A las cuatro de la tarde, el padre de Anne les recibió en un salón tan limpio como atestado de fotos de la chica. A pesar del leve temblor en las manos con el que sirvió el café, se mostraba sereno y controlado.
—Tendrán que disculpar a mi mujer, se ha tomado un tranquilizante y está acostada, pero si es preciso…
—No se preocupe, sólo queremos hacerle unas preguntas sencillas; a menos que usted lo estime oportuno creo que no será necesario molestarla —dijo Iriarte con una nota de emoción en la voz que a Amaia no le pasó desapercibida. Recordó el modo en que le había afectado reconocer a Anne en el río. El padre de Anne sonrió de una forma que Amaia había visto en muchas ocasiones: era un hombre vencido.
—¿Se encuentra mejor? Le vi en el cementerio…
—Sí, gracias, fue la tensión, el médico me ha dicho que tome estas pastillas —dijo señalando una cajita— y que no tome café. —Sonrió de nuevo mirando las humeantes tazas sobre la mesita.
Amaia se tomó unos segundos para mirar fijamente al hombre y calibrar su dolor; después preguntó:
—¿Qué puede decirnos de Anne, señor Arbizu?
—Sólo cosas buenas. Quería decirles que no tuvimos a Anne biológicamente. —Amaia se percató de que evitaba decir las palabras «No era nuestra hija».
—Desde el día en que la trajimos a casa todo fue felicidad… Era preciosa, mire —y extrajo de debajo de un cojín un portafotos que mostraba a un bebé rubito y sonriente. Amaia supuso que había estado mirándola hasta que ellos habían llegado y que la había cubierto con el cojín obedeciendo a una orden inconsciente. Observó la foto y se la mostró a Iriarte, que susurró:
—Preciosa. —Y le devolvió el retrato, que él volvió a cubrir con el cojín.
—Sacaba muy buenas notas, pregunte a sus profesores, es…, era muy lista, mucho más que nosotros, y muy buena, nunca nos dio un disgusto. No bebía ni fumaba, como otras chicas de su edad, y no tenía novio, decía que con los estudios no tenía tiempo para esas cosas.
Se detuvo y bajó la mirada hasta sus manos vacías. Permaneció así durante unos segundos, como alguien que ha sido expoliado y no comprende dónde está aquello que tenía entre sus brazos tan sólo un instante antes.
—Era la hija que cualquiera habría querido tener… —musitaba casi para sí.
—Señor Arbizu —interrumpió Amaia, y él la miró como si acabase de despertar de un largo letargo—. ¿Nos permitiría ver la habitación de su hija?
—Claro.
Recorrieron juntos el pasillo, en el que a un lado y a otro colgaban más fotos de Anne, fotos de la comunión, en el colegio con tres o cuatro años, vestida de vaquera con siete; ante cada una el padre se detenía a contarles alguna anécdota. El dormitorio aparecía algo revuelto por Jonan y el equipo que había venido a llevarse su ordenador y sus diarios. Amaia dio un vistazo general. Colores rosas y violetas en una habitación por lo demás bastante clásica. Muebles de buena calidad en color crema. Una colcha edredón con motivos florales que se repetían en las cortinas y estanterías en las que se veían más peluches que libros. Se acercó y ojeó los títulos. Matemáticas, ajedrez y astronomía mezclados con novelas románticas; se volvió sorprendida hacia Iriarte, que entendiendo la pregunta no formulada contestó:
—Está recogido en el informe, incluida la lista de títulos.
—Ya le he dicho que mi Anne era muy lista —apuntó torpemente el padre desde la entrada de la habitación, donde se había detenido a mirar el interior del dormitorio con un gesto en la boca que Amaia sabía que iba destinado a contener el llanto.
Dio un último vistazo al interior del armario ropero. La ropa que una buena madre cristiana le compraría a su hija adolescente. Cerró las puertas y salió de la habitación precedida por Iriarte. El hombre les acompañó hasta la puerta.
—Señor Arbizu, ¿hay alguna posibilidad de que Anne les hubiera ocultado algo, de que tuviera secretos importantes o amistades que ustedes desconociesen?
El padre negó categóricamente.
—Es imposible. Anne nos lo contaba todo, conocíamos a todos sus amigos, teníamos muy buena comunicación.
Cuando bajaban, la madre de Anne les abordó en la escalera. Amaia supuso que les había esperado sentada allí, en los escalones que separaban la entrada principal de la planta. Llevaba una bata marrón de hombre sobre un pijama azul también de hombre.
—Amaia… Perdón, inspectora, ¿te acuerdas de mí? Yo conocía a tu madre, mi hermana mayor y ella eran amigas, igual no te acuerdas. —Mientras hablaba se retorcía las manos una dentro de otra de un modo tan atroz que Amaia no podía dejar de mirarlas, como si fueran dos criaturas heridas buscando un cobijo imposible.
—La recuerdo —dijo tendiéndole la mano.
De pronto, sin que ninguno de los presentes hubiera advertido su intención, se arrodilló frente a Amaia y sus manos, aquellas manos heridas de vacío, atenazaron las de ella con una fuerza que parecía imposible en aquella frágil mujer. Elevó los ojos y suplicó:
—Coge al monstruo que ha matado a mi princesa, a mi niñita maravillosa. Me la ha matado y no puede haber paz para él.
El marido gimió.
—Oh, por Dios, ¿qué haces, cariño?
Bajó corriendo las escaleras y trató de abrazar a su mujer. Iriarte la levantó cogiéndola por las axilas, pero aun así no soltó las manos de Amaia.
—Yo sé que es un hombre, porque he visto muchas veces cómo miraban los hombres a mi Anne, como los lobos, con codicia y hambre feroz… Una madre puede ver eso, lo distingue claramente, y yo veía cómo codiciaban su cuerpo, su rostro, su boca maravillosa, ¿la has visto, inspectora? Era un ángel. Tan perfecta que no parecía de verdad.
El marido la miraba a los ojos llorando en silencio, y Amaia vio cómo Iriarte tragaba saliva y tomaba aire lentamente.
—Recuerdo el día en que fui madre, el día en que me la entregaron y la cogí en mis brazos. Yo no podía tener hijos, las criaturas morían en mi vientre en las primeras semanas de gestación, los abortos me sobrevenían súbitamente, enteros y sin residuos, naturales los llaman, como si pudiera haber algo de natural en el hecho de que tus hijos se te mueran dentro. Tuve cinco abortos antes de ir a buscar a Anne, y para entonces yo ya había perdido cualquier tipo de ilusión por ser madre, ya no quería…, no quería volver a pasar de nuevo por aquello y era incapaz de imaginarme a mí misma sosteniendo en las manos algo más que uno de aquellos saquitos sanguinolentos que eran todo lo que podía llegar a gestar. El día que traje a Anne a casa no podía dejar de temblar, tanto que mi marido pensó que la niña se me caería de los brazos. ¿Te acuerdas? —dijo mirándole. Él asintió en silencio—. Por el camino, mientras veníamos en el coche, no había podido apartar los ojos de su rostro perfecto, era tan bella que parecía irreal. Cuando entramos la puse sobre mi cama y la desnudé completamente, en el informe ponía que era una niña sana, pero yo estaba segura de que tendría algún defecto, una tara, una horrible mancha, algo que afeara su perfección. Inspeccioné su cuerpecillo y sólo pude maravillarme ante lo que veía, producía una extraña sensación, como de estar viendo una estatua de mármol. —Amaia recordó el cuerpo inerte de la chica, que le había recordado a una madona, perfecta en su blancura—. Pasé los días siguientes observándola maravillada, cuando la tomaba en los brazos me sentía tan agradecida que rompía a llorar de pura angustia y felicidad. Y entonces, en el transcurso de esos días mágicos, quedé de nuevo embarazada, y cuando lo descubrí apenas me importó, ¿sabe?, porque yo ya era madre, parí desde el corazón y gesté a mi hija entre mis brazos, y quizá por eso, porque gestar a un hijo ya no era el objetivo de mi vida, el embarazo prosperó. No se lo contamos a nadie, ya no lo hacíamos. Después de tantas decepciones habíamos aprendido a mantenerlo en secreto. Pero esta vez el embarazo siguió progresando, llegué al quinto mes; la barriga era más que evidente y la gente comenzó a hablar. Anne tenía casi el mismo tiempo que la criatura que llevaba dentro, unos seis meses, y estaba preciosa, el pelo rubio ya le cubría la cabeza y se le ondulaba en las sienes, y sus ojos azules, con esas largas pestañas, le iluminaban el rostro, que seguía inmaculado. La llevaba en el carrito con un vestidito azul que todavía guardo y sentía tanto orgullo cuando se inclinaban a mirarla que casi rayaba en la euforia. Una de mis cuñadas se acercó a mí y me besó. «Felicidades, —me dijo—, ves lo que son las cosas, sólo necesitabas relajarte para quedarte embarazada, y ahora por fin vas a tener un hijo de tu misma sangre». Me quedé helada. «Los hijos no son de sangre, son de amor», le dije casi temblando. Me respondió: «Ya, ya, si ya te entiendo, recoger a un niño de la inclusa es muy generoso y todo eso, pero si tú llegas a saber esto —dijo tocándome la tripa—, pa rato la traes». Volví a casa mareada y asqueada, cogí a mi hija en los brazos y la apreté contra mi pecho mientras la angustia y el pánico iban en aumento y una sensación ardiente se extendía por mi vientre en el lugar donde aquella bruja me había tocado. Esa misma noche desperté bañada en sudor y aterrada con la certeza de saber que mi hijo se estaba rompiendo en mi interior. Sentía cómo se rompían las finas amarras que lo habían unido a mí y mientras el dolor crecía sentí una fuerza poderosa que me arrasaba por dentro inmovilizándome hasta el punto de que fui incapaz de extender la mano hasta mi esposo, que dormía a mi lado, ni de emitir más que mudos jadeos hasta que el líquido ardiente comenzó a derramarse entre mis piernas. El médico me mostró la criatura, un varón de rostro morado formadito y transparente en algunos sitios. Me dijo que tenía que intervenirme, que tenía que hacerme un legrado porque la placenta no había salido entera. Y yo, sin dejar de mirar el rostro horrible de mi hijo muerto, le dije que me ligara las trompas o que me quitara el útero, que me daba igual, que mi vientre no era una cuna, era la tumba de mis hijos. El médico titubeó, me dijo que quizá más adelante podría intentar de nuevo ser madre, pero yo le dije que ya lo era, que ya era la madre de un ángel y que no quería ser madre de nadie más.
Amaia contemplaba con suma tristeza el drama inmenso de aquella mujer, que en parte también era el suyo: su vientre, una tumba para los hijos no nacidos. La madre de Anne siguió hablando, derramando sobre ellos esa suerte de confesión que parecía quemarla por dentro.
—Llevaba quince años sin hablarle a mi cuñada y la hija de puta ni siquiera sabe por qué. Hasta hoy en el funeral. Se me ha acercado con la cara llena de lágrimas y me ha susurrado: «Perdóname». Me ha dado tanta pena que la he abrazado y la he dejado llorar, pero no le he contestado, porque nunca la perdonaré. Ya no soy madre, inspectora, alguien me ha robado la rosa que me había brotado del corazón, como en el poema, y ahora tengo una tumba en el vientre y otra en el pecho. Cójalo, párelo y, cuando lo encuentre, péguele un tiro. Hágalo, si no lo hace usted lo haré yo. Le juro por todos mis hijos muertos que dedicaré mi vida a perseguirlo, a esperarlo, a acosarlo hasta que pueda acabar con él.
Cuando salieron a la calle, Amaia se sintió algo rara, como si acabase de aterrizar después de un largo vuelo.
—¿Ha visto las paredes, jefa? —preguntó Iriarte.
Ella asintió, recordando las fotografías que forraban las paredes de aquella casa, que semejaba ahora un mausoleo.
—Parecía mirarnos desde todas partes. No sé cómo van a superar esto viviendo en esa casa.
—No lo harán —dijo ella compungida.
Reparó de pronto en la presencia de una mujer que venía a toda prisa cruzando la calle en diagonal con el propósito evidente de abordarles. Cuando la tuvo enfrente reconoció a la tía de Anne, la cuñada a la que su madre negó el saludo durante años.
—¿Vienen de verlos? —preguntó jadeando por el esfuerzo de la carrera.
Amaia no contestó, segura de que el propósito de todo aquel esfuerzo no era saber de dónde venían.
—Yo… —titubeó—. Yo quiero mucho a mi cuñada, es terrible lo que les ha pasado. Ahora mismo voy a su casa, a…, bueno, a estar con ellos. ¿Qué más puedo hacer? Es horrible, y sin embargo…
—¿Sí?
—Esa niña, Anne, no era normal… No sé si me entiende. Era preciosa, y muy lista, pero había algo extraño en ella, algo malo.
—¿Algo malo? ¿Y qué era?
—Era ella, ella era lo malo. Anne era una belagile, tan oscura por dentro como blanca por fuera. Ya de niña su mirada parecía atravesarte, tenía un brillo lleno de maldad. Y las brujas no alcanzan la paz cuando mueren, ya lo verá. Anne aún no ha terminado.
Lo afirmó con el mismo empaque y seguridad que si hablase ante un tribunal inquisitorial, sin asomo de vergüenza o duda al pronunciar una palabra que hoy sólo parece creíble en alguna película de misterio o terror. Y, sin embargo, se la veía terriblemente inquieta, se diría que asustada. La vieron alejarse con la seguridad de quien ha cumplido con un deber penoso que a la vez le honra.
Tras unos segundos de desconcierto, Amaia y el inspector siguieron caminando por la calle Akullegi cuando sonó el teléfono de Iriarte.
—Sí, está conmigo, ahora mismo íbamos hacia la comisaría. Yo se lo digo.
Amaia lo miraba expectante.
—Inspectora, es su cuñado, Alfredo… Está en el hospital de Navarra, en Pamplona, ha intentado suicidarse. Uno de sus amigos lo encontró colgando del cuello en el hueco de la escalera. Por suerte parece que llegó a tiempo, aunque su estado es muy grave.
Amaia consultó la hora en su reloj. Las cinco y cuarto. Ros estaría a punto de llegar del trabajo.
—Inspector, vaya usted a comisaría, yo iré a casa, no quiero que mi hermana se entere por cualquiera. Después iré al hospital, volveré cuanto antes, mientras tanto ocúpese usted de todo aquí, y si…
Él la interrumpió.
—Inspectora, era el comisario, me ha pedido que la acompañe a Pamplona… Por lo visto el intento de suicidio de su cuñado tiene relación con el caso.
Amaia le miró desconcertada.
—¿Relación con el caso?, ¿con qué caso?, ¿con el caso del basajaun?
—El subinspector Zabalza nos espera en el hospital, él le dirá más, yo sé tanto como usted. Después de pasar por el hospital, el comisario quiere vernos en la comisaría de Pamplona a las ocho.