28

—Jefa, tenemos otra chica muerta —anunció Zabalza.

Amaia tragó saliva antes de responder. Zabalza había dicho tenemos otra, como si fueran cromos de una colección. Aquello se estaba acelerando de una manera pocas veces vista. Si el ritmo de los crímenes seguía in crescendo, el sujeto entraría en barrena y sería más fácil que cometiera un error que permitiera atraparle, pero el precio en vidas hasta entonces sería muy alto. Ya era muy alto.

—¿Dónde? —preguntó ella con firmeza.

—Bueno, ahí estriba la diferencia: ésta no está en el río.

—¿Dónde entonces? —dijo a punto de perder la paciencia.

—En una borda abandonada, en un monte cerca de Lekaroz.

Amaia le miraba fijamente, calibrando la importancia de los nuevos datos.

—Esto modifica bastante el modus operandi… ¿Dejó los zapatos? ¿Cómo la han encontrado?

—Bueno —dijo Zabalza lentamente, como calibrando el efecto de sus palabras—, ésa es la otra particularidad. Por lo visto la encontraron unos críos ayer, pero no dijeron nada; uno lo contó hoy en casa y el padre se acercó hasta la borda para ver si era verdad. Y entonces ha llamado a la Guardia Civil. Había una patrulla cerca de la zona que ha acudido y confirman que hay un cadáver y que es una chica joven. Han puesto en marcha el protocolo de homicidios y delitos sexuales, por lo visto podría ser una chica cuya desaparición se denunció hace días.

Amaia le interrumpió.

—¿Por qué no sabíamos nada de esto?

—La madre lo denunció en el cuartel de la Guardia Civil de Lekaroz, y ya sabe cómo van estas cosas.

—Ya, ¿y cómo son las relaciones con la Guardia Civil en el valle?

—Con los guardias, buenas. Ellos hacen su trabajo, nosotros el nuestro y colaboran en todo lo que pueden.

—¿Y los mandos?

—Bueno, ése es otro tema. Siempre hay algún problema con las competencias, algún pique, información que se reserva. Ya sabe.

—¿Como que podría haber más chicas desaparecidas en el valle sin que lo sepamos porque la denuncia se puso en un cuartel?

—El responsable de la investigación es el teniente Padua, espera allí para hablar con usted, y afirma que realmente no había denuncia formal, aunque la madre llevaba días presentándose a diario diciendo que a su hija le había ocurrido algo. Sin embargo, había testigos de que la chica se había ido por propia voluntad.

Padua no vestía de uniforme, aunque bajó de un Patrol oficial acompañado de otro guardia, éste sí, uniformado. Se presentó a sí mismo y a su compañero mientras tendía una mano firme a Amaia y la acompañaba caminando a su lado.

—Es Johana Márquez. Quince años. Dominicana de nacimiento, lleva en España desde los cuatro y en Lekaroz desde los ocho, cuando su madre volvió a casarse con otro dominicano; tienen otra hija pequeña de cuatro años. La chica tenía problemas con los padres, por los horarios, y se fugó de casa en otra ocasión hace dos meses; estuvo en casa de una amiga. Esta vez parecía lo mismo, por lo visto tenía un novio y se escapó con él, había testigos. Aun así, la madre venía cada día al cuartel a decirnos que algo malo pasaba, que su hija no se había escapado.

—Pues parece que tenía razón.

Padua no contestó.

—Hablaremos después —sugirió ella ante su silencio.

—Claro.

La cabaña resultaba invisible desde la carretera. Sólo al acercarse campo a través pudo verla medio oculta por los árboles, camuflada por las numerosas enredaderas que trepaban por la fachada y la mimetizaban entre el fondo boscoso y enmarañado que la circundaba. Saludó con un gesto a los dos guardias civiles apostados a ambos lados de la puerta. El interior estaba fresco y oscuro, aderezado por el inconfundible olor de un cadáver que había comenzado a descomponerse y por otro más dulzón y almizclero, como de naftalina perfumada. El aroma le hizo recordar de pronto el armario de la ropa blanca de su abuela Juanita, con los juegos de sábanas planchadas, sus embozos bordados con las iniciales de la familia, que ella mantenía perfectamente alineados en aquel armario de cuyas baldas pendían bolsitas transparentes que contenían las bolitas de alcanfor que sorprendían con una vaharada mareante a cualquiera que osara abrir sus puertas.

Esperó unos segundos hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. El techo estaba parcialmente hundido por las nevadas del invierno anterior, pero las vigas de madera parecían poder soportarlo algunos inviernos más. De las traviesas transversales pendían colgajos de antiguos restos de tela y cuerda ennegrecidos, algunas trepadoras de las que tapizaban la fachada habían penetrado a través del agujero en el techo y se mezclaban con un centenar de ambientadores con forma de frutas de vivos colores que colgaban de las ramitas. Amaia confirmó la singular combinación como el origen del mareante perfume. La cabaña constaba de una sola habitación rectangular, una vieja mesa de considerables dimensiones y un banco corrido que aparecía volcado en el suelo a los pies de la mesa. En el centro de la estancia había un sofá de dos plazas anormalmente hinchado y cubierto de manchas de humedad y orín, situado frente a la chimenea ennegrecida y repleta de escombros y basura que alguien había intentado quemar sin éxito. De la parte trasera del sofá sobresalía apoyado un colchón de espuma bastante limpio. El suelo aparecía cubierto por una fina capa de tierra que era más oscura en los lugares donde el agua había penetrado a través del tejado formando charcos que ya se habían secado. Por lo demás estaba limpio, y parecía barrido recientemente; aún podían apreciarse los trazos de una escoba, que localizó apoyada contra la chimenea. Ni rastro del cadáver.

—¿Dónde…?

—Detrás del sofá, inspectora —indicó Padua.

Dirigió el haz de la linterna hacia el lugar que le indicaban.

—Necesitamos focos.

—Ya han ido a por ellos, ahora los traen.

El haz de su luz iluminó unas deportivas plateadas y unos calcetines blancos que se veían algo manchados de tierra. Retrocedió dos pasos mientras dejaba que instalasen los focos e hicieran las fotos preliminares. Cerró los ojos, rezó una breve oración por el alma de aquella niña y comenzó.

—Quiero a todo el mundo fuera de aquí hasta que hayamos terminado, sólo mi equipo, los de la científica y el teniente Padua, de la Guardia Civil —dijo abarcando a todos los presentes y a modo de presentación. Excepto una de los guardias de uniforme, ella era la única mujer, y su experiencia en el FBI le había enseñado la importancia que tenía la cortesía profesional al hacerse cargo de un caso en que otros policías ya estaban trabajando—. Ellos hallaron el cuerpo y han tenido la consideración de avisarnos. Quiero saber quién ha entrado y qué han tocado, incluidos los críos y el padre del chaval que dio parte. Jonan, a mi lado. Quiero fotos de todo. Zabalza, ayúdenos, vamos a apartar el colchón con mucho cuidado. Vigilen dónde ponen los pies.

—Vaya —exclamó Jonan—, esto es distinto.

La chica, una adolescente extremadamente delgada, había tenido una piel bronceada que ahora aparecía tumefacta, con un color oliváceo brillante por la hinchazón. La ropa había sido separada a los lados del cuerpo con cortes burdos y torpes, aunque algunos jirones habían sido utilizados para cubrirle el pubis. Del cuello, abultado y amoratado, pendían los extremos de un cordel que desaparecía entre los pliegues de la carne hinchada. Una mano exangüe descansaba sobre el vientre sosteniendo un ramo de flores blancas cogidas con un lazo también blanco. Tenía los ojos semiabiertos y entre las pestañas se vislumbraba una película mucosa y blanquecina. Docenas de pequeñas flores en distinto grado de marchitez circundaban su cabeza, colocadas entre el pelo ondulado y mate formando una tiara que se extendía hasta sus hombros y dibujaba una silueta alrededor del cadáver.

—Joder —musitó Iriarte—. ¿Qué es esto?

—Es Blancanieves —susurró Amaia, impresionada.

El doctor San Martín, que acababa de llegar, dio la vuelta al sofá y se situó junto a Amaia.

Se puso los guantes y tocó con suavidad la mandíbula y el brazo de la chica.

—El estado del cadáver apunta a varios días, bastantes.

—Algunas de las flores son más recientes, de ayer como mucho —indicó Amaia señalando el ramo que la niña tenía sobre el vientre.

—Pues yo diría que quien puso aquí las primeras ha regresado cada día para poner flores frescas; algunas de éstas —especuló señalando las más secas— tienen más de una semana; además, alguien ha derramado perfume sobre el cuerpo.

—Ya lo he notado, además de los ambientadores. Creo —dijo Amaia incorporándose un poco para mirar a Iriarte— que el frasco podría estar entre el montón de basura que hay en la chimenea.

Había reconocido la ampulosa botellita oscura al entrar. Dos años atrás, Ros le había regalado un carísimo frasquito de aquel perfume, que apenas se había puesto un par de veces; a James le gustaba, pero a ella las mareantes notas de sándalo le resultaban empalagosas. Supo que nunca lo volvería a usar. Iriarte levantó la mano enguantada que sostenía el frasco, sucio de ceniza.

—El cuerpo —continuó San Martín— hace días que superó la fase cromática y ya ha entrado en la enfisematosa. Ya sabe que seré más preciso tras la autopsia, pero yo diría que lleva muerta alrededor de una semana. —Palpó la piel pellizcándola entre los dedos—. La piel aún no ha comenzado a desprenderse y todavía aparece bastante hidratada, pero el haber estado aquí dentro, un lugar fresco y oscuro, puede haber contribuido a la conservación. Sin embargo, ya ha comenzado a hincharse por efecto de los gases de la putrefacción, se aprecia sobre todo aquí y aquí —dijo señalando el abdomen, que aparecía teñido de color verdoso, y el cuello, tan inflamado que apenas eran visibles los extremos del cordel, que colgaban entre el cabello oscuro de la chica.

San Martín se inclinó sobre el cuerpo, observando algo que había llamado su atención. Por la boca entreabierta del cadáver se apreciaba la presencia de pupas de insectos que habían puesto sus huevos allí.

—Mire esto, inspectora. —Amaia se cubrió la boca y la nariz con la mascarilla que le tendió San Martín y se inclinó a mirar—. Observe el cuello, ¿ve lo mismo que yo?

—Veo dos enormes cardenales bien diferenciados a ambos lados de la tráquea.

—Sí, señora, y seguramente tendrá unos cuantos más en la nuca, los veremos cuando podamos moverla. Esta chica, a pesar de lo que el cordel quiera contarnos, fue estrangulada con las manos, y esos dos cardenales corresponden a los pulgares de su asesino. Fotografíe esto —dijo dirigiéndose a Jonan—. Esta vez espero verle en la autopsia.

Jonan bajó la cámara un segundo para mirar a Amaia, que continuó hablando sin prestarles atención.

—¿La mataron aquí, doctor?

—Diría que sí, aunque tendrán que establecerlo ustedes. Pero desde luego, si no la mataron aquí, la trajeron hasta este lugar inmediatamente, pues el cadáver no ha sido movido después de las dos primeras horas tras producirse la muerte. La causa de la muerte, probable estrangulamiento, asfixia. Data: habrá que analizar el estadio de las larvas, pero yo diría una semana. Y lugar, seguramente aquí. La temperatura del cuerpo se ha igualado con la de la borda y las livideces cadavéricas indican que no ha sido movida tras la muerte. La rigidez ha desaparecido casi totalmente, como corresponde a esta fase, y los signos de deshidratación se han visto atenuados por la evidente humedad ambiental.

Amaia tomó unas pinzas y descubrió los genitales de la chica. Se apartó un poco para que Jonan hiciera las fotos.

—¿Qué me dice de las lesiones externas? Yo diría que ha sido violada.

—Todo indica que sí, pero en esta fase de la descomposición los genitales suelen aparecer bastante hinchados. Se lo diré en la autopsia.

—¡Oh, no! —exclamó Amaia.

—¿Qué ocurre?, ¿qué ha visto?

Amaia se incorporó como sacudida por un rayo. Dando la vuelta al sofá, apremió a Iriarte.

—Vamos, ayúdeme.

—¿Qué quiere hacer?

—Mover el sofá.

Tomándolo uno de cada lado, lo levantaron comprobando que a pesar de su aspecto era extraordinariamente ligero. Lo desplazaron unos quince centímetros hacia delante.

—Joder —exclamó San Martín.

La jueza Estébanez, que entraba en ese momento, se acercó, cauta.

—¿Qué ocurre?

Amaia la miró fijamente, pero la jueza tuvo la sensación de que su mirada traspasaba su persona, las paredes de aquella borda, los bosques y las rocas milenarias del valle. Hasta hallar las palabras.

—Le falta el brazo derecho desde el codo. El corte es limpio y no hay sangre, así que se lo cortaron cuando ya estaba muerta. Y no lo encontraremos, se lo han llevado.

La jueza hizo un gesto de profundo disgusto.

Primavera de 1989

Amaia vivió desde ese día con la tía Engrasi, visitando a su padre a diario en el obrador y acudiendo los domingos a comer a casa. Recordaba esas comidas como exámenes puntuales. Se sentaba a la cabecera frente a su madre, el lugar más alejado de ella, y comía en silencio respondiendo con monosílabos a los pobres intentos de su padre por iniciar una conversación. Después ayudaba a sus hermanas a recoger y, cuando ya todo estaba en orden, se dirigía a la salita, donde sus padres veían el informativo de las tres. Allí se despedía hasta la siguiente semana. Se inclinaba y besaba a su padre, y él le ponía en la mano un billete muy doblado; después permanecía un par de minutos mirando a su madre, esperando mientras ella continuaba viendo la tele sin dignarse siquiera a mirarla. Entonces su padre le decía:

—Amaia, la tía te estará esperando.

Y ella salía de la casa en silencio, con un escalofrío recorriendo su espalda. Una magnífica sonrisa de triunfo se dibujaba en su rostro mientras daba gracias al Dios todopoderoso de los niños por que aquel día tampoco hubiera querido tocarla, besarla, despedirla. Lo prefería así. Durante algún tiempo temió que de su madre pudiera partir cualquier gesto que alcanzara a interpretarse como un deseo de que regresara a casa. Le aterrorizaba la sola idea de que ella posase la mirada en su rostro durante más de dos segundos, porque cuando lo hacía, mientras su padre buscaba el vino en la alacena o se inclinaba sobre el hogar para avivar el fuego, volvía a sentir tanto miedo que las piernas le temblaban y la boca se le secaba como si la tuviese llena de harina.

Sólo volvió a quedarse a solas con ella en dos ocasiones. La primera fue un año después del ataque, en la siguiente primavera. Su cabello había vuelto a crecer y durante el invierno había dado un buen estirón. Era el fin de semana en el que se cambiaba la hora, pero tanto la tía como ella habían olvidado hacerlo, así que se presentó en la casa de sus padres una hora antes. Llamó a la puerta y cuando su madre le abrió y se hizo a un lado para dejarla pasar, ella ya supo que su padre no estaba en casa. Penetró hasta el centro del salón y se volvió a mirar a su madre, que se había detenido en la mitad del corto pasillo y desde allí la miraba. No podía ver sus ojos, ni el gesto de su boca, porque el pasillo estaba a oscuras en contraste con el soleado salón, pero percibía su hostilidad como si en aquel corredor hubiera una manada de lobos. Aún tenía el abrigo puesto, y sin embargo comenzó a temblar como si en lugar de una suave temperatura primaveral la atenazase el más crudo invierno siberiano. Debieron de pasar unos segundos, pero a ella le parecieron eternidades, concentradas en parpadeos y ahogados jadeos que surgían de algún lugar en el que una niña lloraba; la oía con claridad, aunque no podía verla mientras vigilaba el acecho de aquel mal amenazante que aguardaba en el pasillo. Un leve roce, un paso y la niña que lloraba comenzó a gritar como se hace cuando el pánico te atenaza, con aullidos ahogados que apenas logran salir de la garganta, abortándose en un vano intento de dejar escapar la locura que acecha. Son los gritos de las pesadillas en las que las niñas se desgañitan en aullidos, que se transforman en susurros apenas salen de sus gargantas. Otro paso. Otro grito, que quizás era el mismo, que nunca cesaría. Su madre llegó a la puerta del salón y por fin pudo ver su rostro. Eso fue suficiente. En el mismo instante supo que la niña que gritaba ahogada era ella misma, y la certeza le hizo perder el control de su vejiga en el mismo segundo en que su padre y sus hermanas entraban por la puerta.