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El sempiterno televisor encendido y el aroma a sopa de pescado y pan caliente inundaban la casa, pero la normalidad terminaba ahí. Como investigadora no se le escapaban los detalles que evidenciaban que las cosas habían cambiado a su alrededor. Casi podía percibir, como una nube de carga negativa, las conversaciones que sobre ella se habían producido en la casa y que habían quedado en suspenso como nubes de tormenta cuando entró. Se sentó frente a la chimenea y aceptó la infusión que James le ofreció mientras esperaban la cena. Tomó un sorbo, consciente de que al hacerlo facilitaba la intensa observación a la que era sometida por su familia desde que había entrado en la casa. Era innegable que habían estado hablando de ella, era indudable que estaban preocupados, y sin embargo no podía evitar sentirse expoliada en su intimidad, ni dejar de oír la voz de su interior, que clamaba: «¿Por qué no me dejáis en paz?». La furia ciega que la había dominado en el bosque resurgía con suma facilidad, aventada por las miradas torvas, las palabras conciliadoras y los gestos contenidos y estudiados de su familia. ¿No se daban cuenta de que sólo conseguían irritarla? ¿Por qué no se comportaban con normalidad y la dejaban en paz? Una paz como la que había hallado en el bosque. Aquel silbido rotundo que resonaba aún en su interior y el recuerdo de la visión lograron serenarla de nuevo. Rememoró el instante en que lo vio surgir entre las ramas bajas del árbol. El modo plácido en que se volvió sin mirarla, dejándose ver. Le vinieron a la mente aquellas historias que su catequista le había contado sobre las apariciones marianas a Bernadette o los pastores de Fátima. Siempre se había preguntado cómo era posible que los niños no huyeran despavoridos ante la aparición. ¿Cómo estaban seguros de que era la Virgen? ¿Por qué no tenían miedo? Pensó en su propia mano yendo en busca del arma y en que de pronto le había parecido innecesaria. En la sensación de profunda paz, de inmensa alegría que había inundado su pecho dispersando cualquier sombra de duda, cualquier rastro de ansiedad, cualquier dolor.

No podía, ni en un secreto pensamiento, osar ponerle nombre. La parte de policía, de mujer del siglo XXI, de urbanita, se negaba siquiera a planteárselo, porque sin duda era un oso, tenía que ser un oso. Y sin embargo…

—¿De qué te ríes? —preguntó James mirándola.

—¿Qué? —dijo, sorprendida.

—Te estabas riendo… —apuntó él visiblemente satisfecho.

—Oh… Bueno, es una de esas cosas de las que no puedo hablar —se disculpó asombrada del efecto que su solo recuerdo tenía en ella.

—Bueno —dijo él sonriendo—, de cualquier manera me alegro, hacía días que no te veía tan contenta.

La cena transcurrió tranquila. La tía contó algo sobre una amiga suya que iba a viajar a Egipto y James le detalló cómo habían pasado el día visitando el mercado de invierno de una localidad cercana que por lo visto tenía la mejor verdura del valle. Ros apenas dijo nada, tan sólo le dedicó unas largas y preocupadas miradas que consiguieron ponerla de nuevo de mal humor. En cuanto terminaron de cenar, Amaia se disculpó por su cansancio y se dirigió escaleras arriba.

—Amaia. —La detuvo su tía—. Sé que necesitas dormir, pero creo que antes deberíamos tener una conversación sobre lo que te está pasando.

Ella se detuvo en mitad de la escalera y se volvió lentamente, armándose de paciencia pero sin evitar el gesto de hastío.

—Gracias por preocuparte, tía, pero no me pasa nada —dijo dirigiéndose también a su hermana y a James, que se habían congregado tras Engrasi como un coro griego al pie de la escalera—. Llevo dos noches sin dormir y estoy sometida a mucha presión…

—Ya lo sé, Amaia, lo sé de sobra, pero el descanso no siempre se obtiene durmiendo.

—Tía…

—¿Recuerdas lo que me pediste ayer cuando tu hermana te echó las cartas? Pues bien, ahora es el momento, te echaré las cartas y hablaremos del mal que te atormenta.

—Tía, por favor —dijo dirigiendo una mirada de soslayo a James.

—Por eso mismo, Amaia, ¿no crees que ya va siendo hora de que tu marido lo sepa?

—¿Que sepa qué? —intervino James—. ¿Qué es lo que tendría que saber?

Engrasi miró a Amaia como pidiéndole autorización.

—Por el amor de Dios —exclamó dejándose caer hasta quedar sentada en la escalera—, tened piedad, estoy agotada, os juro que hoy ya no puedo más. Esperemos a mañana. Mañana, os doy mi palabra, me he tomado el día libre, mañana hablaremos, pero hoy ya no puedo ni pensar con claridad.

James pareció satisfecho ante la perspectiva de pasar un día con ella y, aunque era evidente que estaba intrigado, al fin cedió en su favor.

—Perfecto, mañana es domingo, habíamos pensado salir al monte por la mañana y después la tía nos hará un cordero asado y tu hermana Flora vendrá a comer.

La perspectiva de compartir mesa con su hermana mayor no le resultaba atractiva en absoluto, pero entre comer con su hermana o continuar la conversación, claudicó.

—Me parece bien —dijo poniéndose en pie y subiendo rápidamente las escaleras sin darles tiempo a más réplicas.

El agente especial Aloisius Dupree tomó la bolsa que Antoine le tendía y que había sacado desde la trastienda de su abarrotado almacén. Los turistas venidos al carnaval adoraban los lugares como aquél, atestados de chucherías relacionadas con la antigua religión y el vudú descafeinado para visitantes de Nueva Orleans que querían llevarse amuletos y collares para enseñar a sus amigos. Él se había dirigido directamente a Antoine Meire y le había deslizado en la mano la lista de ingredientes que necesitaba y dos billetes de quinientos dólares. Era caro, pero sabía que Nana no aceptaría los mediocres productos de ningún otro. Se detuvo bajo las balconadas de una de las viejas posadas de la calle Saint Charles mientras veía pasar uno de los numerosos desfiles del Mardi Gras, el carnaval popular en Nueva Orleans, que recorría las avenidas del barrio francés arrastrando a su paso oleadas de ruidosos y sudorosos vecinos. Los treinta grados de temperatura, un poco alta para febrero, y la humedad que llegaba desde el Misisipi envolviendo a los parroquianos e hinchando los vanos de las puertas, contribuía a hacer el aire denso y pesado, animando al consumo de cerveza a aquellos devotos del carnaval que no necesitaban muchos ánimos. Esperó hasta que el grueso de la comparsa hubo pasado, cruzó la avenida y penetró en uno de los pasadizos entre casas donde la madera crujía por efecto del calor y no había llegado la pintura proporcionada por el ayuntamiento para blanquear las fachadas. Aún eran perceptibles las marcas del lugar al que había llegado el agua cuando les visitó la nefasta maldición del Katrina. Subió por una escalera voladiza que crujió como los viejos huesos de un anciano y se adentró en un oscuro pasillo en el que la escasa luz provenía de una antigua lámpara Tiffany, que le pareció auténtica, y probablemente lo era, que descansaba sobre el quicio de una pequeña ventana al final del corredor. Se dirigió directamente a la última puerta mientras aspiraba el aroma de eucalipto y sudor que reinaba en el pasillo. Llamó con los nudillos. Un susurro interrogó desde el interior.

Je suis Aloisius.

Una anciana que apenas le llegaba al pecho abrió la puerta echándose a sus brazos.

Mon cher et petit Aloisius. ¿Qué te trae a visitar a tu anciana Nana?

—Oh, Nana, nunca se te escapa nada, ¿cómo eres tan lista? —dijo riendo.

Parce que je suis très vieille. Es lo que tiene la vida, mon cher, cuando por fin soy sabia, soy demasiado vieja para salir al Mardi Gras —se quejó ella mientras sonreía—. ¿Qué me traes? —preguntó mirando la bolsa marrón sin membretes que él traía en la mano—. ¿No será un regalo?

—De algún modo lo es, Nana, pero no para ti —dijo tendiéndole la bolsa.

—Créeme, mon cher enfant, espero no necesitar nunca que me hagas uno de estos regalos.

La mujer inspeccionó el interior de la bolsa.

—Veo que has ido a la tienda de Antoine Meire.

Oui.

Il est le meilleur —dijo con aprobación mientras olisqueaba unas raíces secas y blanquecinas que a la escasa luz del apartamento parecían los huesos de una mano humana.

J’aide une amie, une femme qui est perdue et doit trouver sa voie.

—¿Una mujer perdida? ¿Comment perdue?

—Perdida en su propio abismo —contestó él.

Nana dispuso los más de treinta ingredientes cuidadosamente envueltos en sobrecitos de papel manila, pequeñas cajitas como las que contienen minerales y diminutas botellitas llenas de sustancias oleosas y prohibidas en cincuenta estados, sobre la mesa de roble que casi ocupaba toda la estancia.

C’est bien —dijo—, pero me tendrás que ayudar a mover los muebles para dejar espacio suficiente y te tocará trazar los pentagramas en el suelo. Tu pobre Nana es muy lista, pero eso no la libra de la artritis.