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El grandioso bosque de Baztán, que antes de su transformación por el hombre estuvo formado por hayedos en las montañas, robledales en las partes bajas o castañares, fresnos y avellanos en las intermedias, aparecía ahora casi enteramente cubierto de hayas, que reinaban despóticas entre el resto de árboles. Los prados y el matorral de tojo o árgoma, brezos y helechos conforman la alfombra sobre la que caminaron una generación tras otra de baztaneses, en un escenario de eventos mágicos sólo comparable con la selva de Irati que ahora se veía manchado por el horror del asesinato.

El bosque siempre le producía un secreto orgullo de pertenencia, aunque su grandiosidad también le provocaba temor y vértigo. Sabía que lo amaba, pero el suyo era un amor reverente y casto que alimentaba en silencio y en la distancia. Cuando tenía quince años se había unido temporalmente a un grupo de senderistas de una sociedad montañera. Caminar en la bulliciosa compañía del grupo no había resultado tan gratificante como cabía esperar, y después de tres salidas lo dejó. Sólo cuando aprendió a conducir volvió a adentrarse en las pistas forestales, atraída una vez más por el hechizo del bosque. Descubrió asombrada que estar sola en el monte le producía una inquietud aterradora, la sensación de ser observada, de estar en un lugar prohibido o de estar cometiendo un acto de expolio contra una reliquia. Amaia subió a su coche y regresó a casa, excitada y molesta por la experiencia, y consciente del miedo ancestral que había experimentado, que desde el salón de tía Engrasi le pareció ridículo e infantil.

Pero la investigación debía proseguir, y Amaia regresó a la espesura del Baztán. Los últimos coletazos del invierno eran más evidentes en el bosque que en ningún otro lugar. La lluvia que había caído durante toda la noche daba ahora un respiro que dejaba el aire frío y pesado, preñado de una humedad que calaba la ropa y los huesos haciéndola temblar, a pesar del grueso plumífero azul que James la obligaba a llevar. Los troncos, oscurecidos por el exceso de agua, brillaban al sol incierto de febrero como la piel de un reptil milenario. Los árboles que no habían perdido su manto resplandecían con su verde ajado por el invierno mostrando con la leve brisa reflejos de plata del envés de sus hojas. La presencia del río se adivinaba valle abajo descendiendo entre los bosques y llevándose como mudo testigo el horror con que el asesino adornaba sus orillas.

Jonan aceleró el paso hasta colocarse a su lado mientras abrochaba la cremallera de su chaquetón.

—Ahí están —dijo indicando el Land Rover con el distintivo de los guardas forestales.

Los dos hombres uniformados les miraron venir desde lejos y Amaia adivinó que hacían algún comentario chistoso, porque les vio reír desviando la vista.

—Ya está, el típico comentario del pardillo y la chica —murmuró Jonan.

—Tranquilo, caimán, que en peores plazas hemos toreado —susurró mientras se aproximaban.

—Buenas tardes. Soy la inspectora Salazar, de homicidios de la Policía Foral; éste es el subinspector Etxaide —presentó.

Los dos hombres eran extremadamente delgados y nervudos, aunque uno de ellos casi le sacaba la cabeza al otro. Amaia notó cómo el más alto se erguía al oír su rango.

—Inspectora, soy Alberto Flores y mi compañero Javier Gorria. Nos encargamos de vigilar esta zona, una zona muy amplia, más de cincuenta kilómetros de bosque, pero si podemos ayudarle en algo cuente con nosotros.

Amaia les miró en silencio sin responder. Era una táctica intimidatoria que no solía fallar, y en esta ocasión también dio resultado. El forestal que había permanecido apoyado en el capó del Land Rover se incorporó adelantándose un paso.

—Señora. Tendrá toda nuestra colaboración, el experto en osos de Huesca llegó hace una hora, tiene su coche aparcado un poco más abajo —dijo indicando un recodo en la carretera—. Si nos acompañan les mostraremos dónde están trabajando.

—Está bien, y llámeme inspectora.

El sendero se estrechaba a medida que penetraban en el bosque para abrirse de nuevo en pequeños claros donde la hierba crecía verde y fina como el césped del mejor jardín. En otras zonas, el bosque formaba un laberinto abrigado y suntuoso, casi cálido, que se reforzaba con la constante alfombra de agujas y hojas que se extendía ante ellos. En aquella zona plana y espesa, el agua no había penetrado como en las laderas, y eran visibles grandes superficies secas y mullidas de hojas arremolinadas por el viento a los pies de los árboles, como formando lechos naturales para las lamias del bosque. Amaia sonrió al evocar los recuerdos de las leyendas que en su infancia le contó tía Engrasi. No era raro en medio de este bosque aceptar la existencia de las criaturas mágicas que conformaron el pasado de las gentes de aquella región. Todos los bosques son poderosos, algunos son temibles por profundos, por misteriosos, otros por oscuros y siniestros. El bosque en el Baztán es hechizante, con una belleza serena y ancestral que evoca sin buscarlo su parte más humana, la parte más etérea e infantil, esa que cree en las maravillosas hadas con pies de pato que vivían en el bosque, y que dormían durante todo el día para salir al anochecer a peinar sus largos cabellos dorados con un peine de oro que concedería a su portador cualquier favor que les pidieran, favor que ellas regalaban a los hombres, que, seducidos por su hermosura, les hacían compañía sin horrorizarse por sus extremidades de ánade.

Amaia sentía en aquel bosque presencias tan palpables que resultaba fácil aceptar una cultura druida, un poder del árbol por encima del hombre, y evocar el tiempo en que en aquellos lugares y en todo el valle la comunión entre seres mágicos y humanos fue religión.

—Ahí están —dijo Gorria no sin sorna—, los cazafantasmas.

El experto de Huesca y su ayudante vestían monos de trabajo de color naranja chillón y portaban sendos maletines plateados similares a los de la policía científica. Cuando llegaron a su altura parecían ensimismados en la observación del tronco de un haya.

—Inspectora, encantado —dijo tendiéndole la mano—. Raúl González y Nadia Takchenko. Si se pregunta por qué llevamos esta ropa le diré que es por los furtivos; no hay reclamo para esa gentuza como el rumor de que hay un oso en la zona, y los verá salir hasta de debajo de las piedras, no es broma. Ahí va el macho ibérico a cazar al oso, y van tan acojonados de que el oso los cace a ellos que disparan a todo lo que se mueve… No es la primera vez que nos disparan al confundirnos con osos, de ahí el mono naranja: se ve a dos kilómetros; en los bosques de Rusia todo el mundo los lleva.

—¿Qué me dice? ¿Habemus oso o no? —preguntó Amaia.

—Inspectora, la doctora Takchenko y yo opinamos que sería demasiado precipitado afirmar algo así, como del mismo modo sería negarlo.

—Pero al menos puede decirme si han hallado algún indicio, alguna pista…

—Podríamos decir que sí, sin duda hemos hallado rastros que delatan la presencia de grandes animales, pero nada concluyente. De cualquier manera acabamos de llegar, apenas hemos tenido tiempo de inspeccionar la zona, y ya casi no queda luz —dijo mirando al cielo.

—Mañana al amanecer nos pondremos manos a la obra, ¿se dice así? —preguntó la doctora en un horrible español—. La muestra que nos enviaron pertenece en efecto a un plantígrado. Sería de gran interés contar con una muestra de la segunda recogida.

Amaia valoró que no mencionase el hecho de que se hubiera hallado en un cadáver.

—Mañana las tendrán —dijo Jonan.

—Entonces ¿no puede decirme nada más? —insistió Amaia.

—Mire, inspectora, antes de nada debe saber que los osos no se prodigan demasiado. No se tienen noticias de que los osos hayan descendido hasta el valle de Baztán desde el año 1700, en que están datados los últimos avistamientos; incluso se recoge en algún registro la recompensa que se pagó a los cazadores que dieron muerte a alguno de los últimos osos de este valle. Desde entonces nada, no se tiene constancia oficial de que ninguno haya descendido hasta tan abajo, aunque siempre ha habido rumores entre la gente de la zona. No me malinterprete, este lugar es maravilloso, pero a los osos no les gusta la compañía, ningún tipo de compañía, ni siquiera la de sus congéneres. Y menos aún la de los humanos. Sería bastante extraño que por casualidad un hombre se topase con uno, el oso lo detectaría a kilómetros y se alejaría del humano sin cruzarse en su camino…

—¿Y si por casualidad un oso hubiera llegado hasta el valle digamos siguiendo el rastro de una hembra? Tengo entendido que por este motivo son capaces de desplazarse cientos de kilómetros. ¿Y si, por ejemplo, se sintiese atraído por algo especial?

—Si se refiere a un cadáver, es poco probable, los osos no son carroñeros; si la caza escasea recolectan líquenes, fruta, miel, brotes tiernos, casi cualquier cosa antes que carroña.

—No me refería a un cadáver, sino a alimentos elaborados… No puedo ser más concreta, lo siento…

—Los osos se sienten muy atraídos por la comida humana; de hecho, el probar comida elaborada es lo que lleva a los osos a acercarse a las zonas pobladas, a buscar en los cubos de la basura y a dejar de cazar, seducidos por los sabores procesados.

—O sea, ¿que podría ser que un oso se sintiera lo suficientemente atraído por el olor como para acercarse a un cadáver, si éste huele a comida elaborada?

—Sí, suponiendo que un oso hubiera llegado hasta el Baztán, algo poco probable.

—A menos que hayan vuelto a confundir un oso con un sobaka, ¿cómo se dice? —rió la doctora Takchenko. El doctor desvió la mirada hacia los guardabosques, que esperaban unos pasos más atrás.

—La doctora se refiere al presunto hallazgo del cadáver de un oso que se produjo en agosto de 2008 muy cerca de aquí, y que tras la necropsia resultó ser un perro de gran tamaño. Las autoridades organizaron un revuelo importante para nada.

—Recuerdo la historia, salió en los periódicos, pero en esta ocasión son ustedes los que afirman que se trata de pelos de oso, ¿no es así?

—Desde luego los pelos que nos enviaron pertenecen a un oso, aunque… Pero de momento no puedo decir nada más. Estaremos por aquí unos días, inspeccionaremos las zonas donde se hallaron las muestras y colocaremos cámaras estratégicas para intentar grabarlo, si es que está por aquí.

Tomaron sus maletines y descendieron el sendero por el que ellos habían venido. Amaia se adelantó unos metros caminando entre los árboles y tratando de hallar los vestigios que tanto habían interesado a los expertos. A su espalda casi adivinó la presencia hostil de los guardabosques.

—¿Y ustedes qué pueden decirme? ¿Han observado algo fuera de lo corriente en la zona? ¿Algo que les haya llamado la atención? —preguntó, volviéndose para no perderse sus reacciones.

Los dos hombres se miraron antes de contestar.

—¿Se refiere a si hemos visto un oso? —preguntó el más bajo con ironía.

Amaia lo miró como si acabase de descubrir su presencia y aún estuviese decidiendo cómo catalogarlo. Se acercó a él hasta que estuvo tan cerca que pudo oler su loción para después del afeitado. Vio que bajo el cuello color caqui del uniforme llevaba una camiseta del Osasuna.

—Me refiero, señor Gorria…, es Gorria, ¿verdad?, a si han observado cualquier cosa digna de mención. Aumento o disminución de ciervos, jabalíes, conejos, liebres o zorros; ataques al ganado; animales poco comunes en la zona; furtivos, excursionistas sospechosos; informes de cazadores, pastores, borrachos; avistamientos alienígenas o presencia de tiranosaurios rex… Cualquier cosa… Y, por supuesto, osos.

Una mancha roja se extendió como una infección por el cuello del hombre y se amplió hasta la frente. Amaia casi podía ver cómo se le formaban pequeñas gotas de sudor sobre la piel tirante del rostro; aun así, se mantuvo a su lado unos segundos más. Después retrocedió un paso sin dejar de mirarle y esperó. Gorria miró de nuevo a su compañero buscando un apoyo que no llegó.

—Míreme a mí, Gorria.

—No hemos observado nada fuera de lo normal —intervino Flores—. El bosque tiene su propio pulso y el equilibrio parece intacto, opino que es poco probable que un oso descendiese hasta esta altura del valle. Yo no soy un experto en plantígrados, pero estoy de acuerdo con el cazafantasmas. Llevo quince años en estos bosques y le aseguro que he visto muchas cosas, algunas bastante raras, o poco frecuentes, como dice usted, incluso el cadáver de perro que apareció en Orabidea y que los de Medio Ambiente tomaron por un oso. Nosotros nunca lo creímos —Gorria negaba con la cabeza—, pero en su defensa diré que debía de ser el perro más grande de la creación y que estaba muy descompuesto e hinchado. El bombero que rescató el cadáver de la sima donde apareció tuvo el estómago revuelto durante un mes.

—Ya han oído al experto, cabe la posibilidad de que sea un macho joven que se haya despistado siguiendo el rastro de una hembra…

Flores arrancó una hoja de un arbusto y comenzó a plegarla en dobleces simétricas mientras meditaba la respuesta.

—No tan abajo. Si hablásemos del Pirineo, de acuerdo, porque a pesar de lo listos que se creen estos expertos especialistas en plantígrados es probable que haya más osos de los que afirman tener controlados. Pero no aquí, no tan abajo.

—¿Y cómo explican que hayan aparecido pelos que sin lugar a dudas son de oso?

—Si el análisis preliminar lo han hecho los de Medio Ambiente pueden ser escamas de dinosaurio hasta que descubran que es piel de lagartija, pero yo tampoco lo creo. No hemos visto huellas, cadáveres de animales, ni encames, ni excrementos, nada, y no creo que los cazafantasmas vayan a encontrar nada que se nos haya pasado a nosotros. Aquí no hay un oso, a pesar de los pelos, no, señor. Quizás otra cosa, pero un oso no —dijo mientras con gran cuidado desplegaba la hoja que antes había doblado y en la que ahora aparecían dibujados los trazos más oscuros y húmedos de la savia.

—¿Se refiere a otro tipo de animal? ¿Un animal grande?

—No exactamente —replicó.

—Se refiere a un basajaun —dijo Gorria.

Amaia puso los brazos en jarras y se volvió hacia Jonan.

—Un basajaun, ¿cómo no se nos habrá ocurrido antes? Bueno, ya veo que su trabajo les deja tiempo para leer los periódicos.

—Y para ver la tele —apuntó Gorria.

—¿En la tele también? —Amaia miró a Jonan, desolada.

—Sí, en Lo que pasa en España le dedicaron ayer un rato, y no pasará mucho tiempo antes de que tengamos por aquí a los reporteros —contestó.

—Joder, esto es kafkiano. Un basajaun. ¿Y qué? ¿Han visto alguno?

—Él sí —dijo Gorria.

No se le escapó la dura mirada que Flores dedicó a su compañero mientras negaba con la cabeza.

—A ver si me aclaro, ¿me está diciendo que usted ha visto un basajaun?

—Yo no he dicho nada —susurró Flores.

—¡Hostia, Flores!, no tiene nada de malo, mucha gente lo sabe, y está en el informe del incidente, alguien terminará por decírselo, mejor que seas tú.

—Cuéntemelo —instó Amaia.

Flores vaciló un instante antes de comenzar a hablar.

—Fue hace doce años. Recibí por error el disparo de un furtivo. Yo me encontraba entre los árboles echando una meada y supongo que el cabronazo me tomó por un ciervo. Me alcanzó en el hombro y quedé tendido en el suelo sin poder moverme al menos durante tres horas. Cuando desperté vi a un ser acuclillado a mi lado, su rostro estaba casi totalmente cubierto de pelo, pero no como un animal, sino como un hombre al que la barba le naciese bajo los ojos, unos ojos inteligentes y piadosos, unos ojos casi humanos, con la diferencia de que el iris lo llenaba todo, casi no había parte blanca, como en los perros. Volví a desmayarme. Desperté cuando oí las voces de mis compañeros, que me buscaban; entonces él me miró a los ojos una vez más, se irguió y caminó hacia el bosque. Medía más de dos metros y medio. Antes de perderse en el bosque se volvió hacia mí y levantó una mano, como en una especie de saludo, y silbó tan fuerte que mis compañeros lo oyeron a casi un kilómetro. Perdí de nuevo la consciencia y cuando desperté estaba en el hospital.

Mientras hablaba había doblado de nuevo la hoja entre sus dedos y ahora la cortaba en diminutos trozos guillotinándola con la uña del pulgar. Jonan se colocó junto a Amaia y la miró antes de hablar.

—Pudo ser una alucinación debida al shock por el disparo, la pérdida de sangre y el saberse solo en mitad del monte, tuvo que ser un momento terrible; o puede que el furtivo que le disparó sintiera remordimientos y lo acompañara hasta que lo encontraron sus compañeros.

—El furtivo vio que me había alcanzado, pero, según su propia declaración, pensó que estaba muerto y salió huyendo como una rata. Lo detuvieron horas más tarde en un control de alcoholemia y fue entonces cuando avisó. ¿Qué le parece? Todavía tendré que darle las gracias al cabronazo, si no aún no me habrían encontrado. Y en cuanto a lo de la alucinación por el shock del disparo, puede ser, pero en el hospital me enseñaron un improvisado vendaje hecho con hojas y hierbas solapadas colocadas a modo de compresa oclusiva que impidió que me desangrase.

—Quizás antes de perder el conocimiento usted mismo se colocó las hojas. Se conocen casos de personas que tras sufrir una amputación encontrándose solos se hicieron un torniquete, preservaron el miembro amputado y llamaron a emergencias antes de perder la consciencia.

—Ya, yo también lo he leído en Internet, pero dígame una cosa: ¿cómo conseguí presionar para mantener la herida taponada mientras estaba desmayado? Porque eso es lo que aquel ser hizo por mí, y eso fue lo que me salvó la vida.

Amaia no contestó, elevó una mano y la depositó sobre sus labios como si contuviese algo que no quería decir.

—Ya veo, no debería habérselo contado —dijo Flores volviéndose hacia el camino.