Había anochecido cuando Amaia llegó a la puerta de la iglesia de Santiago. Empujó el portón, casi segura de que estaba cerrada, y cuando éste cedió suave y silenciosamente se sorprendió un poco y sonrió ante la idea de que en su pueblo aún pudiera dejarse el templo abierto. El altar aparecía parcialmente iluminado y un grupo de unos cincuenta chavales se sentaban en los primeros bancos. Introdujo las puntas de sus dedos en la pila y se estremeció un poco al notar el agua helada en la frente.
—¿Viene a recoger a un niño?
Se volvió hacia una mujer de unos cuarenta y tantos años que se cubría los hombros con un chal.
—¿Disculpe?
—Oh, perdone, pensé que venía a recoger a algún niño. —Era evidente que la había reconocido—. Estamos con los ensayos de las comuniones —explicó.
—¿Tan pronto? Estamos en febrero.
—Bueno, el padre Germán es muy especial con estas cosas —dijo haciendo un gesto amplio con las manos. Amaia recordó su perorata durante el funeral a propósito del mal que nos rodea y se preguntó para cuántas cosas más sería tan especial el párroco de Santiago—. Además, no crea que queda tanto tiempo, marzo y abril, y el primero de mayo ya tenemos el primer grupo de comulgantes.
Se detuvo de pronto.
—Perdone, igual la estoy entreteniendo, querrá hablar con el padre Germán, ¿verdad? Está en la sacristía, ahora mismo le aviso.
—Oh, no, no será necesario, la verdad es que vengo a la iglesia a título particular —dijo dándole a la última palabra una entonación cercana a la disculpa que le procuró la inmediata simpatía de la catequista, que le sonrió retrocediendo unos pasos como una sirvienta abnegada que se retira.
—Por supuesto, que Dios la ayude.
Dio una vuelta a la nave evitando el altar mayor y deteniéndose ante algunas de las tallas que ocupaban los altares menores, sin dejar de pensar en aquellas niñas cuyos rostros lavados, despojados de maquillaje y vida alguien se había ocupado en presentar como bellas obras de imaginería macabra, bellas aun así. Observó a las santas, a los arcángeles y a las vírgenes dolientes con sus rostros tersos, pálidos de dolor depurado, de pureza y éxtasis alcanzados a través de la agonía, una tortura lenta, deseada y temida a partes iguales, y aceptada con una sumisión y una entrega abrumadoras.
—Eso es lo que nunca obtendrás —susurró Amaia.
No, ellas no eran santas, no se entregarían sumisas y abnegadas, tendría que arrebatarles la vida como un ladrón de almas.
Salió de la iglesia de Santiago y caminó lentamente, aprovechando que la oscuridad y el intenso frío habían vaciado las calles a pesar de la temprana hora. Atravesó los jardines de la iglesia y apreció la belleza de los enormes árboles que la rodeaban compitiendo en altura con las dos torres del templo. Pensó en la extraña sensación que la acuciaba en aquellas calles casi desiertas. El casco urbano de Elizondo se extendía por la zona llana del valle y sus calles estaban condicionadas en gran parte por el río Baztán. Tres eran sus calles principales, y las tres, paralelas entre sí, componían el centro histórico de Elizondo, donde aún se levantan los grandes palacios y otras viviendas típicas de la arquitectura popular.
La calle Braulio Iriarte transcurre por la orilla septentrional del río Baztán y está unida a la calle Jaime Urrutia mediante dos puentes. Ésta fue la antigua calle mayor hasta la construcción de la calle Santiago, y transcurre por la orilla meridional del río Baztán. Plagada de casas señoriales, la calle Santiago fue la causante de la expansión urbana de la localidad, con la construcción de la carretera de Pamplona a Francia a comienzos del siglo XX.
Amaia llegó a la plaza sintiendo el viento entre los pliegues de su bufanda mientras observaba la explanada demasiado iluminada, que, sin embargo, no poseía hoy ni la mitad del encanto que debió de tener en el siglo pasado, cuando sobre todo se usaba para jugar a pelota. Se acercó al ayuntamiento, un noble edificio de finales del siglo XVII que a Juan de Arozamena, un famoso cantero de Elizondo, le llevó dos años construir. En la fachada, el eterno escudo ajedrezado, con una inscripción que dice: «Valle y Universidad del Baztán», y, frente al edificio, en la parte inferior izquierda de la fachada, una piedra llamada botil-harri[9] que servía para el juego de la pelota, en su modalidad de guante conocido como laxoa.
Sacó una mano del bolsillo y casi ceremonialmente tocó la piedra, sintiendo cómo el frío subía por su mano. Amaia trató de imaginarse la plaza a finales del siglo XVII, cuando la laxoa era el juego de pelota dominante en Euskal Herria. Se jugaba en equipos de cuatro jugadores, que se enfrentaban cara a cara al modo del tenis, aunque sin una red que separase los campos. Los pelotaris utilizaban un guante, o laxoa, para lanzarse la pelota entre sí. En el siglo XIX este juego iría cayendo en desuso a medida que fueron naciendo nuevas especialidades dentro de la pelota vasca. Aun así, recordaba haber oído contar a su padre que uno de sus abuelos había sido un gran aficionado que llegó a labrarse una reputación como guantero debido a la calidad de las piezas que él mismo cosía a mano usando cueros que también él curaba y curtía.
Aquél era su pueblo, el lugar en el que había vivido más años de su vida. Formaba parte de ella como una huella genética, era el lugar al que volvía cuando soñaba, cuando no soñaba con muertos, agresores, asesinos y suicidas que se mezclaban obscenamente en sus pesadillas. Pero cuando no había pesadillas y su sueño era plácido y regresivo, volvía allí, a aquellas calles y plazas, a aquellas piedras, a aquel lugar del que siempre quiso irse. Un lugar que no estaba segura de amar. Un lugar que ya no existía, porque lo que comenzaba a añorar ahora que estaba allí era el Elizondo de su infancia. Sin embargo, ahora que había regresado casi segura de hallar signos de cambio definitivo, se encontraba con que todo estaba igual. Sí, quizá más coches en las calles, más farolas, bancos y jardincillos que, como un maquillaje novedoso, pintaban la cara de Elizondo. Pero no tanto como para no permitirle ver que en su esencia no había cambiado, que todo seguía igual.
Se preguntó si aún estaría abierta Alimentación Adela, o la tienda de Pedro Galarregui en la calle Santiago, las tiendas de confección donde su madre les compraba la ropa, como Belzunegui o Mari Carmen, la panadería Baztanesa, calzados Virgilio o la chatarrería Garmendia, en Jaime Urrutia. Y supo que ni siquiera era ése el Elizondo que echaba de menos, sino otro más antiguo y visceral, el lugar que formaba parte de sus entrañas y que moriría con ella en su último aliento. El Elizondo de las cosechas arruinadas por el efecto de las plagas, de la epidemia de los niños muertos de tos ferina en 1440. El de los que habían cambiado sus costumbres para adaptarse a una tierra que al principio se mostró hostil, un pueblo decidido a permanecer en aquel lugar junto a la iglesia, pues ése había sido el origen del pueblo. El de los marinos reclutados en la plaza para viajar a Venezuela con la Real Compañía de Caracas. El de los elizondarras que reconstruyeron el pueblo tras las terribles riadas y desbordamientos del río Baztán. A su mente acudió la imagen recreada del sagrario flotando calle abajo junto a los cadáveres del ganado. Y de sus vecinos elevándolo sobre sus cabezas, convencidos en medio de aquel lodazal de que sólo podía ser una señal divina, una señal de que Dios no les había abandonado y de que debían continuar. Hombres y mujeres valientes forjados a la fuerza, intérpretes de señales telúricas que siempre miraban a las alturas esperando piedad de un cielo más amenazante que protector.
Volvió atrás por la calle Santiago y bajó hacia la plaza Javier Ziga, penetró en el puente y se detuvo en el centro. Apoyándose en el murete donde está grabado su nombre, Muniartea, susurró mientras pasaba sus dedos por la piedra áspera. Escrutó la negrura del agua que traía aquel aroma mineral desde las cumbres, aquel río que se había desbordado causando pérdidas y horrores que figuraban en los anales de la historia de Elizondo; en la calle Jaime Urrutia aún podía verse una placa conmemorativa en la casa de la Serora, la mujer que se ocupaba de la iglesia y de la rectoría, que indicaba el lugar hasta el que llegaron las aguas desbordadas el 2 de junio de 1913. Ese mismo río era ahora testigo de un nuevo horror, un horror que nada tenía que ver con las fuerzas de la naturaleza, sino con la más absoluta depravación humana, que tornaba a los hombres en bestias, depredadores que se confundían entre los justos para acercarse, para cometer el acto más execrable, dando rienda suelta a la codicia, la ira, la soberbia y el apetito insaciable de la gula más inmunda. Un lobo que no iba a detenerse y que continuaría sembrando de cadáveres las márgenes del río Baztán, aquel cauce fresco y luminoso de agua cantarina que mojaba las orillas del lugar al que regresaba cuando no soñaba con muertos, y que ahora aquel cabrón había mancillado con sus ofrendas al mal.
Un escalofrío recorrió su espalda, soltó las manos de la piedra fría y se las metió en los bolsillos estremeciéndose. Le dedicó una última mirada al río y emprendió el regreso a casa mientras comenzaba a llover de nuevo.