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Rosaura Salazar tenía frío, un frío horrible que la atenazaba por dentro y por fuera haciéndola caminar erguida, y con la mandíbula tan apretada que le producía la curiosa sensación de estar mordiendo goma. Caminó bajo su paraguas por la orilla del río intentando que su dolor, el dolor que llevaba por dentro y amenazaba con convertirse en un aullido en cualquier momento, se mitigase con la temperatura heladora de las calles casi desiertas. Incapaz de contener las lágrimas que ardían en sus ojos, las dejó correr mientras sentía que su desdicha no era tan furiosa y visceral como lo podía haber sido sólo unos meses antes. Aun así, se sintió indignada con ella misma y a la vez secretamente aliviada al discernir que de haberlo sentido entonces el dolor podía haberla destruido. Pero no ahora. Ya no. Las lágrimas cesaron de pronto dejándole en el rostro helado la sensación de llevar una máscara tibia que iba enfriándose y endureciéndose sobre su piel.

Ahora estaba lista para ir a casa, ahora que ya sabía que aquellas lágrimas no delatarían su amargura. Pasó frente a la ikastola[12] sorteando los charcos, e inconscientemente secó con el dorso de su mano los restos de llanto cuando vio que una mujer venía de frente. Suspiró aliviada al ver que no era una conocida con la que tuviera que pararse, o siquiera saludar. Pero entonces la mujer que venía caminando hacia ella se detuvo y la miró a los ojos. Rosaura frenó el paso un poco confusa. Era una chica del pueblo, la conocía de vista, aunque no recordaba cómo se llamaba. Puede que Maitane. La chica la miró, sonriendo de un modo tan encantador que Rosaura, sin saber muy bien por qué, le devolvió la sonrisa, aunque tímidamente. La chica comenzó a reírse, primero como una suave insinuación, y poco a poco más fuerte, hasta que sus carcajadas lo llenaron todo. Rosaura ya no sonreía; tragó saliva y miró alrededor buscando la razón de aquello. Y cuando volvió a mirar a la chica, en su boca se había dibujado una mueca de desprecio que acompañaba a su mirada mientras continuaba riéndose. Rosaura abrió la boca para decir algo, para preguntar, para… Pero no hizo falta, porque como si alguien le hubiera quitado de pronto una venda de los ojos lo vio todo claro. Y con ello llegó el desprecio, la maldad y la soberbia de aquella bruja envolviéndola hasta hacerle sentir náuseas mientras las risas se clavaban en su cabeza haciéndole sentir tanta vergüenza que habría querido morir. Se sintió mareada y fría, y cuando comenzaba a pensar que aquel horror sólo podía formar parte de una pesadilla de la que tenía que despertar, la chica dejó de reír y continuó el camino sin dejar de clavar en ella sus crueles ojos hasta que la hubo rebasado. Rosaura caminó cincuenta metros más sin atreverse a mirar atrás, después se acercó al murete del río y vomitó.