31

—Soy una niña —musitó—, sólo soy una niña, ¿por qué no me quieres?

La niña lloraba mientras la tierra le cubría el rostro. Pero el monstruo no tenía piedad.

El rumor del río le llegaba cercano, el olor mineral inundaba su olfato y el frío de las piedras se clavaba en su espalda mientras yacía junto al cauce. El asesino se inclinaba sobre ella para peinar su cabello a los lados, como perfectas guedejas doradas que casi ocultaban su pecho desnudo. Y ella buscaba sus ojos, desesperada por hallar piedad. El rostro del asesino se detenía junto al suyo, tan cerca que podía aspirar su aroma milenario de bosque, de río, de piedra, miraba a sus ojos y descubría que sólo había dos oscuros pozos, negros, insondables, allí donde debiera residir su alma, y quería gritar, quería dar salida al horror que atenazaba su cuerpo y que la volvería loca. Pero su boca no podía abrirse, por su garganta no podían trepar los aullidos que crecían en su interior, porque estaba muerta. Supo que así era la muerte de los asesinados, un eterno intento de gritar un horror que se queda dentro… Para siempre. Él vio su angustia, vio el dolor, vio la condena, y comenzó a reír hasta que su risa lo llenó todo. Entonces se inclinó de nuevo sobre ella y susurró:

—No tengas miedo de la ama, pequeña zorra. No voy a comerte.

El teléfono zumbaba sobre la mesilla de madera produciendo un ruido como de sierra de calar. Amaia se sentó en la cama, confusa y asustada, casi segura de haber gritado, y mientras se apartaba los mechones de pelo empapados que se habían adherido a su frente y su cuello, miró el aparato que se desplazaba por la mesa por efecto de la vibración como si se tratase de un siniestro escarabajo gigante y maléfico.

Esperó unos segundos mientras intentaba tranquilizarse. Aun así, sintió los latidos resonando como latigazos en el interior de su oído cuando se acercó el auricular.

—¿Inspectora Salazar?

La voz de Iriarte la trajo de vuelta a la realidad con la rapidez de un ensalmo.

—Sí, dígame.

—¿La he despertado? Lo siento.

—No se preocupe, no importa —contestó ella. «Casi le debo un favor», pensó a la vez.

—Es por algo que he recordado. Cuando usted vio el cuerpo dijo algo que he tenido dando vueltas en la cabeza desde entonces. Dijo: «Es Blancanieves», ¿lo recuerda? Es siniestro, pero yo también tuve esa impresión, y su comentario no hizo más que agravar la sensación que tenía de haber visto eso mismo antes, en otro lugar, en otro contexto. Por fin lo he recordado. Este verano estuve con mi mujer y los niños en un hotel de la costa en Tarragona, ya sabe, uno de esos con una gran piscina y un club de actividades para los críos. Una mañana nos dimos cuenta de que los niños estaban especialmente nerviosos, un poco raros, entre afectados y excitados, iban de un lado al otro del jardín recogiendo palitos, piedrecillas, flores y actuaban con muchísimo misterio. Les seguí y vi que por lo menos una docena de los más pequeños se habían congregado en un rincón del jardín y formaban un corro; me acerqué y vi que en el centro habían dispuesto un pequeño velatorio para un gorrión muerto. Estaba sobre un montón de pañuelos de papel, rodeado de cantos redondos y conchas de la playa, y cercando al pajarillo habían colocado flores formando una guirnalda a su alrededor. Me sentí conmovido, les felicité por el trabajo y les advertí sobre las enfermedades que podía transmitir un ave muerta y que debían lavarse las manos; después, casi a rastras, conseguí llevármelos de allí. A fuerza de jugar con ellos logré quitarles el pajarillo de la cabeza, pero durante días vi grupos de niños que se acercaban al rincón donde estaba el gorrión. Se lo comenté a un encargado y lo retiró de allí entre las quejas y el disgusto de los críos, aunque para entonces el animalillo ya estaba completamente agusanado.

—¿Cree que ha sido el niño el que la encontró?

—El padre dijo que el niño había ido al monte con más amigos. Me da a mí que quizá los niños lo encontraron, pero no el día que avisaron, sino antes, creo que hallaron el cadáver y decidieron preparar un velatorio, las flores… Es probable que ellos la cubrieran. Además, me fijé en que las huellas que aparecían en el frasco de perfume eran más bien pequeñas, de mujer supusimos, pero también podrían ser de niños. Estoy casi seguro de que fueron ellos.

—Blancanieves y sus enanitos.

Mikel tenía ocho años y ya sabía lo que era estar metido en un serio problema. Sentado en la silla de confidente del despacho de Iriarte, balanceaba los pies adelante y atrás en un intento de tranquilizarse mientras sus padres lo miraban dedicándole sonrisas de circunstancias, que, lejos de tranquilizarle, evidenciaban el mensaje que, aunque oculto, estaba latente en sus gestos. Su madre le había colocado la ropa y el pelo por lo menos tres veces, y en cada ocasión le había mirado a los ojos con esa expresión preocupada que tenía cuando no estaba segura del todo de lo que estaba pasando. Su padre había sido más directo: «No te preocupes, no va a pasarte nada. Te harán unas preguntas, tú sólo di la verdad lo más claramente posible». La verdad. Si decía la verdad con claridad, sería cuando pasarían todas las cosas. Ahora que había visto llegar a sus amigos acompañados por sus padres, desfilando por el pasillo ante la puerta casualmente abierta, y habían cruzado momentáneamente unas miradas de lo más desesperadas, sabía que no tenía escapatoria. Jon Sorondo, Pablo Odriozola y Markel Martínez. Markel tenía diez años y quizá se mantuviese firme, pero Jon era una nenaza, les contaría todo en cuanto le preguntaran. Miró una vez más a sus padres, suspiró y se dirigió a Iriarte.

—Fuimos nosotros.

Les llevó una buena media hora calmar a los padres y convencerles de que no era necesario un abogado, aunque podían llamarlo si lo deseaban; sus hijos no estaban acusados de ningún delito, pero era vital poder hablar con los niños. Al fin accedieron y Amaia decidió trasladarlos a todos a la sala de reuniones.

—Bueno, chicos —comenzó Iriarte—, ¿alguien quiere contarme lo que pasó?

Los niños se miraron entre ellos, luego a sus padres y por fin permanecieron en silencio.

—De acuerdo, ¿preferís que yo haga las preguntas?

Asintieron.

—¿Solíais ir a esa borda a menudo?

—Sí —contestaron a la vez, como una tímida clase de alumnos amedrentados.

—¿Quién la encontró?

—Mikel y yo —contestó Markel en un susurro, aunque no desprovisto de orgullo.

—Esto es muy importante, ¿recordáis qué día era cuando la encontrasteis?

—Era domingo —contestó Mikel—. Era el cumpleaños de mi abuela.

—Así que encontrasteis a la chica, avisasteis a los demás y volvisteis allí cada día para verla.

—Para cuidarla —puntualizó Mikel. Su madre se cubrió la boca, horrorizada.

—¡Pero, por Dios, estaba muerta! —exclamó el padre.

Un sentimiento de confusión y repugnancia recorrió a todos los adultos, que comenzaron a murmurar. Iriarte procuró calmarlos.

—Los niños tienen maneras distintas de ver las cosas, y la muerte les produce una gran curiosidad. Así que volvíais para cuidarla —dijo dirigiéndose a ellos—. Y la cuidasteis bien, pero ¿pusisteis vosotros las flores?

Silencio.

—¿De dónde sacasteis tantas? Ahora no hay casi flores en el campo…

—Del jardín de mi abuela —admitió Pablo.

—Es cierto —apuntó la madre—. Mi madre me llamó para contármelo, me dijo que el niño iba allí cada tarde a coger flores de un arbusto; me preguntó si me las traía a mí y yo le dije que no. Supuse que eran para alguna chica.

—Y así era —dijo Iriarte.

La madre se sobrecogió mientras lo pensaba.

—¿También llevasteis perfume?

—Se lo cogí a mi madre —contestó Jon casi en un susurro.

—¡Jon! —exclamó su madre—. ¿Cómo…?

—Era uno que no usabas, lo tenías entero sin usar en el armario del baño…

La madre se llevó una mano a la frente al comprender que su hijo había cogido el perfume más caro, el que menos usaba, el que reservaba para las ocasiones especiales.

—Joder, ¿te has llevado el Boucheron? —Y de pronto pareció más indignada porque se hubiese llevado un perfume de quinientos euros que porque lo hubiera vertido sobre un cadáver.

—¿Para qué era el perfume? —cortó Iriarte.

—Para el olor, olía cada vez peor…

—¿Por eso pusisteis los ambientadores? —Asintieron los cuatro.

—Nos gastamos toda la paga en eso —dijo Markel.

—¿Tocasteis algo del cuerpo?

Notó que la pregunta incomodaba a los padres, que se revolvieron en sus asientos y tomaron aire mientras le dedicaban una mirada de reproche.

—Estaba destapada —dijo uno de los chicos justificándose.

—Estaba desnuda —dijo Mikel. Una risilla se extendió entre los críos, pero se vio rápidamente atajada por los gestos horrorizados de los padres.

—Así que la cubristeis, ¿la tapasteis?

—Sí, con su ropa…, estaba rota —dijo Jon.

—Y con el colchón —admitió Pablo.

—¿Notasteis si a la chica le faltaba algo? Pensad bien la respuesta.

Se miraron de nuevo asintiendo y habló Mikel.

—Intentamos moverle el brazo para que sujetara el ramo, pero vimos que no tenía mano, así que la dejamos como estaba, porque ver la herida nos daba miedo.

Amaia se maravilló del modo en que funcionaba la mente infantil. Sentían miedo de una herida y sin embargo eran incapaces de sentir la amenaza implícita que suponía hallar un cadáver violentado; les daba miedo un corte limpio, aunque bestial, pero habían pasado todo su tiempo libre en la última semana velando a un cadáver que se descomponía por momentos sin sentir temor alguno, o quizás un temor superado por la curiosidad y por ese servilismo sectario con que son capaces de comportarse los niños, y que siempre la sorprendía cuando lo hallaba.

Amaia intervino.

—Toda la borda estaba muy limpia, ¿la limpiasteis vosotros?

—Sí.

—Barristeis el suelo, pusisteis ambientadores e intentasteis quemar la basura…

—Pero salía mucho humo y nos dio miedo que alguien lo viera y viniera a ver, y entonces…

—¿Visteis algo que pareciera sangre, o algo como chocolate seco?

—No.

—¿No había nada vertido junto al cadáver?

Negaron.

—Ibais todos los días, ¿verdad? ¿Notasteis si alguien distinto de vosotros había estado allí en esos días?

Mikel se encogió de hombros. Amaia se dirigió a la puerta.

—Gracias por su colaboración —dijo dirigiéndose a los padres—. Y vosotros debéis saber que si se encuentra un cadáver se debe llamar a la policía inmediatamente. Esa chica tiene una familia que la echaba de menos; además, su muerte no ha sido natural, y el retraso en contárselo a la policía podría suponer que su asesino, la persona que la mató, pueda escapar. ¿Entendéis la importancia de lo que os digo?

Asintieron.

—¿Qué va a pasar ahora con la chica? —quiso saber Mikel.

Iriarte sonrió mientras pensaba en sus propios hijos. Enanitos de Blancanieves. Estaban en una comisaría, acababan de interrogarlos, sus padres estaban abochornados, entre el horror y la incredulidad, y ellos se preocupaban por su princesa muerta.

—Se la devolveremos a su madre, la enterrarán… Le pondrán flores…

Se miraron y asintieron satisfechos.

—Quizá podáis visitar su tumba en el cementerio.

Ellos sonrieron entusiasmados y sus padres le dedicaron una última mirada escandalizada ante la sugerencia antes de tirar de sus retoños hacia la salida.

Amaia se sentó frente al panel, al que habían añadido las fotos de Johana, y una vez más se maravilló de lo que daba de sí la mente infantil. Iriarte entró con Zabalza y sonrió abiertamente mientras ponía ante ella un vaso de café con leche.

—Blancanieves. —Rió—. Me dan pena los pobres críos, sus padres los van a llevar derechitos al psicólogo. Y desde luego se les acabaron las salidas al monte para ir a explorar.

—Bueno, ¿qué haría usted si fueran sus hijos?

—Pues procuraría no ser muy duro, quizás hace un tiempo le habría contestado otra cosa, pero ahora tengo hijos, inspectora, y le aseguro que he aprendido mucho en los últimos años. Lo de salir a explorar todos lo hemos hecho, sobre todo los que nos hemos criado en zonas rurales; seguro que usted, que vivió aquí, también bajó al río y exploró por ahí.

—Ya, si eso me parece normal, curiosidad infantil, pero se trata de un cadáver, uno imagina que es el tipo de cosa que haría salir corriendo y gritando a unos críos.

—Quizás a la mayoría, pero vencido el susto inicial no es para tanto. El factor miedo en los niños tiene bastante más que ver con el terror imaginario que con los horrores reales, por eso la mayoría de veces los niños acaban siendo víctimas, porque no son capaces de distinguir entre los riesgos reales y los imaginarios. Supongo que se darían un buen susto al verla, pero después pudo más la curiosidad y el morbo, los críos son increíblemente morbosos. Ya sé que no es comparable, pero cuando yo tenía siete años encontramos un gato muerto, lo enterramos en un montón de grava que había en una obra, le hicimos una cruz con unos palos, le pusimos flores y hasta rezamos por él, pero una semana después los amigos de mi hermano lo desenterraron y lo volvieron a enterrar sólo para ver cómo estaba.

—Sí, eso me encaja más en la curiosidad infantil, pero sólo era un gato. Tendrían que haberse horrorizado ante un cadáver humano, existe un rechazo implícito en nuestra naturaleza al identificarnos con su forma humana.

—En los adultos sí, pero en los críos es distinto. No es la primera vez que ocurre algo parecido. Hace unos años hallaron en una zona de huertos de Tudela un cadáver de una chica que estaba desaparecida de su casa hacía días. Había muerto de una sobredosis y unos chavales hallaron el cadáver; en lugar de denunciarlo, lo cubrieron con plásticos y maderos. Cuando la policía lo encontró, las circunstancias suscitaron muchísimas dudas sobre lo que había pasado; la autopsia reveló la sobredosis y los muchísimos rastros que habían dejado condujeron hasta los chavales, pero la primera impresión que produjo a los investigadores también se vio alterada por su causa.

—Increíble.

—Pero cierto.

Jonan llamó con los nudillos a la puerta mientras abría.

—Inspectora, el teniente Padua acaba de llamar, han detenido en Goramendi a Jasón Medina. Estaba en una borda del monte en las inmediaciones de Eratzu. También han encontrado el coche a unos doce kilómetros de allí, medio oculto entre los árboles. En el maletero llevaba una bolsa de deporte con ropa de chica, la documentación de Johana y un ratón de peluche. Lo tienen en el cuartel de Lekaroz. Padua ha dicho que la esperará para comenzar el interrogatorio.

—¡Qué amable! —se burló Iriarte.

—No crea, me debe un favor —dijo ella cogiendo su bolso.

Las instalaciones del cuartel de la Guardia Civil se veían anticuadas en comparación con la nueva comisaría de la Foral, pero aun así a Amaia no se le escapó que poseían un moderno sistema de vigilancia con cámaras de última generación. Un guardia uniformado les saludó en la puerta indicándoles una oficina a la derecha de la entrada. Otro guardia les condujo por un estrecho pasillo pobremente iluminado hasta un grupo de puertas destartaladas que evidenciaban más de un cambio de cerraduras. La sala era amplia y bien caldeada. Junto a la entrada había una hornacina con una imagen de la Inmaculada Concepción adornada con un ramo seco de espigas; a derecha e izquierda se repartían varias mesas y sillas. Frente a una de ellas, y esposado, aparecía un hombre de unos cuarenta y cinco años, delgado, de baja estatura y tez oscura, que ponía aún más de manifiesto su palidez y las rojeces que se le habían formado bajo los ojos y alrededor de la boca.

Entre las manos esposadas sostenía desmayadamente un pañuelo de papel que no parecía dispuesto a usar, a pesar de que las lágrimas y los mocos se escurrían por su rostro hasta el mentón, de donde goteaban sobre la superficie oscura de la mesa. A su lado, una joven abogada de oficio, a la que calculó menos de treinta años, ordenaba unos impresos mientras escuchaba absorta las instrucciones que alguien le daba por teléfono y miraba visiblemente disgustada a su cliente.

Padua se les acercó por detrás.

—No ha dejado de llorar y chillar desde que lo encontraron los del Seprona. Confesó en cuanto vio a los guardias, me han dicho que no ha callado en todo el camino hasta aquí, y desde que lo hemos sentado ahí no ha hecho otra cosa que llorar a gritos; en realidad hemos tenido que tomarle declaración, porque desde que ha llegado no ha dejado de repetir que había sido él y que quería declarar. Tiene que estar agotado sólo de berrear.

Se acercaron a la mesa. Un guardia accionó una grabadora y, tras los saludos, las presentaciones y la constatación de fecha y hora, tomaron asiento.

—Antes de nada debo decir que esto es muy irregular, no entiendo cómo le han tomado declaración sin estar yo delante —se quejó la abogada.

—Su cliente no dejó de gritar su confesión desde el momento en que fue detenido e insistió en hacer una declaración en cuanto entró por la puerta.

—… Aun así podría invalidarla…

—Aún no le hemos interrogado, señora, ¿por qué no espera a escuchar lo que él tenga que decir?

La abogada apretó los labios y separó la silla de la mesa unos centímetros.

—Señor Jasón Medina —comenzó Padua. Pareció que la mención de su nombre lo sacaba del trance en el que había permanecido; se irguió en la silla y miró fijamente a los folios que Padua sostenía en las manos—. Según su declaración, el sábado día 4 le pidió a su hijastra, Johana Márquez, que le acompañara a lavar el coche, pero en lugar de dirigirse a la gasolinera donde solía lavar el vehículo condujo en dirección al monte. Cuando llegaron a una zona poco concurrida paró el coche y pidió a su hijastra que le besara; ante su negativa, usted se enfadó y la abofeteó. Johana amenazó con contárselo a su madre, e incluso con acudir a la policía. Usted se enfadó más y se puso muy nervioso, entonces la golpeó de nuevo y ella quedó desmayada, según sus propias palabras. —Jasón asintió—. Arrancó el vehículo y condujo otro rato, pero al verla desmayada, como dormida, pensó que podía tener relaciones con ella sin que se resistiera. Buscó un lugar apartado en un camino forestal, detuvo el coche, inclinó el asiento del acompañante hacia atrás y se colocó sobre Johana con intención de tener relaciones. Pero entonces ella despertó y comenzó a gritar. ¿Es correcto?

Jasón Medina asentía sin pausa hasta provocar la sensación de que se estaba meciendo mientras de su nariz seguían goteando lágrimas mezcladas con mocos.

—Según sus palabras la golpeó una y otra vez. Cuanto más chillaba Johana, más excitado estaba usted; la golpeó nuevamente, pero ella se defendía sin rendirse, así que tuvo que darle más fuerte. Aun así, ella no dejaba de gritar y de golpearle con todas sus fuerzas. La agarró por el cuello y apretó hasta que quedó inmóvil. Cuando vio que la había matado, decidió que tenía que encontrar un lugar donde abandonar el cadáver. Conocía la borda del monte debido a que había pasado por allí en varias ocasiones cuando trabajaba como pastor. Condujo por la pista hasta que estuvo cerca, después cargó con el cuerpo hasta la borda y lo dejó allí. Pero antes recordó lo que había leído en la prensa en los últimos días sobre el basajaun y decidió que podía hacer que el crimen se pareciese; rasgó la ropa de Johana como recordaba que había leído y se sintió tan excitado que violó el cadáver.

Jasón cerró los ojos un instante y Amaia pensó que podía pasar por culpabilidad, pero seguramente estaba reviviendo el momento de la muerte, que había grabado en su mente con todo detalle. Se removió en su silla captando la atención de la abogada, que retrocedió asqueada al ver el bulto que formaba en sus pantalones la inminente erección.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó.

Padua continuó leyendo como si no se hubiera dado cuenta.

—Pero no tenía cuerda ni cordel para escenificar lo que recordaba, así que regresó a casa antes de que volviera su esposa, se duchó, tomó un trozo de cuerda de la que había sobrado al montar el tendedero de la ropa y regresó hasta la borda para colocarlo alrededor del cuello de su hijastra. Después regresó a casa. Cuando su esposa insistió en denunciar la desaparición, usted cogió algunas ropas y objetos personales de Johana, los metió en el maletero de su coche, le contó a su mujer que Johana había estado en casa para llevarse sus cosas y la persuadió de que retirase la denuncia… Señor Medina, esto es lo que usted ha declarado, ¿está de acuerdo?

Jasón bajó la mirada y asintió.

—Debo oírle, señor, es para que conste.

El hombre se inclinó hacia delante como si fuera a besar la grabadora y dijo claramente.

—Sí, señor, así es, ésa es toda la verdad, Dios lo sabe. —La voz salió suave, un poco alta, con un deje de servilismo fingido que hizo bizquear a su abogada.

—No puedo creerlo —susurró ésta.

—¿Se ratifica en su declaración, señor Medina?

Jasón volvió a inclinarse hacia delante.

—Sí.

—¿Está de acuerdo en todo lo que he leído, o quiere añadir o quitar algo?

Otra parodia de reverencia.

—Estoy de acuerdo en todo.

—Bien, señor Medina, ahora, aunque todo ha quedado bastante claro, nos gustaría hacerle unas preguntas.

La abogada se irguió levemente, como si entendiera que al fin tendría algo de trabajo que hacer.

—Ya le he presentado a la inspectora Salazar, de la Policía Foral, que quiere interrogarle.

—Me opongo —espetó la abogada—. Ya se ha complicado bastante la vida de mi cliente con esta declaración, ya ha confesado. No crea que no sé quién es usted —dijo dirigiéndose a Amaia—, y lo que pretenden.

—¿Qué cree que pretendo? —preguntó Amaia, paciente.

—Cargarle a mi cliente los crímenes del basajaun.

Amaia rió mientras negaba con la cabeza.

—Tranquilícese, desde ahora le digo que el modus operandi no concuerda. Desde el principio supimos que no se trataba del basajaun, y con los datos que ha dado en la declaración relativos al cordel que utilizó casi podríamos descartarlo.

—¿Casi?

—Hay un aspecto del crimen que nos ha llamado la atención. De que su cliente pueda darnos una explicación plausible dependerá cómo se lleve en adelante esta investigación.

La abogada se mordió el labio inferior.

—Mire, hagamos una cosa: yo pregunto y su cliente sólo responde si usted lo autoriza…

La abogada miró angustiada el charquito de humores que se había extendido por la superficie de la mesa y asintió. Padua hizo gesto de levantarse para cederle el sitio frente a Medina, pero Amaia le detuvo, se puso en pie, dio la vuelta a la mesa y se situó justo a la izquierda del hombre, inclinándose un poco para hablarle y tan cerca que casi rozaba su ropa.

—Señor Medina, ha declarado que golpeó repetidas veces a Johana y que la violó, ¿está seguro de que no le hizo nada más?

El hombre se removió, inquieto.

—¿A qué se refiere? —preguntó la abogada.

—El cadáver presentaba una amputación completa de la mano y el antebrazo derechos —dijo poniendo sobre la mesa dos fotos ampliadas donde se apreciaba toda la crudeza de la lesión.

La abogada frunció el ceño y se inclinó para susurrar algo al oído de su cliente. Él negó.

Amaia se impacientaba por segundos.

—Escúcheme, después de lo que ha declarado, el cortarle el brazo resulta algo secundario, ¿lo hizo quizá para que no pudiéramos identificar el cadáver por las huellas?

Él pareció sorprendido ante la idea.

—No.

—Mire las fotos —insistió Amaia.

Jasón miró brevemente y apartó la mirada, asqueado.

—¡Por Dios!, no, yo no lo hice, cuando volví a colocar la cuerda ya estaba así, pensé que había sido un animal.

—¿Cuánto tiempo tardó en volver a la casa y regresar a la borda? Piénselo bien.

Jasón comenzó a llorar, con gemidos profundos que le brotaban desde el estómago, convulsionando su cuerpo visiblemente.

—Deberíamos dejarlo, el señor Medina necesita descansar —sugirió la abogada.

Amaia perdió la paciencia.

—El señor Medina descansará cuando yo lo diga.

Dio un fuerte golpe sobre la mesa que hizo que pequeñas gotas del charquito salieran despedidas en todas direcciones, mientras se inclinaba hasta poner su rostro junto al del hombre. Su llanto cesó de inmediato.

—Conteste —ordenó con tono firme.

—Una hora y media como mucho, me di prisa porque mi mujer iba a regresar del trabajo.

—¿Y cuando llegó a la borda el brazo ya no estaba?

—No, le juro que creí…

—¿Había sangre?

—¿Qué?

—¿Había sangre alrededor de la herida?

—Quizás un poco, pero poca, un charquito pequeño, apenas una manchita…

Amaia miró a Padua.

—¿Los críos? —sugirió él.

—… Sobre el plástico —murmuró Jasón.

—¿Qué plástico?

—La sangre estaba sobre un plástico blanco —masculló.

Amaia se irguió, mareada por el fétido aliento del hombre.

—Piense bien esto. ¿Vio a alguien en las proximidades de la borda cuando regresó?

—No vi a nadie, aunque…

—¿Sí?

—Me pareció que había alguien más allí, pero es que estaba muy nervioso. Hasta me pareció que alguien me vigilaba. Creí que era Johana…

—¿Johana?

—Su espíritu, me comprende, su fantasma.

—¿Se cruzó con algún coche en la pista de acceso o vio algún vehículo aparcado en las inmediaciones?

—No, pero cuando ya me iba oí una moto, una de esas de monte. Hacen mucho ruido. Creí que era de los del Seprona, llevan de esas para ir por el monte. Salí corriendo de allí.

Otras primaveras

La siguiente vez las cosas fueron muy distintas. Habían transcurrido muchos años. Ella ya vivía en Pamplona, aunque regresaba a Elizondo los fines de semana. Su madre, enferma e inválida, estaba confinada en la cama de un hospital con una neumonía complicada mientras el Alzheimer la devoraba. Hacía meses que apenas balbuceaba alguna palabra de un vocabulario muy limitado y sólo para demandar lo más básico. Llevaba una semana en el Hospital Universitario a petición de su médico de cabecera y contra la voluntad de Flora, que se había resistido con todas sus fuerzas al ingreso, aunque al final había tenido que claudicar cuando la respiración de Rosario se hizo tan penosa que necesitó oxígeno para no morir y tuvo que ser trasladada en una ambulancia medicalizada. Aun así, y haciendo gala de su perpetuo protagonismo, se resistía a abandonar la cabecera de su madre bajo todo tipo de pretextos, aunque no perdía ocasión de recriminar a sus hermanas que no visitasen más a Rosario.

Amaia entró en la habitación y, tras escuchar diez minutos de reproches de Flora, la envió a la cafetería prometiendo quedarse a vigilar a su madre. Cuando la puerta se cerró tras su hermana, Amaia se volvió a mirar a la anciana que dormitaba medio incorporada en la cama hospitalaria en un intento de facilitar su penosa respiración. Fue consciente de su miedo, y de que era la primera vez que se quedaba con ella a solas desde que era niña. Pasó de puntillas frente a la cama para sentarse en el sillón junto a la ventana, rogando que no se despertara para pedir algo. No estaba segura de lo que sentiría si tenía que tocarla.

Con el mismo cuidado que habría puesto si manipulase un explosivo, se sentó en el sillón y se reclinó lentamente mientras tomaba una de las revistas de Flora del poyete de la ventana. Se volvió a mirar a su madre y no pudo reprimir un grito. El corazón amenazaba con salírsele del pecho. Su madre la miraba, apoyada sobre el costado izquierdo, con una sonrisa torcida y unos ojos que brillaban lúcidos y maliciosos.

—No tengas miedo de la ama, pequeña zorra. No voy a comerte.

Se recostó de nuevo, cerró los ojos e inmediatamente su respiración volvió a sonar acuosa y estentórea. Amaia estaba encogida sobre sí y vio que, sin darse cuenta, había estrujado la revista de su hermana. Permaneció así unos segundos, con el corazón desbocado y la lógica gritando en su interior que se lo había imaginado, que el cansancio y los recuerdos le habían jugado una mala pasada. Se levantó sin apartar los ojos del rostro de su madre, que aparecía tan vacuo y aletargado como en los últimos meses. La anciana susurró algo. Un hilo de baba resbaló por su mejilla, los ojos permanecieron cerrados. Un murmullo ahogado, una palabra incomprensible. El tubito del oxígeno se había soltado de una oreja y colgaba ladeado emitiendo un siseo suave. Parecía soñar, balbuceaba ¿agua?, quizá. Su voz era tan débil que resultaba inaudible. Se acercó a la cama y escuchó.

—Naaaa auaaag.

Se inclinó sobre ella en un intento por entender sus palabras.

Rosario abrió los ojos, unos ojos penetrantes y crueles que evidenciaban cuánto se estaba divirtiendo con aquello. Sonrió.

—No, no te comeré, aunque lo haría si pudiera levantarme.

Amaia avanzó a trompicones hasta la puerta sin dejar de vigilar a su madre, que seguía mirándola con aquellos ojos malignos mientras reía, satisfecha del miedo que causaban en Amaia, con carcajadas estentóreas que parecían imposibles para alguien con problemas respiratorios tan graves. Amaia cerró la puerta tras de sí y no volvió a entrar hasta que regresó Flora.

—¿Qué haces aquí? —le espetó ésta al verla—. Deberías estar dentro.

—Miraba a ver si venías, tengo que irme ya.

Flora miró su reloj y alzó las cejas, en aquel gesto de recriminación que Amaia había visto tantas veces.

—¿Y la ama?

—Duerme…

Y así era, dormía cuando entraron de nuevo.