El hotel Baztán se encontraba a unos cinco kilómetros por la carretera de Elizondo y tenía el aspecto de los hoteles de montaña pensados para ir con grupos escolares, senderistas, familias y amigos. La fachada formaba un semicírculo plagado de terrazas que se asomaban sobre una plazoleta que hacía las veces de parking y en las que resultaban incongruentes las mesas y sillas de plástico amarillo, sin duda pensadas para las tardes veraniegas, pero que la Dirección del hotel se empeñaba en mantener todo el año, dando a la fachada un colorista tono tropical más propio de un hotel playero mexicano que de un establecimiento de montaña. A pesar de que hacía horas que había anochecido, era todavía temprano, y eso se hacía evidente en la cantidad de coches que se hacinaban en el aparcamiento y en los parroquianos que atestaban la cafetería de grandes cristaleras.
Amaia aparcó junto a una autocaravana de matrícula francesa y se dirigió hacia la entrada. Tras el mostrador de la recepción, una adolescente con rastas recogidas en una coleta jugaba on-line a un juego de habilidad.
—Buenas tardes, ¿puede avisar, por favor, a unos huéspedes, el señor Raúl González y la señora Nadia Takchenko?
—Ahora voy —respondió la chica en ese tono de fastidio que suelen emplear los adolescentes. Puso el juego en pausa y cuando levantó la mirada se había transformado en una amable recepcionista.
—¿Sí, dígame?
—Tengo una cita con unos huéspedes, si puede indicarme su número de habitación. Raúl González y Nadia Takchenko.
—Ah, sí, los doctores de Huesca —dijo la chica sonriendo.
Amaia habría preferido que fueran más discretos. La noticia de unos expertos buscando osos en el valle podía desatar rumores que, inoportunamente difundidos por la prensa, podían complicar aún más el desarrollo de la investigación.
—Están en la cafetería, me dejaron dicho que si venía alguien preguntando por ellos le mandase allí.
Amaia pasó por la puerta interna que comunicaba la recepción y el comedor y entró en el bar. Un nutrido grupo de estudiantes con ropa de montaña ocupaba casi todas las mesas mientras se repartían entre risas varias raciones de jamón, patatas bravas y albóndigas. Vio a una mujer que le hacía señas desde el fondo del local y le llevó unos segundos darse cuenta de que era la doctora Takchenko. Sonriendo, se acercó hasta la mujer, a la que no había reconocido; se había peinado con la melena suelta y vestía unos pantalones de color caramelo y un blazer beis sobre una moderna camiseta, incluso llevaba unos botines de tacón. Amaia se sintió ridícula al pensar que en el fondo había esperado verla con aquel estrafalario mono naranja. La doctora le tendió la mano sonriendo.
—Me alegro de verla, inspectora Salazar —dijo con su terrible acento—. Raúl está pidiendo en la barra, hemos decidido irnos esta noche, pero antes vamos a comer algo. Yo espera que usted nos acompaña, ¿da?
—Bueno, me temo que no, pero charlaremos un rato, si no les importa.
El doctor González regresó trayendo tres cervezas, que puso sobre la mesa.
—Inspectora, ya creí que tendríamos que mandarle el informe por correo.
—Lamento no haber podido atenderles antes, porque la verdad es que estoy muy interesada, pero, como ya sabrán por el subinspector Zabalza, he estado muy ocupada.
—Me temo que no podemos ser concluyentes. No hemos hallado encames, ni excrementos, aunque sí huellas de lo que podría ser el paso de un gran plantígrado, líquenes y cortezas arrancadas y pelos de un macho que coinciden con los que usted nos procuró.
—¿Entonces?
—Podría ser que un oso hubiera estado por la zona, los pelos podrían llevar tiempo allí; de hecho parecían algo viejos, aunque eso también podría deberse a la muda de pelo. Ya le dije que es un poco pronto para que un oso se haya despertado de la hibernación. Claro que hay datos recientes de que algunas hembras no han hibernado este año debido probablemente al calentamiento y la escasez de comida, que no propiciaron que estuviesen listas para la hibernación a tiempo.
—¿Y cómo saben que pertenecen al mismo animal?
—Del mismo modo que sabemos que se trata de un macho, con un análisis.
—¿Un análisis de ADN?
—Claro.
—¿Y ya tienen los resultados?
—Los tenemos desde ayer.
—¿Cómo es posible? Yo aún no he recibido los resultados de las muestras que envié cuando les di esos pelos…
—Eso es porque nosotros los mandamos a Huesca, a nuestro propio laboratorio.
Amaia estaba atónita.
—¿Me está diciendo que en su laboratorio, el de un centro de interpretación de la naturaleza, cuentan con tecnología tan avanzada como para tener un análisis de ADN en tres días?
—Y en veinticuatro horas si nos damos prisa. Suele hacerlos la doctora Takchenko, pero al estar aquí los hizo un estudiante que suele trabajar con nosotros.
—Vamos a ver, ¿ustedes pueden realizar un análisis de ADN, por ejemplo, de una muestra mineral, animal o humana, y establecer si es idéntica a otra?
—Claro, eso es exactamente lo que hacemos. El nuestro es un sistema por comparación y eliminación; no tenemos el banco de datos con el que cuenta un laboratorio forense, pero podemos establecer comparaciones sin ningún lugar a dudas. Un pelo de oso macho y otro pelo de oso macho, aunque no sean del mismo animal, tienen muchos alelos en común.
Amaia se quedó en silencio escrutando el rostro de la doctora.
—¿Si yo le facilitase diferentes muestras de una sustancia como harina común de distinta marca podríamos establecer de qué marca es la que se ha utilizado en un pan en concreto?
—Probablemente sí, estoy segura de que cada fabricante tiene un proceso de mezcla y molido diferente; además de que se pueden haber mezclado diversos tipos de grano de distintas procedencias. Con un análisis de cromatografía podríamos aclararlo más.
Amaia se mordió el labio pensativa mientras un camarero ponía sobre la mesa calamares rebozados y albóndigas cuya salsa aún hervía en la cazuelita de barro.
—Es un conjunto de técnicas basadas en el principio de retención selectiva, cuyo objetivo es separar los distintos componentes de una mezcla, permitiendo identificar y determinar las cantidades de dichos componentes —explicó el doctor.
—Ustedes se van esta noche, ¿verdad?
La doctora Takchenko sonrió.
—Sé lo que está pensando, y estaré encantada de ayudarla. Por si tiene alguna duda le diré que en mi país trabajé en un laboratorio forense; si me da las muestras ahora tendré los resultados mañana.
Su cabeza iba a mil por hora mientras valoraba el avance que supondría tener esos datos en veinticuatro horas. Por supuesto, los resultados obtenidos no tendrían valor ante un tribunal, pero podían acelerar la investigación al servir para descartar muestras; si se obtenía algún resultado positivo tendría que esperar a tener la confirmación del laboratorio oficial, pero la investigación se vería relanzada si tenía la certeza de en qué dirección ir.
Se puso en pie mientras marcaba un número en su móvil.
—Espero que no sea demasiada molestia, pero voy con ustedes. Aunque los resultados no tengan valor judicial, debo custodiar las pruebas y supervisar los análisis.
Se volvió de lado para hablar por teléfono.
—Jonan, ven al hotel Baztán con una muestra de cada una de las harinas que recogisteis en los obradores y trae tu bolsa. Nos vamos a Huesca.
Colgó y miró sonriendo a los doctores y a la comida expuesta sobre la mesa mientras decidía que había recuperado el apetito.
Veinte minutos más tarde, un sonriente Jonan se sentaba a la mesa.
—Bueno, ustedes dirán adónde vamos —suspiró.
—Al Bear Observatory of the Pyrennes, en la comarca de Sobrarbe, que se corresponde con el antiguo reino o condado del mismo nombre surgido hace más de un milenio al norte de la provincia de Huesca, aunque en el navegador es mejor que pongan Ainsa.
—Ainsa me suena, es un pueblo de aspecto medieval, ¿no es cierto? Uno de esos que conserva el trazado de la época y el empedrado en las calles.
—Sí, Ainsa tuvo que tener gran relevancia en el Medievo, sobre todo por su estratégica situación, un lugar privilegiado, entre el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, el Parque Natural de los Cañones y la Sierra de Guara y el Parque Natural Posets-Maladeta. Dominar Ainsa debía de suponer ya entonces una gran ventaja.
—¿Y hay osos en esa zona?
—Me temo que los osos son bastante más complicados de lo que la mayoría de la gente podría llegar a suponer.
—Osos complicados —dijo Amaia sonriendo a Jonan—; prepárate, lo mismo tenemos que hacerles un perfil.
—Pues no crea que es tan descabellado, sólo podemos llegar a discernir parcialmente la mentalidad del oso si somos capaces de atribuirle precisamente eso, una mentalidad. Desde el momento en que admitimos que el oso tiene un carácter, un modo de ser que varía en cada individuo, podemos llegar a entender la dificultad que llega a entrañar observar a un ejemplar.
—La doctora y yo —dijo mirando a su compañera— viajamos a Centroeuropa, los Cárpatos, Hungría, poblaciones perdidas entre los Balcanes y los Urales y, por supuesto, los Pirineos. Ainsa no es precisamente famosa por sus avistamientos de osos, pero contaba con una gran infraestructura de centros de observación de la naturaleza, sobre todo aves, y nos brindó un espacio perfecto para ubicar el laboratorio y permitir que la empresa que lo subvenciona obtenga beneficios de los centros de recuperación de especies, las visitas guiadas y las donaciones de los turistas y visitantes, que en Ainsa son muchos, y durante todo el año.
—O sea, ¿que no sólo se dedican a los osos?
—No, qué va, podemos hablar de una gran variedad y cantidad de especies, acorde con la variedad de hábitats de esta comarca. Dado el buen estado de conservación de la mayoría de los hábitats, un buen número de especies encuentran en estos valles uno de sus últimos refugios. Abundan las rapaces diurnas, águila real, milano real, halcón peregrino, azor, gavilán, y las nocturnas búho real, mochuelo, lechuzas… Es fácil ver a grandes carroñeros, como los quebrantahuesos, buitres…, y multitud de pequeños pájaros. Pero la doctora y yo nos dedicamos a los mamíferos de gran tamaño: jabalí, ciervo, zorro…, aunque son más abundantes los de menos talla, como murciélagos, musarañas, conejos, ardillas, marmotas, lirones… Ya ve, estamos entretenidos todo el año, aunque nuestros mayores desvelos se centran en las migraciones de los grandes osos por toda Europa, y acudimos a cualquier llamada que sugiera la presencia de un oso, como en su caso.
—¿Y a qué conclusión han llegado? ¿Es posible que haya un oso en la zona? ¿O se inclinan por un basajaun, como los guardabosques? —inquirió Jonan.
El doctor González le miró perplejo, pero la doctora Takchenko sonrió.
—Yo sé lo que es eso, un ¿basajauno?
—Un basajaun —corrigió Jonan.
—Sí —exclamó ella volviéndose hacia su compañero—, es lo mismo que el Home Grandizo, el Bigfoot, el gigante, el Sasquatch. Dicen que existió un gigante, un Home Grandizo, en un lugar llamado la Val d’Onsera. Dicen de él que caminaba acompañado de un enorme oso. Y en mi país también hay una leyenda sobre un hombre grande y fuerte, poco evolucionado, que habita en los bosques para proteger el equilibrio de la naturaleza; ¿es lo mismo que un basajaun?
—Prácticamente lo mismo, sólo que al basajaun se le atribuyen algunas cualidades mágicas, es un ser místico de la mitología.
—Creí que ése era sólo el nombre que la prensa daba al criminal… porque mata en el bosque —dijo el doctor.
—Oh, pero eso no está bien —exclamó la doctora—. Un basajaun no mata, sólo cuida, sólo preserva la pureza.
Amaia la miró fijamente mientras recordaba las palabras de su hermana. El guardián de la pureza.
—¿Y los guardabosques creen que un basajaun es el asesino que buscan? —se extrañó el doctor.
—Pues parece que creen en la existencia del basajaun —explicó Jonan—, y sugieren que pudiera ser lo que hemos tomado por un oso, pero por supuesto no tendría nada que ver con los asesinatos, y su presencia se debería sólo a que ha sido convocado por las fuerzas de la naturaleza para contener al depredador y restaurar de nuevo el equilibrio en el valle.
—Es una historia preciosa —admitió el doctor González.
—Pero es sólo una historia —dijo Amaia poniéndose de pie y dando por acabada la conversación.
Salió al aparcamiento abrigándose con el plumífero mientras decidía mentalmente viajar en el coche de Jonan y dejar el suyo allí mismo. Sacó el móvil para llamar a James y avisarle de que se iba a Huesca. El aparcamiento estaba poco iluminado, pero recibía luz blanca de las cristaleras de la cafetería y otra más cálida de las ventanas del comedor rústico que había al otro lado. Mientras esperaba a que James contestara, observó a los comensales que se sentaban más cerca de la ventana. Flora, vestida con una ceñida blusa negra, se inclinaba hacia delante en un gesto coqueto y estudiado que la sorprendió. Caminó entre los coches picada por la curiosidad, buscando el ángulo que le permitiera ver mejor la escena. James contestó por fin y ella le explicó brevemente la idea que tenía y que le llamaría cuando fuese a regresar. Justo cuando se despedía de James, su hermana se apartó de la ventana a la vez que se inclinaba para entrelazar una mano a su acompañante. El inspector Montes sonreía mientras le decía algo a Flora que Amaia no pudo entender, pero que hizo reír a su hermana mayor, que echaba la cabeza hacia atrás en un gesto claramente seductor y miraba hacia el exterior. Sobresaltada, Amaia se volvió bruscamente tratando de ocultarse y perdiendo el móvil, que salió disparado bajo un coche, antes de decidir que de ningún modo Flora podía haberla visto desde dentro en aquel aparcamiento tan mal iluminado.
Recuperó su teléfono cuando Jonan y los doctores salían de la cafetería. Dejó conducir al subinspector, sin prestar atención a lo que decía, y suspiró aliviada y un poco confusa por su propia reacción, cuando comenzaron a alejarse del hotel.