Al terminar el entierro, la lluvia y los asistentes al sepelio parecían haberse evaporado, sustituidos por una densa niebla que se extendía por el valle a lomos del río Baztán y que se esparcía por las calles entristeciéndolas más si cabía. Aterida de frío, Amaia hizo tiempo frente al obrador hasta que vio venir a su hermana.
—¡Vaya, la señora inspectora! ¡Cuánto honor! —se burló Flora—. ¿No deberías estar por ahí buscando a un asesino?
Amaia sonrió y la apuntó con un dedo.
—Eso es lo que hago.
Flora se detuvo con la llave en la mano, interesada de pronto, quizás un poco azorada.
—¿Aquí, en Elizondo?
—Sí, aquí, normalmente estos asesinos suelen ser personas cercanas a las víctimas. Si sólo tuviéramos un caso… Pero ya son tres. Por fuerza ha de ser de aquí o de muy cerca.
Entraron en el obrador y les recibió el aroma familiar que Amaia había respirado desde su infancia y que formaba parte de sus recuerdos. Si cerraba los ojos, casi podía ver a su padre con pantalones blancos y camiseta de tirantes amasando las placas de hojaldre con un enorme rodillo de acero, mientras su madre medía los ingredientes en una jarra numerada con las manos manchadas de harina y aquel olor a esencia de anís que para siempre relacionaría con ella. Miró la artesa de la harina y un escalofrío recorrió su espalda mientras una acuciante sensación de náusea le anegaba el estómago. Una abrumadora oleada de recuerdos oscuros la aturdió de repente y los ecos del pasado la bloquearon por completo. Cerró los ojos y los apretó con fuerza, intentando cerrar el camino hacia el horror que la visión había abierto.
—¿En qué piensas? —interrogó Flora, sorprendida por el gesto de su hermana.
—En el aita y la ama, en cuánto trabajaban y lo felices que parecían —mintió.
—Es verdad que trabajaron —dijo Flora mientras se lavaba las manos—. Pero ellos eran dos, y ahora yo debo hacer mucho más trabajo, pero sola… Aunque eso no parece preocuparte demasiado, ¿verdad, hermana?
—Sé que es mucho trabajo, Flora, pero no has escuchado la segunda parte: ellos eran felices haciéndolo. Sin duda eso fue clave en su éxito, y lo es en el tuyo.
—¿Ah, sí? Qué sabrás tú… ¿Crees que soy feliz haciendo esto? —dijo volviéndose hacia su hermana mientras subía las persianas del despacho.
—Bueno, te va muy bien… De maravilla, diría yo. Has escrito libros, vas a hacer un programa en televisión, Mantecadas Salazar es un referente en media Europa y eres rica. No eres la imagen del fracaso precisamente.
El rostro de su hermana parecía atento, valorando las palabras de Amaia, seguramente intentando hallar doblez en ellas.
—Creo que si no hubieras puesto corazón en tu trabajo no habrías triunfado —prosiguió Amaia—. Tienes razones para estar muy satisfecha, y la satisfacción se halla muy cerca de la felicidad.
—Sí —admitió la otra alzando las cejas—, quizás ahora, pero hasta llegar aquí…
—Flora, todos tenemos que andar nuestro camino.
—¿De verdad? —se indignó—, ¿y qué camino has tenido que andar tú si puede saberse?
—Te aseguro que no he llegado hasta donde estoy sin esfuerzo —replicó Amaia manteniendo el tono bajo y tranquilo que tanto irritaba a su hermana.
—Ya, pero tú elegiste hacer tu esfuerzo, a mí me fue impuesto, no conté con ayuda, me falló todo el mundo, tú te largaste, Víctor empinando el codo y tu hermana…
Amaia permaneció un instante en silencio valorando el reproche que en menos de veinticuatro horas había escuchado de sus dos hermanas.
—Tú también pudiste elegir si no era esto lo que querías.
—¿Y quién me preguntó qué era lo que yo quería?
—Flora…
—No, dímelo, ¿quién me preguntó si quería quedarme aquí amasando hojaldres?
—Flora, pudiste elegir como todo el mundo, pero elegiste no elegir… Tampoco a mí me preguntó nadie. Tomé mi decisión y mi camino.
—Importándote una mierda los demás.
—Eso no es verdad, Flora, ni que hubiera salido alguien herido. Al contrario que a ti y a Ros, nunca me gustó el obrador, ni cuando era más pequeña… En cuanto podía me escapaba, y sólo estaba aquí a la fuerza, lo sabes tan bien como yo. No quería trabajar en esto, estudié, y a los aitas les pareció bien.
—A la ama no tan bien, pero de todos modos estaban tranquilos: ya nos tenían a Ros y a mí para seguir con la tradición familiar.
—Pudiste elegir.
Flora explotó.
—No tienes ni idea de lo que es la responsabilidad —dijo volviéndose hacia ella mientras la apuntaba con el dedo.
—Por favor… —rogó una Amaia hastiada.
—Ni por favor ni nada… Ni tú ni tu hermana ni el perdido de Víctor sabéis lo que significa esa palabra…
—Ya veo que hay para todos. —Sonrió cansada y sin elevar la voz—. Flora, tú ya no me conoces, ya no soy la niña de nueve años que se escapaba del obrador. Te aseguro que en mi trabajo, todos los días…
—Tu trabajo —la interrumpió—, ¿quién habla de tu trabajo? Sólo tú hermanita, yo hablo de la familia, de que alguien tenía que continuar con el negocio.
—Por Dios, pareces Michael Corleone… El negocio, la familia, la mafia. —Amaia hizo un gesto de burla juntando los dedos de la mano, y eso irritó aún más a su hermana, que la miró furiosa y arrojó el trapo que tenía en las manos sobre la mesa antes de sentarse en su sillón haciendo temblar la lamparita que iluminaba el escritorio—. Flora, Ros y tú vivíais aquí, las dos habíais mostrado interés por la repostería desde pequeñas, os encantaba pasaros las horas aquí, con tres años Ros ya sabía hacer rosquillas y magdalenas…
—Tu hermana… —murmuró con desprecio—. Le duró poco la pasión, justo hasta que vio lo que era el trabajo de verdad. ¿O crees acaso que el negocio se hubiera podido sostener mucho tiempo tal y como lo llevaban los aitas? Renové este negocio desde los cimientos hasta el tejado, lo modernicé y lo hice competitivo. ¿Tienes idea de los controles que hay que pasar para estar en Europa? Lo único que conserva es el nombre, Mantecadas Salazar, y el cartel de cuando los tatarabuelos lo fundaron.
—¿Ves como tengo razón, Flora?, sólo tú podías tener esa visión de futuro, porque adorabas este negocio.
Sus últimas palabras habían calado en Flora. Observó cómo las líneas de expresión de su rostro, que habían permanecido fruncidas en un gesto de intolerante desprecio, se desdibujaban dando paso a un gesto de pagado orgullo. Miró a su alrededor irguiéndose en su sillón.
—Sí —admitió—, pero no fue una cuestión de adorarlo o no, o de que, como tú dices, me hiciera feliz. Alguien tenía que hacerlo, y como siempre me tocó a mí, ya que, por otra parte, soy la única con capacidad suficiente como para lograrlo, pura sensatez y responsabilidad, pero también obligación y carga. Había que mantener el patrimonio familiar, la empresa que tanto les costó levantar a los nuestros. Mantener el buen nombre, la tradición. Con orgullo, con fuerza.
—Hablas como si tuvieras que mantener el peso del mundo a tus espaldas. ¿Qué crees que habría pasado si tú te hubieras dedicado a otra cosa?
—Te lo digo, esto no existiría.
—Quizás Ros lo llevaría, siempre le gustó este negocio.
—El negocio no, le gusta hacer pastas, que es distinto. No quiero ni imaginar cómo estaría esto con Ros al frente, no sabes lo que dices… Pero si no tiene fundamento ni para sus cosas, es una irresponsable, una infantil que cree que el dinero cae del cielo. Si los aitas no le hubieran dejado la casa no tendría dónde vivir. Con ese desgraciado que tiene por marido, porrero y vago como él solo, que le saca los cuartos y anda por ahí tonteando con las chavalitas. ¿Ésa es la Rosaura capaz de sacar este negocio adelante? No tiene lo que hace falta, y si no, dime, ¿dónde está ahora? ¿Por qué no está aquí mostrando su talento?
—Quizá si no hubieras sido tan dura con ella…
—La vida es dura, hermana —decía Flora con el tono despectivo de un insulto.
—Creo que Rosaura es una buena chica, y nadie está libre de equivocarse al elegir marido.
Pareció que un rayo la hubiese alcanzado. Se quedó en silencio mirándola fijamente y Amaia dedujo que pensaba en Víctor.
—Flora, no lo he dicho por Víctor.
—Ya —fue su respuesta. Y Amaia intuyó que preparaba toda su artillería.
—Flora…
—Sí, las dos sois muy buenas, cargadas de buenas intenciones, pero dime una cosa, buena chica, ¿dónde estabas tú cuando la ama enfermó?
Amaia negó con la cabeza asqueada.
—¿De verdad quieres volver sobre eso?
—Qué pasa, buena chica, ¿te molesta hablar de cómo abandonaste a tu madre enferma?
—Joder, Flora, tú sí que estás enferma —protestó Amaia—. Tenía veinte años, estudiaba en Pamplona, venía todos los fines de semana, y Ros y tú estabais aquí, trabajabais aquí y ya estabais casadas.
Flora se puso en pie y avanzó hacia ella.
—Eso no era suficiente. Venías el viernes y te ibas el domingo. ¿Sabes cuántos días tiene una semana? Siete, con sus siete noches —dijo abriendo una mano y dos dedos frente a su cara—. ¿Y sabes quién estaba junto a la ama cada noche? Yo, no tú, yo. —Se golpeó el pecho con vehemencia—. Le daba de comer en la boca, la bañaba, la acostaba, le cambiaba los pañales y la acostaba de nuevo, le llevaba agua y se meaba una y otra vez. Me pegaba y me insultaba, me maldecía, a mí, a la única que estaba a su lado, a la única que siempre estuvo a su lado. Por la mañana llegaba Ros y se la llevaba a pasear al parque mientras yo abría el obrador, después de pasarme la noche entera en pie. Y cuando regresaba a casa otra vez lo mismo, un día y otro, sin ningún tipo de ayuda, porque con Víctor tampoco podía contar. Aunque al fin y al cabo no era su madre. Él cuidó a la suya cuando enfermó y murió, pero tuvo más suerte, fue una neumonía y se la llevó en dos meses. Yo tuve que luchar tres años. Así que, buenas chicas, decidme dónde estabais y decidme si no tengo derecho a llamaros irresponsables.
Se volvió dándole la espalda y caminó lentamente hasta su mesa, donde se sentó de nuevo.
—Creo que eres injusta, me consta que Ros hacía turnos extra durante la noche para estar con ella por la mañana, y fuiste tú la que insistió en que la ama viviese contigo cuando el aita murió. Siempre os llevasteis bien, contigo siempre tuvo algo especial que no tenía con Ros, y mucho menos conmigo. Además, vosotras erais las mayores, yo sólo era una cría y encima estaba fuera. Venía siempre que podía, y sabes que tanto Ros como yo estábamos de acuerdo en ingresarla cuando empeoró. Te apoyamos plenamente cuando hubo que inhabilitarla, incluso nos ofrecimos a poner dinero para pagar el centro.
—Pagar, todo lo arregláis así los irresponsables. Pago y me quito el problema de encima. No, no era una cuestión de dinero, sabes que cuando murió el aita dejó dinero de sobra. Era una cuestión de hacer lo debido, e inhabilitarla no fue idea mía sino de ese maldito médico —dijo quebrándosele la voz.
—Por Dios, Flora, alucino de que estemos hablando de esto otra vez. La ama no estaba bien, ya no era capaz de cuidar ni de ella misma y menos del negocio. El doctor Salaberria lo propuso porque sabía por cuántos problemas pasábamos por esa cuestión, ya ves que el juez no tuvo ni la más mínima duda, no sé por qué te atormentas con eso.
—Ese médico se metió donde nadie le llamaba y vosotras le disteis vía libre. No debí permitir que la ingresarais. No habría acabado así si le hubiera tratado la neumonía en casa, yo lo sabía, sabía que ella estaba muy delicada y que el hospital era una mala idea, pero no quisisteis escucharme y todo salió mal.
Amaia miró a su hermana con la profunda carga de pena que le producía ver tanto rencor, tanta inquina. En otro tiempo habría saltado como impulsada por un resorte entrando en su juego de reproches, explicaciones y sentencias, pero su trabajo en la policía le había enseñado mucho sobre el dominio, el control y el juicio que había tenido que poner en práctica cientos de veces ante seres tan mezquinos que Flora, por comparación, parecía una colegiala testaruda y pueril. Bajó aún más el tono de su voz y apenas en un susurro dijo:
—¿Sabes qué creo, Flora? Creo que eres una de esas mujeres abnegadas y entregadas al sostén de una familia que nadie te ha pedido que sostengas, sólo para tener una buena carga de culpabilidad y reproches que arrojar sobre los demás como una losa que termina sepultando a todas las personas de tu alrededor hasta que te ves sola con tu abnegación y los reproches que nadie quiere oír. Eso es lo que te pasa a ti. Al final, en tu intento de moralizar, de dirigir y de mangonear, lo único que consigues es alejar a todo el mundo de ti. Nadie te ha pedido que seas una heroína ni una mártir.
Flora miraba a un punto en el vacío; apoyaba los codos sobre su mesa y cruzaba las dos manos sobre los labios como imponiéndose silencio, un silencio que sería temporal, sólo se reservaba hasta que encontrase el momento adecuado para lanzar sus dardos envenenados, y entonces sería implacable. Cuando habló, su voz había recuperado el control y el tono apremiante habitual en ella.
—Supongo que has venido para algo más que para decirme cómo crees que soy, así que si tienes algo concreto que preguntar, hazlo ya, si no te tendrás que ir. Yo no tengo tiempo para perder.
Amaia sacó de su bolso una pequeña caja de cartón, abrió la tapa y antes de extraer el contenido miró a su hermana.
—Lo que voy a enseñarte es una prueba policial que apareció en el escenario de un crimen. Acudo a ti como asesora de la policía. Espero que entiendas que su naturaleza es secreta. No debes decírselo a nadie, ni hablar con nadie de ello, ni siquiera con la familia.
Flora asintió. Su expresión había mudado hacia el interés.
—Está bien, mira esto y dime qué te parece —dijo sacando de la caja la bolsa que contenía la fragante tortita hallada sobre el cuerpo de Anne.
—Un txatxingorri, ¿esto apareció en el lugar del asesinato?
—Sí.
—¿En todos?
—Flora, no puedo darte esa información.
—¿Puede que el asesino estuviera comiéndoselo?
—No, parece más bien que fue dispuesto para que se hallase allí, el trozo que falta es el que hemos enviado a laboratorio. ¿Qué puedes decirme?
—¿Puedo tocarlo?
Se lo tendió. Ella lo sacó de la bolsa, se lo llevó a la nariz y lo olisqueó durante unos segundos. Lo apretó entre sus dedos pulgar e índice y raspó una pequeña porción con la uña.
—¿Hay alguna posibilidad de que esté contaminado o envenenado?
—No, en el laboratorio lo han analizado y está limpio.
Se llevó una pizca a la boca y lo saboreó.
—Bueno, entonces ya te habrán dicho cuáles son los ingredientes…
—Sí, ahora quiero que tú me digas todo lo demás.
—Ingredientes de primera calidad. Frescos y mezclados en la justa proporción. Horneado esta misma semana, yo diría que no tiene más de cuatro días, y por el color y la porosidad diría que muy probablemente se coció en un horno de leña tradicional.
—Increíble —dijo Amaia sinceramente impresionada—. ¿Cómo puedes saber todo eso?
Flora sonrió.
—Porque yo sé hacer mi trabajo.
Amaia ignoró el insulto encubierto.
—¿Y quién además de Salazar elabora estos dulces?
—Bueno, supongo que podría hacerlos cualquiera que tuviera la receta. No es un secreto, aparece en mi primer libro con la receta del aita, además de ser un postre típico de la zona; supongo que en todo el valle habrá una docena de variantes de la receta… Aunque no con esta calidad, no con este equilibrio en las proporciones.
—Quiero que me hagas una lista de todos los obradores, pastelerías y tiendas de los alrededores que los venda o los elabore.
—Eso no será tan difícil. Con esta calidad sólo los hago yo, también Salinas de Tudela, Santa Marta de Vera y quizá un obrador de Logroño… Bueno, la verdad es que ésos no son tan buenos. Yo te puedo dar una lista de mis clientes, pero aquí mismo, en Elizondo, me consta que se venden a turistas y visitantes además de a los del pueblo. No sé si os servirá de algo.
—No te preocupes de eso, tú hazla, ¿para cuándo la puedes tener?
—Para esta tarde a última hora, hoy tengo bastante trabajo, ya sabes gracias a quién.
—Esta tarde estará bien. —No quiso entrar al trapo de su provocación. Recogió la bolsa con los restos del dulce—. Gracias, Flora, el inspector Montes pasará a recogerla…
Flora permaneció impasible.
—Me han dicho que ya os conocéis.
—Pues es agradable comprobar que por una vez estás bien informada. Sí, lo conozco, y es muy agradable. El inspector Montes pasó por aquí a presentarme sus respetos, a la hora del cierre, así que me acompañó un rato, le enseñé un poco el pueblo, tomamos un café, se mostró encantador y hablamos de un montón de cosas, de ti incluida.
—¿De mí? —preguntó sorprendida.
—Sí, de ti, hermanita. El inspector Montes me contó cómo te las ingeniaste para conseguir que te asignaran este caso.
—¿Eso te dijo?
—Bueno, con otras palabras, es un hombre muy educado y con un gran corazón. Tienes suerte de trabajar con un profesional de su talla. Quizás aprendas algo —dijo sonriendo.
—¿Eso también te lo dijo Montes?
—Por supuesto que no, pero es fácil deducirlo. Sí, señora, un hombre encantador.
—Lo mismo estaba pensando yo —dijo Amaia levantándose para dejar su taza en el fregadero.
—Sí, todos tus colaboradores son muy agradables… Te vi esta mañana en el cementerio con uno muy guapo.
Amaia sonrió divertida por la malicia de su hermana.
—Teníais las cabezas muy juntas y parecía que te susurraba algo al oído. Me pregunto qué diría James si pudiera ver eso.
—No te vi, hermana.
—Es que no llegué a entrar, no pude asistir al funeral porque tenía la reunión con los de la editorial, y después me acerqué hasta el cementerio paseando. Llegué pronto y os vi parados frente a una tumba… Tú te inclinaste sobre el sepulcro y él te abrazó.
Amaia se mordió el labio inferior y sonrió mientras negaba con la cabeza.
—Flora, Jonan Etxaide es gay.
Ésta no pudo disimular su sorpresa ni su fastidio.
—Sólo me incliné sobre la tumba de una de mis profesoras de primaria, Irene Barno, ¿la recuerdas? Me resbale y él me sostuvo.
—Qué tierno, ¿visitas su tumba? —se burló.
—No, sólo me incliné para enderezar un tiesto que el viento había tirado, entonces reconocí su nombre.
Flora la miró a los ojos.
—Nunca vas a visitar a la ama.
—No, Flora, nunca visito a la ama, pero, dime, ¿de qué serviría ahora?
Flora se volvió hacia la ventana y susurró:
—Ahora, ya de nada.
Un fuerte ruido de motor se oyó en el almacén y una sombra oscureció su rostro momentáneamente.
—Será Víctor —susurró.
Salieron hasta la puerta trasera del obrador, donde el ex marido de Flora estaba aparcando una moto antigua.
—Oh, Víctor, es preciosa, ¿de dónde la has sacado? —preguntó Amaia a modo de saludo.
—Se la compré a un chatarrero de Soria, pero te aseguro que no tenía este aspecto cuando la traje.
Amaia la rodeó para verla mejor.
—No sabía que te dedicaras a esto, cuñado. —Seguía llamándole cuñado y seguramente seguiría haciéndolo siempre.
—Es una afición relativamente nueva, hace un par de años que me dio por esto de las motos. Empecé con una Bultaco Mercurio y una Montesa Impala 175 sport, y desde entonces he restaurado cuatro con ésta, que es una Ossa 175 sport… Una de las que estoy más orgulloso.
—No tenía ni idea, pero has hecho un trabajo magnífico.
Flora resopló poniendo de manifiesto su fastidio, caminó hacia la puerta y dijo:
—Bueno, cuando acabes de jugar me avisas, estaré dentro… Trabajando. —Cerró de un portazo y se perdió en el interior.
Víctor compuso una sonrisa de circunstancias.
—Es que a Flora no le gustan las motos, para ella esta afición es una pérdida de tiempo y de dinero. —Intentó justificarla—. Cuando estaba soltero tuve una Vespa y hasta solía llevarla a dar una vuelta.
—¡Es verdad, yo la recuerdo, era blanca y roja! Venías a buscarla aquí mismo, al almacén, y cuando os despedíais siempre te decía lo mismo, que tuvieras cuidado y que… —se interrumpió bruscamente.
—… que no bebiera —acabó Víctor—. En cuanto nos casamos me convenció para que la vendiera, y ya ves, sólo le hice caso en lo primero.
—Víctor, no quería molestarte…
—No te preocupes, Amaia, soy alcohólico, es algo que me ha costado admitir, pero forma parte de mí y vivo con ello. Soy como un diabético, aunque en lugar de no volver a comer tarta me he quedado sin tu hermana.
—¿Qué tal te va? Me ha dicho la tía que estás en el caserío de tus padres…
—Me va bien; aparte del caserío, y con muy buen criterio, mi madre me dejó una paga mensual que me permite vivir. Voy a las reuniones de alcohólicos anónimos a Irún, restauro motos… No me quejo.
—¿Y con Flora?
—Bueno… —Sonrió mirando hacia la puerta del almacén—. Ya la conoces, como siempre.
—Pero…
—No nos hemos divorciado, Amaia, ella no quiere ni oír la mención, y yo tampoco, aunque supongo que por distintas razones.
Se fijó en Víctor, con su camisa azul recién planchada, afeitado, oliendo levemente a colonia y apoyado en su moto… Le recordó al novio que fue una vez, y tuvo la certeza de que aún amaba a Flora, de que nunca había dejado de amarla, a pesar de todo. Esa certeza la desconcertó, y sintió de inmediato una oleada de afecto hacia su cuñado.
—La verdad es que le puse las cosas bastante difíciles, no imaginas lo que te lleva a hacer el alcohol.
«Mejor di que no sabes hasta dónde te puede llevar vivir veinte años con la bruja del oeste —pensó Amaia—. Seguro que acabar empinando el codo le pareció lo más leve para poder aguantarla».
—¿Por qué vas a las reuniones a Irún?, ¿no hay ninguna más cerca?
—Sí, en el local parroquial, creo que los jueves, pero aquí prefiero seguir siendo el borracho conocido.
Primavera de 1989
Era sin lugar a dudas la cartera escolar más fea que había visto jamás, de color verde oscuro y con unas hebillas marrones que hacía años que nadie llevaba. No la tocó, al menos no ese día. Por suerte el curso estaba a punto de terminar y no tendría que usarla hasta septiembre. Eso pensó. Pero ese día no la tocó. Se quedó en silencio mirando aquel horror apoyado sobre una silla de la cocina y sin darse cuenta elevó una mano y la pasó por el cortísimo cabello que a duras penas había igualado su tía, como si entendiese a un nivel muy básico que las ofensas estaban relacionadas. Los ojos se le llenaron de lágrimas de niña en su cumpleaños, lágrimas de pura decepción. Sus dos hermanas la miraban con ojos como platos medio ocultas por los grandes tazones de leche humeante. Ninguna dijo nada, aunque a veces, cuando Rosario la reñía, Rosaura lloraba en silencio.
—¿Se puede saber qué te pasa ahora? —preguntó su madre impacientándose.
Quiso decir muchas cosas. Que era un regalo horrible, que ya sabía que no tendría el peto vaquero, pero que no esperaba algo así. Que algunos regalos estaban pensados para deshonrar, para humillar y para herir, y ésa era una lección que una niña no debería aprender en su noveno cumpleaños. Amaia lo supo mientras miraba desolada aquel espanto sin poder contener sus lágrimas. Alcanzaba a entender que aquella horrible cartera no era el fruto de la dejadez ni de la prisa de última hora por encontrar un regalo, del mismo modo que no respondía a una necesidad. Tenía una bandolera de lona en la que portaba sus libros que estaba en perfecto estado. No. Había sido pensado y elegido con sumo cuidado para causar el efecto deseado. Un éxito rotundo.
—¿No te gusta? —inquirió su madre.
Quiso decir tantas cosas, cosas que sabía, que presentía y que en su mente de niña ni siquiera acertaba a ordenar. Sólo musitó:
—Es de chico.
Rosario sonrió con un aire condescendiente que evidenciaba cuánto estaba disfrutando con aquello.
—No digas tonterías, estas cosas son indistintas para niños y niñas.
Amaia no contestó, se volvió muy despacio y se dirigió a la puerta.
—¿Adónde vas?
—Me voy a casa de la tía.
—De eso nada —dijo irritada de pronto—. ¿Qué te crees, desprecias el regalo que te hacen tus padres y ahora quieres irle con el cuento a tu tía la sorgiña? ¿Quieres que te adivine el futuro? ¿Quieres saber cuándo vas a tener unos pantalones de peto como los de tus amigos? De eso nada, si quieres largarte de aquí vete a ayudar a tu padre en el obrador.
Amaia siguió caminando hacia la puerta sin atreverse a mirarla.
—Antes de irte lleva tu regalo a tu habitación.
Amaia siguió caminando sin volverse, apuró el paso y aún la oyó llamarla un par de veces antes de alcanzar la calle.
El obrador la recibió con el dulzón aroma de la esencia de anís. Su padre acarreaba sacos de harina que depositaba junto a la artesa en la que después los volcaría. Reparó de pronto en su presencia y avanzó hacia ella, sacudiéndose la harina del delantal antes de abrazarla.
—¿Pero qué carita traes?
—Ama me ha dado el regalo —gimió ella sepultando su rostro en el pecho de su padre y ahogando así sus palabras.
—Venga, vamos, ya pasó —la consoló acariciando la cabeza rala donde antes estuvo su precioso cabello—. Venga —dijo apartándola lo suficiente como para verle la cara—, deja de llorar y ve a lavarte esa carita. Yo aún no te he dado mi regalo.
Amaia se lavó la cara en la pila que había junto a la mesa sin dejar de mirar a su padre, que sostenía en la mano un sobre sepia en el que estaba escrito su nombre. Contenía un billete nuevo de cinco mil pesetas. La niña se mordió el labio y miró a su padre.
—Ama me lo quitará —dijo preocupada— y te reñirá —añadió.
—Ya lo he pensado, por eso dentro del sobre hay otra cosa.
Amaia atisbó en el fondo y vio que contenía una llave. Miró a su padre interrogándole. Él tomó el sobre y lo vació sobre su mano.
—Es una llave del obrador. He pensado que puedes guardar aquí el dinero y cuando necesites una parte puedes entrar con tu llave mientras la ama está en casa. Ya he hablado con la tía y ella te comprará el pantalón que quieres en Pamplona, pero este dinero es para ti, para que tú te compres lo que quieras; procura ser discreta y no te lo gastes todo de golpe o tu madre se dará cuenta.
Amaia miró a su alrededor saboreando de antemano la libertad y el privilegio que suponía tener la llave. El padre pasó un trozo de fino cordel por el agujero de la llave, lo anudó y quemó con un mechero los extremos de la cuerda para evitar que se deshilachase antes de colgárselo en el cuello a su hija.
—Que no te la vea la ama, pero si te la ve, di que es de casa de la tía. Asegúrate de cerrar bien al salir y no habrá problema. Puedes guardar el sobre tras esas garrafas de esencia, hace años que no las tocamos para nada.
En los días que siguieron, Amaia acumuló en su cartera escolar los pequeños tesoros que iba comprando con su dinero, casi todo artículos de papelería. Una agenda en cuya tapa se veía un bellísimo Pierrot sentado sobre una luna menguante; un bolígrafo con estampado de flores y tinta perfumada de rosas; un estuche de tela que imitaba la parte superior de un pantalón con sus bolsillos y cremalleras, y un cuño con forma de corazón con tres cajitas de tinta de distintos colores.