29

Hizo el trayecto hasta Pamplona en silencio y sumida en una desazón interior que la había embargado desde el instante en que vio el cadáver de Johana. Había en aquel crimen tantos aspectos diferenciales que le costaba trabajo comenzar siquiera a plantearse un perfil preliminar, aunque le había estado dando vueltas en la cabeza durante todo el camino. Las flores, el perfume, el ramo que descansaba sobre su vientre, el modo casi pudoroso con que había sido cubierta la desnudez del cadáver… Contrastaban con la brutalidad evidente de los golpes repartidos por el rostro, la forma salvaje en que la ropa había sido casi arrancada haciéndola jirones, la probable violación y la truculencia con que el asesino había perdido el control, llegando a estrangular a su víctima con sus propias manos. Y luego estaba el tema del trofeo. Muchos asesinos en serie se llevaban algo que hubiese pertenecido a las víctimas, para poder recrear en la intimidad una y otra vez el instante de la muerte, por lo menos hasta que la fantasía llegaba a ser insuficiente para satisfacer su necesidad y tenían que salir a por más. Pero no era frecuente que se llevasen trozos del cuerpo, por la dificultad que entrañaba conservarlos intactos y a la vez tener acceso a ellos cuando al asesino le apetecía. Solían elegir pelo o dientes, pero no partes que pudieran sufrir un rápido deterioro. Llevarse un antebrazo con la mano no encajaba en el perfil del depredador sexual, aunque tampoco encajaba el trato casi exquisito que le había brindado al cadáver durante días.

Era la hora de comer cuando llegaron a Pamplona. Contrastando con el frío exterior, el aliento de los viajeros se había adherido a los cristales de las ventanillas y se convertía en la prueba palmaria del sofocante calor en el interior del vehículo, incómodo por la presencia del teniente Padua, que había insistido en viajar con ellos aunque no había abierto la boca en todo el viaje. Cuando por fin el coche se detuvo ante el Instituto Navarro de Medicina Legal y bajaron, una mujer totalmente oculta bajo un paraguas surgió de entre un pequeño grupo que esperaba a la entrada y se adelantó unos pasos hasta situarse frente a las escaleras.

Amaia supo quién era nada más verla: no era la primera vez que los familiares de una víctima la esperaban a las puertas de la morgue. De ningún modo se les permitiría entrar a la autopsia. No podían hacer nada allí, incluso la creencia popular de que los familiares debían autorizar la autopsia era falsa. Las autopsias se realizaban dentro del protocolo judicial por orden del juez, y en los casos en que era necesaria la identificación del cadáver se hacía a través de pantallas de televisión de circuito cerrado y nunca entraban a la sala de autopsias… Los familiares no tenían nada que hacer allí, pero aun así acudían a la puerta del instituto como a una llamada y esperaban reunidos, como si en cualquier momento fuera a salir de allí una enfermera para anunciarles que todo había salido bien y que su ser amado se recuperaría en unos días.

Cuando comenzó a aproximarse a la mujer, decidida a evitar mirarla a los ojos, percibió la palidez de su rostro, el modo suplicante en que tendió una mano hacia ella mientras daba la otra a una niña pequeña, de apenas tres o cuatro años, que la madre casi arrastraba en su avance. Amaia apuró el paso.

—Señora, señora, se lo ruego —dijo la mujer llegando a rozar con una mano áspera y fría la mano de Amaia. Después, como si pensase que había ido muy lejos en su atrevimiento, retrocedió un paso y asió de nuevo la mano de la niña.

Amaia se detuvo en seco instando con la mirada a Jonan, que intentaba interponerse entre ambas.

—Señora, por favor —rogó la mujer.

Amaia la miró invitándola a hablar.

—Soy la madre de Johana —dijo por toda presentación, como si asumiese que ostentaba un triste título para el que no cabía explicación alguna.

—Sé quién es, y siento mucho lo que le ha ocurrido a su hija.

—Usted es la policía que investiga los crímenes del basajaun, ¿verdad?

—Sí, así es.

—Pero a mi hija no la ha matado el basajaun, ¿verdad?

—Me temo que no puedo contestar a eso, aún es pronto para estar seguros. Estamos en una fase muy preliminar de la investigación en la que primero tenemos que establecer qué ha pasado.

La mujer avanzó un paso más.

—Pero usted tiene que saberlo, usted lo sabe, sabe que a mi Johana no la ha matado ese asesino.

—¿Por qué dice eso?

La mujer se mordió el labio y miró alrededor, como si fuera a hallar la respuesta en las gruesas gotas de lluvia que caían.

—¿La han…? ¿La han abusado?

Amaia posó sus ojos en la niña, que parecía absorta en la contemplación de los coches patrulla aparcados en batería.

—Ya le he dicho que aún es pronto para saberlo, no podemos estar seguros hasta que no se haga la… Bueno… —De pronto, mencionar la autopsia se le antojó demasiado violento. La mujer se acercó hasta que Amaia pudo oler su aliento amargo y una colonia de lavanda que emanaba de su ropa húmeda. Cogiéndola de la mano, se la apretó en un gesto que era a la vez reconocimiento y desesperación.

—Al menos, señora, dígame cuántos días lleva muerta.

Amaia colocó una mano sobre la de la mujer.

—Hablaré con usted cuando termine… Bueno, cuando terminen de examinarla, le doy mi palabra.

Se soltó de la mano que atenazaba la suya como una garra helada y avanzó hacia la entrada.

—Lleva muerta una semana, ¿verdad? —afirmó la mujer con la voz quebrada por el esfuerzo—. Desde el día en que desapareció.

Amaia se volvió hacia ella.

—Lleva siete días muerta. Lo sé —repitió la mujer. La voz se le rompió del todo y comenzó a llorar gimiendo roncamente.

Amaia retrocedió hasta donde estaba y miró alrededor, calibrando el efecto que las palabras de la madre de Johana habían tenido en sus acompañantes.

—¿Cómo puede saberlo? —le susurró Amaia.

—Porque el día que mi niña murió sentí que algo se me rompió acá, adentro —dijo la mujer llevándose la mano al pecho.

La inspectora reparó en que la niña pequeña se asía fuertemente a las piernas de su madre y lloraba sin emitir ningún ruido.

—Señora, váyase a casa, llévese a la niña de aquí, le prometo que iré a hablar con usted en cuanto pueda decirle algo.

La mujer miró a la niña, que lloraba con un gesto de infinito amor, como si de pronto hubiera tomado conciencia de su presencia y su existencia se le antojara prodigiosa.

—No —contestó con firmeza—. Esperaré aquí, a que acaben, esperaré para poder llevarme a mi niña.

Amaia empujó la pesada puerta, pero aún alcanzó a escuchar el ruego de la madre.

—Vele por mi hija ahí adentro.

Cumpliendo su promesa a San Martín, Jonan había entrado en la sala de autopsias. A Amaia le constaba que no era la primera vez, pero por norma solía eludir este trago que a todas luces le resultaba penoso. Permanecía en silencio apoyado en la encimera de acero y su rostro no evidenciaba emoción alguna, quizá por saberse observado por los demás, que a veces hacían bromas por el hecho de que, siendo doctor —lo era en antropología y arqueología—, tuviese reparos con las autopsias. Sin embargo no se le escapó el detalle de que tenía las manos a la espalda, como si pusiese de manifiesto su intención de no tocar nada, ni física ni emocionalmente. Antes de entrar se había acercado a él para decirle que podía declinar la invitación de San Martín con cualquier pretexto, que podía enviarle a hablar con la madre de Johana o a continuar con las pistas en comisaría. Pero él había decidido quedarse.

—Tengo que entrar, jefa, porque este crimen me tiene desconcertado, y con lo que sé no tengo ni para iniciar un esbozo de perfil.

—No será agradable.

—Nunca lo es.

Normalmente cuando llegaba a las autopsias los técnicos ya habían retirado la ropa, tomado muestras de uñas y cabello y en muchos casos hasta habían lavado el cadáver. Amaia le había pedido a San Martín que la esperase antes de retirar la ropa, pues intuía que el modo en que había sido rasgada aportaría algún dato nuevo. Se acercó a la mesa mientras se anudaba una bata de un solo uso a la espalda.

—Está bien, señores y señoras —dijo San Martín—. Empezamos.

Los técnicos comenzaron por tomar muestras de fibras, polvo y semillas adheridos a los tejidos; después retiraron la bolsa de plástico con que habían preservado la mano de la chica, en la que se veían dos uñas rotas casi colgando, uñas en las que eran perceptibles restos de piel y sangre.

—¿Qué les dice este cuerpo? ¿Qué historia nos cuenta? —lanzó al aire Amaia.

—Tiene aspectos comunes con los otros crímenes. Sin embargo, también hay muchas diferencias —dijo Iriarte.

—¿A saber?

—La edad de la chica, el modo en que la ropa se ha separado a los lados, el cordel alrededor del cuello… Y, quizás en parte, la puesta en escena posterior —apuntó Jonan.

—¿En qué sentido?

—Ya sé que de entrada la forma en que presenta el cuerpo es diferente, pero hay algo virginal en cómo se han colocado las flores. Quizá sea una evolución en su fantasía, o quiso distinguir a esta víctima de una manera especial.

—Por cierto, ¿sabemos qué flores son? Estamos en febrero, dudo que haya muchas flores por la zona.

—Sí, he mandado la foto de una flor a un foro de jardinería y me han contestado enseguida. Las pequeñas de color amarillo son calendula officinalis, crecen en los bordes de los caminos, y las flores blancas son camellia japonica, una variedad de camelias que exclusivamente se cultiva en jardín. Ven poco probable que crezca silvestre, aunque ambas son de temporada, de floración temprana. Buscando en Internet he visto que en algunas culturas se utilizaban ancestralmente como símbolo de pureza —explicó un documentado Jonan.

Amaia permaneció unos segundos en silencio sopesando la idea.

—No sé, no me convence —dijo Iriarte.

—¿Diferencias?

—Con excepción de la edad, la chica no encaja en el perfil victimológico. Su modo de vestir era casi infantil, unos vaqueros y un forro polar.

—¿Qué me dicen del lugar donde fue hallada?

—Totalmente distinto; en lugar del río, un paraje abierto, natural, que sugiere pureza, la encontramos en un lugar a cubierto, sucio y abandonado.

—¿Quién puede conocer la existencia de esa borda? —dijo Amaia dirigiéndose a Padua.

—Casi cualquiera de la zona que salga al monte. La han usado cazadores, senderistas y cuadrillas que subían a merendar, hasta que el invierno pasado se hundió el tejado… En cualquier caso, por los restos de basuras parece que no hace mucho que la usaron para ese fin.

—¿La causa de la muerte, doctor?

—Como ya le dije en mi primera impresión, fue estrangulada manualmente. Este cordón fue colocado después, cuando la lividez ya se había establecido; y además en esta ocasión es de distinto tipo y ha sido anudado.

—¿Puede que regresase más tarde para colocar el cordón? Quizá cuando se publicaron los primeros datos sobre los crímenes del basajaun… —sugirió Amaia.

—Sí, la primera impresión es de que tenemos un imitador.

—O más bien un oportunista. Un imitador mata imitando la puesta en escena de otro asesino; el oportunista es un advenedizo que no está homenajeando al primer asesino, sino intentando disfrazar su propio crimen para colgárselo al otro.

El doctor se inclinó de nuevo sobre el cuerpo con un separador y tomó una muestra del interior de la vagina.

—Hay semen —dijo pasándole un bastoncillo impregnado al técnico, que procedió a aislarlo y etiquetarlo—. Las paredes internas de la vagina presentan desgarros y una leve hemorragia que se interrumpió al sobrevenir la muerte, probablemente durante el transcurso de la violación, por lo que la sangre no llegó a derramarse por fuera. Eso, o ya estaba muerta cuando ocurrió.

Amaia se acercó un poco más al cuerpo.

—¿Qué me dice de la amputación?

—Post mórtem, no sangró, y fue practicada con un objeto extraordinariamente afilado.

—Sí, ya veo cómo ha cercenado el hueso. Sin embargo, la carne aparece un poco deshilachada en la parte superior.

—Sí, ya me he fijado, me inclino a que sean mordeduras de algún animal. Sacaremos un molde y ya le diré algo.

—¿Y el cordel, doctor?

—A simple vista se ve que es diferente a los otros, más grueso y con un revestimiento plástico. Cuerda de tender. Ustedes verán, pero no parece muy probable que a estas alturas se haya decidido a cambiar de tipo de cuerda.

Los técnicos retiraron los restos de la ropa y el cadáver quedó expuesto bajo la fría luz del quirófano. Las livideces formaban un mapa violáceo en la espalda y los hombros, en las nalgas y pantorrillas, donde la sangre se había acumulado por su propio peso tras pararse el corazón. La inflamación había deformado los rasgos de aquel cuerpo en el que apenas eran visibles los signos de la pubertad. Al lavar la tierra que manchaba el rostro, quedaron a la vista las marcas de varias bofetadas y la irritación de un puñetazo que le había aflojado un diente. San Martín lo extrajo con unas tenacillas mientras conminaba a Jonan a que se acercase más. Después de ducharlo todavía era evidente el aroma del perfume, que, mezclado con el del muy deteriorado cadáver, resultaba realmente repulsivo. Jonan estaba muy pálido y afectado, y no podía apartar su mirada del rostro de la niña, pero se mantenía firme. Su respiración era acompasada, y de vez en cuando alternaba los densos silencios con preguntas técnicas.

Amaia pensó en la gran afición que despertaban las series de forenses entre las audiencias televisivas, unas series en las que lo más chocante era que resolviesen un caso, a veces dos, en un turno de noche, gracias a autopsias, identificaciones, interrogatorios y pruebas de ADN incluidas, pruebas que con la máxima urgencia tardaban no menos de quince días y, cuando no se presionaba mucho, alrededor de un mes y medio. Eso contando además con que en Navarra no existía un laboratorio forense con capacidad para realizar ni un análisis de ADN, los cuales debían mandarse a Zaragoza, además del precio elevadísimo de algunas pruebas, que resultaban poco menos que imposibles. Pero, sobre todo, le hacía gracia el modo en que los investigadores de las películas se inclinaban sobre los cadáveres, intercambiándose notas e informes por encima de un cuerpo que en el mejor de los casos desprendía gases y olores nauseabundos.

Había leído que algunos jueces y policías consideraban nocivo el conocimiento manipulado que los jurados tenían de las técnicas forenses, muy a menudo adquirido a través de las dichosas series, que les empujaban a pedir pruebas, análisis y comparativas sin ningún criterio, aunque también se daba el caso de algunos científicos que por fin podían exponer sus conocimientos sin que su trabajo sonase a chino a los jurados. Era el caso de los entomólogos forenses. Hasta hacía diez años, un entomólogo y sus estudios resultaban de lo más incomprensible, mientras que ahora casi cualquiera sabía que, estableciendo la edad de las larvas y la fauna cadavérica, se podía precisar con gran exactitud la data y el lugar de la muerte.

Amaia se acercó a la cubeta donde habían depositado los restos de ropa.

—Padua, aquí tenemos los restos de unos vaqueros azules, un forro polar Nike de color rosa pálido, deportivas plateadas y calcetines blancos. Dígame, ¿qué ropa llevaba en el momento de su desaparición según la denuncia?

—Vaqueros y una sudadera rosa —susurró Padua.

—Doctor, ¿diría que pudo fallecer el mismo día de su desaparición?

—Es muy probable.

—¿Me permite usar su despacho, doctor?

—Faltaría más.

Amaia se soltó el nudo de la bata mientras le dedicaba una última mirada al cadáver y salió hacia la zona de lavabos mientras decía:

—Jonan, sal ahí afuera y haz pasar a la madre de Johana.

A pesar de las muchas ocasiones en que había estado en el Instituto Navarro de Medicina Legal, nunca había subido al despacho de San Martín, pues él parecía cómodo firmando los informes en el pequeño cubículo adyacente y atestado destinado a los técnicos. Amaia ya imaginaba que encontraría una estancia tan peculiar como su propietario, pero el lujo con que se había decorado la sala la sorprendió. Sin duda, aquel despacho ocupaba más espacio del que por lógica le podría corresponder. Los muebles, de factura práctica, del tipo que cabría esperar en el despacho de un científico superior, eran de líneas sobrias y modernas, contrastando con la colección de esculturas de bronce expuestas con el mayor cuidado y metódicamente iluminadas. Sobre la amplia mesa de reuniones reposaba una Piedad de unos setenta por setenta centímetros que parecía extraordinariamente pesada. Amaia se preguntó si la moverían de allí cuando la mesa debía utilizarse para su cometido.

En el otro extremo de la mesa, la hermana pequeña de Johana parecía abrumada por la cantidad de folios blancos y el bote de bolígrafos que Jonan había puesto ante ella. La madre contemplaba extasiada el Cristo muerto en brazos de su madre. Su rostro reflejaba la ansiedad propia del ruego, que era evidente en el temblor de sus labios.

Jonan se acercó a Amaia.

—Está rezando —explicó—. Me ha preguntado si creía que la escultura estaría consagrada.

—¿Cómo se llama?

—Inés, Inés Lorenzo. La niña se llama Gisela.

Se demoró un minuto más, resuelta a no interrumpir la oración, pero la mujer percibió su presencia y se dirigió hacia ella. Amaia le indicó que se sentase en una de las sillas y ella lo hizo en la otra. Jonan permaneció en pie junto a la puerta y el inspector Iriarte le cedió protagonismo, optando por una de las sillas de la mesa de reuniones, a la que dio la vuelta para mirar a Amaia y observar desde atrás a la mujer.

—Inés, soy la inspectora Salazar, nos acompañan el subinspector Etxaide, el inspector Iriarte y el teniente Padua, de la Guardia Civil; creo que ya se conocen.

Padua tomó el sillón tras la mesa y lo arrastró hasta un costado. Amaia agradeció que hubiera decidido no sentarse tras la mesa.

—Inés —comenzó Amaia—. Como sabe, una patrulla de la Guardia Civil ha hallado hoy el cuerpo de su hija.

La mujer la miraba fijamente, erguida y atenta, casi parecía contener la respiración.

—En la autopsia se ha determinado que lleva muerta varios días. Llevaba puesta la misma ropa que consta en la denuncia que usted interpuso en el cuartel de la Guardia Civil el día que desapareció.

—Lo sabía —susurró mirando a Padua con un gesto en el que no había tanto reproche como cabía esperar. Amaia temió que rompiese a llorar. En lugar de eso, la miró de nuevo y preguntó—: ¿La violó?

—Todo indica que sufrió una agresión sexual.

Inés frunció los labios en un gesto de íntima contención.

—Ha sido él —sentenció.

—¿Quién cree que ha sido? —se interesó Amaia.

Inés se volvió a mirar a la niña, que se había puesto de rodillas en la silla y pintaba medio recostada en la mesa, parcialmente oculta por la escultura. La madre miró a Amaia.

—Lo creo no, lo sé. Mi marido, mi marido ha matado a mi hijita.

—¿Por qué cree eso? ¿Se lo ha dicho él?

—No, no hace falta que me lo diga, yo lo sé, lo he sabido todo el tiempo, pero no lo quería creer. Yo me quedé viuda cuando nació Johana, me vine a España con lo puesto, y a él lo conocí aquí. Nos casamos, y él crió a mi niña como si fuera suya… Pero de un tiempo a esta parte todo cambió. Johana lo rehuía, yo pensaba que era la adolescencia, ¿me comprende? Johana se puso preciosa, usted la ha visto, y su padre comenzó a decirme que la tenía que controlar más, porque con esa edad se ponen pavas y ya sabe, comienzan con la tontería de los chicos, y yo… Bueno, Johana siempre fue muy buenecita, nunca me dio problemas con nada, iba bien en la escuela, y los maestros estaban contentos, siempre me lo decían, puede preguntarlo si quiere.

—No hace falta —concedió Amaia.

—Ella no era de esas adolescentes que se ponen ariscas. Ayudaba en la casa, cuidaba de su hermanita, pero él cada vez estaba más encima de ella, con los horarios, con las salidas. Ella se quejaba, y yo… Yo lo dejaba, porque creía que se preocupaba mucho por ella, aunque a veces me daba cuenta de que se pasaba de tanto que la quería controlar, y alguna vez se lo decía, pero él, él me decía: «Si la dejas suelta irá con los chicos y te vendrá preñada». Yo tenía miedo. Pero otras veces veía que él la miraba, y no me gustaba, señora, no me gustaba. Pero no dije nada, sólo una vez. Johana llevaba una falda corta y se agachó con su hermana y vi cómo la miraba, y me dio asco, y se lo recriminé, ¿y sabe qué me contestó? Me dijo: «Así es como miran los hombres a tu hija si ella va provocando». Porque ahora ya no era su hija, antes sí, pero ahora me decía tu hija. Y yo lo único que hice fue mandarla a cambiarse de ropa.

Amaia miró a Padua antes de preguntar.

—De acuerdo… Su marido se preocupaba mucho por Johana, quizás en exceso, pero ¿por qué cree que ha tenido algo que ver con su muerte?

—Usted no lo vio, estaba obsesionado, hasta llegó a poner ese servicio de localización de los teléfonos que hay para saber dónde estaba la niña en todo momento. Y justo cuando desapareció yo le dije: «Búscala con el localizador», y él me respondió: «Ya he quitado ese servicio. Lo di de baja, ya no hace falta, tu hija se ha ido porque es una perdida, tú la alentaste, y no va a volver, ella no quiere que la encuentren y eso es lo mejor para todos». Eso me dijo.

Amaia abrió la carpeta que le tendía el teniente Padua, que por lo demás parecía resuelto a permanecer en silencio.

—Veamos, Johana desapareció un sábado, y usted presentó la denuncia al día siguiente, domingo. Sin embargo, usted llamó al cuartel para decir que Johana había regresado a casa el miércoles mientras usted estaba trabajando para llevarse sus cosas, el DNI, ropa y algo de dinero, y para decir que se iba con un chico. ¿Es correcto?

—Si, yo llamé porque él me dijo que lo hiciera. Llegué a casa, él me contó que la niña había venido, que se había ido y que se había llevado sus cosas. ¿Por qué no iba a creerle? Ya dos veces Johana se había ido por unos días a casa de una amiga cuando él la regañaba. Pero yo siempre sabía que iba a volver y se lo decía a él: «Volverá». ¿Sabe por qué? Porque no se llevaba el ratoncito. Un muñequito que tenía desde pequeña, aún lo tenía sobre la cama. Y yo sabía que si algún día mi hija se iba de mi casa se llevaría el dientón, así lo llamaba. Así que entré en la habitación, vi que faltaba y se me cayó el alma. Le creí.

—¿Qué cambió para que regresase usted al día siguiente al cuartel a pedir que la siguieran buscando?

—La ropa. No sé si sabe cómo son las adolescentes para la ropa. Pero yo la conocía muy bien, y cuando vi la ropa que faltaba supe que mi niña no había estado allí. Se dejó sus vaqueros favoritos, de algunos conjuntos faltaba la mitad, no sé si me entiende, ella tenía una camiseta especial para ponerse con una falda o con un pantalón y sólo se había llevado parte, ropa de verano que ahora no puede ponerse, un jersey que le estaba pequeño… Incluso estaba allí la ropa más nueva que tenía, hacía apenas una semana que me había vuelto loca hasta que se la compré.

—¿Dónde está ahora su esposo?

—Cuando esta mañana llegaron los guardias para decirnos que habían encontrado un cuerpo, se puso blanco como el papel y tan enfermo que apenas podía sostenerse en pie. Tuvo que meterse en la cama, pero yo creo que está enfermo porque sabe lo que ha hecho, y sabe que van a ir a por él. Lo harán, ¿verdad?

Amaia se puso en pie.

—Quédese aquí, me encargaré de que un coche la lleve de vuelta a casa. —La mujer comenzó a protestar, pero Amaia la interrumpió—. De momento el cuerpo de su hija va a quedarse aquí, y ahora necesito su ayuda, necesito que vuelva a casa. Quiero acabar con esto para que Johana y los que la querían puedan descansar, pero para eso debe hacer lo que le pido.

Inés elevó la mirada hasta encontrar sus ojos.

—Haré lo que usted diga. —Y entonces comenzó a llorar.

Desde el despacho de enfrente alcanzaban a ver a Inés doblada sobre sí misma mientras apretaba contra su rostro un pañuelo blanco de tela que había sacado de su bolso y que ya se veía empapado, y a la niña pequeña, que apostada a dos pasos de su madre la miraba desolada sin atreverse a tocarla.

—¿Cómo se llama el marido?

Padua, que hasta aquel momento se había mantenido silencioso, carraspeó para aclararse la voz, que aun así salió pobre y demasiado baja.

—Jasón, Jasón Medina —dijo desmoronándose literalmente en un sillón.

—¿Se han dado cuenta de que ella no ha dicho su nombre ni una sola vez?

Padua pareció pensarlo.

—Ya me dirá cómo vamos a llevar esto. Quiero interrogar a Jasón Medina, usted dirá si lo hago en el cuartel o en comisaría.

El teniente Padua se irguió un poco y desvió la mirada hacia un punto en la pared antes de responder.

—Lo propio sería que fuese en el cuartel, al fin y al cabo nosotros llevamos el caso y encontramos el cuerpo, y si descarta que sea un crimen del basajaun… Llamaré ahora mismo para que lo detengan y lo trasladen al cuartel. De cualquier modo haré constar su colaboración.

Padua se levantó recuperando en el gesto la compostura, y palpándose la chaqueta sacó un móvil, marcó y, disculpándose torpemente, salió del despacho.

—De cualquier modo haré constar su colaboración —le imitó Jonan—. Será capullo.

—¿Qué les parece? —preguntó Amaia.

—Como ya le dije antes, un imitador. No me cuadra con el basajaun, y desde luego el hecho de que el marido no sea el padre ya es un dato que tener en cuenta. Muchas agresiones sexuales se producen por parte de las parejas de las madres. El hecho de que ya no se refiriese a Johana como hija le ayuda a tomar distancia y a verla como una mujer más, y no como a un miembro de su familia. Y no deja de ser raro que mintiese en cuanto a que la niña estuvo en casa el miércoles.

—Quizá lo hizo para tranquilizar a la madre —sugirió Jonan.

—O quizá lo hizo porque la había violado y asesinado y sabía que la niña no volvería a casa, por eso su obsesión cesó de pronto hasta el punto de dar de baja el servicio de localización.

Amaia les observaba pensativa con la boca apretada en un gesto de inconformismo y duda.

—No sé, estoy casi segura de que el padre ha tenido algo que ver, pero hay detalles que no me cuadran. Desde luego no es el basajaun; el asesino de este caso es un imitador chapucero que ha leído la prensa y ha decidido disfrazar su crimen con los datos que recordaba. Por un lado hay un marcado aspecto sexual en la agresión previa, con ese afán de dominio que le llevó a perder los nervios y golpearla con saña, arrancarle la ropa, violarla, estrangularla… Y a la vez hay en este crimen una exquisitez que raya en la adoración. Se me plantean dos perfiles tan opuestos que me atrevería a decir que hay dos asesinos, que por otra parte son tan distintos en su modus operandi y en la representación de su fantasía que sería imposible que se prestasen a colaborar en el mismo crimen. Es como una especie de mister Hyde cruel, bestial, sanguinario, y un doctor Jekyll metódico, escrupuloso y cargado de remordimientos que no tuvo reparos en llevarse el antebrazo de la niña, pero que sin embargo quiso preservar el cadáver hasta el punto de rociar perfume sobre él, quizá para prolongar la sensación de vida, quizá para dilatar su propia fantasía.

Padua irrumpió en el pequeño despacho llevando su móvil en la mano.

—Jasón Medina ha huido, una patrulla se acaba de presentar en su domicilio para trasladarle al cuartel y han encontrado la casa vacía, salió tan deprisa que olvidó hasta cerrar la puerta. Los cajones y armarios están revueltos como si hubiera cogido lo imprescindible para largarse; falta el coche.

—Lleven a la esposa cuanto antes de vuelta, que comprueben si falta dinero y si se ha llevado el pasaporte, puede que intente salir del país. No la dejen sola, pongan a alguien en la casa. Y emitan una orden de búsqueda y detención contra Jasón Medina.

—Sé lo que tengo que hacer —dijo Padua con aspereza.