Hacía años que la alegre pandilla se reunía para jugar al póquer en las tardes de invierno. Con más de setenta años a sus espaldas, la más joven del grupo era Engrasi y la mayor Josepa, que rondaba los ochenta. Engrasi y otras tres eran viudas, sólo dos de las mujeres del grupo conservaban a sus esposos. El de Anastasia se mostraba temeroso del frío del Baztán y se negaba a salir de casa en los meses de invierno, y el de Miren estaría haciendo la ronda por las tabernas tomando txikitos[13] con su cuadrilla.
Cuando se levantaban de la mesa de juego y se despedían hasta el día siguiente, dejaban en la estancia una sensación de energía vibrante, como si se aproximara una de esas tormentas que no llega a estallar pero que son capaces de erizarte todos los pelos del cuerpo con su electricidad estática. A Amaia le gustaban las chicas, le gustaban mucho, porque tenían esa presencia y encanto del que ya está de vuelta y le ha gustado el viaje. Le constaba que no todas habían tenido vidas fáciles. Enfermedades, maridos muertos, abortos, hijos díscolos, problemas de familia y, sin embargo, habían dejado atrás cualquier tipo de resentimiento y rencor contra la vida y llegaban cada día tan alegres como adolescentes en una verbena, tan sabias como reinas de Egipto. Si con suerte llegaba a ser una anciana algún día, le gustaría ser así, como ellas, independientes y a la vez tan arraigadas a sus orígenes, enérgicas y vitales, desprendiendo esa sensación de triunfo sobre la vida que produce ver a uno de esos hombres y mujeres ancianos que viven sacando partido a cada día sin pensar en la muerte. O quizá pensando en ella para robarle otro día, otra hora.
Después de recoger sus bolsos y fulares, después de haber reclamado el derecho a la revancha para el día siguiente y de haber repartido besos, achuchones y apreciaciones sobre lo buen mozo que era James, se fueron al fin dejando en la sala la energía blanca y negra de un aquelarre.
—Viejas brujas —musitó Amaia sin dejar de sonreír.
Bajó la mirada hasta el sobre que sostenía aún en la mano y la sonrisa se esfumó de su rostro. Piel de cabra, pensó. Elevó los ojos, halló la mirada inquisitiva de James e intentó sonreír sin conseguirlo del todo.
—Amaia, han llamado de la clínica Lenox, quieren saber si acudiremos a la cita de esta semana o tendremos que aplazarla de nuevo.
—Oh, James, sabes que ahora no puedo pensar en eso, bastantes preocupaciones tengo.
Él compuso un gesto de disgusto.
—Pero de cualquier modo, algo tenemos que decirles, no podemos aplazarlo eternamente.
Ella percibió el disgusto en su voz y se volvió hacia él tomándole de la mano.
—No será eternamente, James, pero ahora no puedo pensar en eso, de verdad que no.
—No puedes, ¿o no quieres? —preguntó él soltándose de su mano con un gesto de rechazo del que pareció arrepentirse inmediatamente. Fijó su mirada en el sobre que ella sostenía—. Lo siento. ¿Puedo ayudarte en algo?
Miró de nuevo el sobre y a su marido.
—Oh, no, es sólo un rompecabezas que hay que resolver, pero no ahora. Prepárame un café, ven a mi lado y cuéntame qué has hecho durante todo el día.
—Te lo contaré pero sin café, ya se te ve bastante alterada sin cafeína. Te haré una infusión.
Se sentó junto al fuego en uno de los sillones orejeros que había frente al hogar. Deslizó el sobre en el costado mientras escuchaba a tía Engrasi ocupada en la cocina charlando con James. Posó la mirada en las llamas que bailaban lamiendo un tronco y cuando James le tendió la taza de humeante infusión supo que había perdido unos minutos en el hipnótico calor del fuego.
—Parece que ya no me necesitas para relajarte —exclamó James haciendo un mohín.
Se volvió hacia él sonriendo.
—Siempre te necesito, para relajarme y para otras cosas… Es el fuego… —dijo mirando alrededor— y esta casa. Siempre me he sentido bien aquí, recuerdo que cuando era pequeña venía a refugiarme aquí cuando discutía con mi madre, que era bastante a menudo. Me sentaba frente al fuego y me quedaba mirándolo hasta que me ardían las mejillas o me quedaba dormida.
James le posó una mano sobre la cabeza y la deslizó muy despacio hasta la nuca, soltó la goma que sujetaba el cabello y esparció el pelo abriéndolo como un abanico hasta más abajo de los hombros.
—Siempre me he sentido bien en esta casa, como si éste fuera mi verdadero hogar. Cuando tenía ocho años incluso fantaseaba con la idea de que Engrasi fuera mi verdadera madre.
—Nunca me lo habías contado.
—No, hacía mucho tiempo que no pensaba en ello; además, es una parte de mi pasado que no me gusta. Y al estar aquí otra vez, todas esas sensaciones parecen revivir, tomar cuerpo de nuevo, como fantasmas resucitados. Además, este caso —suspiró— me tiene muy preocupada…
—Le cogerás, estoy seguro.
—Yo también lo estoy. Pero ahora no quiero hablar del caso, necesito un paréntesis. Cuéntame qué has hecho mientras yo estaba fuera.
—He dado un paseo por el pueblo, he comprado ese delicioso pan que venden en la panadería de la calle Santiago, esa que hace esas magdalenas tan buenas. Después he llevado a tu tía al supermercado de las afueras, hemos comprado comida para un regimiento, hemos comido unas alubias negras buenísimas en un bar de Gartzain y por la tarde he acompañado a tu hermana Ros a su casa para que recogiera unas cosas. Tengo el coche lleno de cajas de cartón repletas de ropa y papeles, pero hasta que no llegue Ros no sé qué hacer con ellas, no sé dónde quiere que las ponga.
—¿Y dónde está Ros ahora?
—Bueno, ésa es la parte que no te va a gustar. Freddy estaba en la casa. Cuando entramos estaba tumbado en el sofá rodeado de latas de cerveza y con aspecto de no haberse duchado en varios días. Tenía los ojos rojos e hinchados y moqueaba envuelto en una manta y rodeado de pañuelos de papel usados; al principio pensé que tenía la gripe, pero luego me di cuenta de que había estado llorando. El resto de la casa estaba igual, hecho una pocilga, y olía como si lo fuera, créeme. Yo he esperado junto a la puerta y al verme no ha puesto muy buena cara, pero me ha saludado; después tu hermana ha comenzado a recoger ropa, papeles… Él parecía un perro apaleado siguiéndola de una estancia a otra. Les he oído cuchichear y, cuando ya tenía el coche cargado, Ros me ha dicho que iba a quedarse un rato, que tenía que hablar con él.
—No debiste dejarla sola.
—Sabía que ibas a decirme eso, pero ¿qué podía hacer, Amaia? Ella insistió, y la verdad es que él tenía una actitud que no parecía en absoluto amenazadora, más bien todo lo contrario, estaba apocado y enfurruñado como un crío pequeño.
—Como el crío malcriado que es —apuntó ella—. Pero no hay que fiarse, muchos casos de agresión se producen en el momento en que la mujer comunica el fin de la relación. Romper con esas sabandijas no es fácil. Suelen resistirse con ruegos, llantos y súplicas, porque saben perfectamente que sin ellas no son nada. Y si todo eso no funciona llega la agresión, por eso no debe dejarse sola a una mujer cuando va a romper con el garrapata de turno.
—Si hubiera visto algún signo de chulería no la habría dejado, y de hecho dudé, pero ella me aseguró que estaría bien y que regresaría a casa para cenar.
Amaia consultó el reloj. En casa de Engrasi se cenaba hacia las once.
—No te preocupes, si en media hora no está aquí paso a buscarla, ¿de acuerdo?
Asintió apretando los labios. Percibieron el ruido de la puerta casi a la vez que el frío intenso de la calle, que penetró en la casa a la vez que Ros. La oyeron trastear en el recibidor presintiendo que se demoraba colgando su abrigo más tiempo del necesario y, cuando por fin entró al salón, su rostro apareció demudado, oscuro y ceniciento, pero sereno, como cuando se asume el dolor. Saludó a James, y Amaia percibió un leve temblor en su mejilla cuando Ros se inclinó a besarla. Después se dirigió al aparador, tomó un paquetito envuelto en seda y se sentó en la mesa de juego.
—Tía… —musitó.
Engrasi regresó de la cocina secándose las manos con un paño de toalla y se sentó frente a ella.
No era necesario preguntar, ni siquiera era necesario mirar, había visto aquella baraja envuelta en su paño de seda negra miles de veces. Las cartas de tarot de Marsella que su tía utilizaba, y que le había visto barajar, partir y cortar, disponer en cruces o en círculos. Incluso ella misma las había consultado. Pero de eso hacía mucho, mucho tiempo.
Primavera de 1989
Tenía ocho años, era mayo y acababa de hacer su Primera Comunión. En los días previos a la ceremonia, su madre se había mostrado inusualmente atenta con ella, colmándola de cuidados a los que no estaba acostumbrada. Rosario era una mujer orgullosa y profundamente preocupada por mostrar una imagen de opulencia propia de los pueblos en la época, sin duda influida por el hecho de sentirse siempre la extraña que había venido a casarse con el soltero más preciado de Elizondo. El negocio iba bien, pero casi todo el dinero se reinvertía en mejoras; aun así, cada una de las niñas tuvo en su momento un vestido nuevo de comunión de un modelo suficientemente distinto al de sus hermanas como para que nadie tuviese ninguna duda de que no era el mismo. La habían llevado a la peluquería, donde le peinaron la melena rubia, que casi le llegaba a la cintura, formando preciosos bucles que parecían nacer bajo la tiara de florecillas blancas que coronaba su cabeza. No recordaba haberse sentido tan feliz nunca antes ni después.
Al día siguiente de la Comunión, su madre la hizo sentar en una banqueta en la cocina, trenzó su pelo y se lo cortó al dos. La pequeña ni siquiera supo lo que estaba pasando hasta que vio sobre la mesa la gruesa trenza de pelo que su madre se afanaba en trenzar también por el lado opuesto y que ella pensó que era un animalillo desconocido. Recordaba la sensación de expolio al palparse la cabeza y las lágrimas hirvientes que le arrasaron los ojos impidiéndole ver más.
—No seas tonta —le espetó su madre—, ahora viene el verano y estarás fresca, y cuando seas mayor podrás hacerte un elegante postizo como los que llevan las señoras en San Sebastián.
Recordaba cada palabra de su padre al entrar en la cocina, atraído por su llanto.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué le has hecho? —gimió cogiéndola en sus brazos y sacándola de la cocina como si huyesen de un incendio—. ¿Qué has hecho, Rosario? ¿Por qué haces estas cosas? —susurró mientras mecía en sus brazos a la pequeña y sus lágrimas mojaban su cabeza. La acomodó en el sofá con el mismo cuidado que habría puesto si sus huesos fueran de cristal y regresó a la cocina. Sabía lo que venía ahora, una retahíla de reproches susurrados por su padre, los gritos contenidos de su madre, que sonaban como un animal agonizando bajo el agua y que darían paso a los ruegos intentando convencerla, persuadirla, engañarla para que accediese a tomar aquellas píldoras blancas y pequeñas que conseguían hacer que su madre no la detestase. Se preguntaba qué culpa tenía ella de parecerse tan poco a su madre y tanto a su fallecida abuela, la madre de su padre. ¿Era eso motivo para no querer a una hija? Su padre le explicaba que su madre no estaba bien, que tomaba pastillas para no portarse así con ella, pero la niña se sentía cada vez peor.
Se puso una chaqueta con capucha y huyó hacia el piadoso silencio de la calle. Corrió por las calles desiertas frotándose los ojos con furia en un intento de controlar el caudal salado de lágrimas que parecía no tener fin. Llegó a la casa de tía Engrasi y, como tenía por costumbre, no llamó. Se subió en una gran maceta de coleos tan altos como ella misma y alcanzó la llave que estaba sobre el dintel de la puerta. No gritó llamando a la tía, no recorrió la casa en su busca. Su llanto cesó en cuanto vio el hatillo de seda negra que descansaba sobre la mesa. Se sentó enfrente, lo abrió y comenzó a barajar las cartas como le había visto hacer a su tía en cientos de ocasiones.
Sus manos se movían con torpeza pero su mente estaba clara y concentrada en la pregunta que formularía sin palabras, tan absorta en el sedoso tacto y el aroma almizclero que desprendía la baraja que ni siquiera advirtió la presencia de Engrasi, que la observaba atónita desde la entrada de la cocina. La niña extendió las cartas sobre la mesa usando ambas manos, extrajo una que colocó ante sí y continuó eligiéndolas de una en una hasta que formaron un círculo en el mismo orden que los dígitos de un reloj. Las miró durante un largo rato, sus ojos saltaban de una a otra, extrayendo, adivinando qué significado tenía aquella combinación única que guardaba la respuesta a su pregunta.
Temerosa de romper la concentración mística de la que estaba siendo testigo, Engrasi se acercó muy despacio y preguntó quedamente:
—¿Qué dicen?
—Lo que quiero saber —respondió Amaia sin mirarla, como si oyese su voz a través de unos auriculares.
—¿Y qué quieres saber, cariño?
—Si algún día se acabará.
Amaia señaló la carta que ocupaba las doce en el reloj. Era la rueda de la fortuna.
—Se avecina un gran cambio, tendré mejor suerte —dijo.
Engrasi tomó aire profundamente, pero permaneció en silencio.
Amaia extrajo una nueva carta, que colocó en el centro del círculo, y sonrió.
—¿Lo ves? —dijo señalando—, algún día me iré de aquí y nunca volveré.
—Amaia, sabes que no deberías echarte las cartas, estoy muy sorprendida. ¿Cuándo has aprendido?
La niña no contestó; tomó otra carta y la colocó cruzando la anterior. Era la muerte.
—Es mi muerte, tía, quizá quiere decir que sólo volveré cuando esté muerta para que me entierren aquí, con la amona Juanita.
—No, no es tu muerte, Amaia, pero la muerte te hará regresar.
—Eso no lo entiendo, ¿quién va a morir? ¿Qué podría pasar para hacerme volver?
—Saca otra carta y colócala junto a ésa —ordenó la tía—. El diablo.
—La muerte y el mal —susurró la niña.
—Falta mucho para eso, Amaia. Poco a poco las cosas se van definiendo, es pronto para poder verlo aún y no tienes criterio para adivinar tu propio futuro, déjalo.
—¿Que no tengo criterio, tía? Pues yo creo que el futuro ya ha llegado —dijo descubriéndose la cabeza ante la mirada horrorizada de Engrasi. Su tía tardó mucho en consolarla, en conseguir que se tomase un poco de leche y unas galletas. Sin embargo, se durmió en un instante tras sentarse a mirar el fuego que ardía en el hogar de Engrasi a pesar de que era mayo, quizá para combatir un invierno glaciar que se cernía sobre ellas como un heraldo de la muerte.
Las cartas continuaban sobre la mesa proclamando horrores destinados a aquella niña a la que amaba más que a nadie en el mundo y que estaba dotada de un don natural para percibir el mal. Sólo esperaba que el buen Dios la hubiera dotado también de fuerza para combatirlo. Comenzó a recoger los naipes y vio la rueda de la fortuna que simbolizaba a Amaia, una noria gobernada por unos monos sin discernimiento ni precepto que hacían girar la rueda a su antojo y que en uno de esos irracionales giros podían ponerte cabeza abajo. Faltaba apenas un mes para su cumpleaños, el momento en que el planeta gobernante ingresaría en su signo, el momento en que todo lo que tenía que ocurrir ocurriría.
Se sentó, agotada de pronto, sin dejar de mirar la palidez de la cabeza de la niña que dormía junto al fuego y que era visible entre los trasquilones.