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Engrasi abrió el precinto que custodiaba una nueva baraja de Marsella. Sacó las cartas de su caja y comenzó un ritual de contacto mientras rezaba y lentamente las iba barajando. Sabía que se enfrentaba a algo distinto, aunque no nuevo, un viejo enemigo al que ya había discernido una vez hacía mucho tiempo, aquel día en que Amaia se había echado las cartas siendo una niña. Y hoy, mientras Ros intentaba ayudar a su hermana, aquella antigua amenaza había regresado como un recuerdo desagradable para asomar su hocico sucio y babeante en la vida de su niña.

Engrasi se había sentido identificada con Amaia desde que era pequeña. Igual que ella, había aborrecido aquel lugar en el que le había tocado nacer, renegando de cuanto significaban las arraigadas costumbres, la tradición y la historia, y había hecho lo posible por largarse de allí hasta que lo consiguió. Estudió, esforzándose al máximo para obtener becas que le permitieran ir más y más lejos de su casa, primero Madrid y por fin París. En la Universidad de la Sorbona estudió psicología. Un mundo nuevo se abrió ante ella en un París revolucionado y palpitante de ideas y sueños de libertad, haciendo que se sintiera como una invitada a la vida y más renegada que nunca de aquel oscuro valle donde el cielo era de plomo y el río atronaba en mitad de la noche. Un París perfumado de amor y el Sena fluyendo majestuosamente silencioso la sedujeron definitivamente y se ratificó en lo que ya sabía: que nunca regresaría a Elizondo.

Conoció a Jean Martin en su último año de carrera. Él, un prestigioso psicólogo belga, era profesor invitado en la universidad y le llevaba veinticinco años. Salieron a escondidas durante aquel curso y en cuanto ella se licenció se casaron en una pequeña parroquia a las afueras de París. A la boda asistieron las tres hermanas de Jean con sus maridos, sus hijos y un centenar de amigos. Ni un solo familiar de Engrasi. A sus cuñadas les dijo que su familia era pequeña y arraigada en el trabajo y sus padres demasiado ancianos para viajar. A Jean le dijo la verdad.

No quería verlos, no quería hablar con ellos ni tener que preguntar por los vecinos y los viejos conocidos, no quería saber qué pasaba en el valle, no quería que la influencia de su pueblo la alcanzara allí, porque presentía que con ellos traerían esa energía del agua y el monte, esa llamada arraigada en las entrañas que se sentía dentro cuando se había nacido en Elizondo. Jean había sonreído mientras la escuchaba, como si se tratase de una niña asustada que narra un mal sueño, y del mismo modo la había consolado, reprendiéndola tiernamente.

—Engrasi, eres una mujer adulta, si no quieres que vengan, que no vengan. —Y había seguido leyendo su libro como si la conversación no versase sobre nada más importante que elegir el sabor de la tarta entre limón y chocolate.

La vida no podía ser más generosa con ella. Vivía en la ciudad más hermosa del mundo, en un ambiente universitario que tenía su mente en vilo y su corazón entregado con la absurda seguridad que proporciona el creer que se tiene todo, excepto los hijos, que no llegaron durante los cinco años que duró el sueño… Justo hasta el día en que Jean murió de un infarto mientras atravesaba los jardines frente a su despacho en París.

No tenía recuerdos de aquellos días, suponía que los había pasado en shock, aunque recordaba que se mostró serena y dueña de sí, con el dominio que proporciona la incredulidad ante los acontecimientos. Las semanas se fueron sucediendo, entre pastillas para dormir y lacrimosas visitas de sus cuñadas, que insistían en ampararla contra el mundo, como si eso fuera posible, como si en un cementerio de París no estuviera enterrado su corazón, tan frío y muerto como el de Jean. Hasta que una noche se despertó cubierta de sudor y llanto, y supo por qué no lloraba de día. Se levantó de la cama y recorrió desconsolada el enorme piso buscando una huella de la presencia de Jean, y aunque allí estaban sus gafas, el libro aún abierto por la página que él había marcado, sus zapatillas y la prieta caligrafía adornando los recuadros del calendario en la cocina, no lo encontró ya, y esa certeza desoló su alma helando aquella casa y haciendo inhabitable París.

Entonces regresó a Elizondo. Jean le había dejado suficiente dinero como para no tener que preocuparse nunca más. Compró una casa en aquel lugar que creyó no amar y desde entonces no había abandonado el valle de Baztán.