A través de los amplios ventanales de la nueva comisaría, el día amenazaba con no llegar a serlo. El nivel de luz, muy bajo, y la fina lluvia que no había dejado de caer desde la noche anterior, contribuían a oscurecer los campos y los árboles, en su mayoría desnudos por efecto de aquel invierno que ya empezaba a eternizarse. Amaia miró por la ventana mientras sostenía el vaso de café entre sus manos, entumecidas por el frío, y se preguntó una vez más por Montes. Su nivel de insubordinación y chulería había alcanzado límites insospechados. Sabía que de vez en cuando se pasaba por comisaría y charlaba con el subinspector Zabalza o con Iriarte, pero hacía ya dos días que no contestaba a sus llamadas y ni siquiera se le cruzaba por delante. Había acudido a regañadientes al careo con Ros y después había estado en el Registro, pero esta mañana no se había presentado a la reunión. Se dijo una vez más que tendría que hacer algo al respecto, pero odiaba la sola idea de presentar una queja contra Fermín.
No entendía bien lo que estaba pasando por su cabeza. Habían sido compañeros durante los dos últimos años, e incluso quizás amigos en el último, cuando Fermín le confesó que su esposa le había abandonado por un hombre más joven. Ella lo había escuchado en silencio con los ojos bajos, resuelta a no mirarle a la cara, pues sabía que un hombre como Montes no estaba compartiendo su desgracia: se estaba confesando. Como en un acto de contrición, enumeraba sus fallos y las razones de ella para dejarle, para no amarle. Escuchó sin decir ni una palabra, y como absolución le tendió un pañuelo de papel mientras se volvía para no ver sus lágrimas, tan incongruentes en un hombre como él. Siguió los pormenores de su divorcio y lo acompañó en unos cuantos vinos y cervezas cargados de veneno contra su ex esposa. Le había invitado a comer a casa los domingos y, a pesar de su reticencia inicial, había hecho buenas migas con James. Había sido un buen policía, quizás un poco anticuado, pero dotado de buen instinto y perspicacia. Y un buen compañero, que siempre se había mostrado respetuoso y conciliador frente a las actitudes machistas de otros policías; por eso le resultaba tan raro ese repentino ataque de celos de macho alfa destronado. Se volvió hacia la mesa y el panel donde aparecían las fotos de las chicas. De momento tenía asuntos más importantes de qué ocuparse.
A primera hora de la mañana había mantenido una reunión con los de la brigada de delitos contra menores, pues dos de las víctimas no alcanzaban la mayoría de edad. Enseguida había llegado a la conclusión de que no eran los típicos delitos contra menores, y que los perfiles de víctimas y agresores quedaban muy lejos del tipo de asesinatos a los que se enfrentaban. El perfil criminológico del basajaun resultaba sobrecogedor por la evidencia de su comportamiento casi de manual. Amaia recordaba su estancia en el curso sobre perfiles criminales con el FBI y lo que allí aprendió, entre otras cosas que la parafernalia psicosexual que muchos asesinos en serie montaban en torno al cadáver indicaba su deseo de personalizarlos para establecer un vínculo entre ellos y sus víctimas que de otro modo no existiría. Había lógica en sus actos, no se evidenciaba trastorno mental alguno. Los crímenes estaban perfectamente planificados y premeditados, hasta el punto de que el asesino era capaz de reproducir una y otra vez el mismo crimen en diferentes víctimas. No era espontáneo, no cometía errores chapuceros de oportunista eligiendo víctimas al azar o según las brindaba la oportunidad. Matarlas sólo era un paso más de los muchos que debía dar para completar su puesta en escena, su plan maestro, su fantasía psicosexual, que se veía arrastrado a repetir una y otra vez sin que su sed se calmara jamás, sin que sus expectativas se colmaran. Debía personalizar a sus víctimas para hacerlas formar parte de su mundo, para vincularse con ellas y así hacerlas suyas mucho más allá de la mera posesión sexual.
Su modus operandi ponía de manifiesto una inteligencia despierta, por el cuidado que ponía en proteger su identidad, en tener el tiempo necesario para consumar el crimen, facilitar su huida y dejar su firma, la señal inequívoca que le distinguía sin lugar a ninguna duda. El basajaun elegía víctimas de bajo riesgo. No eran prostitutas, ni drogadictas dispuestas a acompañar a cualquiera. Y aunque quizás a primera vista las adolescentes pudieran parecer vulnerables, lo cierto es que las chicas de hoy en día saben cuidarse bastante bien. Conocen los riesgos en cuanto a agresiones y violaciones, y se mueven en grupos de amigos bastante cerrados, con lo que es poco probable que una chica acceda a acompañar a un desconocido. Se daba la circunstancia de que Elizondo era un pueblo pequeño, y como en todos los pueblos pequeños la mayoría de gente se conoce. Amaia estaba segura de que el basajaun conocía a sus víctimas, de que muy probablemente era un hombre adulto y de que debía de disponer de un vehículo con el que transportar a sus víctimas y huir en plena noche, vehículo que probablemente utilizaba también para captarlas. En los pueblos era frecuente que los vecinos se detuvieran en la parada del autobús cuando veían a alguien esperando y se ofreciesen a llevarlo, por lo menos hasta el siguiente pueblo. Carla se había quedado sola en el monte cuando discutió con su novio y Ainhoa había perdido el autobús hasta el pueblo de al lado; si estaba cerca de la parada, y teniendo en cuenta que estaría bastante nerviosa y preocupada por la reacción de sus padres, cobraba fuerza la posibilidad de que hubiera accedido a subir al coche de un conocido, alguien de mediana edad, alguien fiable, alguien que conocía de toda la vida.
Uno a uno observó los rostros de las chicas. Carla sonreía, seductora, con los labios muy rojos y una dentadura perfecta. Ainhoa miraba a la cámara con timidez, como lo hacen las personas que saben que no son fotogénicas; y ciertamente la foto no hacía justicia a la belleza emergente de la más joven de las víctimas. Y estaba Anne. Anne miraba al objetivo con la displicencia de una emperatriz y sonreía con un gesto que era a la vez pícaro y recatado. Miró fijamente sus ojos verdes y no le costó imaginarlos acerados por el brillo del desprecio y la maldad mientras se reía de Ros en su propia cara. Aunque eso fuera imposible, porque ya estaba muerta cuando ella la vio. Una belagile. Una bruja. No una adivinadora, ni una curandera. Una mujer poderosa y oscura con un terrible pacto sobre su alma. Una servidora del mal capaz de torcer y retorcer los hechos hasta adaptarlos a su voluntad. Belagile. Hacía años que no lo escuchaba así; en euskera moderno se decía sorgin, sorgiña. Belagile era el modo antiguo, el verdadero, el que se refiere a los servidores del maligno. La palabra le trajo a la memoria recuerdos de su infancia, cuando su amona Juanita les contaba historias de brujas. Leyendas que ahora formaban parte del folclore popular y de los trucos para atraer turismo, pero que provenían de un tiempo no tan lejano en que la gente creía en la existencia de brujas, en servidores del mal, y en sus fatídicos poderes para sembrar el caos, la destrucción e incluso causar la muerte a aquellos que se interponían en su camino.
Tomó de nuevo el ejemplar de Brujería y brujas, de José Miguel Barandiaran, que había enviado a buscar a la biblioteca en cuanto habían abierto. El antropólogo afirmaba que la creencia popular, profundamente arraigada en todo el norte, y principalmente en el País Vasco y Navarra, decía que alguien era belagile sin lugar a dudas si no tenía ni una sola mancha o lunar en todo su cuerpo. La imagen de la piel desnuda de Anne sobre la mesa de autopsias la había perseguido de forma recurrente, el relato de la madre sobre el día en que la llevó a casa, las constantes referencias a la blancura de su piel de mármol. Seguramente había sido ésa la particularidad de la piel de la niña que había alarmado a la cuñada.
Amaia leyó la definición de bruja: «Llamo brujería a aquella manifestación del espíritu popular que supone a ciertas personas dotadas de propiedades extraordinarias, en virtud de su ciencia mágica o de su comunicación con potencias infernales». Podría parecer superchería si no fuera porque en los valles de Navarra que rodeaban Elizondo, la creencia en la existencia de brujas y brujos había llevado a la muerte, la tortura y horribles sufrimientos a cientos de personas acusadas de tener pactos con el demonio, en su mayoría mujeres acusadas por el feroz inquisidor Pierre de Lancré, de la diócesis de Bayona, a las que en el siglo XV pertenecía buena parte de Navarra, y que era un insaciable perseguidor de brujas convencido de su existencia y de su demoníaco poder, que plasmó en un libro de la época en el que describía con todo lujo de detalles la jerarquía infernal y su correspondencia en la tierra. Un libro que es todo un ejercicio de fantasía y paranoia que describe prácticas absurdas y ridículas señales de la presencia del mal.
Amaia alzó la mirada hasta encontrar de nuevo los ojos de Anne.
—¿Eras una belagile, Anne Arbizu? —preguntó en voz alta.
Desde el verde de los ojos de Anne creyó percibir una sombra que se estiraba hacia ella. Un escalofrío recorrió su espalda. Suspiró y arrojó el librito sobre la mesa mientras maldecía la calefacción de aquella flamante comisaría, que apenas llegaba a templar aquella fría mañana. Un rumor creciente sonó en el pasillo. Consultó su reloj y comprobó sorprendida que ya era mediodía. Los policías entraron en la sala con estruendo de sillas arrastradas, roce de papeles y humedad prendida en la ropa como una pátina cristalina. Sin preámbulos, el inspector Iriarte comenzó a hablar.
—Bueno, ya he comprobado las coartadas. En Nochevieja, Rosaura y Freddy estuvieron cenando en casa de la madre de él, con las tías y unos amigos de la familia; hacia las dos salieron por los bares del pueblo, mucha gente les vio durante toda la noche y hasta bien entrada la mañana, y no se separaron en ningún momento. El día en que mataron a Ainhoa, Freddy estuvo todo el día en casa con varios amigos que se fueron turnando, sin que en ningún momento llegase a quedarse solo. Jugaron a la Play, fueron a la taberna Txokoto a por unos bocadillos y vieron una película. Él no salió de casa. Dicen los amigos que estaba resfriado.
—Bueno, eso lo descarta como sospechoso —apuntó Jonan.
—Sólo para el asesinato de Carla y Ainhoa, pero no para el de Anne. Ocurre que en los últimos días no se mostró tan sociable como de costumbre. Rosaura ya no vivía en la casa y sus amigos dicen que aunque se presentaron varias veces los echó con la disculpa de que no se encontraba bien. Todos juran que no sabían una palabra de lo de Anne y que creyeron de verdad que estaba enfermo. Se quejaba del estómago y el mismo día en que mataron a Anne comentó algo sobre ir a urgencias.
—¿Ha hablado con todos, incluido Ángel? ¿Cómo se apellida? El que le encontró en su casa, parece ser el que más se preocupaba por él. Quizá pueda decirnos algo.
—Ostolaza —apuntó Zabalza—, Ángel Ostolaza.
—Es el que me falta, trabaja en un taller de Vera de Bidasoa, pero la madre no ha sabido decirme cómo se llama, aunque sí tenía el teléfono. Viene a comer a casa, así que sobre la una y media se pasará por aquí.
—¿Tenemos algo más?
—Respecto al móvil de la chica tenía razón, jefa, cambió de teléfono hace dos semanas. Le dijo a su padre que lo había perdido y no quiso conservar el número. Entre el correo de Freddy encontramos la última factura, con su esposa fuera de casa ni siquiera se había molestado en esconderla o destruirla, y en efecto aparecían todas las llamadas y mensajes al antiguo número de Anne. El ordenador de Anne refleja una intensa vida social, muchos acólitos, ningún amigo o amiga íntimos. No confiaba en nadie como para contarles sus secretos, aunque sí alardeaba de su relación con un casado. No hay nada más.
Cuando acabó la reunión, Jonan se demoró unos segundos mientras hojeaba el ejemplar de Brujería y brujas. Cuando Amaia se dio cuenta sonrió.
—Vaya, jefa, no me diga que va a intentar ver el caso desde otra perspectiva.
—Ya no sé desde qué perspectiva mirarlo, Jonan. Siento que cada vez sé más de este asesino, y que se ha hecho un buen trabajo, pero todo ha ido tan rápido que da hasta vértigo; y de cualquier modo, no debes confundir lógica y sentido común con cerrazón mental. Aprendí mucho sobre asesinos en serie cuando estuve en Quantico, y la primera lección es saber que por más análisis del comportamiento que hagamos, ellos siempre van un paso por delante, otra vuelta de tuerca. No creo en brujas, Jonan, pero quizás este asesino sí, o al menos en un tipo de mal específico, propio de mujeres muy jóvenes, a partir de unas señales que sin duda interpreta a su modo para elegir a la víctima. Y eso —dijo señalando el libro— es por algo que varias personas me dijeron al respecto de Anne. Y que me da qué pensar.
De nuevo, la actitud de Ángel Ostolaza le produjo la sensación de que disfrutaba sobremanera al verse involucrado en la investigación. Lo había visto en otras ocasiones, pero nunca dejaba de sorprenderle que alguien se sintiera secretamente orgulloso de verse implicado en una muerte violenta.
—Vamos a ver, a Anne Arbizu la mataron el lunes, ¿verdad? Pues ese día Freddy me llamó porque estaba fatal del estómago, no es la primera vez que le pasa, ¿sabe? Hace un par de años tuvo una úlcera, o gastritis o algo así, y desde entonces le ha pasado unas cuantas veces, sobre todo después del fin de semana, cuando bebe demasiado y no come… Bueno, ya sabe lo que pasa. Había pasado el domingo fatal y el lunes tenía un dolor que no se le quitaba con nada. Cuando me llamó serían las tres y media. Yo todavía estaba currando, le dije que fuera al ambulatorio, pero Freddy no va solo a ningún sitio, siempre le acompañábamos Ros o yo, así que cuando salí vine a buscarlo y le acompañé a urgencias.
—¿A qué hora fue eso?
—Pues yo salgo a las siete, calculo que hacia las siete y media.
—¿Cuánto tiempo estuvisteis en urgencias?
—¿Que cuánto tiempo? Una pasada, casi dos horas, había cantidad de gente por esto de la gripe y para cuando le atendieron el chaval estaba hecho polvo; después le hicieron una placa y unos análisis, y al final le pincharon un Nolotil. Salimos de allí a las once, y como a Freddy ya no le dolía y teníamos hambre nos fuimos al Saioa a comer unos bocatas de lomo y unas bravas.
—¿Freddy comió bravas después de salir de urgencias por dolor de estómago? —se sorprendió Iriarte.
—Ya no le dolía, además lo que peor le sienta es no comer.
—Ya, ¿a qué hora salisteis del bar?
—No sé, pero nos quedamos un buen rato, por lo menos una hora; luego le acompañé a casa y echamos una partida a la Play, pero no me quedé mucho, porque yo madrugo. —Ángel bajó la mirada y permaneció así unos segundos, después emitió un sonido parecido a un gañido e Iriarte supo que estaba llorando. Cuando elevó los ojos había perdido todo control—. ¿Qué va a pasar ahora?, seguramente no podrá volver a caminar, no se merece esto, es un buen tío, ¿sabe? No se merece esto. Se cubrió el rostro con las manos y siguió llorando. Iriarte salió al pasillo y regresó un minuto después con un vaso de café que puso frente al chico. Miró a Amaia.
—Si el amigo Ángel dice la verdad, y yo creo que la dice —concluyó, condescendiente, dedicándole una sonrisa a Ángel, que le respondió con un gesto de circunstancias—, será muy fácil comprobarlo. Me daré una vuelta hasta el ambulatorio, tienen cámaras de seguridad, si estuvieron allí como dice, las imágenes serán su coartada. Le mando un correo. Yo enviaré el informe al comisario exonerando a Freddy.
—Gracias —dijo ella—. Yo voy a reunirme con los expertos de los osos.