Caminando hacia casa, Amaia se sorprendió al comprobar lo rápido que la luz se había desvanecido aquella tarde de febrero y tuvo una extraña sensación de fraude. Los anocheceres prematuros de invierno le provocaban un gran desasosiego. Como si la oscuridad trajera consigo una carga ominosa, el frío la hizo estremecerse bajo la piel de su cazadora mientras añoraba el calor del plumífero que James tanto había insistido en que se pusiera y que ella había rechazado porque la hacía parecer un muñeco Michelin.
La atmósfera cálida de la casa de tía Engrasi disipó los retazos de invierno que traía adheridos al cuerpo como viajeros indeseables. El olor de la leña en la chimenea, las gruesas alfombras que tapizaban el suelo de madera y el parloteo incesante procedente del televisor, que aunque nadie lo mirase permanecía siempre encendido, acogían a Amaia una vez más. En aquella casa había cosas mucho más interesantes que escuchar que la tele y, sin embargo, ésta persistía siempre de fondo, como una psicofonía ignorada por absurda y tolerada por costumbre. Una vez preguntó a su tía al respecto y ella le contestó:
—Es el eco del mundo. ¿Sabes qué es el eco? Una voz que se oye cuando la verdadera ya se ha extinguido.
De vuelta al presente, James la tomó de la mano y la condujo junto al fuego.
—Estás helada, amor.
Ella sonrió hundiendo la nariz en su jersey y aspirando el aroma de su piel. Ros y tía Engrasi salieron de la cocina portando vasos, platos, pan y una sopera.
—Espero que tengas hambre, Amaia, porque la tía ha hecho comida para un regimiento.
Los pasos de tía Engrasi eran quizás un poco más torpes que en Navidad, pero su cabeza seguía tan lúcida como siempre. Amaia sonrió con ternura al advertir ese detalle y la tía le espetó:
—No me mires así, que no es que esté torpe, es que llevo estas puñeteras zapatillas dos números más grandes que me regaló tu hermana y si levanto los pies se me salen a riesgo de darme una hostia de las buenas, así que tengo que andar como si llevara un pañal meado.
Cenaron mientras charlaban animados por los chistes que James contaba con su acento americano y los comentarios afilados de tía Engrasi, pero a Amaia no se le escapó que tras la sonrisa con la que Ros intentaba seguir la conversación subyacía una tristeza profunda, casi desesperada, que se evidenciaba en el modo huidizo con que procuraba evitar el contacto con los ojos de su hermana.
Mientras James y la tía recogían los platos en la cocina, Amaia retuvo a su hermana con sólo unas palabras.
—Hoy he estado en el obrador.
Ros la miró sentándose de nuevo con un gesto que era esa mezcla de desencanto y alivio de quien se siente descubierto y a la vez liberado de una carga penosa.
—¿Qué te ha dicho? O mejor, ¿cómo te lo ha dicho?
—A su manera. Como lo hace todo. Me ha dicho que va a sacar su segundo libro, que le han propuesto hacer un programa de televisión, que ella es el sostén de la familia, un dechado de virtudes y la única persona en este mundo que conoce el significado de la palabra responsabilidad —recitó la retahíla con un tonillo coplero hasta conseguir que Ros sonriera.
»… Y me ha dicho también que ya no trabajas en el obrador y que tienes graves problemas con tu marido.
—Amaia… Siento que te hayas enterado así, quizá debería habértelo dicho antes, pero es algo que estoy solucionando poco a poco, algo que tengo que hacer yo sola, que ya debí haber hecho hace mucho tiempo. Además no quería preocuparte.
—Eres tonta, ya sabes que sé administrar muy bien las preocupaciones, es mi trabajo. En cuanto a lo demás, estoy de acuerdo contigo, no sé cómo has soportado trabajar tanto tiempo con ella.
—Supongo que me vino dado, no tuve otra opción.
—¿Qué quieres decir? Todos tenemos más de una opción, Ros.
—No todos somos como tú, Amaia. Supongo que era lo que se esperaba, que nosotras siguiéramos con el obrador.
—¿Me reprochas algo? Porque si es así…
—No me malinterpretes, pero al irte tú era como si ya no tuviera otra salida.
—No es verdad, del mismo modo que la tienes ahora la tuviste entonces.
—Cuando el aita[6] murió, la ama[7] empezó a comportarse de un modo muy raro, supongo que eran los primeros síntomas del Alzheimer, y de pronto me vi atrapada entre la responsabilidad que clamaba Flora, los desvaríos de la ama y Freddy… Supongo que Freddy me pareció entonces una escapatoria.
—¿Y qué ha cambiado ahora para que te veas capaz de tomar esta decisión? Porque hay algo que no debes olvidar, y es que aunque Flora actúe como la dueña y señora el obrador es tanto tuyo como de ella, os cedí mi parte con esa condición. Tú eres tan capaz como ella de llevar la empresa.
—Puede que sí, pero en este momento hay más cosas que Flora y el trabajo, no ha sido sólo por ella, aunque ha tenido su parte. Ocurrió que de pronto me ahogaba allí, oyéndola cada día con su letanía de quejas. Eso, unido a mi situación personal, lo hizo insoportable, y se me hizo tan cuesta arriba tener que ir allí cada mañana y escuchar de nuevo su cantinela que me sentí físicamente enferma de ansiedad y mentalmente agotada. Y sin embargo, lúcida y serena como nunca. Determinada, ésa es la palabra. Y de repente, como si se abriese el cielo para mí, lo tuve claro: no iba a volver, no volví y no volveré, por lo menos no de momento.
Amaia levantó las manos a la altura de su rostro y comenzó a aplaudir lenta y acompasadamente.
—Bravo, hermanita, bravo.
Ros sonrió parodiando una reverencia.
—¿Y ahora?
—Estoy trabajando en una empresa de aluminios llevando la contabilidad, hago las nóminas, organizo el plan semanal, las reuniones. Ocho horas de lunes a viernes, y cuando salgo de allí me olvido. No es un trabajo para tirar cohetes pero es justo lo que necesito ahora.
—¿Y con Freddy?
—Mal, muy mal —dijo ella frunciendo los labios y ladeando la cabeza.
—¿Por eso estás aquí, en casa de la tía? —Ella no contestó—. ¿Por qué no le dices que se largue? Al fin y al cabo la casa es tuya.
—Ya se lo he dicho, pero no quiere ni oír hablar de abandonar la casa. Desde que me fui se pasa todo el día de la cama al sofá, del sofá a la cama, bebiendo cerveza, jugando a la Play y fumando porros —dijo Ros asqueada.
—Así le llamó Flora, «el campeón de la PlayStation». ¿De dónde saca el dinero? ¿Tú no estarás…?
—No, eso se ha acabado, su madre le da dinero y sus amigos lo tienen bien abastecido.
—Si quieres, yo puedo hacerle una visita. Ya sabes lo que dice la tía Engrasi, un hombre bien comido y bien bebido aguanta mucho tiempo sin trabajar —dijo Amaia riendo.
—Sí —sonrió Ros—, tiene más razón que una santa, pero no. Precisamente esto es lo que quería tratar de evitar. Deja que yo lo arregle, lo arreglaré, te lo prometo.
—¿No irás a volver de nuevo con él? —dijo Amaia mirándola a los ojos.
—No, no voy a volver.
Amaia dudó un instante, y cuando se dio cuenta de que tal vez la duda se reflejaba en su rostro pensó que ése era el modo en que Flora la habría mirado, incapaz de confiar en la valía de nadie que no fuera ella misma. Se obligó a sonreír abiertamente.
—Me alegro, Ros —dijo con toda la convicción que pudo reunir.
—Esa parte de mi vida ha quedado atrás, y es algo que ni Flora ni Freddy pueden comprender. Para Flora resulta incomprensible que decida cambiar de trabajo a estas alturas, pero tengo treinta y cinco años y no quiero pasarme el resto de mi vida bajo el yugo de mi hermana mayor. Soportando cada día los mismos reproches, los mismos comentarios y observaciones maliciosas, haciendo partícipe a todo el mundo de su veneno. Y Freddy… Supongo que él no tiene la culpa. Durante mucho tiempo creí que él era la respuesta a todas mis preguntas, que él tendría la fórmula mágica, una especie de revelación que me traería una nueva manera de vivir. Tan contrario a todo, tan rebelde, un contestatario; y sobre todo tan distinto a la ama y a Flora, y con esa capacidad para sacarla de quicio —sonrió con picardía.
—Eso es verdad. El chico tiene la habilidad de romper los nervios a Flora, y sólo por eso ya me cae bien —replicó Amaia.
—Hasta que me di cuenta de que Freddy no es tan diferente después de todo. Que su rebeldía y su negativa a aceptar las normas no son más que una tapadera para esconder a un cobarde, a un hombre bueno para nada capaz de disertar como el Che contra la sociedad costumbrista mientras se gasta el dinero que nos saca a su madre o a mí en aturdirse fumando porros. Creo que es la única cosa en la que estoy de acuerdo con Flora: es un campeón de la PlayStation; si pagaran dinero por eso, sería una de las grandes fortunas del país.
Amaia la miró con dulzura.
—En algún momento, yo comencé a caminar sola y en otra dirección. Supe que quería vivir de otro modo y que tenía que haber algo más que pasarme todos los fines de semana bebiendo cerveza en la taberna de Xanti. Eso, y el tema de los niños, quizás el tema principal, porque en el instante en que me planteé vivir de otra manera, tener un hijo se convirtió para mí en una prioridad, en una necesidad tan acuciante como si me fuese la vida en ello. No soy una inconsciente, Amaia, no quería tener un hijo para criarlo entre humo de porros; pero aun así, dejé de tomar las pastillas y esperé, como si todo fuese a suceder respondiendo a un plan trazado por el destino. —Su rostro se ensombreció como si alguien hubiera apagado una luz frente a sus ojos—. Pero no pudo ser, Amaia, por lo visto yo tampoco puedo tener hijos —dijo en un susurro—. Mi desesperación fue en aumento cuando los meses pasaron sin quedarme embarazada. Freddy me dijo que quizá fuera lo mejor, que ya estábamos bien así. Y no le contesté, pero el resto de la noche, mientras él dormía roncando a mi lado, una voz atronaba en mi interior y me decía: «No, no, no, yo no estoy bien así, no». Y la voz siguió atronando mientras me vestía para ir al obrador, mientras atendía los pedidos por teléfono, mientras inspeccionaba los envíos, mientras escuchaba la incansable letanía de los reproches de Flora. Y ese día, cuando colgué la bata blanca en mi taquilla, ya sabía que no regresaría. Cuando Freddy pasaba de nivel en el Resident Evil y yo calentaba la sopa para la cena, también supe que mi vida con él había terminado. Fue así, sin gritos ni lágrimas.
—No hay de qué avergonzarse, a veces las lágrimas son necesarias.
—Es verdad, pero el tiempo de las lágrimas quedó atrás, se me secaron los ojos de tanto llorar mientras él roncaba a mi lado. De llorar de vergüenza y al entender que me avergonzaba de él, que nunca podría sentirme orgullosa del hombre que tenía a mi lado. Se me rompió algo por dentro, y lo que hasta ese instante había sido pura desesperación por salvar mi relación se convirtió en un alarido que desde lo más profundo de mi ser le repudiaba. La mayoría de la gente se equivoca, creen que se puede pasar del amor al odio en un instante, que el amor se rompe de pronto como en una implosión del corazón. Y para mí no fue así: el amor no se rompió de pronto, pero fue de pronto cuando me di cuenta de que se me había desgastado como en un lento pero inexorable proceso de lijado, ris, ras, ris, ras, un día, otro. Y ese día fue cuando me di cuenta de que ya no quedaba nada. Fue más bien como admitir una realidad que ha estado siempre y que de pronto aparece ante tus ojos. Tomar estas decisiones me hizo sentir libre por primera vez en mucho tiempo, y por lo que a mí respecta el proceso podía haber sido fácil, sin ningún problema, pero ni tu hermana ni mi marido estaban dispuestos a dejarme ir tan fácilmente. Te sorprendería la similitud de sus argumentos, de sus reproches y de sus burlas… Porque los dos se burlaron, ¿sabes?, y con las mismas palabras —rió con amargura mientras lo recordaba—. ¿Adónde vas a ir tú? ¿Crees que vas a encontrar algo mejor? Y la última: ¿quién te va a querer? Nunca lo creerían, pero a pesar de que sus burlas iban destinadas a minar mis fuerzas consiguieron justo el efecto contrario: les vi tan pequeños y cobardes, tan incapaces, que cualquier cosa me pareció posible, más fácil sin sus cargas. No lo sabía todo, pero al menos para la última pregunta tenía respuesta: yo, yo voy a quererme y yo cuidaré de mí.
—Estoy orgullosa de ti —dijo Amaia abrazándola—. No olvides que puedes contar conmigo, yo siempre te he querido.
—Lo sé, tú, James, la tía, el aita y hasta la ama, a su manera. La única que no se tenía mucho aprecio era yo.
—Pues quiérete, Ros Salazar.
—En eso también hay algún cambio: prefiero que me llaméis Rosaura.
—Flora me lo dijo, pero ¿por qué? Te pasaste años hasta lograr que todo el mundo te llamase Ros.
—Si algún día tengo hijos no quiero que me llamen Ros, es nombre de porrera —sentenció.
—Cualquier nombre es nombre de porrera si lo es la portadora —dijo Amaia—. Y dime una cosa, ¿para cuándo tienes pensado hacerme tía?
—En cuanto encuentre al hombre perfecto.
—Te advierto de que se sospecha que no existe.
—Podrás hablar tú, que lo tienes en casa.
Amaia compuso una sonrisa de circunstancias.
—Nosotros también lo hemos intentado. Y no podemos, de momento…
—Pero ¿te ha visto un médico?
—Sí. Al principio temí tener el mismo problema que Flora, las trompas obstruidas, pero dijeron que todo está en orden, aparentemente. Me recomendó uno de esos procedimientos de fecundación.
—Vaya, lo siento —su voz tembló un poco—. ¿Has empezado ya?
—No hemos ido, sólo pensar en tener que someterme a uno de esos penosos tratamientos me pone enferma. ¿Recuerdas qué mal lo pasó Flora, y total para nada?
—Ya, pero no debes pensar así, tú misma dices que no tienes el mismo problema que ella, quizá contigo resulte…
—No es sólo eso, siento una especie de rechazo ante la idea de tener que concebir un hijo así. Ya sé que es una tontería, pero no creo que deba ser de ese modo…
James entró trayendo el móvil de Amaia.
—Es el subinspector Zabalza —dijo mientras cubría el teléfono con la mano. Amaia se puso al aparato.
—Inspectora, una patrulla ha hallado un par de zapatos de chica colocados en el arcén y apuntando a la carretera. Han avisado hace un momento, le mando un coche y nos vemos allí.
—¿Y el cuerpo? —preguntó Amaia bajando la voz y cubriendo parcialmente el teléfono.
—Todavía no lo hemos encontrado, es una zona de difícil acceso, bastante distinta a las anteriores; la vegetación es allí muy profusa, el río no se ve desde la carretera. Si hay una chica ahí abajo va a costar llegar hasta ella. Me pregunto por qué ha elegido un lugar así, quizá no quería que la encontráramos tan fácilmente como a las otras.
Amaia lo sopesó.
—No. Quiere que la encontremos, por eso ha dejado los zapatos indicando el lugar. Pero al elegir un lugar que no se vea desde la carretera se garantiza que no le molesten hasta tener todo preparado para mostrar su obra al mundo, simplemente se evita interrupciones y contratiempos.
Eran unos zapatos Mustang, de charol blanco, tipo salón y tacón bastante alto. Un policía los fotografiaba desde diferentes ángulos siguiendo las indicaciones de Jonan. El flash de la cámara arrancaba del plástico brillantes destellos que los hacían aún más discordantes y extraños, plantados allí, en medio de ninguna parte, y parecía conferirles cualidades casi mágicas, como los zapatos de la princesa de un cuento o como la obra chocante y absurda de un artista conceptual. Amaia imaginó el efecto de una larga hilera de zapatos de fiesta alineados en aquel paraje casi mágico. La voz de Zabalza la devolvió a la realidad.
—Es inquietante… Lo de los zapatos, digo. ¿Por qué lo hará?
—Marca su territorio como un animal salvaje, como el depredador que es, y nos provoca. Los deja ahí para retarnos: «Mirad lo que he dejado para vosotros, ha venido el Olentzero[8] y os ha dejado un regalito».
—¡Qué cabrón!
Haciendo un esfuerzo consiguió apartar la mirada de los hechizantes zapatos de princesa y se volvió hacia la densa arboleda. El sonido reverberó metálico desde el walkie que Zabalza sostenía en la mano.
—¿La han encontrado?
—De momento no, pero ya le he dicho que en esta zona el río discurre entre la vegetación y una especie de cañón natural que forman las paredes.
Los haces de luz de las potentes linternas dibujaban destellos fantasmales entre los árboles desnudos de hojas, tan apretados entre sí que producían el efecto de un amanecer inverso, como si el sol brotara desde el suelo. Amaia se calzó las botas mientras valoraba el efecto que aquel bosque tenía sobre sus pensamientos. El subinspector Iriarte salió de entre la espesura con la respiración agitada.
—La hemos encontrado.
Amaia descendió por el terraplén apostada detrás de Jonan y del subinspector Zabalza. Notaba cómo la tierra cedía bajo sus pies, reblandecida por la reciente lluvia, que, a pesar de lo tupido del ramaje, había conseguido penetrar hasta lo más profundo, tornando los restos de hojas que tapizaban el suelo del bosque en una alfombra pastosa y resbaladiza. Avanzaban ayudados por los árboles, que crecían tan juntos que obligaban constantemente a modificar el trazado del descenso. Unos pasos más atrás escuchó, no sin cierta malicia, las incoherencias que Montes farfullaba por verse obligado a bajar con sus caros zapatos italianos y su chaquetón de piel.
El bosque terminaba bruscamente en un paredón casi insalvable por ambas márgenes del río, se abría formando una estrecha uve como un embudo natural; descendieron hasta una zona oscura y deprimida que los policías se afanaban en iluminar con focos portátiles. El caudal y el flujo del río eran más rápidos allí, y entre las estrechas paredes y la orilla había menos de un metro y medio de grava seca en cada margen. Amaia miró las manos de la niña, que, extendidas en un ominoso gesto de entrega, se abrían a los lados de su cuerpo expoliado; la mano izquierda casi tocaba el agua, su pelo rubio y largo le llegaba hasta la cintura y los grandes ojos verdes presentaban una fina película blancuzca que los velaba como vaho. Su belleza en la muerte, la plástica casi mística que aquel monstruo había ideado, lograban su efecto. Por un momento había conseguido arrastrarla a su fantasía distrayéndola del protocolo, y fueron de nuevo los ojos de la princesa los que la trajeron de vuelta, aquellos ojos nublados por la niebla del río que aun así clamaban pidiendo justicia desde el lecho del Baztán con el que a veces soñaba en sus noches más oscuras. Retrocedió dos pasos para musitar una plegaria y ponerse los guantes que Montes le tendía. Desolada por el dolor ajeno, miró a Iriarte, que se había cubierto la boca con las manos y que las hizo descender casi con brusquedad a los lados del cuerpo cuando se sintió observado.
—La conozco… La conocía, conozco a su familia, es la niña de Arbizu —dijo mirando a Zabalza como buscando confirmación—. No sé cómo se llamaba, pero es la niña de Arbizu, no tengo dudas.
—Se llamaba Anne, Anne Arbizu —confirmó Jonan sosteniendo un carnet de biblioteca—. El bolso estaba unos metros más arriba —dijo señalando una zona que volvía a quedar a oscuras.
Amaia se arrodilló junto a la chica observando la mueca fría de su rostro, casi una parodia de sonrisa.
—¿Sabe cuántos años tenía? —preguntó.
—Quince, no creo que llegase a dieciséis —respondió Iriarte acercándose. Miró el cadáver y echó a correr. Como a diez metros río abajo se dobló sobre sí mismo y vomitó. Nadie dijo nada, ni entonces ni cuando regresó limpiándose la pechera con un pañuelo de papel y murmurando disculpas.
La piel de Anne había sido muy blanca; pero no era de esas pieles descoloridas, casi transparentes, plagadas de pecas y rojeces. Había sido blanca, limpia y cremosa, carente de vello. Cubierta como estaba del rocío del río semejaba el mármol de una estatua funeraria. Al contrario que Carla y Ainhoa, ésta había luchado. Al menos dos uñas aparecían rotas hasta la carne viva. No se apreciaban restos de piel bajo las otras. Sin duda había tardado más en morir que las demás: a pesar de la veladura que empañaba sus ojos, eran visibles las petequias que delataban la muerte por asfixia y el sufrimiento por la privación de aire. Por lo demás, el asesino había reproducido con fidelidad los detalles de los anteriores asesinatos: el fino cordel hundido en la garganta, la ropa rasgada y abierta a los lados, los vaqueros bajados hasta las rodillas, el pubis rasurado y la torta fragante y untuosa colocada sobre la pelvis.
Jonan tomaba fotos del vello arrojado hacia los pies de la chica.
—Todo igual, jefa, es como estar viendo de nuevo a las otras niñas.
—¡Joder! —Un grito contenido llegó de unos metros río abajo, junto al inconfundible estruendo de un disparo que rebotó en las paredes de piedra produciendo un eco ensordecedor que les aturdió un instante, mientras todos sacaban sus armas y apuntaban en aquella dirección a la bajante del río.
—¡Falsa alarma! No es nada —gritó una voz precedida de un haz de linterna que subía por la margen del río. Un sonriente policía de uniforme venía caminando junto a Montes, que visiblemente azorado guardaba su arma.
—¿Qué ha pasado, Fermín? —preguntó Amaia, alarmada.
—Lo siento, no tenía ni idea, iba revisando la orilla y de pronto he visto la puta rata más grande de la creación, el bicho me ha mirado y… Lo siento, instintivamente he disparado. ¡Joder! No soporto a las ratas, y luego el cabo me ha dicho que era un… no sé qué.
—Un coipo —aclaró el policía—. Los coipos son unos mamíferos originarios de Sudamérica. Hace años unos cuantos se escaparon de una granja francesa de cría que hay en el Pirineo, y el caso es que se adaptaron al río muy bien, y aunque se ha frenado bastante su expansión aún pueden verse algunos. Pero son inofensivos, de hecho son herbívoros nadadores, como los castores.
—Lo siento —repitió Montes—, no lo sabía. Soy musofóbico, no puedo soportar la presencia de nada que parezca una rata.
Amaia le miró, incómoda.
—Mañana presentaré el informe por el disparo —musitó. Fermín Montes se quedó un rato en silencio mirándose los zapatos y después se fue a un lado y permaneció allí sin decir nada más.
La inspectora casi sintió lástima por él y por el cachondeo que a su cuenta tendrían los demás en los próximos días. Se arrodilló de nuevo junto al cadáver e intentó vaciar su mente de todo lo que no fuese aquella chica y aquel lugar.
El hecho de que en aquel tramo los árboles no bajasen hasta el río privaba a la zona del olor a tierra y a liquen tan presente al atravesar el bosque. Hundida allí, en la grieta que el río había labrado en la roca, sólo los efluvios minerales del agua competían con el aroma dulzón y graso que emanaba del txatxingorri. El olor a manteca y azúcar que despedía se coló en su nariz mezclado con otro más sutil y que ella reconocía como el de la muerte reciente. Jadeó intentando contener la náusea mientras miraba el dulce como si se tratase de un insecto repugnante y se preguntaba cómo era posible que expeliese tanto olor. El doctor San Martín se arrodilló a su lado.
—Madre mía, qué bien huele. —Amaia lo miró espantada—. Es una broma, inspectora Salazar.
Ella no contestó, se incorporó para dejarle sitio.
—Pero la verdad es que huele muy bien, y yo no he cenado.
Amaia hizo un gesto de asco, que el doctor no vio, y se volvió para saludar a la jueza Estébanez, que descendía entre las rocas con envidiable destreza a pesar de llevar falda e ir calzada con unos botines de medio tacón.
—Será posible —farfulló Montes, que todavía no parecía recuperado del incidente con el coipo. La jueza saludó con un gesto general y se colocó tras el doctor San Martín mientras escuchaba sus observaciones. Diez minutos más tarde ya se había marchado.
Tardaron más de una hora en conseguir subir la caja que llevaba el cuerpo de Anne y para lograrlo fueron necesarias todas las manos. Los técnicos sugirieron ponerlo en una bolsa y subirlo izándolo, pero San Martín insistió en que fuese en una caja para preservar perfectamente el cuerpo y prevenir los muchos golpes y arañazos que podía recibir si lo arrastraban a través de aquella maraña que era el bosque. El escaso espacio entre árboles obligaba en algunos tramos a poner el ataúd vertical y a detenerse mientras unas manos sustituían a otras; después de varios resbalones consiguieron llevar la caja hasta el coche fúnebre que llevaría el cadáver de Anne hasta el Instituto Navarro de Medicina Legal.
En cada ocasión en que sobre la mesa había visto el cuerpo de un menor la había asaltado el mismo sentimiento de impotencia e incapacidad que extendía a la sociedad entera, una sociedad que en la muerte de sus menores era incapaz de proteger su propio futuro, una sociedad que había fracasado. Como ella misma. Tomó aire y entró en la sala de autopsias. El doctor San Martín rellenaba los formularios previos a la operación y lo saludó mientras se acercaba a la mesa de acero. El cadáver de Anne Arbizu aparecía ya despojado de su ropa bajo la luz sin piedad que en cualquiera hubiese revelado la más mínima imperfección, pero que en ella resaltaba la blancura incólume de su piel, haciéndola parecer irreal, casi como pintada; Amaia pensó en una de esas madonas marmóreas que llenan los museos italianos.
—Parece una muñeca —susurró.
—Eso mismo comentaba con Sofía —estuvo de acuerdo el doctor. La técnico saludó levantando una mano—. Serviría como claro ejemplo de valquiria wagneriana.
El subinspector Zabalza acababa de entrar.
—¿Esperamos a alguien más o podemos empezar?
—El inspector Montes debería haber llegado… —dijo Amaia consultando su reloj—. Empiece, doctor, llegará en cualquier momento.
Marcó el número de Montes pero saltó el contestador, supuso que estaba conduciendo. Bajo la cruel luz pudo ver algunos detalles que le habían pasado inadvertidos. Sobre la piel aparecían unos cuantos pelos cortos y pardos, bastante gruesos.
—¿Pelos de animal?
—Probablemente, hemos encontrado más adheridos a la ropa. Los compararemos con los que aparecieron en el cuerpo de Carla.
—¿Cuántas horas calcula que lleva muerta?
—Por la temperatura del hígado, que tomé junto al río, podría llevar allí entre dos y tres horas.
—No es mucho tiempo, no suficiente como para que los animales se acercaran hasta ella… El pastelillo estaba intacto, casi parecía recién horneado, y usted pudo olerlo como yo; si hubiera habido animales tan cerca como para dejar pelos sobre ella se habrían comido el dulce como en el caso de Carla.
—Tendría que consultar con los guardabosques —apuntó Zabalza—, pero creo que no es un lugar donde los animales acudan a beber.
—Un animal podría descender por allí sin dificultades —opinó San Martín.
—Descender sí, pero el río forma allí un desfiladero por el que resultaría difícil huir, y los animales siempre beben en zonas abiertas, donde pueden ver además de ser vistos.
—Entonces, ¿cómo se explican los pelos?
—Quizás el asesino los llevaba adheridos a su ropa y se los transfirió por contacto.
—Puede ser. ¿Quién llevaría la ropa llena de pelos de animal?
—Un cazador, un guardabosques, un pastor —dijo Jonan.
—Un taxidermista —cantó la técnico que ayudaba a San Martín y que había permanecido silenciosa hasta entonces.
—Bien, habrá que localizar a cualquiera que se ajuste al perfil y que esté por la zona, y añadamos el hecho de que debe de ser un hombre fuerte, muy fuerte diría yo. Si no fuera por la intimidad que requiere su fantasía diría que hay más de un asesino; pero algo está claro, y es que cualquiera no podría bajar por esa ladera un cadáver en volandas, y es evidente por la falta de arañazos y rozaduras que la bajó en brazos —dijo Amaia.
—¿Estamos seguros de que ya estaba muerta cuando la bajó?
—Estoy segura, ninguna chica bajaría de noche al río, ni siquiera con un conocido, y menos dejando sus zapatos atrás. Creo que las aborda, las mata rápidamente antes de que ellas sospechen algo, quizá le conocen y por eso confían, quizá no y las tiene que matar enseguida. Les rodea el cuello con el cordel y antes de que se den cuenta están muertas; después las lleva al río, las dispone tal y como ha imaginado en su fantasía y cuando ya ha completado su rito psicosexual nos deja esa señal en forma de zapatos y nos permite ver su obra. —Amaia enmudeció de pronto y sacudió la cabeza como si acabase de despertar de un sueño. Todos la miraban embobados.
—Vamos con el cordel —dijo San Martín.
La técnico sujetó la cabeza de la chica por la base del cráneo y la levantó lo suficiente para que el doctor San Martín extrajera el cordel del reguero oscuro en el que aparecía sepultado. Puso especial atención en los extremos que colgaban a los lados, en los que se apreciaban pequeños restos blanquecinos semejantes a plástico o a residuos de cola.
—Mire esto, inspectora, esto es nuevo: a diferencia de los otros casos hay restos de piel adheridos al cordel. Se ve que al tirar fuertemente se infligió un corte, o por lo menos una rozadura que se llevó parte de su piel.
—Creía que usaba guantes, por la ausencia de huellas —terció Zabalza.
—Eso parece, pero a veces estos asesinos no pueden sustraerse al placer que les provoca sentir cómo arrebatan la vida con sus propias manos, una sensación que quedaría amortiguada por los guantes, por lo que en ocasiones terminan por quitárselos, aunque sólo sea en el momento álgido. Aun así, puede ser suficiente para nosotros.
Tal y como Amaia había supuesto, el doctor San Martín estuvo de acuerdo en que Anne se había defendido. Quizás ella había visto algo que sus predecesoras no vieron, algo que la hizo sospechar y fue suficiente para no entregarse sumisa a la muerte. En su caso los síntomas de asfixia eran evidentes, y aunque el asesino había intentado recrear con Anne su fantasía, y hasta cierto punto lo había conseguido, porque a primera vista aquel crimen y toda la parafernalia que el asesino había dispuesto eran idénticos a los anteriores, Amaia tuvo la sensación inexplicable de que aquella muerte no había satisfecho del todo al asesino, que esa chiquilla de rostro de ángel que podía haber sido la obra cumbre de aquel monstruo había resultado ser más dura y agresiva que las otras. Y aunque el asesino se había esforzado en disponerla con el mismo cuidado que a las anteriores, el rostro de Anne no reflejaba sorpresa y vulnerabilidad, sino la pugna por su vida que había mantenido hasta el final y una parodia de sonrisa que resultaba terrorífica. Amaia observó unas marcas rosadas que aparecían alrededor de la boca y se extendían hasta casi la oreja derecha.
—¿De qué es esa mancha rosa que tiene en la cara?
La técnico tomó una muestra con un bastoncillo.
—En cuanto lo sepamos se lo digo, pero yo diría que es… —olisqueó el bastoncillo— gloss.
—¿Qué es gloss? —preguntó Zabalza.
—Pintalabios, subinspector, un pintalabios graso, brillante y con sabor a frutas —le aclaró Amaia.
A lo largo de su trayectoria como inspectora de homicidios había asistido a más autopsias de las que quería recordar, y consideraba que su cupo de «lo que debo demostrar por ser mujer» estaba más que cubierto. Por eso no se quedó a presenciar el resto. Cualquier patólogo forense que se precie reconocerá que las incisiones en forma de y griega de una autopsia son realmente brutales, que no hay ninguna cirugía que se practique a vivos de una magnificencia semejante, y aunque el proceso de abrir la cavidad, extraer y pesar los órganos no es agradable en absoluto, la parte técnica del proceso lograba en parte sustraerla del horror que suponía. Era cuando volvían a rellenar el cadáver y el ayudante cerraba la terrible herida que iba desde los hombros hasta la mitad del pecho, y desde allí hasta la pelvis rodeando el ombligo, cuando la evidencia de la brutalidad que suponía se hacía insoportable. Cuando el cadáver pertenecía a un niño pequeño o una chiquilla, como en aquel caso, era en ese momento cuando parecía más desvalido y violentado, más maltratado por las grandes puntadas con que lo cosían, como la cremallera en la piel de una muñeca de trapo que ya nunca sanaría.