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La nueva comisaría de la Policía Foral de Elizondo había adoptado la modernidad en su diseño, igual que los cuarteles de Pamplona o Tudela, huyendo de la arquitectura común en todo el pueblo y en el resto del valle. Sus muros de piedra blanquecina y los gruesos cristales repartidos en dos plantas rectangulares, en las que la segunda sobresalía sobre la primera formando un escalón invertido que le daba cierto aire de portaaviones, caracterizaban un edificio realmente singular. Un par de coches patrulla aparcados bajo el saliente, las cámaras de vigilancia y los cristales espejados ponían de manifiesto la actividad policial. En la breve visita al despacho del comisario de Elizondo volvieron a repetirse las mismas frases de apoyo y colaboración que éste ya le había hecho llegar el día anterior y la promesa de prestarle toda la ayuda que pudiera necesitar. Las fotografías de gran resolución no revelaron nada que se les hubiera pasado por alto en el cementerio. Había sido un entierro multitudinario, como suelen serlo en estos casos. Familias al completo, mucha gente que Amaia conocía desde pequeña, entre los que reconoció a algunos compañeros de clase y antiguas amigas del instituto. Estaban todos los profesores y la directora del centro, algunos concejales, los compañeros de clase de la chica y las amigas de Ainhoa formando un corro de niñas llorosas que se abrazaban entre sí. Y nada más, ni delincuentes, ni pederastas, ni sospechosos en busca y captura, ningún hombre solitario enfundado en una gabardina negra y relamiéndose mientras la luz se reflejaba en sus afilados colmillos lobunos. Lanzó el montón de fotos sobre la mesa con un gesto hastiado pensando en cuántas veces el trabajo era así de frustrante y desalentador.

—Los padres de Carla Huarte no asistieron al entierro ni al funeral, tampoco estuvieron en la recepción de después en el domicilio de Ainhoa —apuntó Montes.

—¿Es eso raro? —preguntó Iriarte.

—Bueno, es curioso, las familias se conocían, aunque sólo fuera de vista, y teniendo en cuenta esto y las circunstancias de las muertes de las dos chicas…

—Quizás haya sido por evitar comentarios, no olvidemos que durante este tiempo, para ellos, Miguel Ángel ha sido el asesino de su hija… Tiene que ser duro saber que no lo tenemos y que encima va a salir de la cárcel.

—Puede ser —admitió Iriarte.

—Jonan. ¿Qué me dices de la familia de Ainhoa? —preguntó Amaia.

—Después del entierro recibieron en su casa a casi todos los asistentes. Los padres, muy afectados, aunque bastantes enteros apoyándose el uno en el otro, se mantuvieron todo el tiempo cogidos de la mano y no se soltaron ni un instante. El que está peor es el chaval, daba pena verlo, sentado en un sillón, él solo, mirando al suelo, recibiendo el pésame de todo el mundo pero sin que sus padres se dignasen a dedicarle ni una mirada. Una lástima.

—Culpan al chaval, ¿sabemos si el chico de verdad estuvo en casa? ¿Pudo salir y recoger a la hermana? —inquirió Zabalza.

—Estuvo en casa. Otros dos amigos estuvieron todo el tiempo con él, por lo visto tenían que hacer un trabajo para el instituto y después se liaron con la PlayStation; a última hora se les unió otro más, un vecino que pasó a echar una partida. También he hablado con las amigas de Ainhoa. No dejaban de llorar y de hablar por el móvil a la vez, una combinación de lo más curiosa. Todas dijeron lo mismo. Pasaron la tarde juntas en la plaza y dando una vuelta por el pueblo, y después se fueron a un local que tienen montado en un bajo de la casa de una de ellas. Bebieron, según ellas un poco. Algunas fuman, aunque no Ainhoa; aun así, eso explicaría el olor a tabaco de su pelo y su ropa. Hubo una cuadrillita de chavales bebiendo cerveza con ellas, pero todos se quedaron cuando Ainhoa se marchó; por lo visto era la que tenía la hora más temprana de regreso a casa.

—De poco le valió —comentó Montes.

—Algunos padres creen que haciendo regresar a sus hijas más temprano las libran del peligro, cuando lo importante es que no regresen solas. Al hacerlas volver antes que el grupo son ellos los que las ponen en riesgo.

—Ser padre es difícil —susurró Iriarte.