24

Había muerto. Lo supo con la misma seguridad con que antes sabía que estaba viva. Había muerto. E igual que era consciente de su muerte, lo era de todo cuanto sucedía a su alrededor. La sangre que aún brotaba de su cabeza, el corazón detenido a mitad de un latido que ya nunca culminaría.

El silencio extraño en el que se había sumido su cuerpo, y que desde dentro resultaba casi ensordecedor, le permitía alcanzar a oír otros sonidos de su alrededor. Una gota cayendo sobre una plancha metálica una y otra vez. Un jadeo, el esfuerzo y el empeño con que alguien tiraba de sus miembros sin vida. Una respiración rápida y desacompasada. Un susurro, quizás una amenaza. Pero ya no importaba, porque todo había acabado. La muerte es el fin del miedo, y saberlo casi la hizo feliz, porque era una niña muerta en una tumba blanca, y alguien que jadeó por el esfuerzo, comenzó a enterrarla.

La tierra era suave y perfumada, y cubrió sus miembros fríos como una manta mullida y templada. Pensó que la tierra era piadosa con los muertos. Pero no quien la enterraba. Arrojaba puñados de polvo sobre sus manos, sobre su boca, sobre sus ojos y su nariz, cubriéndola, tapando el horror. La tierra penetró en su boca y se hizo barro pastoso y denso, se pegó a sus dientes y se endureció en sus labios. Entró en su nariz invadiendo las fosas nasales y entonces, y a pesar de que había creído que estaba muerta, inhaló aquella tierra piadosa y comenzó a toser. Las paletadas que caían sobre su rostro se multiplicaron unidas a la especie de ahogado grito de pánico que emitió el monstruo sin piedad que la enterraba. La tierra de su tumba blanca anegaba su boca, pero aun así gritó, desesperada:

—Sólo soy una niña, sólo soy una niña.

Pero su boca estaba cegada por el barro y las palabras no traspasaban la frontera de sus dientes sellados con engrudo.

—Amaia, Amaia —la zarandeó James.

Ella lo miró, horrorizada todavía, mientras se sentía emerger del sueño como si subiese a toda velocidad en un rápido ascensor que la sacase del abismo en el que estaba atrapada, y casi a la vez olvidó los detalles del sueño. Cuando miró a James y contestó, ya sólo pudo recordar la sensación de horror y de ahogo, que sin embargo la acompañó el resto de la noche y aún persistía por la mañana. James le acariciaba dulcemente la cabeza deslizando su mano por el cabello.

—Buenos días —susurró Amaia.

—Buenos días, te he traído un café. —Sonrió él.

Tomarse un café en la cama era una costumbre que tenía desde sus tiempos de estudiante cuando vivía en Pamplona en un viejo piso sin calefacción. Se levantaba a prepararse el café y se lo llevaba a la cama para disfrutarlo bajo las mantas, y sólo cuando ya había entrado en calor y se sentía suficientemente despierta salía de entre las sábanas para vestirse con prisas. James nunca desayunaba en la cama, pero había alimentado su costumbre despertándola cada día con un café.

—¿Qué hora es? —preguntó ella intentando alcanzar su móvil, que reposaba sobre la mesilla.

—Las siete y media. Tranquila, tienes tiempo.

—Quiero ver a Ros antes de que se vaya a trabajar.

James hizo un gesto de contrariedad.

—Acaba de salir para el trabajo.

—Joder, era importante. Quería…

—Quizá sea mejor así. La he visto tranquila, pero creo que es mejor que dejes pasar unas horas, que le des tiempo a calmarse. Esta noche podrás verla, y estoy seguro de que para entonces las aguas ya habrán vuelto a su cauce.

—Tienes razón —admitió Amaia—, pero ya sabes cómo soy, me gusta solucionar las cosas cuanto antes.

—Pues de momento tómate ese café y soluciona a este marido que tienes abandonado.

Ella dejó el vaso sobre la mesilla y tiró de la mano de James hasta tenerlo encima.

—¡Eso está hecho!

Y lo besó apasionadamente. Adoraba sus besos, la forma que tenía de acercarse a ella mirándola a los ojos y sabiendo con certeza que harían el amor en cuanto la rozara. Primero buscaba sus manos, las tomaba entre las suyas y las guiaba hasta depositarlas sobre su pecho o su cintura. Después su mirada recorría el camino que más tarde harían sus labios, de sus ojos a su boca, y cuando al fin la besaba sus labios la elevaban por encima del suelo. Cuando James la besaba, percibía la pasión y la fuerza contenida de un titán, pero además sentía la ternura y el respeto del que besa a quien ama. Pensaba que ningún hombre en la tierra besaba así, que los besos de James respondían a un patrón de correspondencia tan antiguo como el mundo, que hacía que los amantes se buscaran y se encontrasen siempre. James le pertenecía a ella y ella le pertenecía a él, y eso era un designio forjado mucho tiempo antes de ser siquiera una sombra de vida. Y sus besos eran el anticipo de lo que el sexo traería después. James la amaba de un modo delicioso, el sexo con él era un baile, una danza para dos bailarines en la que ninguno de los dos tenía más relevancia que el otro. James recorría su cuerpo arrebatado de pasión, pero sin prisas ni atropello. Conquistando cada centímetro de su carne con manos hábiles y besos febriles que depositaba en su piel haciéndola estremecerse. Él conquistaba y se adueñaba de unos dominios de los que era rey por derecho, pero a los que siempre regresaba con la misma reverencia de la primera vez. La dejaba ser ella, la elevaba junto a él sin dirigirla ni obligarla. Y ella sentía que nada más importaba. Sólo ellos dos.

Desnudos y exhaustos, James la miró fijamente. Estudiaba su rostro con suma dulzura, intentando hallar una pista de su inquietud. Ella le sonrió y él le devolvió una sonrisa en la que Amaia detectó una nota de preocupación sorprendente en él, que era de natural confiado, con ese carácter un poco infantil propio de los norteamericanos cuando están fuera de su país.

—¿Estás bien?

—Muy bien, ¿y tú?

—Bien, aunque tengo un poco de frío —se quejó ella, mimosa.

Él se incorporó un poco, alcanzó el edredón, que había resbalado hasta el suelo, y cubrió a Amaia abrazándola contra su pecho. Dejó pasar unos segundos reconfortándose en la respiración de ella contra su piel.

—Amaia, ayer…

—No te preocupes, amor, no fue nada, sólo estrés.

—No, amor, te he visto otras veces saturada por un caso, y esta vez es distinto. Luego está el tema de las pesadillas… Son ya demasiadas noches. Y lo que me dijiste ayer, cuando te encontré frente al obrador.

Ella se incorporó para mirarle a los ojos.

—James, te juro que no tienes por qué preocuparte, no me pasa nada. Es un caso difícil, Fermín con su actitud, y esas niñas muertas. Estrés, y nada más, nada a lo que no me haya enfrentado antes. —Depositó un breve beso en sus labios y salió de la cama.

—Amaia, hay otra cosa, ayer llamé a la clínica Lenox para cambiar la cita de esta semana y me dijeron que ya habías llamado tú para cancelar el tratamiento.

Ella le miró sin responder.

—Me debes una explicación, creía que estábamos de acuerdo en iniciar el tratamiento de fertilidad.

—¿Ves?, a esto es a lo que me refiero, ¿de verdad crees que puedo pensar en eso ahora? Acabo de decirte que estoy estresada, y tú no contribuyes a que esto mejore.

—Lo siento, Amaia, pero no voy a ceder, es algo que me importa mucho, algo que creí que a ti también te importaba y creo que al menos deberías decirme si piensas someterte al tratamiento o no.

—No lo sé, James…

—Creo que lo sabes, si no ¿por qué has cancelado el tratamiento?

Ella se sentó en la cama y comenzó a trazar con el dedo círculos invisibles sobre la colcha; sin atreverse a mirarle contestó:

—No puedo darte una respuesta ahora, creía que estaba segura, pero en los últimos días las dudas han ido aumentando hasta el punto de que ya no estoy segura de querer tener un hijo así.

—¿Así, te refieres a usar técnicas de fecundación o a nosotros?

—James, no me hagas esto, no pasa nada malo entre nosotros —rebatió, alarmada.

—Me mientes, Amaia, y me ocultas cosas, cancelas el tratamiento sin contar conmigo, como si el hijo lo fueras a tener tú sola, y dices que no nos pasa nada.

Amaia se incorporó y se dirigió al baño.

—Ahora no es buen momento, James, tengo que irme.

—Ayer me llamaron mis padres, te mandan recuerdos —dijo mientras ella cerraba la puerta del baño.

Los señores Westford, los padres de James, parecían haber emprendido una campaña de consigue un nieto o muere en el intento. Recordaba que en el día de su boda su suegro la había obsequiado con un brindis en el que le pedía nietos cuanto antes, y cuando tras varios años de matrimonio los niños no llegaron, la abierta actitud de sus suegros hacia ella se había tornado en una especie de velado reproche que imaginaba que con James no sería tan velado.

James permaneció tendido mirando fijamente a la puerta del baño mientras escuchaba correr el agua, mientras se preguntaba qué demonios les estaba pasando.