Mezclado con el murmullo omnipresente del televisor le llegaron las voces de James y Jonan, que charlaban en la salita de tía Engrasi, al parecer ajenos al alboroto que formaban las seis ancianas que jugaban al póquer en una mesa de tapete verde y forma hexagonal propia de cualquier casino y que su tía se había hecho traer desde Burdeos con el fin de que cada tarde se jugasen en ella algunos euros y el honor. Cuando la vieron en el umbral, los dos hombres se alejaron de la mesa de juego y se acercaron a ella. James la besó brevemente mientras la tomaba de la mano y la conducía a la cocina.
—Jonan te está esperando, tiene que hablar contigo. Yo os dejo solos.
El subinspector se adelantó y le tendió un sobre de color marrón.
—Jefa, ha llegado el informe de rastros de Zaragoza, supuse que querría verlo cuanto antes —dijo paseando la mirada por la enorme cocina de Engrasi—. Creía que ya no existían lugares así.
—Y ya no existen, créeme —replicó ella extrayendo un pliego del interior del sobre—. Esto es… Es alucinante. Escucha, Jonan, los pelos que hallamos sobre los cadáveres son de jabalí, oveja, zorro y, pendiente de calificación, lo que podría ser oso, aunque éste no es concluyente; además, los restos de epiteliales del cordel son, agárrate, piel de cabra.
—¿De cabra?
—Sí, Jonan, sí, tenemos la jodida Arca de Noé, casi me extraña que no hayan encontrado moco de elefante y esperma de ballena…
—¿Y vestigios humanos?
—Nada humano, ni un pelo, ni fluidos, nada. ¿Qué crees que dirían nuestros amigos los guardabosques si pudieran ver esto?
—Dirían que no hay nada humano, porque no es humano. Un basajaun.
—En mi opinión, ese tío es un imbécil. Como él mismo expuso, se supone que los basajaunes son seres pacíficos, protectores de la vida del bosque… Él mismo dijo que un basajaun le salvó la vida, ya me dirás de qué forma lo encaja en esta historia.
Jonan la miró valorando su exposición.
—Que el basajaun estuviera allí no indica necesariamente que matase a las chicas, más bien todo lo contrario: como protector del bosque es lógico que se sienta implicado, afrentado y provocado por la presencia del depredador.
Amaia lo miró sorprendida.
—¿Lógico?… Tú te estás divirtiendo con todo esto, ¿verdad? —Jonan sonrió—. No lo niegues, todas estas tonterías del basajaun te encantan.
—Sólo la parte en que no hay niñas muertas. Pero usted mejor que nadie sabe que no son tonterías, jefa, y se lo digo yo, que además de poli soy arqueólogo y antropólogo…
—Ésta sí que es buena. A ver, explícame eso: por qué yo mejor que nadie.
—Porque usted nació y creció aquí, ¿no irá a decirme que no mamó esas historias desde pequeña? No son necedades, forman parte de la cultura y la mitología vasconavarra, y no hay que olvidar que lo que ahora es mitología fue primero religión.
—Pues no olvides que en nombre de la religión más exacerbada en este mismo valle se persiguió y condenó a docenas de mujeres que murieron en la hoguera en el auto de fe de 1610, por culpa de creencias tan absurdas como ésa, y que por suerte la evolución ha dejado atrás.
Él negó, descubriendo ante Amaia todo el saber que escondía bajo la apariencia del joven subinspector que era.
—Es sabido que el enardecimiento religioso y los temores alimentados con leyendas y paletos hicieron mucho mal, pero no puede negarse que constituyó uno de los fenómenos de fe más abrumadores de la historia reciente, jefa. Hace cien años, ciento cincuenta a lo sumo, era raro encontrar a alguien que declarase no creer en brujas, sorgiñas[10], belagiles[11], basajaun, tartalo y, sobre todo, en Mari, la diosa, genio, madre, la protectora de las cosechas y los ganados que a capricho hacía tronar el cielo y caer granizos que sumían al pueblo en la más terrible de las hambrunas. Llegó un punto en que había más gente que creía en las brujas que en la Santísima Trinidad, y eso no escapaba a la Iglesia, que veía cómo sus fieles, al salir de misa, seguían observando los antiguos rituales que habían formado parte de las vidas de las familias desde tiempo inmemorial. Y fueron obsesos medio enfermos como el inquisidor de Bayona, Pier de Lancré, los que emprendieron la guerra sin cuartel contra las antiguas creencias, consiguiendo con su locura justo el efecto contrario. Lo que siempre había formado parte de las creencias de la gente se convirtió de pronto en algo maldito, perseguible, objeto de denuncias absurdas motivadas la mayoría de las veces por la creencia de que quien colaboraba con la Inquisición se veía libre de sospecha. Pero antes de llegar a esa locura la antigua religión había formado parte de los moradores del Pirineo durante cientos de años sin causar ningún problema, incluso convivió con el cristianismo sin mayores complicaciones, hasta que la intolerancia y la locura hicieron su aparición. Creo que recuperar algunos valores del pasado no vendría mal a nuestra sociedad.
Amaia, impresionada por las palabras del habitualmente algo introvertido subinspector, dijo:
—Jonan, la locura y la intolerancia siempre aparecen, en todas las sociedades, y tú parece que acabes de hablar con mi tía Engrasi…
—No, pero me encantaría hacerlo. Su marido me ha dicho que echa las cartas y esas cosas.
—Sí… Y esas cosas. No te acerques a mi tía —dijo Amaia sonriendo—, que bastante caliente tiene ya la cabeza.
Jonan rió sin quitar los ojos del asado que esperaba junto al horno el momento de recibir el dorado final antes de la cena.
—Hablando de cabezas calientes, ¿tienes idea de dónde está Montes?
El subinspector fue a responder, pero en un ataque de discreción se mordió el labio inferior y apartó la mirada. A Amaia el gesto no le pasó inadvertido.
—Jonan, estamos llevando a cabo quizá la investigación más importante de nuestras vidas, nos jugamos mucho en este caso. Prestigio, honor, y lo que es más importante: quitar a esa alimaña de la circulación y evitar que vuelva a hacerle a otra chica lo que les ha hecho a éstas. Aprecio tu compañerismo, pero Montes va por libre y su comportamiento puede llegar a interferir gravemente en la investigación. Sé cómo te sientes, porque yo me siento igual. Aún no he decidido qué hacer al respecto, y por supuesto no he informado, pero por mucho que me duela, por mucho que aprecie a Fermín Montes, no permitiré que su excéntrico comportamiento perjudique el trabajo de tantos profesionales que se están dejando la piel, los ojos y el sueño. Ahora, Jonan, dime, ¿qué sabes de Montes?
—Bueno, jefa, yo estoy de acuerdo, y ya sabe que mi fidelidad está con usted; si no he dicho nada es porque me ha parecido que era algo de índole personal…
—Yo lo juzgaré.
—Hoy a mediodía le he visto comiendo en la taberna Antxitonea… Con su hermana.
—¿La hermana de Montes? —se extrañó.
—No, la hermana de usted.
—¿Mi hermana?, ¿mi hermana Rosaura?
—No, con la otra, con su hermana Flora.
—¿Con Flora? ¿Le vieron ellos?
—No, ya sabe que tiene una barra semicircular que comienza en la entrada y va hasta atrás, donde se entra al frontón; yo estaba con Iriarte junto a las cristaleras, pero les vi entrar y me acerqué a saludarles; entonces se metieron en el comedor y no me pareció oportuno seguirles. Cuando salimos, media hora después, vi por la cristalera que da al bar que habían pedido y se disponían a comer.
Jonan Etxaide nunca se había dejado amedrentar por la lluvia. De hecho, pasear bajo el aguacero sin paraguas era una de sus mayores aficiones, y siempre que podía, en Pamplona, se iba a dar un paseo bajo la capucha de su anorak, solitario en sus pasos lentos mientras los demás se apuraban huyendo a las cafeterías o desfilando torpemente bajo los aleros traidores de los edificios, que chorreaban goterones que aún mojaban más. Caminó por las calles de Elizondo admirando la suave cortina de agua que parecía desplazarse a capricho sobre las calzadas produciendo un efecto misterioso como de velo de novia rasgado. Las luces de los coches perforaban la oscuridad dibujando fantasmas de agua ante ellos y la luz roja del semáforo se derramaba como si fuera sólida formando un charco de agua roja a sus pies. En contraste con las aceras desiertas, el tráfico era fluido a aquella hora en que parecía que todo el mundo fuera a alguna parte, como amantes convocados a un encuentro. Jonan caminó por la calle Santiago hacia la plaza huyendo del ruido con pasos rápidos que se frenaron en cuanto divisó las suaves formas que le trasladaron rápidamente a otro tiempo.
Admiró la fachada del ayuntamiento y al lado el casino, construido a principios del siglo XX, lugar de reunión de los vecinos más acomodados, donde hacían gran parte de su vida social. Muchas decisiones de negocios y políticas se habrían tomado tras aquellas ventanas, probablemente más que en el mismo ayuntamiento, en un tiempo en que la posición social y el hacerla valer habían primado más incluso que ahora. A un costado de la plaza, en el lugar que antes ocupaba la antigua iglesia, halló la casa del arquitecto Víctor Eusa, pero él tenía un particular interés por ver la casa Arizkunenea, y su presencia majestuosa no le decepcionó.
Descendió por la calle Jaime Urrutia embelesado por la lluvia y la evocadora arquitectura de las hermosas casas. En el número 27 existe un pasaje, belena o pasadizo, entre las calles Jaime Urrutia y Santiago, que unía, junto con otros ya desaparecidos, las casas con los campos, cuadras y huertas posteriores, desaparecidos tras la construcción de la carretera actual. Frente a los gorapes, o espacios porticados bajo las casas, a un lado de la plaza de abastos, se encontraba el antiguo molino de Elizondo, reedificado a finales del XIX y reconvertido en central eléctrica a mediados del siglo XX. La arquitectura de un pueblo o ciudad establece un patrón tan claro de las vivencias y preferencias de sus pobladores como las costumbres de un hombre establecen los rasgos de un perfil de comportamiento. Los lugares marcaban una tendencia en el carácter, como la familia y la educación, y este lugar hablaba de orgullo, de valor y lucha, de honor y gloria conquistados no sólo a la fuerza, sino con ingenio y gracia, no en vano representada por un tablero de ajedrez, que los moradores de Elizondo exhibían con el decoro de quien ha ganado su casa con honradez y lealtad.
Y en medio de esta plaza de honor y orgullo, un asesino se atrevía a representar su particular obra macabra, como un despiadado rey negro avanzando implacable por el tablero y devorando peones blancos. La misma jactancia, el mismo alarde y endiosamiento de todos los asesinos en serie que le habían precedido. Jonan repasaba bajo la lluvia la cruel historia de tan siniestros depredadores. El primer asesino en serie de los tiempos modernos había sido sin lugar a dudas Jack el Destripador, que asesinó a cinco inocentes peatones e innumerables prostitutas y creó gran conmoción en todo el mundo; aún hoy su identidad constituye un misterio. El contemporáneo de Jack el Destripador en Estados Unidos, H. H. Holmes, confesó haber cometido veintisiete asesinatos y fue el primer asesino en serie cuyo comportamiento se documentó. Dos décadas después surgió en Nueva Orleans un descuartizador que mataba a sus víctimas con un hacha y aterró a esa ciudad durante dos años antes de ser atrapado.
Pero la gran ola de asesinos en serie en Estados Unidos se desató tras la segunda guerra mundial, y principalmente durante la guerra de Vietnam, con unas tropas cuya media de edad era de diecinueve años y de las que se recogieron informes y confesiones en los que se apreciaba que muchos soldados, enloquecidos por el clima de extrema violencia unido al pánico y a la impunidad de la que gozaban, se dedicaron a matar a inocentes vietnamitas y organizar masacres que dejaron a muchos de ellos marcados de por vida. Murria Glatman, de California, tomaba fotos de sus víctimas aterradas momentos antes de asesinarlas, cuando ellas ya sabían que iban a morir. Martha Beck y Raymundo Fernández, los «asesinos de corazones solitarios», mataban a las parejas a las que sorprendían haciendo el amor en sus coches. Otros casos muy conocidos fueron los de Albert De Salvo, el estrangulador de Boston; Charles Manson, que encabezaba una secta satánica y asesinó a Sharon Tate, la esposa de Roman Polanski, en la legendaria noche de los cuchillos largos, o el asesino del Zodíaco, que tras treinta y nueve víctimas desapareció sin que nunca se volviera a saber de él.
En la década de los sesenta hubo tantos y tan crueles asesinos en serie que el sistema judicial de Estados Unidos decidió finalmente definir este fenómeno como una categoría del crimen y se comenzaron a desarrollar estudios, estadísticas y a analizar los perfiles psicológicos de cada uno de los asesinos que iban deteniendo. Se observaba cada uno de los elementos que habían formado su vida, desde su nacimiento, sus padres, estudios, infancia, juegos, gustos, sexo, edad… Fueron así conformando un patrón de comportamientos que se repetían una y otra vez en los protagonistas de semejantes carnicerías, y que permitieron anticipar las acciones de algunos de ellos e identificar a muchos otros.
Los casos más recientes eran los de David Berkowitz, conocido como «El hijo de Sam», que asesinó sin freno en Nueva York, inspirado por las voces que decía escuchar; Ted Bundy, que mató a veintiocho prostitutas en Florida; Ed Kemper, que violaba, asesinaba y descuartizaba a sus víctimas, todas jóvenes y bellas estudiantes, y, finalmente, Jeffrey Dahmer, que además de asesinar y descuartizar a sus víctimas se las comía. Éste fue quien inspiró a Thomas Harris cuando creó al inquietante doctor Hannibal Lecter, coprotagonista de su novela El silencio de los corderos, llevada al cine con enorme éxito y con un Anthony Hopkins arrollador en el papel del sabio asesino.
Para Jonan se había convertido casi en una obsesión fascinante prever, trazar, discernir en la oscuridad el perfil de un asesino, una especie de juego de ajedrez en el que adelantarse al siguiente movimiento era primordial. Se trataba de definir en una sola jugada cómo se desarrollaría el resto de la partida y cuál de los contrincantes sería derrotado. Habría dado cualquier cosa por haber asistido a uno de esos cursos a los que acudía la inspectora Salazar. Pero mientras tanto se conformaba con estar cerca de ella, con trabajar a su lado y contribuir a la investigación con sus sugerencias e ideas, que ella parecía valorar mucho.