el rincón. Cien tonos de gris para dibujar el mundo nocturno al que regresaba durante su sueño. Cambió de postura y cerró los ojos de nuevo decidida a dormir. La modorra la atrapó enseguida en una vigilia plácida en la que era a medias consciente de sí misma, de su dulce James respirando a su lado, del rico aroma que emanaba de su cuerpo, de la calidez de las sábanas de franela y la tibieza que la arrastraba hacia el sueño profundo.
Y la presencia. La sintió tan cercana y maléfica que el corazón saltó en su pecho en una convulsión casi sonora. Antes de abrir los ojos ya sabía que estaba allí, de pie junto a la cama. La había estado observando con su sonrisa torcida y sus ojos fríos, secretamente divertida ante la perspectiva de aterrorizarla, como solía hacer cuando Amaia era pequeña y como aún seguía haciendo, pues después de todo ella vivía en su miedo. Amaia lo sabía, pero no podía evitar el pánico que como una losa la aplastaba, inmovilizándola, transformándola en una niña temblorosa que pugnaba con ella misma por no abrir los ojos. No los abras. No los abras.
Pero los abrió, y antes de hacerlo ya sabía que ahora su rostro se había inclinado sobre ella, acercándose como un vampiro que se alimentase, no de sangre, sino de aliento. Si no abría los ojos se acercaría tanto que respiraría su aire, abriría su boca burlona y se la comería.
Abrió los ojos, la vio y gritó.
Sus gritos se fundieron con los de James, que la llamaba desde muy lejos, y con las carreras de pies descalzos por el pasillo.
Salió de la cama enloquecida de miedo y consciente en parte de que ella ya no estaba. Se puso a trompicones el pantalón y una sudadera, cogió su pistola y bajó las escaleras poseída por la necesidad urgente de acabar de una vez por todas con el miedo. No encendió la luz porque sabía perfectamente dónde buscar. La chimenea estaba apagada pero el mármol del estante superior aún conservaba la tibieza del hogar. A tientas buscó una caja de madera tallada que pertenecía a un juego de tres que reposaba desde siempre allí. Rebuscó con dedos hábiles entre mil chucherías que habían ido a parar allí. Sus yemas rozaron el cordón y de un tirón lo sacó de la caja volcando parte de su contenido, que cayó al suelo tintineando en la oscuridad.
—Amaia —gritó James. Se volvió hacia la escalera, donde la tía acababa de accionar la luz. La miraban aterrados. Las miradas confusas, los rostros interrogantes. No contestó. Pasó junto a ellos, se dirigió a la puerta y salió. Echó a correr mientras se llevaba a la cara el cordón y la llave apretados en su puño y comprobó que aún conservaba la suavidad del nailon con que su padre ató aquella llave para ella el día en que cumplió nueve años.
Apenas llegaba luz a la puerta del obrador. La farola antigua en la esquina de la calle derramaba una luz naranja casi navideña que apenas teñía la acera. Palpó la cerradura con el índice e introdujo la llave. El olor de la harina y la mantequilla la envolvieron, transportándola súbitamente a una noche de su infancia. Cerró la puerta y estiró el brazo sobre su cabeza buscando el interruptor. No estaba, ya no estaba.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que ya no tenía que estirarse para alcanzarlo. Encendió la luz y en cuanto pudo ver comenzó a temblar. La saliva se hizo densa contra su paladar, como una bola de miga enorme, imposible de diluir, difícil de tragar. Caminó hacia los bidones que aún se agrupaban en la misma esquina. Los miró sobrecogida mientras su respiración se aceleraba por el miedo a lo que iba a pasar, a lo que venía ahora.
—¿Qué haces tú aquí?
La pregunta sonó en su cabeza con toda claridad.
Las lágrimas inundaron sus ojos cegándola un instante. Sus retinas ardían. Un intenso frío la atenazó haciéndola temblar aún más. Se volvió lentamente y dirigió sus pasos hacia la mesa de amasar. El terror la hacía tiritar, pero estiró sus dedos temblorosos hasta tocar la superficie pulida de la mesa de acero mientras la voz de su madre volvía a atronar con fuerza en su cabeza. Un rodillo de acero reposaba en el fregadero y una gota colgaba eterna del grifo, salpicando el fondo del pilón con un golpeteo rítmico. El terror crecía anegándolo todo.
—Tú no me quieres —susurró.
Y supo que debía huir, porque era la noche de su muerte. Se dirigió hacia la puerta y lo intentó. Dio un paso, otro, otro y volvió a ocurrir, tal y como ella sabía que pasaría. De nada servía huir porque era inevitable que muriera aquella noche. Pero la niña se resistía, la niña no quería morir, y aunque cuando se volvió para verla alzó su mano en un vano intento de protegerse del golpe mortal, cayó al suelo fulminada, aterrorizada, sintiendo cómo el corazón casi explotaba de puro pánico sólo un instante antes de detenerse. Quedó tendida y rota. Y aunque sintió el segundo golpe, ya no dolió. Después nada, el denso túnel de niebla que se había formado a su alrededor se disipó, aclarando su visión como si alguien le hubiese lavado los ojos.
Ella seguía allí, observándola apoyada contra la mesa. Oyó los jadeos cortos y rítmicos de su pecho mientras recuperaba el aliento. La oyó suspirar profundamente, casi aliviada. La oyó abrir el grifo, lavar el rodillo. La oyó acercarse, arrodillarse a su lado sin dejar de observarla. La vio inclinándose sobre su rostro escrutando sus facciones. Sus ojos muertos, su boca detenida en un grito que habría sido un ruego. Vio sus ojos fríos, su boca contraída por un gesto de curiosidad que no logró escalar hasta sus ojos gélidos, que seguían inconmovibles. Se acercó hasta casi rozarla, como si arrepentida de su crimen fuera a besarla. Ese beso de una madre que nunca llegó. Abrió la boca y lamió la sangre que brotaba lenta de la herida y se escurría por su rostro. Sonreía cuando se incorporó, y no dejó de hacerlo mientras la tomaba en sus brazos y la enterraba en la artesa de la harina.
—Amaia —la voz la llamó a gritos.
Tía Engrasi, Ros y James la miraban desde la puerta del obrador. Él intentó avanzar hacia ella, pero la tía lo detuvo sujetándolo por la manga.
—Amaia —volvió a llamar a su sobrina dulce pero firmemente.
Amaia, de rodillas en el suelo, miraba hacia la antigua artesa con una expresión en el rostro cercana al puchero infantil.
—Amaia Salazar —dijo de nuevo.
Ella se sobresaltó, como si la llamada le hubiera llegado de pronto. Se llevó la mano a la cintura, sacó su arma y apuntó al vacío.
—Amaia, mírame —ordenó Engrasi.
Amaia continuó mirando a un lugar en el vacío y tragando densas bolas de miga mientras temblaba como si estuviera desnuda bajo la lluvia.
—Amaia.
—No —susurró primero—. No —gritó después.
—Amaia, mírame —ordenó su tía como si hablase con una niña pequeña. Ella la miró frunciendo el ceño—. ¿Qué ocurre, Amaia?
—Tía, no dejaré que esto ocurra. —Su voz había descendido una octava y sonó frágil e infantil.
—No está ocurriendo, Amaia.
—Sí.
—No, Amaia, esto ocurrió cuando eras una niña pequeña, pero ahora eres una mujer.
—No, no dejaré que me coma.
—Nadie puede hacerte daño, Amaia.
—No dejaré que esto ocurra.
—Mírame, Amaia, esto no ocurrirá nunca más. Eres una mujer, eres policía y tienes una pistola. Nadie te hará daño.
La mención del arma le hizo mirar sus manos y al ver la pistola pareció sorprendida de hallarla allí. Fue consciente de la presencia de James y Ros, que la miraban desde la entrada, pálidos y demudados. Muy despacio bajó el arma.
James no la soltó de la mano cuando volvían a casa, tampoco lo hizo cuando se sentó a su lado para contemplarla en silencio mientras la tía y Rosaura preparaban tila en la cocina.
Amaia permaneció silenciosa escuchando los cuchicheos lejanos de la tía y valorando el tenso gesto de su marido, que sonreía con ese mohín preocupado con que los padres miran a sus hijos heridos en el hospital. Pero daba igual, se sintió secretamente egoísta y satisfecha, porque unido al increíble cansancio que la asolaba sentía una renovación propia de un resucitado bíblico.
Ros dispuso las tazas sobre una mesa baja junto al sofá y se concentró en encender el fuego de la chimenea; la tía regresó al salón, se sentó frente a ellos y destapó las tazas, dejando que el olor nauseabundo de la tila se elevase en una nube vaporosa.
James miró a Engrasi fijamente. Asintió con la cabeza como sopesando la situación y suspiró.
—Bueno, creo que ahora sí que ha llegado el momento de que me contéis lo que debo saber.
—No sé por dónde empezar —dijo Engrasi envolviéndose en su bata.
—Empezad por explicarme qué es lo que ha pasado esta noche y qué es lo que he visto en el obrador.
—Lo que has visto esta noche en el obrador ha sido un terrorífico episodio de estrés postraumático.
—¿Estrés postraumático? Eso es la paranoia que sufren algunos soldados después de volver del frente, ¿no?
—Eso exactamente, pero no lo sufren únicamente los soldados. Puede verse afectado cualquiera que haya vivido un episodio puntual o continuado en el que experimentase la certera sensación de ir a morir de forma violenta.
—¿Y eso es lo que le ha ocurrido a Amaia?
—Eso es.
—Pero ¿por qué? ¿Por algo que pasó en su trabajo?
—No, afortunadamente nunca se ha sentido tan expuesta al peligro en su trabajo…
James miró a Amaia, que sonreía levemente escuchando la conversación con la mirada baja. Engrasi rememoró los conocimientos adquiridos en sus años de la Facultad de Psicología, que cientos de veces había repasado mentalmente esperando que este día no llegara jamás.
—El estrés postraumático es un asesino dormido. A veces permanece en estado latente durante meses, incluso años después de producirse la situación traumática que lo originó. Una situación real en la que se corrió peligro real. El estrés actúa como un sistema de defensa que identifica señales de peligro creando alertas con el fin de proteger al individuo y evitar que vuelva a ponerse en peligro. Por ejemplo, si a una mujer la violan en una carretera oscura en el interior de un coche, es lógico que en adelante situaciones similares, la noche, el campo abierto, el interior de un vehículo oscuro, le produzcan una sensación desagradable que identificará con una señal de peligro e intentará protegerse.
—Es lógico —apuntó Ros.
—Hasta un punto sí, pero el estrés postraumático es como una reacción alérgica, completamente desproporcionada a la amenaza. Es como si esa mujer sacase un spray antivioladores cuando percibe olor a cuero, ambientador de pino o un búho ululando en la noche.
—Un spray o una pistola —dijo James mirando a Amaia.
—El estrés —continuó la tía— produce en quien lo padece un extraordinario nivel de alerta, que se traduce en sueño ligero, pesadillas, irritabilidad y un terror irracional a ser atacado de nuevo que se muestra como una desbocada furia defensiva que les lleva a mostrarse violentos con el único fin de defenderse del ataque que creen estar sufriendo. Porque lo están reviviendo, no el ataque en sí, pero sí todo el dolor y el miedo del instante mismo en que se produjo, como los soldados que han estado en el frente.
—Cuando hemos entrado en el obrador, parecía como si representase una obra de teatro…
—Estaba reviviendo un momento de gran peligro. Y lo hacía con la misma intensidad que si estuviese ocurriendo en ese instante —dijo mirando a Amaia—. Mi pobre niña valiente. Sufriendo y sintiendo como aquella noche.
—Pero… —James miró de nuevo a Amaia, que sostenía con la otra mano una taza blanca y humeante que no había probado—. Quieres decir que lo que ha pasado esta noche en el obrador está causado por un episodio de estrés postraumático, que es una reacción de defensa ante unas señales que Amaia ha identificado como alarmas de peligro de muerte. O sea, que Amaia creía que la iban a matar…
Engrasi asintió llevándose las temblorosas manos a la boca.
—¿Y qué lo ha originado? Porque nunca antes le había pasado —dijo mirando con dulzura a su mujer.
—Puede ser cualquier cosa, el episodio puede dispararse por cualquier señal, pero supongo que habrá influido estar aquí, en Elizondo… El obrador, esos crímenes de las niñas… Y la verdad es que sí que le había pasado antes. Le pasó hace mucho tiempo, cuando tenía nueve años.
James miró a Amaia, que parecía a punto de desvanecerse.
—¿Tenías episodios de estrés postraumático con nueve años?
Su voz era un hilo.
—No los recuerdo —respondió ella—, de hecho no había recordado lo que pasó aquella noche en los últimos veinticinco años. Supongo que a fuerza de repetírmelo llegué a pensar que realmente no había sucedido.
James le quitó la taza intacta de la mano y la depositó en la mesa, tomó las manos de Amaia entre las suyas y la miró a los ojos.
Amaia sonrió, pero tuvo que bajar la mirada para poder decir:
—Cuando tenía nueve años, mi madre me siguió una noche al obrador y me golpeó con un rodillo de acero en la cabeza; cuando estaba en el suelo inconsciente me golpeó de nuevo, después me enterró en la artesa de la harina y vació dos sacos de cincuenta kilos sobre mi cuerpo. Avisó a mi padre sólo porque creyó que ya estaba muerta. Por eso viví el resto de mi infancia con mi tía. —Su voz había brotado impersonal y carente de modulación alguna, como si se tratase de una psicofonía de otra dimensión.
Ros lloraba en silencio contemplando a su hermana.
—Por el amor de Dios, Amaia, ¿por qué no me lo habías contado? —se horrorizó James.
—No lo sé, te juro que casi no he pensado en esto en los últimos años. Lo tenía enterrado en algún lugar de mi subconsciente; además de la auténtica, siempre hubo una versión oficial para lo que había ocurrido, la repetí tantas veces que llegué a creérmela. Creía que lo había olvidado, Y además es tan… vergonzoso… Yo no soy así, no quería que pensases…
—No tienes nada de qué avergonzarte, eras una niña pequeña y quien debía cuidar de ti te dañó. Es la cosa más cruel que he oído en mi vida, y lo siento mucho, cariño, siento que te hicieran algo tan horrible, pero ya nadie puede hacerte daño.
Amaia le miró sonriendo.
—No podéis imaginar lo bien que me siento, tengo la sensación de haberme quitado un gran peso de encima. La obstrucción —dijo pensando de pronto en las palabras de Dupree—. Eso también puede haber sido un factor estresante. Al volver aquí, los recuerdos han vuelto también, y no poder decírtelo ha supuesto una carga extra para mí.
James se separó un poco de ella para poder mirarla.
—¿Y qué va a pasar ahora?
—¿Qué quieres que pase?
—Entiendo que ahora mismo te sientas bien, liberada y descargada, pero, Amaia, lo que ocurrió el otro día, cuando sacaste el arma, ayer con tu hermana y esta noche en el obrador, no es ninguna broma.
—Lo sé.
—Perdiste el control, Amaia.
—No pasó nada.
—Pero podía haber pasado. ¿Cómo podemos estar seguros de que un episodio así no volverá a producirse?
Amaia no contestó. Se soltó del abrazo de James y se puso en pie. James miró a Engrasi.
—Tú eres la experta, ¿qué hay que hacer?
—Lo que estamos haciendo, hablar de ello. Contarlo, que explique cómo se siente, compartirlo con los que la quieren. No hay otra terapia.
—¿Y por qué no la aplicasteis cuando tenía nueve años? —dijo él sin ocultar el reproche. Engrasi se puso en pie y caminó hasta la chimenea donde se apoyaba Amaia.
—Supongo que en el fondo siempre esperé que lo hubiera olvidado, la colmé de amor. Intenté que olvidara, que no pensara. Pero ¿cómo puede una chiquilla dejar de pensar en el daño que le ha querido hacer su propia madre? ¿Cómo dejar de extrañar los besos que nunca le dará, los cuentos que jamás le contará antes de irse a dormir? —Engrasi bajó la voz hasta convertirla en un susurro, como si las terribles y duras palabras que estaba pronunciando dolieran así menos—. Yo intenté hacer ese papel, la arropé cada noche, la cuidé y quise como a nada en el mundo. Sabe Dios que si hubiera tenido una hija propia no la habría amado más. Y recé pidiendo que lo olvidara, que no tuviera que arrastrar este horror toda su infancia. A veces lo hablábamos, siempre decíamos «Lo que pasó», luego ella dejó de mencionarlo y yo esperé con todas mis fuerzas que no volviese a recordarlo. —Dos gruesas lágrimas corrieron por su rostro—. Me equivoqué —dijo con la voz quebrada.
Amaia la abrazó contra su pecho y apoyó su cara contra el pelo gris de Engrasi, que como siempre olía a madreselvas.
—James, no volverá a pasar —afirmó.
—No puedes estar segura.
—Lo estoy.
—Pero yo no, y no voy a dejarte ir por ahí con un arma si puedes sufrir uno de esos episodios de pánico.
Amaia se soltó del abrazo de Engrasi y atravesó la sala a largos pasos.
—James, soy inspectora de policía, no puedo trabajar sin llevar mi arma.
—No trabajes —sentenció James.
—No puedo dejar el caso ahora, supondría un descalabro en mi carrera, nadie volvería a confiar en mí.
—Comparado con tu salud es secundario.
—No voy a dejarlo, James, no puedo, y aunque pudiera no lo haría. —El tono de sus palabras evidenciaba la decisión y la fuerza que solían ser habituales en ella. No era Amaia, era la inspectora Salazar. James se puso en pie situándose frente a ella.
—Está bien, pero sin arma.
James creyó que protestaría, pero lo miró fijamente y miró a su hermana, que seguía llorando.
—Vale —admitió—. Sin arma.