La pizarra de la comisaría aparecía cubierta con un esquema de diagramas de Venn cuyo centro ocupaban las fotos de las tres chicas. Jonan repasaba una y otra vez los informes forenses mientras Amaia sorbía tragos diminutos de la taza que sostenía entre las manos, enlazadas en un ensayo de calidez, mientras observaba la pizarra de modo casi hipnótico, como si a fuerza de escrutar aquellos rostros, aquellas palabras, fuera a extraer de ellos un elixir, la viva esencia de las almas que faltaban tras los ojos muertos de las niñas.
—Inspectora Salazar —la interrumpió Iriarte. Al ver su sobresalto, él sonrió y Amaia pensó que era un tipo amable, con un despacho adornado con calendarios de vírgenes y una foto de su mujer y un par de chavales rubitos que sonreían abiertamente al objetivo y que habían heredado el pelo de su madre, porque Iriarte tenía poco, negro y muy fino.
—Tenemos el informe de toxicología de Anne. Cannabis y alcohol.
Amaia repasó sus notas en voz alta.
—Quince años, Juventudes Marianas Vicencianas, sobresalientes y notables. Equipo de baloncesto y club de ajedrez, carnet de la biblioteca. En su habitación: colcha rosa, ositos Pooh, corazones y libros de Danielle Steel. Algo no me cuadra —dijo alzando la mirada hacia Zabalza.
—A mí tampoco, así que esta mañana hemos hablado con un par de amigas de Anne, y tienen una versión bastante distinta. Anne vivía una doble vida para mantener contentos y engañados a sus padres. Según ellas, fumaba porros, bebía y en ocasiones caía algo más fuerte. Pasaba horas en grupos sociales de Internet y publicaba en la red fotos subidas de tono; según ellas, le encantaba enseñar las tetas por la webcam; leo textualmente: «Era una golfa disfrazada de santita, hasta el punto de mantener una relación con un hombre casado».
—¿Un casado? ¿Quién? Eso puede ser muy importante… ¿Qué más le han dicho?
—Dicen que no lo saben, o no lo quieren decir. Por lo visto la cosa duraba unos meses, pero ella lo iba a dejar; decía —leyó— «que el tío se estaba encoñando y que ya no era divertido».
—Por el amor de Dios, Iriarte, creo que hemos hallado la veta: ella no quería continuar y él la mata, quizá también mantuvo algún tipo de relación con Carla y Ainhoa…
—Puede que con Carla. Ainhoa era virgen, sólo tenía doce años.
—Quizá lo intentó y al recibir una negativa… Bueno, reconozco que está un poco traído por los pelos, pero podemos investigarlo; ¿sabemos al menos si es del pueblo?
—Las chicas dicen que casi seguro que sí, aunque también podría ser de una localidad cercana.
—Hay que encontrar a ese tío al que le van las jovencitas. Conseguid una orden para el ordenador y los diarios y apuntes que pueda haber en la casa de la chica, registrad también su taquilla en el instituto, llamad a los padres y pedidles permiso para hablar con todas las amigas menores, visitadles en sus casas… Y todo el mundo de civil, lo último que querría es levantar suspicacias entre los que deben colaborar. E, inspector —dijo mirando a Iriarte—, de momento ni una palabra a los padres de Anne, es evidente que no sabían nada de la doble vida de su hija.
Consultó su reloj.
—Dentro de tres horas quiero a todo el mundo en la iglesia y el cementerio, idéntico operativo que con Ainhoa. En cuanto terminéis allí quiero que os vengáis a comisaría, Jonan tiene un programa buenísimo de fotografía digital de gran resolución y en cuanto estén listas las imágenes os quiero aquí para una puesta en común. Jonan, mira a ver si puedes obtener algo del ordenador de Anne Arbizu, busca a fondo, me da igual si te lleva toda la noche.
—Claro, jefa, lo que haga falta.
—Por cierto, ¿cómo vas con los cazafantasmas de Huesca?
—Tengo una reunión con ellos esta tarde a las seis, cuando regresen del monte. Espero que para entonces puedan decirme algo.
—Yo también lo espero, ¿les has citado aquí?
—Bueno, lo insinué, pero por lo visto la doctora rusa es alérgica a las comisarías, o algo así, intentó explicármelo por teléfono y no me enteré de la mitad. Así que hemos quedado en el hotel en el que están alojados. El Baztán —leyó.
—Sé cuál es, procuraré pasarme por allí —dijo Amaia mientras lo apuntaba en su PDA.
Zabalza irrumpió en la sala trayendo en las manos varios pliegos de fax, que dejó sobre la mesa.
—Inspectora, están llamando desde Pamplona, varios medios están interesados en cubrir el entierro y el funeral, y aconsejan que hagamos un comunicado.
—Ése es el trabajo de Montes —dijo mirando a su alrededor—. ¿Se puede saber dónde cojones se ha metido?
—Llamó esta mañana para decir que no se encontraba bien y que se nos uniría en el cementerio.
Amaia resopló.
—Será posible… Por favor, el primero que lo vea que le diga que se presente urgentemente en el despacho del inspector Iriarte. Zabalza, consígame una cita con los padres de Anne hacia las cuatro de la tarde, si puede ser.
Había comenzado a llover una hora antes, y el aroma dulzón de las flores, junto a los abrigos mojados de los asistentes, tornaba el aire irrespirable en el interior de la iglesia. El sermón, un eco de los anteriores al que Amaia apenas prestó atención; quizá más asistentes, morbosos, curiosos y periodistas a los que el párroco había dejado entrar a condición de que no grabasen en el interior del templo. Otra vez las mismas escenas de dolor, los mismos llantos… Y algo nuevo, un clima especial de horror que parecía haberse extendido sobre los rostros de los asistentes al funeral como un velo, sutil, pero omnipresente. En las primeras filas, además de la familia, había un numeroso grupo de chicos y chicas muy jóvenes, seguramente compañeros de instituto de Anne. Algunas chicas se abrazaban entre sí y lloraban en silencio; la falta de energía que ya había visto en las amigas de Ainhoa se reflejaba también en esos rostros. Habían perdido ese brillo natural que poseen las caras de los jóvenes, ese aspecto de constante burla que otorga la certeza de no ir a morir jamás, de una muerte tras una vejez impensable, a mil años luz, que para estos adolescentes, en ese momento cruel, cobraba presencia real y palpable. Tenían miedo. Ese tipo de miedo que te deja inmóvil, que invita a ser invisible para que la muerte no te encuentre. La certeza, su proximidad, era perceptible como una fina capa de ceniza sobre sus rostros fatigados, como de ancianos silenciosos y contenidos. Nadie apartaba los ojos del ataúd de Anne, que, dispuesto frente al altar, brillaba de un modo hipnótico con las luces de los cirios que ardían a los lados, rodeado de flores blancas de novia virginal.
—Vámonos —susurró Amaia a Jonan—. Quiero estar en el cementerio antes de que comience a llegar la gente.
El cementerio de Elizondo estaba ubicado en una ligera pendiente en el barrio de Anzanborda, aunque llamar barrio a los tres caseríos que se divisaban desde la puerta del camposanto era bastante pretencioso. La inclinación apenas insinuada en la entrada se hacía más evidente a medida que se avanzaba entre las sepulturas. Amaia supuso que estaba pensado así para evitar que las frecuentes lluvias se estancasen en el interior de los sepulcros; muchas de las tumbas eran elevadas y estaban cerradas con profundos portales, aunque en la parte baja del cementerio había otras más humildes y tradicionales distinguidas con estelas discoidales que se enclavaban en la tierra. Esas tumbas trajeron a su memoria otros sepulcros elevados: los que había visto en Nueva Orleans, dos años atrás. Por aquel entonces había acudido a un intercambio de policías con la academia que el FBI tiene en Quantico, en Virginia, que incluía un simposio sobre perfiles criminales. El congreso se completaba con una visita a Nueva Orleans, donde se impartía parte del curso de trabajo de campo sobre identificación y encubrimiento, pues habían sido muchos los crímenes que habían quedado velados por el huracán Katrina, y numerosos los restos y evidencias que seguían apareciendo años después. A Amaia le sorprendió que, a pesar del tiempo transcurrido, la ciudad siguiese evidenciando las consecuencias del desastre y conservando a pesar de ello una majestuosidad decadente y lóbrega que recordaba al lujo marchito que acompaña a la muerte en algunas culturas. Uno de los policías que la acompañaba, el agente especial Dupree, la animó a seguir a la comitiva de uno de aquellos magníficos funerales en que una banda de jazz acompañaba al sepelio hasta el cementerio de Saint Louis.
—Aquí todas la tumbas están elevadas sobre el suelo para evitar que las cíclicas inundaciones desentierren a los muertos —explicó Dupree—. No es la primera vez que el mal nos visita; la última vez fue bajo el nombre de Katrina, pero ya ha venido muchas veces antes bajo otros nombres.
Amaia lo miró perpleja.
—Ya supongo que le resultará sorprendente oír a un agente del FBI hablar en estos términos pero, créame, ésta es la maldición de mi ciudad, aquí los muertos no pueden ser enterrados debido a que estamos seis pies por debajo del nivel del mar, así que los cadáveres son apilados en tumbas de piedra que pueden contener varias generaciones de familias enteras, y creo que es por eso, por no recibir cristiana sepultura, por lo que los muertos no descansan en Nueva Orleans. Es el único lugar de Estados Unidos donde los cementerios no se llaman cementerios sino ciudades de los muertos, como si los difuntos viviesen de algún modo aquí.
Amaia lo miró de hito en hito antes de hablar.
—En euskera cementerio se dice hilherria. Literalmente, «el pueblo de los muertos».
Él la miró sonriendo.
—Ya tenemos algo más en común: la cercanía con el pueblo francés, el encierro del siete de julio y el nombre de nuestros cementerios.
Amaia volvió a su presente. Puede que la idea de evitar inundaciones hubiera llevado a los pobladores de Elizondo a diseñar el nuevo cementerio así. El cementerio original se encontraba, como era tradición, rodeando la iglesia, que entonces estaba junto al ayuntamiento, en la plaza del pueblo, hasta que fue trasladada piedra a piedra y reconstruida en el lugar que ocupa actualmente. Lo mismo se hizo con el cementerio, que se trasladó al camino de los Alduides, a la altura de Anzanborda. En los anales sólo se recogía una mención que justificaba el cambio de ubicación del camposanto por «razones de salubridad», pero es fácil suponer que si una gran riada derribó la iglesia, arrastrando las piedras de una de sus torres tan lejos que fueron irrecuperables, también levantaría las tumbas que la rodeaban.
Del mismo modo que sobre las puertas de una ciudad se coloca un escudo con sus armas y sus valías, en la puerta del cementerio presidía una calavera que vigilaba desde sus cuencas vacías a los visitantes, avisándoles de que entraban en los dominios de aquel particular gobernador de la ciudad de los muertos. Había un solo ciprés justo a la derecha de la entrada, un poco más allá un sauce llorón y al otro extremo un haya. Un crucero se alzaba majestoso justo en el centro del camposanto, a sus pies se extendían cuatro caminos enlosados que dividían el cementerio en cuatro cuartos perfectos en los que se distribuían las sepulturas. La tumba de la familia Arbizu se encontraba justo donde comenzaba uno de los ramales; sobre el panteón reposaba un ángel que, indolente y con gesto aburrido, ajeno al dolor de los humanos, parecía observar a los enterradores que habían apartado la losa haciéndola rodar sobre unas barras de acero. Amaia se situó junto a Jonan, que parecía absorto en la base del crucero.
—Creía que los cruceros sólo se ponían en los cruces de caminos —apuntó ella.
—Pues se equivoca, jefa, el origen de los cruceros es tan antiguo como incierto, y a pesar de su innegable relación con el cristianismo, su colocación en los cruces de caminos parece obedecer más a la superstición y a las creencias que tienen que ver más con el inframundo que con el mundo de la superficie.
—Pero ¿no los colocaba la Iglesia?
—No necesariamente; la Iglesia más bien los cristianizó, para absorber una costumbre pagana que veían difícil erradicar. Desde antiguo, el lugar donde se cruzan los caminos se ha considerado un lugar de incertidumbre en el que confluían los hechos de tener que tomar una decisión respecto a qué camino seguir y a quién nos cruzaríamos, quién vendría por el otro camino. Imagine esto en plena noche, sin iluminación y sin señales que indiquen qué dirección elegir. El temor llegaba a tal punto que al llegar a un cruce la gente se detenía y permanecía durante un buen rato en el ramal por el que había venido, escuchando, aguzando los sentidos, intentando vislumbrar la presencia maligna de un ánima en pena. Existía la creencia profundamente arraigada de que los que habían muerto con violencia y los que les habían dado muerte no descansaban en paz y vagaban por los caminos buscando el lugar correcto al que dirigirse, donde ser vengados, o donde hallarían quien les ayudase a llevar su carga. Y un encuentro con una de estas fuerzas podía hacerte enfermar o enloquecer.
—Vale, lo del cruce de caminos lo entiendo, pero ¿aquí, en el cementerio?
—No mire este lugar como es ahora. Quizás antes de que se ubicase aquí el cementerio ya era un lugar de incertidumbre, quizá confluían tres o cuatro caminos; dos son evidentes, de Elizondo a Beartzun, pero quizá desde esta colina bajaba otro desde Etxaide, que ahora con las carreteras ha desaparecido del todo. Quizás había alguna necesidad de santificar el lugar.
—Jonan, es un camposanto, todo es tierra sagrada.
—Puede que haga referencia a un hecho anterior a la existencia del cementerio… También se ponían cruceros en los lugares donde se había cometido un acto repulsivo, para purificarlo: una muerte violenta, una violación, o también en los lugares de reunión de brujas; hay muchos por aquí. El crucero tiene la función doble de santificar el lugar y avisar de que se está en tierra incierta. O puede que fuera puesto en el cementerio dado su forma. Cuatro caminos —dijo indicando la disposición del lugar— perfectamente trazados que se juntan en el centro del cementerio, pero también bajo él, en el inframundo, por el que quizá pululen las almas atormentadas de los asesinos y sus víctimas.
Amaia observaba admirada al joven subinspector.
—Pero ¿en un camposanto habrían enterrado a asesinos? Creía que los excomulgaban y era obligado enterrarlos fuera del suelo sagrado.
—Sí, si se sabía. Pero si hoy en día quedan asesinatos impunes imagínese en el siglo XV. Un asesino en serie estaría en el paraíso, lo más probable es que sus crímenes le fueran imputados a cualquier analfabeto medio retrasado. Los cruceros se ponían por si acaso, más como defensa de lo oculto que de lo que estaba a la vista. Hay otra explicación que en este caso pierde fuerza, ya que éste se halla dentro del camposanto: hasta bien entrado el siglo XX no se permitía enterrar en suelo sagrado a los niños que habían muerto sin bautizarse, a las criaturas abortadas o a los muertos al nacer; esto presentaba un serio problema para las familias que querían darle algún tipo de protección a sus almas, pero se veían impedidos por la ley. En muchos casos, si la madre fallecía junto al bebé en el parto, la familia ocultaba a la criatura entre sus piernas para poder enterrarlos juntos. Se considera sagrado el lugar que ocupan la vara y el pedestal del crucero, y habiendo un vacío en cuanto a enterramientos se refiere, las familias salían en plena noche y enterraban a sus pequeños a los pies de las cruces; después grababan burdamente las iniciales o una pequeña crucecita en la base. Y eso era lo que yo buscaba, pero aquí no aparece ninguna.
—Bueno, en eso puedo darte yo una lección de antropología, si me lo permites. En el valle de Baztán los niños muertos sin bautizar se enterraban alrededor de la propia casa.
Amaia se inclinó y, al mirar hacia la entrada, creyó percibir una presencia entre los arbustos que formaban la valla del cementerio; se irguió, segura de haber reconocido unos rasgos familiares.
—¿Quién es? —preguntó Jonan a su espalda.
—Freddy, mi cuñado.
La cara demacrada se veía oscurecida por las profundas ojeras que rodeaban los ojos enrojecidos del hombre. Amaia dio un paso hacia la verja, pero el rostro desapareció entre el follaje. Y entonces comenzó a llover. Los innumerables paraguas y el afán de los parroquianos por ocultarse bajo ellos dificultó enormemente la labor de grabar el entierro. Amaia localizó a Montes apostado cerca de los padres de Anne. Él la saludo con un gesto y pareció que iba a decir algo, pero ella le indicó que se callara.
Los padres de Anne Arbizu tenían edad para ser sus abuelos. Anne les llegó cuando parecía que ya no había esperanza para la adopción, y desde entonces se había convertido en el centro de sus vidas. La madre, evidentemente drogada, no lloraba, se mantenía erguida y casi sostenía a otra mujer, quizá su cuñada. Amaia las conocía desde pequeña, aunque no estaba segura del parentesco. La protegía con su brazo mientras miraba al vacío en algún punto entre el ataúd de su hija y la fosa abierta en la tierra. El padre sí lloraba. Adelantado unos pasos, se inclinaba hacia delante sin dejar de acariciar el ataúd, como si temiera perder el único nexo que le unía a su hija y rechazando con brusquedad las manos que venían en su ayuda y los paraguas que en vano intentaban guarecerle de la lluvia que le empapaba el rostro mezclándose con sus lágrimas. Cuando comenzaron a bajar la caja y perdió el contacto con la madera mojada, se derrumbó como un árbol al que le hubieran talado la base, desmayado sobre los charcos que se habían formado en el firme de gravilla.
Fue el gesto lo que le tocó el alma, la resistencia de aquel padre a soltar a su hija de la mano simbólica que era su ataúd. Esa muestra de amor intensísimo fue suficiente para derribar las barreras tras las que, como policía de homicidios, debía salvaguardar sus propios sentimientos. Y fue la mano del padre, en aquel gesto que secretamente envidiaba de otros padres, lo que rompió el dique de sus emociones y, a través de la profunda brecha que abrió, se desbordó un océano de temor, ansiedad y deseo incumplido de ser madre. Asolada por la oleada de sentimientos, Amaia retrocedió unos pasos y se dirigió hacia el crucero intentando disimular su zozobra. La mano. Ése era el vínculo. A pesar de que llevaba años intentando quedar embarazada, no sentía esa especial atracción hacia los bebés pequeños que había visto en amigas o en sus propias hermanas, no se le iban los ojos tras los bebés que las madres sostenían entre sus brazos. Pero era consciente del privilegio del que se la privaba cuando veía a una madre que caminaba junto a su hijo llevándole de la mano. La protección y la confianza que encerraba ese gesto íntimo era para ella superior a cualquier otro que pudiera darse entre dos seres humanos y simbolizaba en cada pareja de pequeñas manos acunadas en otras más fuertes todo el amor, la entrega y la confianza que para ella suponía la maternidad que no llegaba, que quizá nunca llegaría, despojándola para siempre del honor de llevar a su hijo de la mano. Una maternidad con la que quería compensar en otro ser humano, sangre de su sangre, la infancia feliz que ella no tuvo, la ausencia de amor que siempre sintió en una madre torturada. La suya.