La fina lluvia caída durante horas había empapado el valle de un modo tal que parecía imposible que alguna vez se secase. Todas las superficies aparecían mojadas y brillantes, a la vez que un sol incierto se filtraba a través de las nubes arrancando jirones vaporosos de las copas de los árboles desnudos. En su cabeza aún perduraba la pregunta del agente Dupree: ¿qué está obstruyendo el canal de la investigación? Como siempre, la brillantez de aquella mente prodigiosa le abrumó; no en vano, y a pesar de sus extravagantes métodos, era uno de los mejores analistas del FBI. En apenas treinta minutos de conversación telefónica, Aloisius Dupree había diseccionado el caso, y a ella, y con la pericia de un cirujano había señalado el problema con la misma seguridad con la que se clava una chincheta sobre un mapa. Aquí. Y lo cierto es que ella lo sabía también, lo sabía antes de marcar el número de Dupree, lo sabía antes de que él contestase desde las orillas del Misisipi. Sí, agente especial Dupree, había algo que obstruía el canal de la investigación, pero no estaba segura de querer mirar al punto que señalaba la chincheta.
Entró en su coche, cerró la puerta, pero no arrancó el motor. El interior estaba frío y los cristales, perlados de microscópicas gotas de lluvia que contribuían a crear un ambiente húmedo y melancólico.
—Lo que obstruye el canal —susurró para sí Amaia.
Una inmensa furia creció en su interior subiendo por su estómago como la bocanada ardiente de un incendio, y acompañándola un temor más allá de toda lógica la impulsó de pronto a huir, a escapar de todo aquello, de ir hacia alguna parte, a un lugar donde pudiera sentirse a salvo, donde el peligro no la atenazase como ahora. El mal ya no la acechaba, el mal la acosaba con su presencia hostil, envolviendo su cuerpo como niebla, respirando en su nuca y burlándose del terror que le provocaba. Percibía su presencia vigilante, silenciosa e inevitable, como se perciben la enfermedad y la muerte. Las alarmas atronaban en su interior pidiéndole que huyera, que se pusiera a salvo, y ella quería hacerlo, pero no sabía adónde ir. Apoyó la cabeza en el volante y permaneció así unos minutos, sintiendo el temor y la ira apoderarse de su ser. Unos golpes en el cristal la sobresaltaron. Fue a bajar la ventanilla pero se dio cuenta de que aún no había arrancado el motor. Abrió la puerta y una joven policía uniformada se inclinó para hablarle.
—¿Se encuentra bien, inspectora?
—Sí, perfectamente, es sólo cansancio. Ya sabe.
Ella asintió como si supiera de qué hablaba y añadió:
—Si está muy cansada quizá no debería conducir. ¿Quiere que busque a alguien que la lleve a casa?
—No será necesario —dijo intentando parecer más espabilada—. Gracias.
Arrancó el motor y salió del aparcamiento bajo la mirada vigilante de la policía. Condujo un buen rato por Elizondo. Calle Santiago, Francisco Joaquín Iriarte hasta el mercado, Giltxaurdi hacia Menditurri, vuelta a Santiago, Alduides hasta el cementerio. Detuvo el coche en la entrada y desde el interior observó a una pareja de caballos del caserío adyacente que habían venido hasta el extremo del campo y asomaban sus imponentes cabezas sobre la carretera.
La puerta de hierro encuadrada en su marco de piedra aparecía cerrada, como siempre, aunque mientras estaba allí un hombre salió del camposanto llevando en una mano un paraguas abierto, a pesar de que ahora no llovía, y en la otra un paquete firmemente envuelto. Pensó en esa costumbre propia de los hombres del campo y los del mar de no llevar jamás bolsas, de hacer firmes atados con lo que sea que han de llevar, ropa, herramientas, el almuerzo. Lo envolvían apretándolo en un hatillo firme y compacto que envolvían con un trapo, o con su propia ropa de trabajo, y después lo ataban con cordel haciendo imposible identificar lo que portaban en su interior. El hombre echó a andar por la carretera hacia Elizondo y ella miró nuevamente la puerta del cementerio, que no había quedado encajada del todo. Bajó del coche, se acercó hasta la verja y la aseguró mientras dedicaba una breve mirada al interior del pueblo de los muertos. Subió a su coche y arrancó.
No estaba allí lo que buscaba.
Una mezcla de enfado, tristeza e ira se agolpaban en su interior, haciendo latir tan fuerte su corazón que el aire del interior del vehículo se le antojó de pronto escaso para alimentar la necesidad de su pecho. Bajó las ventanillas y condujo así, suspirando confusa y salpicando el interior del coche con las gotas que llevaba adheridas por fuera. El sonido del teléfono, que reposaba en el asiento del copiloto, interrumpió un hilo de pensamientos oscuros. Lo miró molesta y redujo un poco la velocidad antes de cogerlo. Era James. «Joder James, ¿es que no vais a dejarme un minuto de paz?», dijo sin descolgar. Silenció la llamada, furiosa ahora con él, y lanzó el aparato al asiento trasero. Se sintió tan enfadada con James que lo habría abofeteado. ¿Por qué todo el mundo se creía tan listo? ¿Por qué todos creían saber lo que ella necesitaba? La tía, Ros, James, Dupree y aquella poli de la puerta.
—Idos a tomar por culo —susurró—. Idos todos a la mierda y dejadme en paz.
Condujo hacia el monte. La sinuosa carretera le hizo prestar atención a la conducción, contribuyendo poco a poco a que sus nervios se relajaran. Recordaba que años atrás, cuando estaba estudiando y la presión de las pruebas y exámenes conseguía alterarla hasta el punto de que era incapaz de recordar ni una palabra, tomó la costumbre de salir a conducir a las afueras de Pamplona. A veces iba hasta Javier, o hasta Eunate, y cuando regresaba los nervios se habían esfumado y podía ponerse a estudiar de nuevo.
Reconoció la zona en la que se había entrevistado con los guardabosques, penetró en la pista forestal, condujo un par de kilómetros más, sorteando los charcos que se habían formado con la lluvia de los últimos días y que se mantenían como pequeñas lagunas en aquel terreno arcilloso. Detuvo el coche en una zona libre de barro, bajó y cerró de un portazo al oír sonar de nuevo el móvil.
Caminó unos metros por la pista, pero la suela plana de sus zapatos se pegaba a la fina capa de barro dificultando sus pasos. Frotó las suelas contra la hierba y, sintiéndose cada vez peor, penetró en el bosque como atraída por una llamada mística. La lluvia de las primeras horas del día no había penetrado en la densa arboleda, y bajo las copas de los árboles el suelo se veía seco y limpio, como si estuviese recién barrido por las lamias del monte, aquellas hadas del bosque y del río que cuidaban de sus cabellos con peines de oro y plata, que dormían durante el día enterradas bajo tierra y sólo salían al atardecer, para intentar seducir a los viajeros. Premiaban a los hombres que yacían con ellas o castigaban a los que intentaban robar sus peines provocándoles horribles deformaciones.
Al penetrar en la bóveda formada por las copas de los árboles tuvo la misma sensación que al entrar en una catedral, el mismo recogimiento, y sintió la presencia de Dios. Elevó los ojos aturdida mientras sentía la ira abandonar su cuerpo como una hemorragia feroz que a la vez la dejaba sin mal y sin fuerza. Rompió a llorar. Las primeras lágrimas brotaron arrasando su rostro, fieros sollozos que desde lo más profundo de su alma debilitaban su cuerpo haciéndole perder el equilibrio. Se abrazó a un árbol como un druida enloquecido, como quizá lo hicieron sus antepasados, y lloró contra la corteza mojando con sus lágrimas al árbol. Vencida, se escurrió hasta quedar sentada en el suelo sin soltarse de su abrazo. El llanto fue cediendo y se quedó así, desolada, sintiendo que su alma era una casa en el acantilado, en la que unos dueños despreocupados habían dejado puertas y ventanas abiertas a la tormenta, y ahora una furia impía estaba barriendo su interior, arrasándolo por completo, haciendo desaparecer cualquier vestigio del orden con que ella había pertrechado su interior. La ira era lo único, crecía en los rincones oscuros de su alma ocupando los espacios que la desolación había dejado vacíos. La ira no tenía objeto, no tenía nombre, era ciega y sorda, y la sintió crecer por dentro tomando posesión como un incendio avivado por el viento.
El silbido sonó tan fuerte que en un instante lo llenó todo. Se volvió bruscamente buscando el origen de la señal, mientras llevaba su mano a la pistola. Había sonado contundente, como el silbato de un factor de estación. Escuchó con atención. Nada. El silbido volvió a oírse con toda claridad, esta vez a su espalda. Un pitido largo seguido de otro más corto. Se puso en pie y escrutó entre los árboles, segura de hallar una presencia. No vio a nadie.
De nuevo un silbido corto, como una llamada de atención, sonó a su espalda; se volvió sorprendida y tuvo tiempo de ver entre los árboles una silueta alta y parda que se escondía tras un gran roble. Fue a sacar su pistola, pero lo pensó mejor porque en el fondo sentía que no había amenaza. Se quedó quieta mirando el lugar donde lo había perdido de vista y que distaba apenas cien metros de donde ella estaba. Unos tres metros a la derecha del gran roble vio agitarse una ramas bajas y de detrás surgió aquella figura erguida de larga melena marrón y gris que se movía despacio, como ejecutando una antigua danza entre los árboles, evitando mirar en su dirección pero dejándose ver lo suficiente como para no dejar lugar a dudas. Después se metió tras el roble y desapareció. Permaneció un rato tan quieta que apenas sentía su propia respiración. La partida del visitante le dejó una paz que no creía posible, una quietud uterina y la sensación de haber contemplado un prodigio que se dibujó en su rostro como una sonrisa que aún brillaba en su cara cuando se vio, desconocida, en el espejo retrovisor de su coche. Abrochó el corchete de su pistolera, que había abierto por instinto pero de la que no había llegado a sacar la Glock. Pensó en la estremecedora sensación que la había envuelto al contemplarlo y en cómo el temor inicial se había tornado de inmediato en un profundo sosiego, una alegría infantil y desmedida que le había sacudido el pecho como una mañana de Navidad.
Amaia se sentó en el coche y comprobó el teléfono. Seis llamadas perdidas, todas de James. Buscó en la agenda el número de la doctora Takchenko y marcó. El teléfono comenzó a emitir la señal de llamada, que inmediatamente se cortó. Arrancó el motor y condujo con cuidado hasta salir de la pista, buscó un lugar seguro, detuvo el coche en una curva despejada y volvió a marcar. El fuerte acento de la doctora Takchenko la saludó al otro lado de la línea.
—Inspectora, ¿dónde se ha metido? La oigo muy mal.
—Doctora, me dijeron que habían dejado algunas cámaras colocadas estratégicamente en el bosque, ¿verdad?
—Así es.
—Acabo de estar en un lugar cercano de donde nos entrevistamos por primera vez, ¿lo recuerda?
—Sí, allí tenemos una de las cámaras…
—Doctora… Creo que he visto… un oso.
—¿Lo cree?
—… Creo que sí.
—Inspectora, no es que dude de usted, pero si hubiera visto un oso estaría segura, créame, no hay lugar a dudas.
Amaia permaneció en silencio.
—O sea, que no sabe lo que ha visto.
—Sí lo sé —susurró Amaia.
—… De acuerdo, inspectora —sonó como inspectorra—. Revisaré las imágenes y la llamaré si veo su oso.
—Gracias.
—No hay de qué.
Colgó y marcó el número de James. Cuando él contestó sólo dijo:
—Vuelvo a casa, amor.