La lluvia, que no había cesado en toda la jornada, se hizo más intensa conforme se acercaban a Elizondo. La luz del atardecer había huido hacia el oeste en una fuga rápida y subrepticia, dejándole de nuevo aquella sensación de robo que ya era habitual en las tardes de invierno y que, sin embargo, seguía malhumorándola cada día con su carga de decepción y fraude. Una densa niebla descendía por las laderas, lenta y pesada, moviéndose a escasos metros del suelo y reforzando el efecto de un barco en medio del mar que la nueva comisaría le había producido la primera vez.
Amaia cargó en el ordenador las fotos que habían tomado por la mañana en la borda y se entregó durante una hora a una minuciosa observación de las imágenes. Aquel lugar que el asesino de Johana había elegido era en sí mismo un mensaje, un mensaje tan distinto del que se enviaba en los otros crímenes que por fuerza debía encerrar información. ¿Por qué había elegido ese lugar y no otro? Padua había dicho que solían visitarlo cazadores y excursionistas, pero no era temporada de caza y los senderistas harían su aparición en primavera, no antes. Quien llevó allí a Johana debía de saberlo y tenía que estar muy seguro de que no sería interrumpido mientras llevaba a cabo su crimen. Volvió a una foto que se había tomado justo en el punto en el que arrancaba la pista de tierra y desde donde la borda resultaba invisible. Tomó el teléfono y marcó el número del teniente Padua.
—Inspectora Salazar, ahora iba a llamarla. Acompañamos a Inés al cajero y ha comprobado que su marido ha vaciado la cuenta, según el registro del cajero; al parecer, lo hizo en cuanto ella salió de casa. También falta el pasaporte, ya hemos dado aviso a estaciones y aeropuertos.
—Bien, pero le llamo por otra cosa…
—¿Sí?
—¿En qué trabaja Jasón Medina?
—Es mecánico de coches, trabaja en un taller del pueblo…, cambio de aceite y neumáticos, en fin… Hemos pedido una orden para registrarlo también…
La comisaría estaba silenciosa. Después de la tensa jornada en Pamplona había mandado a Jonan e Iriarte a comer algo en cuanto había llegado a Elizondo.
—No creo que pueda comer nada —había dicho Jonan.
—Vete de todos modos, te sorprenderías de los milagros que puede hacer un bocata de calamares y una caña.
Con un café tan caliente en la mano que apenas podía beberlo a sorbos, estudiaba las fotos del escenario, segura de que en ellas había algo más. A su espalda sólo percibía el sonido de las hojas al rozar procedente de la mesa de Zabalza.
—¿Ha estado todo el día aquí, subinspector?
La postura de su espalda se tensó de pronto como si se sintiese incómodo.
—Por la mañana sí, por la tarde he salido un rato.
—Supongo que sin novedad.
—No gran cosa. Freddy sigue estable dentro de la gravedad y no hay noticias del laboratorio forense. Aunque sí han llamado los de los osos, han dicho algo sobre que tenían una cita con usted a la que no había acudido, les he explicado que hoy no podría. Han dejado unos números de teléfono y su dirección, están en el hotel Baztán a unos cinco kilómetros.
—Sé dónde está.
—Es verdad, siempre olvido que usted es de aquí.
Amaia pensó que nunca se había sentido menos de aquí que en aquel momento.
—Les llamaré más tarde…
Pensó un instante en la posibilidad de preguntar o no por Montes y al fin se decidió.
—Zabalza, ¿sabe si el inspector Montes se ha pasado hoy por aquí?
—A primera hora de la tarde. Como acababa de llegar la orden para las harinas de los obradores me acompañó hasta Vera de Bidasoa a uno de ellos y luego estuvimos en cinco obradores más del valle. Cuando terminamos regresamos aquí y enviamos las muestras al laboratorio siguiendo el procedimiento.
Zabalza parecía un poco nervioso mientras explicaba sus pasos, casi como si estuviese sometido a examen. Amaia recordó el incidente en el hospital y decidió que quizás el subinspector Zabalza era ese tipo de persona que hace de toda crítica algo personal.
—¿… Inspectora?
—Perdón, no le he oído.
—Le decía que espero que todo esté bien, que esté de acuerdo con los pasos que seguimos.
—Oh, sí, todo está bien, muy bien, ahora sólo nos queda esperar resultados.
Zabalza no contestó. Continuó verificando datos en su mesa. Observó a Amaia cuando ella se inclinó de nuevo sobre el ordenador. No le caía bien, había oído hablar de ella, la inspectora estrella que había estado con el FBI en Estados Unidos, y ahora que la conocía pensaba que era una zorra arrogante que parecía esperar que todo el mundo le hiciese una reverencia al pasar. Se sentía incómodo porque en el fondo sabía que había metido la pata con lo de su hermana, pero desde que ella estaba por allí hasta Iriarte parecía concederle más trascendencia a cosas como aquélla, que en el fondo no tenían tanta importancia. Y ahora esa fijación con Montes, un tío de la vieja escuela, que sí que le caía bien, suponía que en parte porque tenía los huevos suficientes como para plantarle cara a la inspectora estrella. Y él, él se sentía frustrado por momentos en aquella investigación que no iba a ninguna parte y teniendo que aguantar los brotes de brillantez de la inspectora Salazar, que en su opinión se equivocaba de parte a parte. Se preguntaba cuánto tiempo iba a tardar el comisario general en asignar aquel caso a un inspector de los buenos en lugar de dar pábulo a lucimientos de poli de serie americana. El móvil vibró en su bolsillo indicando de modo silencioso que tenía un mensaje nuevo. Antes de abrirlo ya reconoció el número; aunque hacía meses que había borrado el nombre, seguía enviándole aquellos mensajes y él seguía abriéndolos. En la pantalla, un torso masculino cubierto de pequeñas gotas de sudor que reconoció inmediatamente, atrapándole en un hechizo de deseo que de un modo involuntario le llevó a pasarse la lengua por los labios. Fue consciente de pronto de dónde estaba y en un gesto pudoroso escondió el móvil con las manos y miró atrás como esperando que alguien hubiera estado allí. Ocultó la foto, pero no la borró. Sabía de sobra lo que venía ahora. Durante los próximos días su humor empeoraría en la misma medida en la que crecería su culpabilidad. Quería seguir con Marisa, llevaba ocho meses con ella, la quería, era guapa, simpática, lo pasaban bien juntos, pero… la presencia de aquella foto le torturaría toda la semana, sólo porque no era capaz de reunir el valor para borrarla. Lo intentaría, como con las anteriores, pero sabía que por la noche, cuando se quedase solo después de que ella regresara a su casa, miraría por última vez las fotos antes de borrarlas, y no sólo no las borraría, sino que tendría que hacer un gran esfuerzo para no marcar el número de Santy, para no pedirle que viniera a su casa, para vencer el deseo salvaje que le inspiraba su cuerpo. Le había conocido en el gimnasio un año antes; entonces Santy salía con una chica con la que llevaba dos años y él estaba solo. Quedaban para salir a correr, para tomar algo, incluso llegó a presentarle a dos chicas con las que se había enrollado un par de veces, hasta que una mañana del verano anterior, después de venir de correr, Santy se había duchado en su casa, que estaba más cerca de las pistas, y cuando salió de la ducha desnudo y mojado, se miraron a los ojos y un instante después estaban en la cama. Cada mañana durante una semana se habían encontrado en su casa, y cada mañana el deseo había podido a la confusión y a la firme decisión de que no se volviera a repetir. Una semana después se incorporó de nuevo al trabajo. Y comenzó a salir en serio con Marisa. Le comunicó a Santy que no se verían más y le pidió que no volviera a llamar. Ambos habían cumplido su promesa, pero Santy practicaba este tipo de resistencia pasiva, en la que no le llamaba pero le enviaba fotos de su cuerpo desnudo que lograban trastornarle de un modo que casi le impedía pensar en nada más que en él y en el sexo con él. Aquellas imágenes se colaban en su mente en cualquier momento provocándole una desazón indescriptible, sobre todo cuando el sexo con Marisa se eternizaba en una suerte de gemidos gatunos que lograban acabar con su deseo y le traían a la mente de nuevo los encuentros apasionados, vertiginosos y febriles con Santy. Se sentía irritado e impaciente como el que espera una resolución, una ola o un viento de tormenta que lo arrasase todo, que terminase de una vez con su confusión trayendo una mañana nueva en la que pudiera borrar los últimos ocho meses. Preguntándose hasta cuándo podría aguantar aquella presión volvió a mirar a la inspectora, que trabajaba en su ordenador revisando las fotos que ellos habían repasado cien veces, y la odió por todo. Amaia observó de nuevo las fotos tomadas en el interior de la borda. Junto a la chimenea, una anticuada escoba de paja se apoyaba contra un rincón cubriendo parcialmente un pequeño montón de basura. Fijando un recuadro previo, aumentó una y otra vez la imagen hasta que estuvo segura de lo que estaba viendo. Marcó el número del domicilio de Johana y esperó hasta escuchar la voz lastimera de Inés.
—Buenas noches, Inés, soy la inspectora Salazar.
Durante dos o tres minutos escuchó los pormenores de lo que había hallado al llegar a casa, el dinero que faltaba, la documentación y demás. Esperó pacientemente mientras la mujer parloteaba presa de una excitación rayana en el triunfo al ver sus sospechas confirmadas. Cuando la avalancha cesó, Amaia continuó:
—Conocía esos datos, el teniente Padua me llamó hace media hora… Pero hay algo en lo que tal vez usted pueda ayudarme. ¿Su marido es mecánico de coches?
—Sí.
—¿Ha sido ése siempre su trabajo?
—En República Dominicana sí, pero cuando vino aquí, al principio no encontró trabajo de lo suyo y estuvo un año trabajando para un ganadero.
—¿En qué consistía su trabajo?
—Pastoreo, tenía que llevar las ovejas al monte, a veces se pasaba varios días fuera.
—Quiero que mire en el frigorífico, en los armarios de la cocina, en la despensa, en cualquier sitio que usen para guardar provisiones. Mire y dígame si falta algo.
El teléfono debía de ser un inalámbrico, porque Amaia oyó la respiración agitada de la mujer y los pasos presurosos.
—¡Madre de Dios!, ¡se ha llevado toda la comida, inspectora!
Amaia cortó con toda la amabilidad posible a la mujer y llamó a Padua.
—No intentará salir del país, al menos no del modo habitual. Se ha llevado provisiones para varias semanas; sin duda está en el monte, conoce las rutas de los pastores como la palma de su mano. Si sale del país lo hará a través de la muga de los Pirineos, y por su conocimiento de la zona podría atravesar el valle y los montes sin ser visto. Y conocía la borda, había heces de oveja en el escenario; aunque las habían barrido, estaban en un montón junto a la chimenea. Yo me pondría en contacto con su ex jefe. Inés me ha dicho que es un ganadero de Arizkun, hable con él, puede ser de gran ayuda con las rutas y los refugios. Seguro que los de Seprona conocen los itinerarios.
A pesar del silencio, Amaia percibía la humillación de Padua al otro lado del teléfono, y de pronto se sintió furiosa; no iba a felicitarle, no había sido un buen trabajo, pero ella misma estaba en la cuerda floja con una investigación atascada y sin un sospechoso.
—Teniente, de poli a poli, esto que quede entre usted y yo.
Padua musitó un agradecimiento atropellado y colgó.