James Westford llevaba seis meses viviendo en Pamplona cuando conoció a Amaia. Ella era entonces una joven policía en prácticas que había acudido a la galería donde él iba a exponer para informar al propietario de que se estaban produciendo pequeños hurtos en la zona. Él la recordaba vestida de uniforme, de pie junto a su compañero, observando embelesada una de sus esculturas. James, agachado sobre una caja, luchaba con los embalajes que cubrían aún las obras que expondría. Se incorporó sin dejar de mirarla, y sin pensarlo se acercó hasta ella y le tendió uno de los trípticos que la galería había preparado para la presentación. Amaia tomó el papel sin sonreír y le dio las gracias sin prestarle más atención. Se sintió frustrado al comprobar que no lo leía, ni siquiera lo hojeó, y cuando salieron del local observó cómo lo dejaba en una mesa junto a la entrada. Volvió a verla el sábado siguiente en la inauguración de la exposición. Llevaba un vestido negro y el cabello peinado hacia atrás y suelto; al principio no había estado seguro de que fuese la misma chica, pero entonces ella se había acercado hasta la misma escultura de la vez anterior y señalándola le había dicho:
—Desde que la vi el otro día no he podido sacarme esta imagen de la cabeza.
—Entonces te pasa como a mí, desde que te vi el otro día no he podido sacarme tu imagen de la cabeza.
Ella le había mirado sonriendo.
—Vaya, eres ingenioso y hábil con las manos, ¿qué más sabes hacer bien?
Cuando se cerró la galería pasearon por las calles de Pamplona durante horas hablando sin parar de sus vidas, de sus trabajos. Eran casi las cuatro de la madrugada cuando comenzó a llover. Intentaron alcanzar una calle cercana, pero la intensidad de la lluvia les obligó a guarecerse bajo el estrecho alero de una casa. Amaia se estremeció bajo su fino vestido y él, muy caballeroso, le ofreció su cazadora. Envuelta en la prenda, aspiró el aroma que emanaba de ella mientras la lluvia arreciaba obligándoles a retroceder hasta pegarse a la pared. Él la miró sonriendo con cara de circunstancias y ella, que temblaba aterida, se acercó a él hasta rozarlo.
—¿Puedes abrazarme? —pidió mirándole a los ojos.
Él la atrajo contra su cuerpo y la abrazó. De pronto Amaia comenzó a reírse. Él la miró, sorprendido.
—¿De qué te ríes?
—Oh, de nada, estaba pensando que ha tenido que caer un diluvio para que me abraces. Me pregunto ahora qué tendrá que pasar para que me beses.
—Amaia, todo lo que quieras de mí sólo tienes que pedirlo.
—Entonces bésame.