Engrasi deshizo el hatillo y le entregó la baraja a Rosaura para que la barajase.
—¿Queréis que salgamos? —preguntó Amaia.
—No, no, quedaos, tardaremos apenas diez minutos y cenaremos enseguida. Será una consulta corta.
—Bueno, me refería a que quizá tengas que dedicarle tiempo.
—No será necesario. Rosaura echa las cartas tan bien como yo, pronto podrá hacerlo sola. La verdad es que no me necesita para la interpretación, pero ya sabes que no debe echárselas uno mismo.
Amaia se extrañó.
—Ros, no sabía que supieras echar las cartas.
—No hace mucho que comencé a practicar; parece que últimamente en mi vida todo es nuevo, nada desde hace mucho…
—No sé de qué te sorprendes, todas mis sobrinas tenéis el don para echar las cartas, incluso Flora podría echarlas bien, pero sobre todo tú… Siempre te lo he dicho, serías una echadora buenísima.
—¿Es eso verdad? —preguntó James, interesado.
—No es verdad —apuntó Amaia.
—Claro que sí, cariño, tu mujer es una receptora natural, al igual que sus hermanas; todas son sumamente perceptivas, sólo tienen que encontrar el vehículo adecuado con el que alcanzar su clarividencia, y Amaia es la que lo tiene más desarrollado… Mira si no qué trabajo ha ido a elegir, uno en el que además de método, pruebas y datos, desempeña un papel importantísimo la percepción, la capacidad para vislumbrar lo que está oculto.
—Yo diría que es sentido común y una ciencia llamada criminología.
—Sí, y un sexto sentido que funciona cuando eres una buena receptora. Tener a alguien sentado enfrente y decidir que está sufriendo, que está mintiendo, que oculta algo, que se siente culpable, atormentado, sucio o por encima de los demás, es tan común para mí en mi consulta como para ti en un interrogatorio, la diferencia es que a mí llegan voluntariamente y a ti no.
—Tiene lógica —apuntó James—. Quizá terminaste siendo policía porque eres una receptora natural, como dice tu tía.
—Es como digo —sentenció Engrasi.
Ros entregó el mazo ya barajado a la tía y ésta comenzó a extraer cartas de la parte superior mientras disponía un círculo componiendo la echada clásica de doce naipes conocida como el mundo, en que la carta que ocupa las doce en el reloj simboliza al consultante… No dijo una sola palabra, se quedó mirando fijamente a Ros, que observaba las cartas absorta.
—Podríamos profundizar más en esto —dijo tocando una de ellas.
La tía, que había permanecido expectante, sonrió satisfecha.
—Claro —dijo recogiendo las cartas y uniéndolas al resto de la baraja. Las tendió de nuevo a Ros, que las mezcló rápidamente y las depositó sobre la mesa. Engrasi las dispuso esta vez formando la cruz, una echada corta con seis cartas que puede llegar a extenderse hasta diez y es más adecuada para responder una cuestión más concreta. Cuando las hubo vuelto todas hacia arriba compuso una sonrisa a medias, entre la confirmación y el hastío, y apuntando con uno de sus finos dedos sentenció:
—Aquí la tienes.
—Joder —susurró Rosaura.
—Jodamos, hijita, más claro agua.
James las había estado observando entre divertido y tenso, como un niño que visita la casa de los horrores de una feria ambulante. Mientras ellas disponían los naipes se había inclinado hacia Amaia para preguntar en voz baja:
—¿Por qué no debe echarse las cartas uno mismo?
—Es lógico que no seas tan objetivo cuando has de percibir sobre ti mismo. Los temores, los deseos, los prejuicios pueden nublar el buen juicio. También dicen que trae mala suerte y atrae al mal.
—Pues eso también es común a la investigación policial, porque un detective no debe investigar un caso que le toque directamente.
Amaia no respondió; no valía la pena discutir con James, sabía que el hecho de que su tía echara las cartas le fascinaba. Desde el primer día había aceptado este hecho, que podía calificarse como «algo peculiar», una especie de honor familiar, como si en lugar de echar las cartas hubiera sido una conocida cantante de coplas o una vieja actriz retirada. Ella misma, al verlas echando las cartas en silencio, había tenido la sensación de haber sido privada de algo valioso que sólo ellas compartían, y en un momento se sintió tan excluida como si la hubieran hecho salir de la habitación. Los comunes gestos de entendimiento, un conocimiento que sólo ellas compartían y que sin embargo a ella le estaba vedado. Aunque no siempre había sido así.
—Eso es todo —dijo Rosaura.
Engrasi recogió la baraja, la dispuso en el centro del pañuelo de seda, la envolvió cuidadosamente anudando después los extremos hasta formar un prieto paquetito y lo puso en su lugar tras la puerta de cristal.
—Ahora cenaremos —anunció.
—Me muero de hambre —dijo James en tono festivo.
—Tú siempre estás muerto de hambre —rió Amaia—. Por Dios que no sé dónde lo metes.
Él se entretenía poniendo la mesa y, cuando Amaia pasó a su lado llevando unos platos, se inclinó para decirle:
—Después, en privado, te explicaré con detalle dónde meto todo lo que como.
—Sssshh —le indicó ella poniendo un dedo sobre sus labios mientras miraba a la cocina.
Engrasi regresó trayendo una botella de vino y se sentaron a cenar.
—Este asado está delicioso, tía —dijo Rosaura.
—Casi he tenido que echar a Jonan a empujones, ha venido a traerme un informe y mientras hablábamos no quitaba los ojos de la bandeja… Hasta ha hecho un comentario a propósito de que ya no se cena así —añadió Amaia sirviéndose una copa de vino.
—Pobre chico —dijo Engrasi—. ¿Por qué no le has invitado a quedarse? Tenemos asado de sobra, y ese chico me cae muy bien. Es historiador, ¿no?
—Es antropólogo y arqueólogo —apuntó James.
—Y policía —remató Rosaura.
—Sí, y muy bueno. Aún le falta experiencia y sus enfoques están siempre influidos por su carrera, pero resulta muy interesante trabajar con él. Además, tiene una educación exquisita.
—Muy distinto a Fermín Montes —dejó caer la tía Engrasi.
—Fermín… —suspiró Amaia exhalando todo el aire de sus pulmones.
—¿Te causa problemas?
—Si al menos apareciera para causármelos… Todo el mundo está muy raro últimamente, como si estuvieran afectados por una tormenta solar que les cortocircuitara el sentido común. No sé si es el invierno, que empieza a ser demasiado largo, o este caso… Todo es tan…
—Es complicado, ¿verdad? —dijo la tía mirándola preocupada.
—Bueno, ha ido todo muy rápido, en apenas unos días dos asesinatos… Bueno, ya sabéis que no puedo revelar datos, pero los resultados de los análisis son muy confusos; incluso hay alguna teoría que apunta a la presencia de un oso en el valle.
—Sí, eso dice el periódico —señaló Rosaura.
—Tengo a unos expertos investigando, pero los guardabosques no creen que sea un oso.
—Yo tampoco lo creo —dijo Engrasi—. Hace siglos que no hay osos en el valle.
—Ah, pero creen que hay algo…, algo grande.
—¿Un animal? —preguntó Ros.
—Un basajaun. Incluso uno de ellos afirma haber visto a uno hace unos años. ¿Qué os parece?
Rosaura sonrió.
—Pues hay más gente que afirma haberlos visto.
—Sí, en el siglo XVIII, pero ¿en el 2012? —dudó Amaia.
—Un basajaun… ¿Qué es?, ¿una especie de genio del bosque? —se interesó James.
—No, no, un basajaun es una criatura real, un homínido que mide unos dos metros y medio de alto, con anchas espaldas, una larga melena y bastante pelo por todo el cuerpo. Habita en los bosques, de los que forma parte y en los que actúa como entidad protectora. Según las leyendas, cuidan de que el equilibrio del bosque se mantenga intacto. Y aunque no se prodiga demasiado, solía ser amistoso con los humanos. Por la noche, mientras los pastores dormían, el basajaun vigilaba las ovejas desde la distancia y, si se acercaba el lobo, despertaba a los pastores con fuertes silbidos que componían todo un idioma y eran audibles a varios kilómetros de distancia. También solían avisarlos desde los cerros más altos cuando se aproximaba una tormenta, para que los pastores tuvieran tiempo de poner el rebaño a salvo en las cuevas cercanas. Y los pastores se lo agradecían dejando sobre una roca o en la entrada de una cueva algo de pan, queso, nueces o leche de las mismas ovejas, ya que el basajaun no come carne —explicaba Ros.
—Es fascinante —dijo James—. Cuéntame más.
—También hay un genio, como los que aparecen en los cuentos de Las mil y una noches, poderoso, caprichoso y terrible, que además es femenino y se llama Mari. Ella vive en las cuevas y en los riscos, siempre en lo alto de los montes. Mari aparece mucho antes del cristianismo, simboliza la madre naturaleza y el poder telúrico. Es la que protege las cosechas y los partos del ganado, y la que propicia la fecundidad no sólo de la tierra y el ganado, sino también de las familias. Un genio, una señora de la naturaleza y, para algunos, un espíritu telúrico y antojadizo capaz de tomar cualquier forma de la naturaleza, una roca, una rama, un árbol, que siempre recuerdan un poco a su forma de mujer, la forma que más le gusta: la de una dama hermosa y elegantemente vestida, como una reina. Así se presenta, y nunca sabes que es ella hasta que se ha ido.
James sonreía encantado y Ros continuó.
—Tiene muchas casas, se desplaza volando desde Aia hasta Amboto, desde Txindoki hasta aquí. Vive en lugares que por fuera parecen peñas, riscos o cuevas, pero que a través de pasadizos secretos conducen a sus aposentos, lujosos y majestuosos, repletos de riquezas. Si quieres un favor de ella, debes ir hasta la entrada de su cueva y depositar allí una ofrenda. Y si lo que quieres es tener un hijo, hay un lugar con una roca en forma de dama en la que Mari a veces se encarna para vigilar el camino. Debes ir hasta allí y poner sobre la roca un canto que habrás llevado contigo desde la puerta de tu casa. Después de depositar tu ofrenda debes alejarte sin volverte, caminando hacia atrás hasta que no puedas ver la roca o la entrada de la cueva. Es una historia preciosa.
—Sí que lo es —musitó James, todavía influido por la atmósfera mágica.
—Mitología —puntualizó, escéptica, Amaia.
—No olvides, hermana, que la mitología está basada en creencias que han perdurado durante siglos.
—Sólo para paletos crédulos.
—Amaia, no puedo creerme que hables así. La mitología vasco-navarra está recogida en documentos y tratados tan prestigiosos como los del padre Barandiaran, que no era precisamente un paleto crédulo sino un acreditado antropólogo. Y algunas de esas costumbres antiguas han perdurado hasta nuestros días. Hay una iglesia en el sur de Navarra, en Ujué, a la que las mujeres que quieren ser madres peregrinan con una piedra que llevan desde su casa; allí la depositan sobre un gran montón de guijarros y le rezan a la Virgen del lugar, pues el hecho es que hay datos de que las mujeres ya peregrinaban a ese mismo lugar antes de levantarse la ermita y por aquel entonces arrojaban la piedra a una gruta natural, una especie de pozo o mina muy profunda. Es famosa la eficacia del ritual. Dime, ¿qué tiene de católico, de cristiano o de lógico llevar una piedra desde tu casa y pedirle a la señora que te dé un hijo? Muy probablemente la Iglesia católica, ante la imposibilidad de acabar con ese tipo de costumbres tan arraigadas en la población, decidió que era mejor poner allí una ermita y convertir un rito pagano en católico, como ya se había hecho con los solsticios en San Juan y Navidad.
—Que Barandiaran las recogiera sólo significa que estaban muy extendidas, no que fueran ciertas —rebatió Amaia.
—Pero, Amaia, ¿qué es lo que importa realmente, que algo sea cierto o que tantas personas lo creyesen?
—Historias de pueblo, destinadas a desaparecer. ¿Acaso crees que en la era del móvil e Internet alguien va a darle a esas bonitas historias, lo reconozco, alguna credibilidad?
Engrasi tosió levemente.
—No pretendo ofenderte, tía —dijo Amaia como queriéndose hacer perdonar.
—La fe escasea en estos tiempos de tecnología. Y dime de qué sirve todo eso para evitar que un monstruo asesine niñas y tire sus cuerpos al lecho del río. Créeme, Amaia, el mundo no ha cambiado tanto, sigue siendo un lugar a veces oscuro, en el que los espíritus malignos rondan nuestro corazón, en el que el mar sigue tragándose navíos enteros sin que nadie pueda encontrar ni rastro, y sigue habiendo mujeres que ruegan por concebir. Mientras haya oscuridad habrá esperanza, y esas creencias seguirán teniendo valor y formando parte de nuestra vida. Trazamos una cruz sobre la masa del pan, o ponemos una eguzkilore[14] en la puerta para proteger la casa del mal; algunos ponen una herradura, los granjeros alemanes pintan los graneros de rojo y trazan estrellas sobre ellos. Llevamos los animales a san Antón, o pedimos a san Blas que nos libre del catarro… Ahora puede parecer una tontería, pero a principios del siglo pasado una epidemia de gripe diezmó Europa, y su origen estaba aquí. Y el invierno pasado, ante la alarma que se generó con la gripe A, los gobiernos se gastaron millones en vacunas inútiles. Siempre hemos pedido protección y ayuda cuando estábamos más a merced de las fuerzas de la naturaleza y hasta hace poco parecía indispensable vivir en comunión con ella, con Mari o con los santos y vírgenes que llegaron con el cristianismo. Pero cuando llegan tiempos oscuros las viejas fórmulas siguen funcionando. Como cuando se va la luz y calientas la leche en el hogar en un cazo de metal en vez de utilizar el microondas. ¿Engorroso? ¿Complicado? Puede, pero funciona.
Amaia permaneció un instante en silencio, como si asimilara lo que acababa de oír.
—Tía, entiendo lo que quieres decirme, pero aun así me cuesta mucho creer que alguien camine hasta una cueva o una roca para pedirle a un genio que le conceda tener un hijo. Creo que cualquier mujer con dos dedos de frente se buscaría un buen semental.
—¿Y si eso falla?
—Un especialista en reproducción —dijo James mirando a Amaia fijamente.
—¿Y si eso falla? —preguntó Engrasi.
—Supongo que entonces queda la esperanza… —se rindió Amaia.
La tía asintió sonriendo.
—Me gustaría visitar ese lugar —dijo James—. ¿Está cerca?, ¿podrías llevarme?
—Claro —respondió Ros—, podemos ir mañana si no llueve, ¿te animas, tía?
—Ya me perdonaréis, id vosotros, yo ya no estoy para esos trotes. El lugar está cerca de donde apareció esa chica, Carla. Tú también deberías verlo, Amaia, aunque sólo sea por curiosidad.
James la miró esperando su respuesta.
—Mañana es el funeral por Anne Arbizu, también tengo que ver a Flora y… —se acordó de algo, sacó el móvil y marcó el número de Montes. Contestó el servicio de telefonía, que invitaba a dejar un mensaje de voz que se convertiría en texto.
—Montes, llámame, soy Salazar. Amaia —puntualizó, recordando que sus hermanas también eran Salazar.
Ros se despidió y se alejó hacia la escalera, y James besó a tía Engrasi y rodeó a su mujer por la cintura.
—Será mejor que vayamos a acostarnos.
La tía no se movió de su lugar.
—James, espérala arriba. Amaia, quédate, por favor, quiero contarte algo. Apaga esa luz, que me deja ciega, pon un par de chupitos de orujo de café y siéntate aquí, frente a mí. Y no me interrumpas. —Miró a su sobrina a los ojos y comenzó a hablar—. La semana en que cumplí dieciséis años vi a un basajaun en el bosque. Iba cada día allí a recoger leña hasta que anochecía: eran tiempos muy duros, había que recoger la suficiente para los hornos del obrador, para la chimenea de casa y para vender. A veces tenía que cargar con tanto peso que la frustración por mi falta de fuerzas me hizo arrojar la carga a un lado del sendero y, tendida en el suelo, me puse a llorar de puro agotamiento. Después de llorar un rato me quedé en silencio tumbada entre los haces de leña preguntándome cómo iba a conseguir llevarlos hasta el pueblo. Entonces lo oí. Al principio pensé que se trataba de un ciervo, que son muy sigilosos, no como los jabalíes, que siempre van montando un escándalo de todos los demonios. Levanté la cabeza por encima del fardo de leña y lo vi. Primero pensé que era un hombre, el hombre más alto que había visto en mi vida; llevaba el torso desnudo y muy velludo, y una melena larguísima que le cubría toda la espalda. Raspaba con un palito la corteza de un árbol y recogía los trozos con unos dedos largos y hábiles llevándoselos a la boca como si se tratase de una exquisitez. De pronto se volvió y olisqueó el aire como haría un conejo. Tuve la absoluta seguridad de que supo que yo estaba cerca. Con el tiempo, cuando pensé con calma, llegué a la conclusión de que conocía perfectamente mi olor, un olor que ya formaba parte del bosque, porque yo me pasaba la vida allí. Salía hacia el monte por la mañana en cuanto despejaba la niebla, trabajaba hasta mediodía. Paraba un rato para comer con mis hermanas la comida caliente que mi madre nos traía a mediodía, ella se llevaba con mi hermana mayor los haces que habíamos reunido por la mañana en un borriquillo que teníamos, y yo continuaba trabajando un par de horas más o hasta que comenzaba a anochecer. Mi olor debía de formar parte de aquella zona del bosque tanto como el de cualquier animalillo, incluso teníamos un cagadero más o menos definido donde íbamos cuando lo necesitábamos, más que nada por evitar ir pisando mierdas por el bosque mientras buscábamos leña. Así que el basajaun olisqueó el aire, me reconoció y continuó con lo suyo como si nada, aunque en un par de ocasiones volvió la cabeza inquieto, como si esperase encontrar algo a su espalda. Permaneció allí unos minutos más y después se alejó lentamente, deteniéndose de vez en cuando a rascar pequeños trozos de corteza y de líquenes de los árboles. Me puse en pie y cargué con los haces de leña con fuerzas que saqué de no sé dónde, aunque sé que no fue del pánico; estaba asustada, sí, pero más como alguien que ha presenciado un prodigio del que no es merecedor que como una niña que ha visto al coco en el bosque. Sólo sé que al llegar a casa estaba pálida como si hubiera metido la cara en un plato de harina y tenía el pelo pegado a la cabeza por un sudor frío y gelatinoso que consiguió asustar a tu abuela, que me metió en la cama y me hizo tomar infusiones de pasmo belarra hasta que tuve la garganta como una alpargata de esparto. En casa no dije nada, creo que porque sabía que lo que había visto era de índole distinta a lo que mis padres podían llegar a admitir, aunque tenía claro lo que era. Sabía que era un basajaun: como todos los niños del Baztán, había escuchado contar muchas veces las historias de los basajaunes y de los otros seres, algunos mágicos, que vivían en el bosque desde mucho antes de que los hombres fundaran Elizondo junto a la iglesia. El siguiente domingo, durante las confesiones, se lo conté al cura que había entonces, un jesuita cafre de mucho cuidado, don Serafín se llamaba. Y te aseguro que de criatura angelical tenía bien poco: me llamó mentirosa, embustera y desgraciada, y como aun así no le pareció suficiente, salió del confesionario y me dio un coscorrón con los nudillos que me hizo saltar las lágrimas. Después me largó un sermón sobre los peligros de inventarse cuentos semejantes, me prohibió volver a mencionar aquel tema ni siquiera con mi familia y me impuso una penitencia de padrenuestros, avemarías, credos y yo pecadores que me llevó semanas cumplir, así que no se me ocurrió volver a contarlo nunca más. Cuando iba al bosque a recoger leña hacía tanto ruido que espantaba a cualquier bicho viviente en dos kilómetros a la redonda, cantaba el Te Deum en latín y a voz en grito y cuando regresaba a casa casi siempre estaba afónica. Nunca volví a ver al basajaun, aunque muchas veces creí distinguir las huellas de su paso; es cierto que también podrían haber sido de ciervos o de osos, que entonces los había, pero siempre supe que mi canto era para él una señal, que con sólo oírlo se alejaría, que conocía mi presencia, la aceptaba y la rehuía como yo la suya.
Amaia observó el rostro de Engrasi. Cuando ésta terminó de hablar, se quedó mirando a su sobrina con aquellos ojos azules que habían sido de un azul tan intenso como los suyos, y que ahora aparecían desvaídos como zafiros gastados, aunque conservaban el brillo de la astucia de una mente sagaz y despierta.
—Tía —comenzó—, no es que no crea que fue así como lo viviste y como lo recuerdas, pero tienes que reconocer, y no lo digo peyorativamente, que tú siempre has tenido mucha imaginación, y no me malinterpretes, ya sabes que opino que eso no tiene nada de malo… Pero has de entender que me encuentro en mitad de una investigación por asesinato y he de verlo como una investigadora…
—Tienes un magnífico criterio —apuntó ella.
—¿Te has planteado —continuó Amaia— la posibilidad de que lo que viste no fuera un basajaun, sino otra cosa? Hay que tener en cuenta que las chicas de tu generación no estaban influenciadas por la televisión e Internet como las de ahora, y sin embargo, en esta zona y en los medios rurales en general, abundaban las leyendas de este tipo. Míralo desde mi punto de vista. Adolescente premenstrual, sola todo el día en el bosque, agotada y medio deshidratada por el esfuerzo físico, llorando hasta quedar extenuada, puede que incluso hasta quedar dormida. Pareces una candidata a una aparición mariana en el Medievo o a una abducción extraterrestre en los setenta.
—No lo soñé, estaba tan despierta como ahora mismo y lo vi como te veo a ti. Pero, bueno, cuando me decidí a contártelo ya esperaba esta reacción.
Amaia la miró con complicidad y Engrasi sonrió a su vez mostrando las piezas perfectas de su dentadura postiza, que la inspectora no sabía por qué siempre le causaban risa y una intensa oleada de amor hacia ella. Sin dejar de sonreír, su tía la apuntó con un dedo blanco y huesudo lleno de anillos.
—Sí, señora, lo sabía, por eso, porque sé de sobra cómo funciona esa cabecita tuya, tengo para ti otro testigo.
Su sobrina la miró, suspicaz.
—¿Quién, una de tus colegas de póquer de la alegre pandilla?
—Calla, descreída, y escucha. Hace seis años, una tarde de invierno después de salir de misa, encontré esperándome en el portal a Carlos Vallejo.
—Carlos Vallejo, ¿mi profesor del instituto? —A pesar de que hacía años que no le veía, la imagen de don Carlos Vallejo acudió a su mente fresca como si acabase de estar con él. Sus trajes de mezclilla perfectamente cortados, su libro de matemáticas bajo el brazo, el bigote siempre arreglado, el cabello cano y abundante que se peinaba hacia atrás con brillantina y el penetrante olor a loción para después del afeitado.
—Sí, señorita —sonrió Engrasi al ver crecer su interés—. Traía puesta ropa de caza completamente empapada y sucia de barro, y aún tenía consigo su escopeta metida en la funda de cuero. Me llamó la atención, porque como te he dicho era invierno, y anochecía temprano, no eran horas para volver de caza, la ropa mojada a pesar de que no había llovido en los últimos días y sobre todo su rostro, pálido y demudado como si le hubieran desdibujado los rasgos a fuerza de lavarlos con agua helada. Yo sabía que era muy aficionado a la caza, alguna vez me lo había cruzado en su coche regresando del monte a media mañana, pero jamás vestía prendas de caza por el pueblo… De hecho ya sabes cómo le han llamado siempre.
—El dandi —musitó Amaia.
—El dandi, sí, señora… Pues el dandi traía barro en los pantalones y en las botas, y cuando le puse una taza de manzanilla en las manos vi que las tenía cubiertas de rasguños y las uñas más negras que las de un carbonero. Esperé a que arrancase a hablar, es lo que da mejor resultado.
Amaia asintió.
—Él permaneció silencioso largo rato con la mirada perdida en el fondo de la taza; después, dio un largo trago, me miró a los ojos y me dijo con toda la elegancia y educación de la que siempre ha hecho gala: «Engrasi, espero que puedas disculparme por presentarme así en tu casa». Miró a su alrededor como si sólo entonces se diera cuenta de dónde estaba realmente. «En todos los años que hace que te conozco nunca había venido a tu casa». Supe que quería decir «Tu consulta». Yo asentí lentamente esperando a que prosiguiese.
»“Supongo que te sorprenderá mi visita, pero es que no sabía adónde ir, y pensé que tú, quizá…”. Le animé a seguir hasta que me lo dijo: “Esta mañana en el bosque he visto un basajaun”.