La calle Braulio Iriarte se había llamado antiguamente calle del Sol, porque todas las fachadas están orientadas al sur y el sol calienta e ilumina la calle hasta que se pone. Con el tiempo se le había cambiado el nombre como homenaje a un benefactor de la localidad que después de hacer las Américas y enriquecerse fundando el imperio cervecero de la Coronita, regresó al pueblo y financió un frontón, una casa de la caridad y algunas otras importantes obras. Pero Amaia seguía pensando que calle del Sol era más adecuada, básica y ancestral, del tiempo en que el hombre vivía en comunión con la naturaleza, y que había sido barrido por el poderoso don Dinero. Amaia agradeció los tibios rayos que calentaban su rostro y sus hombros a pesar del frío del mes de febrero y de otro frío mucho más intenso que volvía a brotar desde su interior como un cadáver mal enterrado, un frío que había regresado con las palabras de Iriarte. Su cabeza no dejaba de dar vueltas a la información que tenía. En un intento desesperado por hallar la respuesta había bombardeado a preguntas al policía, que prudentemente se negaba a lanzar al aire nuevas hipótesis. Al final se había sumido en un silencio resentido limitándose a caminar a su lado. Al llegar junto a la casa vieron el Ford Fiesta de Ros, que se detenía frente a la entrada.
—Hola, hermana —saludó Ros contenta de verla.
—Ros, entra en casa, tengo que hablar contigo. —La sonrisa de Ros se esfumó.
—No me asustes —dijo mientras abría la puerta y entraban a la sala. Amaia la miraba fijamente.
—Siéntate, Ros —dijo Amaia indicándole una silla.
Ros se sentó a la mesa en el mismo lugar que elegía para echar las cartas.
—¿Dónde está la tía? —preguntó Amaia, consciente de pronto de que no había visto a Engrasi.
—No lo sé, Dios mío, ¿le ha pasado algo? Me dijo que igual iba a comprar al Eroski con James…
—No, la tía está bien… Ros, es Freddy.
—¿Freddy? —repitió ella como si nunca antes hubiera escuchado aquel nombre.
—Ha intentado suicidarse colgándose por el cuello de la barandilla de la escalera de tu casa.
Ros se mantuvo serena, quizá demasiado serena.
—¿Ha muerto? —quiso saber.
—No, por suerte un amigo suyo fue a casa en ese momento y… ¿Sabes si había una llave escondida en la entrada?
—Sí, discutimos varias veces por eso, no me gustaba que sus amigos pudieran entrar en casa en cualquier momento.
—Lo siento mucho, Ros —susurró Amaia.
Ros se mordió el labio inferior y permaneció en silencio, mirando a un punto en el vacío a la derecha de Amaia.
—Ros, salgo ahora mismo hacia Pamplona, nos han dicho que está en el hospital de Navarra.
Omitió decirle nada sobre la presunta relación de Freddy con el caso.
—Déjale una nota a la tía, ya llamaremos a James por el camino.
Ros no se movió de su sitio.
—Amaia, no voy a ir.
Ésta, que ya había dado unos pasos hacia la puerta, se detuvo.
—¿Que no? ¿Por qué? —preguntó realmente sorprendida.
—No quiero ir, no puedo ir. No me encuentro con fuerzas.
Amaia la miró durante unos segundos y luego asintió.
—Está bien, lo comprendo —mintió—. Te llamaré con lo que sepa.
—Sí, mejor llámame.
Cuando subió al coche se quedó mirando a Iriarte, que ya estaba al volante.
—De verdad que no entiendo nada —dijo mirándole. Él negó con la cabeza incapaz de ayudarla.
El hospital les recibió con su característico olor a desinfectante y una corriente heladora que barría el vestíbulo.
—Están haciendo obras en la parte trasera, en la antigua entrada de urgencias, de ahí la corriente —explicó Iriarte.
—¿Dónde está la UCI?
—Por aquí —indicó el otro—, cerca de los quirófanos, yo le llevo, he estado aquí unas cuantas veces.
Siguiendo la línea verde dibujada en el suelo recorrieron un pasillo tras otro, hasta que el subinspector Zabalza surgió de una pequeña sala donde únicamente había una mesita y media docena de sillones, algo más cómodos que las sillas de plástico que se agrupaban en hileras por los pasillos.
—Vengan, podemos hablar aquí, no hay nadie.
Zabalza se asomó de nuevo al pasillo, hizo una seña a la enfermera del control y entró por fin.
—Ya van a avisar al médico, vendrá enseguida.
Hizo ademán de sentarse, pero viendo que Amaia seguía de pie apremiándole con la mirada, sacó su libreta y comenzó a leer sus notas.
—Hoy hacia la una Alfredo se cruzó con un amigo, el que más tarde le encontró y llamó al 112. Éste declara que tenía mal aspecto, como si estuviese muy enfermo o sufriese mucho dolor.
Amaia pensó en lo abatido y desmejorado que parecía cuando le vio en el cementerio aquella mañana. Zabalza continuó.
—Dice que su aspecto le asustó, que le habló, pero Freddy apenas murmuró unas palabras incomprensibles y se fue. Su amigo se quedó preocupado, así que después de comer pasó por su casa. Llamó, como no respondía miró por la ventana y vio la tele encendida; insistió llamando y, como no había respuesta, entró en la casa usando la llave que, según él, estaba bajo una maceta de la entrada para que sus amigos le visitasen siempre que quisieran. Dice que todos los amigos conocen la existencia de la llave. Entró, lo encontró colgado del cuello en el hueco de la escalera y, a pesar de que se dio un susto de muerte, cogió un cuchillo de la cocina, subió las escaleras y cortó la cuerda. Según él todavía pataleaba. Llamó al 112 y lo acompañó en la ambulancia. Está en una sala de la zona común, por si quiere hablar con él.
Amaia suspiró.
—¿Algo más?
—Sí, el amigo dice que ya hacía días que estaba mal; no sabe si será eso, pero asegura que su mujer… —Miró a Amaia con cara de circunstancias—, que su hermana le había dejado.
—Es cierto —corroboró ella.
—Pues ésa puede ser la causa. Dejó una nota.
Zabalza les mostró una bolsa de pruebas que contenía un sucio trozo de papel en su interior; se veía arrugado y húmedo.
—Está arrugado porque lo tenía apretado en la mano, se lo quitaron en la ambulancia. Y la humedad, pues supongo que son mocos y lágrimas, pero aun así puede leerse «Te quiero, Anne, para siempre te querré».
Amaia miró a Iriarte y de nuevo a Zabalza.
—Zabalza, mi hermana se llama Ros, Rosaura. Y creo que todos sabemos quién es Anne.
—Oh —dijo él—, lo siento… Yo…
—Traiga aquí al amigo —dijo Iriarte dedicándole una mirada de reproche. Cuando hubo salido Zabalza, Iriarte se volvió hacia ella.
—Discúlpele, él no lo sabía; a mí me lo comentaron por teléfono. La nota establece una relación entre Freddy y Anne, y ésa es la razón de que el comisario quiera vernos.
Zabalza regresó a los pocos minutos acompañando a un hombre de unos treinta y tantos años, delgado, moreno y huesudo. Los vaqueros algo grandes y el forro polar negro le hacían parecer aún más delgado, como perdido dentro de la ropa. A pesar del duro trago que había tenido que pasar, había en su rostro un brillo de satisfacción, producido quizá por todo el interés que estaba suscitando.
—Éste es Ángel Ostolaza. Los inspectores Salazar e Iriarte.
Amaia le tendió la mano y percibió un ligero temblor en la suya. Él parecía dispuesto a relatar de nuevo toda la experiencia con pelos y señales, por eso pareció un poco decepcionado cuando la inspectora llevó el interrogatorio a un terreno que no tenía ensayado.
—¿Diría que es amigo íntimo de Freddy?
—Nos conocemos desde críos, fuimos juntos al cole y luego al instituto, hasta que él lo dejó, aunque siempre hemos sido de la misma cuadrilla.
—Pero ¿son íntimos hasta el punto de contarse cosas, digamos, muy privadas?
—Bueno… No sé, sí, supongo.
—¿Conocía a Anne Arbizu?
—Todo el mundo la conocía, Elizondo es un pueblo muy pequeño —dijo como si eso lo explicase todo—. Y Anne no pasaba desapercibida. ¿Saben a lo que me refiero? —añadió sonriendo a los dos hombres, quizá buscando una camaradería masculina que no encontró.
—¿Tenía Freddy algún tipo de relación con Anne Arbizu?
Sin duda percibió que su respuesta marcaría un rumbo distinto en el interrogatorio.
—No, ¿qué dice?, claro que no —respondió, indignado.
—¿Le hizo a usted en alguna ocasión algún comentario sobre que la encontraba atractiva o deseable?
—Pero ¿qué insinúa? Era una cría, una cría muy guapa… Bueno, quizás alguna vez hicimos algún comentario, ya sabe cómo somos los tíos. —Y volvió a buscar con la mirada el apoyo de Zabalza e Iriarte, que nuevamente le ignoraron—. Quizá dijimos que se estaba poniendo muy guapa, y que estaba muy desarrollada para su edad, pero ni siquiera estoy seguro de que el comentario partiera de Freddy, más bien alguien lo dijo y los demás estuvimos de acuerdo.
—¿Quién? ¿Quién lo dijo? —preguntó Amaia con dureza.
—No lo sé, se lo juro, no lo sé.
—Está bien, quizá volvamos a necesitar su ayuda. Ahora puede irse.
Él pareció sorprendido. Se miró las manos y de pronto pareció desolado, como si no supiera qué hacer con ellas; al final optó por sepultarlas en lo más hondo de sus bolsillos y sin decir nada abandonó la sala.
El médico entró visiblemente disgustado, paseó su mirada sobre todos los presentes y pareció que su fastidio se agudizaba. Después de una breve presentación, informó dirigiéndose a Zabalza e Iriarte, ignorando por completo a Amaia.
—El señor Alfredo Belarrain sufre lesión medular grave y fractura parcial de la tráquea. ¿Comprenden la gravedad de lo que les digo? —Miró de uno en uno a los dos hombres y añadió—: En otras palabras, no sé ni cómo está vivo, le ha faltado realmente poco. La lesión medular es lo que más nos preocupa; creemos que con el tiempo y la debida rehabilitación podrá recuperar alguna movilidad, pero dudo que pueda volver a caminar. ¿Lo comprenden?
—¿Las lesiones se corresponden con una tentativa de suicidio? —preguntó Iriarte.
—En mi opinión sí, sin duda las lesiones coinciden con un ahorcamiento autoinfligido. De manual, vaya.
—¿Cabe la posibilidad de que alguien le «ayudase»?
—No tiene heridas defensivas ni abrasiones de arrastre, no hay hematomas que indiquen que fuera empujado o forzado. Subió a lo alto de la escalera, ató la cuerda y saltó; las lesiones se corresponden con ahorcamiento y bajo las huellas de la soga no aparece ninguna señal que indique que fuera asfixiado antes de ser colgado. ¿Ha quedado claro? Y ahora, si no tienen más preguntas, les dejo el caso resuelto y me voy a trabajar.
Amaia lo miró fijamente inclinando levemente la cabeza hacia un lado.
—Espere, doctor… —Dio un paso colocándose a escasos centímetros del médico y se demoró leyendo su nombre en la placa identificativa—. Doctor… Martínez Larrea, ¿verdad?
Él retrocedió visiblemente intimidado.
—Soy la inspectora Salazar, de homicidios de la Policía Foral, y estoy al frente de una investigación en la que el señor Belarrain desempeña un papel importante. ¿Lo comprende?
—Sí, bueno…
—Es de vital importancia que pueda interrogarle.
—Imposible —respondió él titubeando mientras alzaba las manos en un claro gesto conciliador. Amaia avanzó otro paso.
—No, ya veo que aunque es tan listo que nos ha hecho el trabajo no entiende una palabra. Ese hombre es el principal sospechoso de una serie de crímenes y tengo que interrogarle.
Él retrocedió unos pasos más hasta quedar casi en el pasillo.
—Si es un asesino pueden estar tranquilos, no irá a ninguna parte: tiene la espalda y la tráquea rotas, tiene un tubo introducido en la boca hasta el pulmón, está en coma inducido, pero aunque pudiera despertarle, que no puedo, él no podría hablar, ni escribir, ni mover las pestañas. —Dio otro paso hacia el pasillo—. Acompáñeme, señora —susurró—, le permitiré verlo, pero sólo dos minutos y a través de los cristales.
Ella asintió y le siguió.
La habitación donde estaba Freddy tenía en común con una habitación la presencia inevitable de la cama hospitalaria, pero por lo demás bien podría haber sido un laboratorio, la cabina de un avión o el decorado de una película futurista. Freddy resultaba apenas visible entre los tubos, los cables y las piezas acolchadas que como un casco le sujetaban la cabeza. De su boca salía un tubo que a Amaia le pareció inusualmente grueso y que estaba sujeto al rostro con un trozo de esparadrapo blanco que hacía más evidente por comparación la palidez de Freddy. Sólo en los párpados, que aparecían hinchados, se apreciaba una nota de color violáceo y el brillo perlado de una lágrima que había resbalado por el rostro hacia la oreja. La imagen de aquella mañana, cuando lo había visto entre los setos de la entrada del cementerio, volvía a su mente una y otra vez. Le dedicó unos instantes más mientras se preguntaba si sentía compasión por él. Y decidió que sí. Sentía compasión por aquella vida destrozada, pero ni toda la compasión del mundo conseguiría detenerla en su búsqueda de la verdad.
Cuando salía se cruzó con la madre de Freddy, que la sustituiría durante dos minutos junto al cristal. Estaba a punto de saludarla cuando la mujer le increpó.
—¿Qué haces tú aquí? El médico me ha dicho que querías interrogar a mi hijo… ¿Por qué no nos dejáis en paz? ¿Te parece que tu hermana no le ha hecho ya suficiente daño? Tu hermana le destrozó el corazón cuando lo abandonó y el pobre no ha podido soportarlo, ha perdido la razón. ¿Y tú vienes a interrogarle? ¿Interrogarle sobre qué?
Amaia salió al pasillo y se unió a Zabalza e Iriarte, que la esperaban; la puerta acristalada acalló los gritos de la mujer.
—¿Qué pasa?
—El doctor lo comprende… El muy imbécil le ha dicho a la madre de Freddy que es sospechoso de asesinato.