27

Flora Salazar se puso un café y se sentó tras la mesa de su despacho antes de consultar el reloj. Las seis en punto. Sus empleados comenzaron a desfilar hacia la salida mientras se despedían unos de otros y de ella misma, saludándola con la mano a través del cristal de la puerta que había dejado entreabierta después de avisar a Ernesto de que debía quedarse una hora más. Ernesto Murúa llevaba diez años trabajando para Flora y ejercía de encargado del obrador y de jefe de reposteros.

Flora oyó el inequívoco sonido de un camión que se detenía en la entrada del almacén y un minuto después la cara escéptica de Ernesto se asomaba por la puerta del despacho.

—Flora, ahí afuera hay un camión de Harinas Ustarroz, el hombre dice que hemos encargado cien sacos de cincuenta. Ya le he dicho que es un error, pero el tío insiste.

Ella tomó un bolígrafo, lo destapó y fingió escribir algo en su agenda.

—No, no es un error, yo hice ese pedido, sabía que lo traerían ahora y por eso te he pedido que te quedaras hoy.

Ernesto la miró confuso.

—Pero, Flora, tenemos el almacén lleno, y creía que estabas contenta con el servicio y la calidad de Harinas Lasa; recuerda que hace un año probamos ésta y decidimos que la calidad era inferior.

—Pues ahora me he decidido a probarla de nuevo, últimamente no estoy demasiado satisfecha de la calidad de la harina; hace grumos y el molido parece distinto, incluso el olor ha cambiado. Me han hecho una buena oferta y era lo que me faltaba para decidirme.

—¿Y qué hacemos con la harina que tenemos?

—Ya lo he arreglado con los de Ustarroz, la del almacén la retirarán ellos mismos, la de la artesa y los botes la tiras a la basura; quiero que sustituyas toda la harina del obrador por la nueva y que tires toda la partida anterior, no se puede aprovechar porque está mala, así que fuera.

Ernesto asintió sin convencimiento alguno, se dirigió a la entrada e indicó al camionero dónde debían dejar los sacos acabados de llegar.

—Ernesto —lo llamó ella de nuevo. Él volvió atrás—. Por supuesto espero discreción con este asunto, admitir que la harina estaba mala es algo que puede perjudicarnos mucho. Ni una palabra, y si algún empleado te pregunta di simplemente que nos han hecho una importante oferta y nada más, lo mejor es evitar el tema.

—Por supuesto —respondió Ernesto.

Flora todavía permaneció en su despacho quince minutos más, que perdió lavando la taza del café y limpiando la cafetera mientras un siniestro pensamiento tomaba fuerza en su mente. Aseguró el cierre de la puerta y avanzó hacia la pared mirando fijamente la obra de Javier Ciga que adornaba el despacho y que había comprado dos años antes. Con infinito cuidado, lo descolgó y lo apoyó en el sofá, dejando a la vista la caja fuerte blindada que se escondía tras el cuadro. Accionó las pequeñas ruletas plateadas con dedos hábiles y la caja se abrió con un chasquido. Sobres con papeles, un fajo de billetes para pagos, valijas y carpetas con documentos se apilaban en una torre ordenada de mayor a menor junto a la que había un saquito de terciopelo. Tomó todo el montón y lo sacó de la caja, dejando a la vista un grueso dietario de piel que había permanecido oculto apoyado sobre la pared trasera de la caja. Al cogerlo tuvo la impresión de que el cuero estaba húmedo y de que pesaba más de lo que recordaba. Lo llevó a su mesa, se sentó ante él mirándolo con una mezcla de excitación y urgencia, y lo abrió. Los recortes no estaban pegados, pero quizá debido al tiempo que llevaban comprimidos entre aquellas páginas permanecían en el mismo lugar en que ella los había colocado, más de veinte años atrás. Apenas habían amarilleado, aunque la tinta había perdido parte de su negrura y se veía gris y gastada, como si hubiera sido lavada muchas veces. Pasó las páginas con cuidado de no alterar el orden cronológico con que habían sido ordenadas y releyó el nombre que una voz había estado repitiendo en su cabeza desde que Amaia salió del obrador. Teresa Klas.

Teresa era hija de unos inmigrantes serbios que habían llegado al valle a principios de los noventa, según algunos huyendo de la justicia en su país, aunque sólo eran rumores. Se habían empleado enseguida en el pueblo y cuando Teresa, que no iba demasiado bien en la escuela, tuvo edad de trabajar, entró en el caserío Berrueta para cuidar a la anciana madre, que tenía bastantes dificultades para andar. Teresa tenía de hermosa todo lo que no tenía de lista, y lo sabía; su larga melena rubia y un cuerpo muy desarrollado para su edad fueron la causa de muchos comentarios en el pueblo. Llevaba tres meses en el caserío Berrueta cuando apareció muerta tras unos almiares; la policía interrogó a todos los varones que trabajaban allí, pero no llegaron a detener a nadie. Era verano, había mucha gente de fuera y se llegó a la conclusión de que la chica había acompañado a algún desconocido a los campos y allí la habían violentado y asesinado. Teresa Klas, Teresa Klas. Teresa Klas. Si cerraba los ojos casi podía ver su rostro de putilla.

—Teresa —susurró—. Tantos años después y sigues complicándome la vida.

Cerró el dietario y lo puso de nuevo en el fondo de la caja tapándolo con los demás documentos, colocó el saquito en su lugar sin resistirse a aflojar el cordón de seda que lo ceñía. La escasa luz del despacho fue suficiente para arrancar un destello brillante del charol rojo de los zapatos. Tocó con el índice la suave curva del tacón mientras la embargaba una enorme sensación de inquietud, una emoción que le resultaba nueva y molesta como ninguna otra. Cerró y colgó el cuadro, poniendo cuidado en dejarlo perfectamente alineado con el suelo. Después cogió su bolso y salió al obrador para inspeccionar el trabajo. Saludó al camionero y se despidió de Ernesto.

Cuando estuvo seguro de que Flora se había ido, Ernesto entró en el almacén, cogió el rollo de bolsas de cinco kilos y comenzó a llenarlos con la harina de la artesa. Levantó una paletada y se la llevó a la nariz: olía como siempre; cogió una pizca entre los dedos y la probó.

—Esta mujer está loca —murmuró para sí.

—¿Qué dices? —preguntó el camionero creyendo que le hablaba a él.

—Decía que si te quieres llevar unas bolsas de harina para casa.

—Claro, gracias —dijo el hombre, sorprendido.

Llenó diez bolsas de cinco kilos y cuando le pareció bastante las llevó hasta el maletero de su coche, aparcado en la entrada; después arrojó el resto en un saco industrial de basura, que ató y llevó al contenedor. El camionero ya casi había terminado.

—Éstos son los últimos —anunció.

—Pues no los metas al almacén, tráelos aquí y los vuelco en la artesa —dijo Ernesto.

Primavera de 1989

En casa de Rosario se cenaba temprano, en cuanto Juan llegaba del obrador, y a menudo las niñas debían terminar sus tareas escolares después de la cena. Mientras recogían la mesa, Amaia se dirigió a su padre.

—Tengo que ir un momento a casa de Estitxu, no he apuntado bien la tarea y no sé qué página hay que estudiar para mañana.

—Vale, ve, pero no tardes —le contestó el padre, sentado junto a su mujer en el sofá.

La niña canturreaba camino del obrador, sonriendo y palpando la llave bajo su jersey. Miró a ambos lados de la calle para cerciorarse de que nadie que pudiera comentárselo a su madre la veía entrar. Introdujo la llave en la cerradura y suspiró aliviada cuando el cerrojo cedió con un clac que le pareció que resonaba por todo el almacén. Entró a oscuras y cerró la puerta a su espalda sin olvidar pasar el pestillo; sólo entonces encendió la luz. Miró alrededor con la sensación de urgencia que siempre la atenazaba cuando lo visitaba sola, el corazón latía con tal fuerza en su pecho que resonaba en su oído interno como fuertes latigazos de sangre corriendo por sus venas; y a la vez saboreaba el privilegio del secreto compartido con su padre y la responsabilidad que suponía tener la llave. Sin entretenerse, avanzó hasta los bidones y se agachó para recuperar el sobre de papel manila que escondía detrás.

—¿Qué haces tú aquí? —La voz de su madre retumbó en el vacío del obrador.

Todos sus músculos se tensaron como si hubiese recibido una sacudida eléctrica. La mano, que ya había llegado a rozar el sobre, se contrajo hacia atrás como si todos sus tendones se hubieran roto a la vez. El impulso le hizo perder el equilibrio y quedó sentada en el suelo. Sintió miedo, un miedo lógico y razonado, mientras valoraba el hecho de haber dejado a su madre en casa en bata y zapatillas viendo el telediario y la certeza de que aun así la había estado esperando en la oscuridad. El tono informe y sin matices de su voz transmitía más hostilidad y amenaza de la que jamás había experimentado.

—¿No me vas a contestar?

Lentamente, y sin conseguir levantarse del suelo, la pequeña se volvió hasta encontrar la dura mirada de su madre. Llevaba ropa de calle, seguramente la había llevado todo el tiempo bajo la bata de casa, y unos zapatos de medio tacón en lugar de las zapatillas. Hasta en ese momento sintió una punzada de admiración hacia aquella orgullosa mujer que nunca saldría a la calle en bata y sin arreglar.

La voz le salió ahogada.

—Sólo he venido a buscar una cosa. —Supo de inmediato que su explicación era pobre e incriminatoria.

Su madre permaneció quieta donde estaba, sólo echó levemente la cabeza hacia atrás antes de hablar en el mismo tono.

—No hay aquí nada tuyo.

—Sí.

—¿Sí? Déjame ver.

Amaia retrocedió hasta tocar una columna con la espalda y, sin dejar de mirar a su madre, se ayudó hasta ponerse en pie. Rosario dio dos pasos, apartó el pesado bidón como si estuviese vacío, tomó el sobre en el que estaba escrito el nombre de su hija y vació el contenido en su mano.

—¿Estás robando a tu propia familia? —dijo poniendo el dinero sobre la mesa de amasar con tanta fuerza que una moneda salió despedida, cayó al suelo y rodó tres o cuatro metros hasta la puerta del almacén, donde quedó apoyada y sostenida de canto.

—No, ama, es mío —balbuceó Amaia sin poder apartar su mirada de los arrugados billetes.

—Imposible, es demasiado dinero. ¿De dónde lo has sacado?

—Es de mi cumpleaños, ama, lo he ahorrado, te lo juro —dijo juntando las manos.

—Si es tuyo, ¿por qué no lo guardas en casa?, ¿y por qué tienes una llave del obrador?

—El aita me la… dejó —y mientras lo decía, algo se le rompía por dentro, pues entendía que estaba delatando a su padre.

Rosario permaneció en silencio unos segundos y cuando habló su tono era el del sacerdote reconviniendo al pecador.

—Tu padre… Tu padre, siempre consintiéndote, siempre malcriándote. Hasta que consiga hacer de ti una perdida. Seguro que fue él quien te dio el dinero para que comprases todas esas porquerías que escondías en tu cartera…

Amaia no contestó.

—No te preocupes —siguió su madre—, las he tirado a la basura en cuanto has salido de casa. ¿Creías que me engañabas? Hace días que sabía esto, pero faltaba la llave, no sabía cómo entrabas.

Sin siquiera darse cuenta de lo que hacía, Amaia elevó su mano hasta el pecho y apretó la llave bajo la tela del jersey. Las lágrimas arrasaron sus ojos, que seguían fijos en el montón de billetes que su madre fue doblando y guardando en el bolsillo de su falda. Después sonrió, miró a su hija y con fingida dulzura le dijo:

—No llores, Amaia, todo lo hago por tu bien, porque te quiero.

—No —musitó ella.

—¿Qué has dicho? —se sorprendió su madre.

—Que no me quieres.

—¿Que no te quiero? —La voz de Rosario iba adquiriendo un sesgo amenazador, oscuro.

—No —dijo Amaia alzando el tono—, tú no me quieres. Tú me odias.

—Que no te quiero… —repitió, incrédula. El enfado ya era evidente. Amaia meneaba la cabeza negando sin dejar de llorar—. Que no te quiero, dices… —gimió la madre antes de lanzar sus manos hacia el cuello de la niña, manoteando con una furia ciega. Amaia retrocedió un paso y el cordel que llevaba en torno al cuello y del que pendía la llave quedó atrapado entre los dedos, que, como garfios, se cerraron en torno a él aprisionándolo. La niña tironeó confusa torciendo el cuello y sintiendo cómo el cordón se deslizaba por su piel con una sensación ardiente. Sintió un par de fuertes tirones y estuvo segura de que el cordón se soltaría, pero el nudo cauterizado resistió los envites haciéndola trastabillar como un títere manejado por un tornado. Chocó contra el pecho de su madre y ésta la abofeteó con fuerza suficiente para derribarla. Amaia habría caído de no ser por el cordón que la sostuvo por el cuello hundiéndose aún más en su carne.

La niña levantó la mirada, puso los ojos en los de su madre y, renovado el valor por la adrenalina que le corría a raudales por su canal sanguíneo, le espetó:

—No, no me quieres, nunca me has querido. —Y de un fuerte tirón se liberó de las manos de Rosario. Ésta cambió su mirada atónita por otra que era de pura premura, mientras recorría el obrador en una especie de urgente búsqueda.

Amaia se sintió entonces presa de un pánico que nunca había experimentado antes y supo, de una forma instintiva, que debía huir. Se volvió dando la espalda a su madre y comenzó a avanzar hacia la puerta, con tal violencia que se vio precipitada al suelo; entonces empezó a notar los cambios en su percepción. Cuando lo recordaba volvía a ver el túnel en el que se convirtió todo el obrador; los rincones se oscurecieron y las aristas se redondearon, combando la realidad hasta convertirla en un agujero de gusano poblado de frío y niebla. Al fondo del túnel, la puerta, que aparecía lejana y radiante, como si una potente luz brillase al otro lado y los haces se filtrasen por los bordes y las rendijas del quicio, mientras todo se oscurecía a su alrededor y los colores se desvanecían como si sus ojos hubieran sido privados de repente de los receptores de color.

Loca de miedo, volvió el rostro hacia su madre a tiempo de ver venir el impacto del rodillo de acero con el que su padre amasaba el hojaldre. Levantó una mano en un vano intento de protegerse y aún pudo sentir cómo sus dedos se fracturaban antes de que el borde del cilindro impactase en su cabeza. Después todo fue oscuridad.

Rosario se apostó en el quicio de la puerta de la pequeña salita y miró fijamente a su marido, que sonreía ensimismado mientras veía los deportes en la televisión. No dijo nada, pero los jadeos producidos por el esfuerzo de la carrera agitaban su pecho de un modo alarmante.

—Rosario —se sorprendió él—. ¿Qué pasa? —dijo mientras se incorporaba—. ¿Te encuentras mal?

—Es Amaia —contestó ella—, ha ocurrido algo…

Con el pijama bajo la bata recorrió corriendo las calles que separaban la casa del obrador. Sentía los pulmones ardiendo en el pecho y un pinchazo en el costado que amenazaba con ahogarlo, pero continuó corriendo bajo el influjo maléfico del pálpito que atronaba en lo más profundo de su alma. La certeza de lo que ya sabía se derramaba como tinta sobre su pecho, y sólo una firme voluntad de no aceptarlo le impulsó a redoblar el esfuerzo en su carrera y en la oración desesperada, que era ruego y exigencia a la vez. Por favor, no, por favor.

Juan advirtió desde lejos que no había luz en el obrador. De haber estado encendida se vería desde fuera por las rendijas de las contraventanas y por el estrecho respiradero cerca del tejado, que permanecía siempre abierto, en invierno y en verano.

Rosario lo alcanzó en la puerta y extrajo la llave de su bolsillo.

—Pero ¿Amaia esta aquí?

—Sí.

—¿Y por qué está a oscuras?

Su mujer no respondió. Abrió la puerta y penetraron en el interior; sólo cuando la puerta estuvo cerrada de nuevo accionó el interruptor de la luz. Durante unos segundos no pudo ver nada. Parpadeó, forzando sus ojos para que se acostumbraran a la intensa luz mientras su mirada buscaba frenética a la niña.

—¿Dónde está?

Rosario no contestó, apoyaba su espalda en la puerta y miraba de reojo hacia un rincón. En su rostro se dibujaba una parodia de sonrisa.

—¡Amaia! —llamó su padre, angustiado—. ¡Amaia! —gritó.

Se volvió mirando interrogante a su mujer y la expresión de su rostro le hizo palidecer. Avanzó hacia ella.

—Oh, Dios mío, Rosario, ¿qué le has hecho?

Un paso más y descubrió el resbaladizo charco bajo sus pies. Miró la sangre, que ya comenzaba a tomar un tono parduzco, y horrorizado levantó de nuevo la mirada hacia su esposa.

—¿Dónde está la niña? —preguntó con un hilo de voz.

Ella no contestó, pero sus ojos se abrieron más y comenzó a morderse el labio inferior como si fuese presa de un placer sublime. Él avanzó enloquecido de furia, de miedo, de horror, la tomó por los hombros y la sacudió como si no tuviera huesos; acercó su boca tensa al rostro de su esposa y gritó:

—¿Dónde está mi hija?

Un gesto de profundo desdén brilló en los ojos de la mujer, su boca se afiló como un cuchillo. Extendió una mano y señaló la artesa de la harina.

La artesa era lo más parecido a un abrevadero de mármol, con una capacidad para cuatrocientos kilos de harina; en ella se vaciaban los sacos de materia prima que después se usarían en el obrador. Miró hacia donde indicaba Rosario y vio dos gruesas gotas de sangre que como galletas polvorientas se habían hinchado de harina en la superficie de la artesa. Se volvió de nuevo a mirar a su esposa, pero ella se había vuelto de cara a la pared, resuelta a no mirar. Avanzó hechizado por la sangre, que sabía propia, sintiendo todos sus sentidos alerta, escuchando, tratando de descubrir algo que sabía que se le escapaba. Percibió un leve movimiento en la superficie suave y perfumada de la harina y se le escapó un grito al ver una pequeña mano emergiendo de aquel mar níveo, convulsionada por un temblor violento. Tomó la mano con las suyas y tiró del cuerpo de la niña, que emergió de entre la harina como un ahogado de entre las aguas. La depositó sobre la mesa de amasar y con sumo cuidado comenzó a retirarle la harina que cegaba los ojos, la boca, la nariz, sin dejar de hablarle y sintiendo cómo sus lágrimas caían sobre el rostro de su hija y dibujaban caminos salados entre los que se adivinaba la piel de su pequeña.

—Amaia, Amaia, mi niña…

La niña temblaba como presa de un calambre eléctrico que iba y venía convulsionando el frágil cuerpecillo en bruscas sacudidas.

—Ve a buscar al médico —ordenó a su mujer.

Ella no se movió de donde estaba; tenía un pulgar dentro de la boca y lo succionaba en un gesto infantil.

—Rosario —gritó Juan, a punto de perder los nervios.

—¿Qué? —gritó ella volviéndose, enfadada.

—Ve a buscar al médico ahora mismo.

—No.

—¿Qué? —Se volvió, incrédulo.

—No puedo ir —contestó ella con calma.

—Pero ¿qué dices? Tienes que traer al médico ya, la niña está muy grave.

—Ya te he dicho que no puedo —susurró sonriendo, tímida—. ¿Por qué no vas tú y me quedo yo aquí con ella?

Juan soltó a la niña, que seguía temblando, y se acercó a su mujer.

—Mírame, Rosario, ve ahora mismo a casa del médico y tráelo aquí —le hablaba como a una niña obstinada. Abrió la puerta del obrador y la empujó fuera. Fue entonces cuando reparó en que su mujer tenía la ropa cubierta de harina y restos de sangre en los dedos que se había estado lamiendo.

—Rosario…

Ella se volvió y comenzó a caminar calle arriba.

Una hora más tarde, el médico se lavaba las manos en el pilón y se secaba con el paño que Juan le tendía.

—Hemos tenido mucha suerte, Juan, la niña está bien. Tiene fracturados el meñique y el anular de la mano derecha, aunque lo que más me preocupa es el corte en la cabeza. La harina actuó como tampón natural empapando la sangre y creando una costra que detuvo casi de inmediato la hemorragia. Las convulsiones son normales cuando se ha sufrido un fuerte traumatismo en la cabeza…

—Ha sido por mi culpa —interrumpió Juan—. Le dejé una llave para que pudiera entrar en el obrador cuando quisiera, y bueno… Nunca imaginé que la niña pudiera hacerse daño, aquí, sola…

—Ya, Juan —dijo el médico mirándole de frente, en un intento de no perderse su expresión—. Hay algo más. Tenía harina dentro de los oídos, la nariz, la boca… De hecho, tu hija estaba por completo cubierta de harina…

—Sí, supongo que resbaló con algún resto de manteca o aceite, se golpeó en la cabeza y cayó dentro de la artesa.

—Podía haber caído de frente o de espaldas, pero estaba totalmente cubierta, Juan.

Éste se miró las manos, como si allí estuviese la respuesta.

—Quizá cayó de frente y se dio la vuelta al sentir que se ahogaba.

—Sí, quizá —concedió el médico—. Tu hija no es demasiado alta, Juan. Si se golpeó con uno de los bordes de las mesas es difícil que al caer el peso venciera hacia dentro de la artesa, lo más normal es que se hubiese escurrido hasta el suelo. Además —miró hacia abajo—, fíjate dónde está el charco de sangre.

Juan se cubrió el rostro con las manos y comenzó a llorar.

—Manuel, yo…

—¿Quién la encontró?

—Mi mujer —gimió él, desolado.

El médico suspiró, dejando salir el aire ruidosamente.

—Juan, ¿Rosario se toma el tratamiento que le receté? Sabes perfectamente que no puede dejarlo bajo ningún concepto.

—Sí… No lo sé… ¿Qué insinúas, Manuel?

—Juan, sabes que somos amigos, sabes que te aprecio. Lo que voy a decirte es entre tú y yo, te lo digo como amigo, no como médico. Saca a la niña de tu casa, mantenla alejada de tu mujer. En el tipo de trastorno que ella padece, a veces la toman con alguien cercano haciéndole objetivo de todas sus iras; ese alguien, tú lo sabes bien, es tu hija, y creo que ambos sospechamos que ésta no es la primera vez. Su presencia la altera y la enfurece, si la alejas de ella tu mujer se calmará, pero sobre todo debes hacerlo por la niña, porque la próxima vez podría llegar a matarla. Lo de hoy ha sido muy serio, mucho. Como médico debería presentar una denuncia por lo que he visto aquí esta noche, pero como médico sé también que si Rosario se toma el tratamiento estará bien y sé lo que una denuncia podría hacerle a tu familia. Ahora como amigo y como médico tengo que pedirte que saques a la niña de tu casa, porque corre un grave peligro. Si no lo haces me veré obligado a poner esa denuncia. Te ruego que me entiendas.

Juan se apoyaba contra la mesa sin quitar los ojos del charco de sangre coagulada que brillaba a la luz como un espejo sucio.

—¿No hay ninguna posibilidad de que haya sido un accidente? Quizá la niña se hirió y Rosario no reaccionó bien al ver la sangre, quizá la puso sobre la artesa mientras venía a buscarme. —De pronto sus propias palabras le parecieron un buen argumento—. Ella vino a buscarme, ¿no significa eso nada?

—Quería un cómplice. Fue a contártelo porque confía en ti, porque sabía que la creerías, que harías todos los esfuerzos por creerla y negar la verdad, y de hecho es lo que haces, es lo que llevas haciendo todos estos años desde el día en que Amaia nació, o tengo que recordarte lo que ocurrió. Juan, abre los ojos, por favor. Es una enferma, tiene un desequilibrio mental que podemos compensar con medicación. Pero si esto sigue así, tendrás que plantearte medidas más drásticas.

—Pero… —gimió.

—Juan, hay un rodillo de acero recién lavado en el pilón, y además del corte en la parte superior de la cabeza Amaia presenta otro golpe sobre la oreja derecha; tiene fracturados dos dedos en una herida claramente defensiva al intentar parar el primer golpe así —dijo levantando la mano como una visera inversa—; seguramente perdió el conocimiento, el segundo golpe no ha abierto corte porque fue más plano. No hay sangre, pero con el pelo tan corto hasta tú podrás verlo, tu hija tiene un chichón considerable y una parte más hundida donde fue golpeada. El segundo golpe es el que me preocupa, el que le dio cuando estaba inconsciente… Su intención era asegurarse de matarla.

Juan se cubrió de nuevo el rostro y lloró amargamente mientras su amigo limpiaba la sangre.