Cuando llegó a casa, una nota de James sobre la mesa le decía que habían salido a comer y que pasaría parte del día visitando la selva de Irati con la tía Engrasi; le dejaban comida en la nevera y esperaban verla por la noche. Un breve «Te quiero» junto al nombre de James la hizo sentir sola y alejada de la realidad en que la gente salía a comer y hacía excursiones mientras ella interrogaba a asquerosos violadores de sus propias hijas. Subió la escalera escuchando su propia respiración y el silencio abrumador de aquella casa donde jamás se apagaba el televisor mientras su tía estuviera en ella. Se quitó la ropa y la arrojó al cubo mientras dejaba que el agua corriese en la ducha hasta salir caliente y observó su figura en el espejo. Estaba adelgazando. En los últimos días se había saltado algunas comidas y se había alimentado prácticamente de cafés con leche. Se pasó la mano por el vientre y lo palpó con suavidad, después se llevó las manos a los riñones y se inclinó hacia atrás sacando tripa. Sonrió hasta que encontró sus propios ojos en el espejo. James comenzaba a ponerse pesado con el tema del tratamiento de fertilidad. Sabía cuánto deseaba un hijo y no era ajena a la presión que soportaba en cada llamada de sus padres, pero tan sólo con pensar en la terrible prueba física y mental que supondría, sentía que algo se le encogía por dentro. James sin embargo parecía haber hallado la panacea, durante días la bombardeó con información, vídeos y panfletos de la clínica que mostraban a sonrientes padres con sus niños en brazos; lo que no mostraban eran las sucesivas y humillantes pruebas, las constantes analíticas, la inflamación producida por las hormonas, los cambios repentinos de humor debido a los cócteles de pastillas que debía tomar. Había aceptado abrumada por la carga emocional del momento, pero ahora pensaba que quizá se había precipitado al acceder a probar. En su cabeza resonaban las palabras de la madre de Anne: «Parí desde el corazón y gesté a mi hija en mis brazos».
Se metió en la ducha y dejó que el agua caliente le bajase por la espalda enrojeciéndole la piel hasta producir una mezcla de placer cercano al dolor. Apoyó la frente contra las baldosas y se sintió mejor al darse cuenta de que su mal humor se debía principalmente al hecho de que James no estuviera en casa. Estaba cansada y le habría sentado bien dormir un poco, pero si James no estaba allí cuando ella despertase se sentiría tan mal que se arrepentiría de haberse dormido. Cerró el grifo y esperó unos segundos en el interior de la ducha a que el agua se escurriera por su piel; después salió y se envolvió en un enorme albornoz que le llegaba hasta los pies y que le había regalado James. Se sentó en la cama para secarse un poco el pelo y se sintió de pronto tan cansada que la idea de esa siesta que antes había descartado le pareció de pronto una buena opción. Serían sólo unos minutos, probablemente no conseguiría dormirse.
El modelo Glock 19 es una maravilla de pistola con sistema de aguja lanzada, de muy poco peso, pues lleva el armazón de plástico, 595 gramos en vacío y 850 con el cargador. No tiene ninguna palanca externa de seguridad, martillo u otro control que se deba desactivar antes de que el arma esté lista para disparar. Una buena pistola para un policía que debe salir a las calles, aunque se oían voces contrarias a que la policía portase armas sin seguro, e incluso expertos que afirmaban que el ruido que producía el arma al amartillarse era más intimidatorio que el encañonamiento en sí. Ella no era una fan de las armas, pero la Glock le gustaba, no era demasiado pesada, bastante discreta y de muy fácil mantenimiento; aun así debía desmontarla y engrasarla de vez en cuando, y siempre elegía el momento en que estaba completamente sola en casa. La desmontó disponiendo las partes sobre una toalla, limpió el cañón y volvió a montarla.
Pero mientras la manipulaba se fijó en sus manos, demasiado pequeñas para sostener un arma. Se dio cuenta de que lo que estaba viendo no eran sus manos, sino las de una niña. Retrocedió un paso y tuvo una visión completa del cuadro: sentada sobre la cama, una niña que era ella misma sostenía un arma grande y negra con una mano pálida, mientras con la otra se acariciaba el cráneo apenas cubierto por el pelo rubio que empezaba a crecer y que aún dejaba entrever la cicatriz blanquecina. La niña lloraba. Amaia sintió una infinita piedad hacia aquella pequeña que era ella misma, y la visión de la niña rota de pena le produjo un vacío en el pecho que no había sentido en muchos años. La niña decía algo, pero Amaia no podía entenderlo. Se inclinó hacia delante y vio que la pequeña no tenía cuello, había una franja oscura de vacío abismal en el lugar donde debía estar su escote. Escuchó con atención, tratando de identificar los sonidos mezclados con el llanto.
La pequeña, una Amaia de nueve años, lloraba lágrimas negras y densas como aceite de motor, que caían brillantes y cristalinas como azabache líquido formando un charco a sus pies, donde antes estaba la cama. Amaia se acercó más y percibió en el movimiento de sus labios la letanía urgente de una oración que la niña repetía sin entonación ni pausa. Padrenuestroqueestasenloscielossantificadoseatunombrevengaanosotros…
La niña alzó el arma utilizando ambas manos, la giró hacia sí misma y elevó el cañón hasta dejarlo apoyado sobre su oreja. Después dejó caer desmayadamente su mano derecha sobre el regazo y Amaia vio que la mano había desaparecido desde el antebrazo. Gritó con todas sus fuerzas, consciente a medias de que era un sueño y segura de que, aunque lo fuera, aquel mal sería irreparable.
—No lo hagas —gritó, pero las lágrimas negras que la niña había llorado entraron en su boca y ahogaron las palabras. Reunió todas sus fuerzas mientras pugnaba por despertarse de aquella pesadilla antes de que todo acabase—. No lo hagas.
Gritó, y su grito traspasó el sueño, y hubo un instante en que se sintió emerger a toda velocidad de aquel infierno, consciente de que había gritado de verdad, de que su grito la estaba despertando y de que la niña se quedaba atrás. Volvió la cabeza para verla de nuevo y aún alcanzó a ver cómo la niña levantaba el brazo cercenado mientras decía:
—No puedo dejar que la ama me coma entera.
Abrió los ojos y percibió una figura oscura que se inclinaba sobre su rostro.
—Amaia.
La voz viajó en el tiempo muchos años atrás para llevarle hasta su dueña, mientras la lógica pura se abría paso a gritos a través de los restos de la pesadilla para hacerle saber que aquello era imposible. Abrió más los ojos y parpadeó, intentando barrer los vestigios de sueño que como arena cegaban sus ojos haciéndolos pesados e inútiles.
Una mano extraordinariamente fría se posó en su frente, y la impresión de aquel tacto cadavérico fue suficiente para forzarla a abrir los ojos. Junto a la cama, una mujer se inclinaba sobre su rostro y la observaba entre curiosa y divertida. La nariz recta, los pómulos altos y el pelo recogido a los lados formando dos ondas perfectas.
—Ama —gritó medio ahogada por el miedo mientras tironeaba torpemente del edredón y se retrepaba encogiéndose hasta quedar sentada sobre la almohada.
—¡Amaia, Amaia, despierta, estás soñando, despierta!
Un clic que sonó dentro de su cabeza inundó la habitación de luz procedente de la lámpara de la mesilla.
—Amaia, ¿estás bien?
Ros, visiblemente pálida, la miraba desconcertada sin atreverse a tocarla. Sentía una sed terrible, el sudor formaba una fina película bajo el albornoz, que aún llevaba puesto.
—Estoy bien, era una pesadilla —dijo jadeando y recorriendo con la mirada la habitación, como si tratase de establecer con seguridad dónde se encontraba.
—Has gritado —musitó amedrentada su hermana.
—¿Sí?
—Gritabas mucho y no podía despertarte —dijo Ros, como si explicarlo le diera más sentido. Amaia la miró.
—Lo siento —dijo sintiéndose agotada y expuesta como un reo.
—… Y cuando he intentado despertarte me has dado un susto de muerte.
—Sí —admitió Amaia—, cuando abrí los ojos no te reconocí.
—De eso estoy segura, me apuntaste con la pistola.
—¿Qué?
Ros hizo un gesto hacia la cama y Amaia comprobó que aún llevaba la pistola en la mano. De pronto la visión del sueño con la niña levantando el arma hasta su cabeza le resultó tan vívida y ominosa que soltó la pistola como si estuviera caliente y la cubrió con un cojín antes de volverse hacia su hermana.
—Oh, Ros, lo siento, de verdad, debí de quedarme dormida después de limpiarla, pero está descargada…
Su hermana no pareció muy convencida.
—Lo siento —volvió a disculparse—. Los últimos días han sido muy intensos, hoy mismo he interrogado al tipo que mató a su propia hijastra, y supongo que… Bueno, entre eso y la investigación del basajaun, es normal acumular tensión.
—Y yo no he ayudado —añadió Ros un poco compungida, formando un leve puchero que a Amaia le recordó la niña que había sido. Sintió una oleada de cariño hacia su hermana.
—Bueno, supongo que todos terminamos haciendo las cosas lo mejor que podemos, ¿no? —dijo con una sonrisa de circunstancias.
Ros se sentó en la cama.
—Lo siento, Amaia, sé que debí contártelo, sólo quiero que sepas que no fue por tratar de ocultarte nada, no lo pensé, y bastante abochornada me sentía con todo lo que me estaba pasando.
Amaia estiró su mano hasta alcanzar la de su hermana.
—Exactamente eso es lo que me dijo James.
—¿Lo ves? Hasta en eso es perfecto tu marido. Dime, ¿cómo, con un hombre así, voy a ir a contarte mis miserias matrimoniales?
—Nunca te he juzgado, Ros.
—Lo sé. Y lo siento —dijo ella inclinándose hacia su hermana, que la recibió con un cálido abrazo.
—Yo también lo siento, Ros, te juro que ha sido una de las cosas más difíciles que me ha tocado hacer en mi vida, pero no tenía otra opción —dijo acariciando su cabeza.
Cuando por fin se soltaron del abrazo se miraron sonriendo abiertamente, de un modo reservado a las hermanas que se han mirado así, de frente, muchas veces. Hacer las paces con Ros la hizo sentir bien de un modo que casi había olvidado en los últimos días, y que habitualmente solía lograr con sólo regresar a casa, darse una ducha y abrazar a James. La había preocupado secretamente, llegando a preguntarse si por fin había ocurrido eso que tanto temen los investigadores de homicidios: que el horror al que se enfrentaba a diario rompiera las esclusas de ese lugar oscuro donde debe quedar relegado y hubiese inundado su vida, convirtiéndola poco a poco en uno de esos policías sin vida privada, desolados y asolados por el horror de saberse responsables de haber permitido que el mal rompa las barreras y se lo lleve todo. En los últimos días, una amenaza densa y ominosa como una maldición parecía cernirse sobre ella, y los viejos ensalmos no eran suficientes para exorcizar el mal con el que debía enfrentarse y que la acompañaba pegándose a su cuerpo como un sudario mojado.
Salió de su ensimismamiento y se percató de que Ros la había estado observando atentamente.
—Quizás ahora deberías ser tú la que se sincerase conmigo.
—Oh, te refieres a… Ros, ya sabes que no puedo, son aspectos de la investigación.
—No me refiero a eso, sino a lo que te hace gritar en sueños. James me ha dicho que tienes pesadillas casi cada vez que duermes.
—¡Por Dios, James! Es verdad, pero no son más que eso, pesadillas, y es perfectamente normal teniendo en cuenta mi trabajo. Va por temporadas, cuando estoy muy metida en un caso tengo más, cuando cerramos el caso remiten. Sabes que hace años que duermo con la luz encendida.
—Pues hoy la tenías apagada —dijo Ros mirando hacia la lamparita.
—Me despisté, todavía había luz cuando me senté a limpiar el arma, y me quedé dormida sin darme cuenta. Pero no suele ocurrirme, la dejo encendida precisamente para evitar que suceda lo que hoy, porque no son pesadillas exactamente lo que sufro, lo que me pasa es que tengo un sueño ligero en constante alerta y durante la noche se producen un montón de microdespertares en los que me sobresalto un poco, me ubico y me vuelvo a dormir… De ahí la importancia de que haya luz, así cuando abro los ojos puedo ver dónde estoy y me tranquilizo enseguida.
Ros negó observando su expresión.
—¿Tú te escuchas? Lo que has descrito es un estado de alerta constante, nadie puede vivir así. Si quieres conformarte con esa milonga de dejar la luz encendida, por mí estupendo, pero sabes que lo que ha ocurrido hoy no es normal. Amaia, casi me pegas un tiro.
Las palabras de su hermana trajeron el eco de las de James dos días antes en la puerta del obrador.
—Y las pesadillas pueden ser normales, pero sólo hasta cierto punto; lo que no es normal es que te causen tanto sufrimiento, que despiertes con esos sobresaltos, incapaz de discernir si sueñas o estás despierta. Te he visto, Amaia, y estabas aterrorizada.
Ella la miró y recordó el perfil femenino que se había cernido sobre su rostro mientras despertaba.
—Deja que te ayude.
Amaia asintió.
Bajaron en silencio las escaleras, percibiendo el extraño ambiente que se respiraba en la casa en ausencia de la tía. Los muebles, las plantas, los innumerables objetos de adorno parecían aletargados sin su presencia, como si al faltar la dueña de la casa todas sus pertenencias perdieran la autenticidad y se desdibujasen un poco disipando los límites que las mantenían en el plano realidad. Ros se dirigió al aparador y tomó el hatillo de seda negra en que envolvía las cartas, las puso en el centro de la mesa y se dirigió al salón. Un segundo después, Amaia oyó el rumor de los anuncios procedente del televisor. Sonrió.
—¿Por qué lo hacéis? —preguntó.
—Para oír mejor —fue la respuesta de su hermana.
—Sabes que es un contrasentido.
—Y sin embargo es así.
Se sentó y con mucho cuidado deshizo el nudo que apretaba la suave tela, tomó el mazo, retiró el lienzo y lo depositó frente a ella.
—Ya sabes lo que tienes que hacer, baraja las cartas mientras piensas tu pregunta.
Amaia tocó la baraja, que estaba curiosamente fría, y a su mente acudieron los recuerdos de otras veces, el tacto suave de los naipes deslizándose entre sus dedos, el extraño perfume que emanaba desde las cartas cuando las movía en sus manos y la pacífica comunión que se producía en el momento en que alcanzaba el grado preciso en que se abría el canal y la pregunta se formulaba en su mente fluyendo en ambas direcciones, el modo instintivo en que elegía las cartas y el ceremonial con que les daba la vuelta, sabiendo mucho antes de girarlas lo que había al otro lado, y el misterio resuelto en un instante cuando la ruta que seguir se dibujaba en su mente estableciendo las relaciones entre los naipes. Interpretar las cartas del tarot era tan sencillo y tan complicado como interpretar un mapa de un lugar desconocido, como trazar un trayecto desde tu casa a un punto concreto; si tenías claro el destino, si eras capaz de no distraerte en el camino como una caperucita mística, las respuestas se revelaban ante ti en una ruta clara hacia la respuesta, que como los caminos no siempre era única. A veces las respuestas no son la solución del enigma, le había dicho Engrasi en un momento a solas; en ocasiones las respuestas sólo generan más preguntas, más dudas.
—¿Por qué? —le había preguntado—. Si hago una pregunta y obtengo una respuesta, debería ser la solución.
—Debería, si supieras qué pregunta tienes que hacer en cada momento.
Recordaba las enseñanzas de tía Engrasi. «La pregunta. Siempre debe haber una pregunta, ¿qué sentido tendría si no hacer una consulta? Abrir el canal para dejar que las respuestas llegasen mezcladas como los gritos de millones de almas, clamando, aullando y mintiendo. Debes dirigir la consulta, debes trazar el camino en el mapa sin salirte, sin dejar que el lobo te seduzca convenciéndote para ir a coger flores, porque si lo haces llegará al destino antes que tú, y lo que encuentres al llegar ya no será el lugar al que te dirigías, terminarás hablando con un monstruo disfrazado que se hace pasar por tu abuelita y que sólo tiene una intención, devorarte. Y lo hará, se comerá tu alma si te sales del camino». Las advertencias tantas veces oídas en su infancia resonaron en su interior con la voz clara de la tía Engrasi.
«Las cartas son una puerta, y como una puerta no debes abrirla porque sí, ni dejarla abierta después. Una puerta, Amaia, las puertas no hacen daño, pero lo que puede entrar a través de ellas sí. Recuerda que debes cerrarla cuando termines tu consulta, que te será revelado lo que debas saber, y que lo que permanece a oscuras es de la oscuridad».
La puerta le descubrió un mundo que siempre había estado allí, y en pocos meses se reveló como una experta viajera, aprendiendo a trazar líneas magistrales sobre el mapa de lo desconocido, dirigiendo la consulta y cerrando la puerta con el cuidado que imponía la mirada vigilante de Engrasi. Las respuestas eran claras, nítidas, y resultaban tan fáciles de entender como una canción de cuna susurrada al oído. Pero hubo un momento, cuando tenía dieciocho años y estudiaba en Pamplona, en que la curiosidad la mantenía pegada a la baraja durante horas. Preguntaba una y otra vez por el chico que le gustaba, por los resultados de sus notas, por los pensamientos de sus rivales. Y las respuestas comenzaron a llegar confusas, liosas, contradictorias. A veces, ofuscada en el intento de vislumbrar una respuesta, pasaba toda la noche barajando y echando naipes oscuros que nada revelaban y le dejaban en el corazón la extraña sensación de estar siendo privada de algo que le pertenecía por derecho. Insistía una y otra vez, y sin darse cuenta comenzó a dejar la puerta abierta. No recogía jamás la baraja, que a menudo estaba sobre su cama, y una y otra vez se entregaba a echadas larguísimas con el único fin de intentar ver. Y vio. Una mañana, cuando tenía que estar saliendo de casa para ir a la facultad, se entretuvo en una de aquellas echadas rápidas y sin dirección que terminaban absorbiéndola durante horas. Pero aquella mañana el viaje a ninguna parte la llevó a una respuesta sin pregunta. Cuando se dispuso a volver las cartas, su carga ominosa traspasó el suave cartón en que estaban impresas sacudiéndole el brazo como si hubiera recibido un calambre. Una a una, las volteó trazando el mapa de la desolación en su alma. Cuando llegó a la última, la tocó suavemente con la yema del dedo índice sin llegar a voltearla y todo el frío del universo se congregó en torno a ella mientras exhalaba un quejido infrahumano y comprendía desolada que el lobo la había seducido, la había engañado para sacarla del camino, que el maldito hijo de puta se había adelantado, había llegado antes que ella y la había tenido durante días hablando con el mal disfrazado de abuelita. El teléfono sonó una sola vez antes de que lo cogiera y Engrasi le dijo lo que ya sabía: que su padre había muerto mientras ella cogía flores. No volvió a echar las cartas.
La pregunta.
La pregunta atronaba en su cabeza desde hacía días mezclada con otras: ¿dónde está? ¿Por qué lo hace? Pero sobre todo ¿quién es? ¿Quién es el basajaun?
Dejó el mazo sobre la mesa y Ros lo dispuso en una hilera.
—Dame tres —pidió.
Una a una, Amaia las fue tocando con la yema del dedo. Ros las separó del resto y las volvió colocándolas en escalera.
—Buscas a alguien, y es un varón. No es joven pero no es viejo, y está cerca. Dame tres.
Amaia eligió otras tres cartas, que Ros colocó a la derecha junto a las primeras.
—Este hombre realiza un cometido, tiene una labor que hacer y está comprometido con ella, porque lo que hace le da sentido a su vida y apacigua su furia.
—¿Apacigua su furia?, ¿un crimen apacigua una furia superior?
—Dame tres.
Las volteó junto a las otras.
—Apacigua una furia antigua y un miedo mayor.
—Háblame de su pasado.
—Estuvo sometido, esclavizado, pero ahora es libre, aunque un yugo pende sobre él. Siempre ha mantenido una guerra en su interior para dominar su furia, y ahora cree que lo ha conseguido.
—¿Lo cree? ¿Qué cree?
—Cree que es justo, cree que la razón le asiste, cree que lo que hace está bien. Tiene un buen concepto de sí mismo, se ve triunfante y victorioso sobre el mal, pero sólo es una pose.
»Dame tres.
Las dispuso lentamente.
—En ocasiones se desmorona y lo más mezquino aflora.
—… y entonces mata.
—No, cuando mata no es mezquino. Ya sé que no tiene mucho sentido, pero cuando mata es el guardián de la pureza.
—¿Por qué has dicho eso? —preguntó Amaia bruscamente.
—¿Qué he dicho? —preguntó Ros como volviendo de un sueño.
—El guardián de la pureza, el que preserva la naturaleza, el guardián del bosque, el basajaun. Maldito cabrón arrogante. ¿Qué cree que preserva matando niñas? Lo odio.
—Pues él a ti no, no te odia, no te teme, él hace su trabajo.
Amaia fue a señalar una de las cartas y, al hacerlo, empujó uno de los naipes fuera del mazo. La carta salió despedida y se dio la vuelta mostrando su faz.
Ros miró la carta y a su hermana.
—Esto es otra cosa. Has abierto otra puerta.
Amaia miró la carta, recelosa, reconociendo la presencia del lobo.
—¿Qué cojones…?
—Haz una pregunta —ordenó Ros con firmeza.
El ruido en la puerta les hizo volverse a mirar a James y la tía Engrasi, que entraron cargados con varias bolsas. Venían charlando entre risas, que se vieron atajadas de pronto cuando Engrasi fijó sus ojos sobre las cartas. Se acercó a la mesa con paso firme, valoró lo que estaba viendo y con un gesto apremió a Ros.
—Haz la pregunta —volvió a decir.
Amaia miró la carta recordando la fórmula.
—¿Qué es lo que debo saber?
—Tres.
Amaia se las dio.
—Lo que debes saber es que hay otro, llamémosle elemento, en la partida. —Volvió otra carta—. Infinitamente más peligroso. —Volvió la última—. Y éste es tu enemigo, viene a por ti y a por… —titubeó—, a por tu familia, ya ha aparecido en escena, y continuará llamando tu atención hasta que accedas a su juego.
—Pero ¿qué quiere de mí, de mi familia?
—Dame una.
Volvió la carta y sobre la mesa el esqueleto descarnado les miró desde sus cuencas vacías.
—Oh, Amaia, quiere tus huesos.
Permaneció en silencio unos segundos. Luego recogió las cartas, las envolvió en el lienzo y levantó la mirada.
—Puerta cerrada, hermana, lo que hay ahí fuera da mucho miedo.
Amaia miró a su tía, que había empalidecido de modo alarmante.
—Tía, quizá tú podrías…
—Sí, pero no hoy. Y no con esa baraja… Tengo que pensarlo —dijo mientras se metía en la cocina.