El cementerio estaba repleto de vecinos que habían abandonado sus faenas y hasta cerrado sus negocios para asistir al sepelio. El rumor de que podría no ser la primera chica que moría asesinada por el mismo criminal comenzaba a afianzarse entre la gente. Durante el funeral, que había tenido lugar apenas dos horas antes en la parroquia de Santiago, el sacerdote había insinuado en el sermón que el mal parecía estar acechando el valle; y durante el responso, frente a la tumba abierta en el suelo, el clima era tenso y ominoso, como si sobre las cabezas de los presentes se cerniera una maldición de la que no podrían escapar. El silencio sólo se vio roto por el hermano de Ainhoa, que, sostenido por sus primas, se retorcía con un gemido quebrado y convulsivo que le brotaba desde el estómago arrancándole sollozos desgarradores. Los padres, muy cerca, parecían no oírle. Abrazados, lloraban en silencio apoyándose uno en el otro y sin quitar los ojos del ataúd que guardaba el cadáver de su hija. Jonan grababa toda la ceremonia apostado en lo alto de un antiguo panteón. Montes, situado tras los padres, observaba al grupo que tenían justo enfrente, los más cercanos a la fosa. El subinspector Zabalza se había apostado cerca de la puerta y desde un coche camuflado fotografiaba a todos los grupos de personas que entraban en el cementerio, incluso a los que se dirigían a otras tumbas o los que no llegaban a entrar y se mantenían hablando en corrillos o apostados junto a la verja.
Amaia vio a la tía Engrasi, que se cogía del brazo de Ros, y se preguntó dónde estaría el vago de su cuñado; seguramente aún en la cama. Freddy no había pegado golpe en su vida; huérfano de padre con sólo cinco años, se había criado anestesiado por los mimos de una madre histérica y una caterva de tías que lo habían echado a perder. En la última Nochebuena ni siquiera se había presentado a cenar. Ros no probó bocado mientras miraba con rostro ceniciento hacia la puerta y marcaba una y otra vez el número de Freddy, que estaba desconectado; a pesar de que todos habían intentado quitarle importancia, Flora no perdió la ocasión de hacer comentarios sobre lo que opinaba de aquel desgraciado hasta que acabaron discutiendo. Ros se fue a mitad de la cena y Flora y un resignado Víctor hicieron lo mismo en cuanto tomaron el postre. Desde entonces las cosas entre ellas estaban peor que de costumbre. Amaia esperó hasta que todo el mundo hubo pasado a dar el pésame a los padres para acercarse a la fosa que los operarios acababan de cubrir con un grueso mármol gris en el que aún no figuraba el nombre de Ainhoa.
—Amaia.
Desde lejos vio venir a Víctor, que se abría paso entre los parroquianos que salían como una riada tras los padres de la niña. Conocía a Víctor desde que era una cría y él empezó a salir con Flora. Aunque hacía dos años que estaban separados, para Amaia, Víctor siempre sería su cuñado.
—Hola, Amaia, ¿cómo estás?
—Bien, dadas las circunstancias.
—Oh, claro —dijo mirando la tumba con gesto aturdido—, aún así me alegro mucho de verte.
—Yo también. ¿Has venido solo?
—No, con tu hermana.
—No os he visto.
—Nosotros a ti sí…
—¿Y Flora?
—Ya la conoces… Se ha ido ya, no se lo tomes a mal.
Tía Engrasi y Ros venían por el camino de grava; Víctor las saludó afectuoso y salió del camposanto, volviéndose a saludar con la mano cuando llegó a la puerta.
—No sé cómo la soporta —comentó Ros.
—Ya no lo hace, ¿olvidas que están separados? —dijo Amaia.
—¿Que no lo hace? Lo tiene como un perro. Y ni come ni deja comer.
—Bueno, esa frase define bien a Flora —terció tía Engrasi.
—Ya os contaré, tengo que ir a verla.
Fundada en 1865, Mantecadas Salazar era una de las fábricas de dulces más antiguas de Navarra; seis generaciones de Salazar habían pasado por ella, aunque había sido Flora, relevando a sus padres, la que había sabido darle el impulso necesario para mantener un negocio de esas características en la época actual. Se mantenía el cartel original enmarcado en la fachada de mármol, y las anchas contraventanas de madera se habían sustituido por gruesas cristaleras ahumadas que no permitían ver el interior. Rodeando el edificio, Amaia llegó hasta la puerta del almacén, que cuando trabajaban permanecía siempre abierta. Golpeó con los nudillos. Mientras entraba observó a un grupo de operarios que empaquetaban pastas mientras charlaban. Reconoció a algunos, los saludó y se dirigió al despacho de Flora aspirando el aroma dulzón de la harina azucarada y de la mantequilla derretida que durante años formó parte de su ser, impregnando su ropa y su cabello como una huella genética. Sus padres habían sido los precursores del cambio, pero Flora lo había llevado a cabo con pulso firme. Amaia vio que había sustituido todos los hornos excepto el de leña y que las antiguas mesas de mármol sobre las que amasaba su padre eran ahora de acero inoxidable. Ahora había unos dispensadores con pedal y las diversas zonas estaban separadas por cristales limpísimos; de no haber sido por el penetrante olor del almíbar le habría recordado más a un quirófano que a un obrador. Por contra, el despacho de Flora resultaba sorprendente. La mesa de roble que reinaba en un rincón era el único mueble propio de una oficina. Una gran cocina rústica con una chimenea y una encimera de madera hacían las veces de recepción; un gran sofá floreado y una moderna cafetera exprés completaban el conjunto, que era realmente acogedor.
Flora preparaba café disponiendo las tazas y platos como si fuese a recibir invitados.
—Te esperaba —dijo sin volverse al oír la puerta.
—Pues debe de ser el único sitio donde esperas, saliste corriendo del cementerio.
—Es que yo, hermana, no tengo tiempo para perderlo, tengo que trabajar.
—Como todos, Flora.
—Como todos no, hermana, unos más que otros. Seguro que Ros, o mejor dicho, Rosaura, como quiere que la llamen ahora, tiene tiempo de sobra.
—No sé por qué lo dices —dijo Amaia, entre sorprendida y molesta por el tono despectivo con el que hablaba su hermana mayor.
—Pues lo digo porque nuestra hermanita tiene de nuevo problemas con ese desgraciado de Freddy. Últimamente se pasaba las horas colgada del teléfono intentando localizarlo, eso cuando no traía los ojos hinchados como panes de llorar por ese mierda. Yo se lo decía, pero ella ni caso… Hasta que un día, hace dos semanas, dejó de venir a trabajar con el pretexto de que estaba enferma, y ya te puedo decir yo lo enferma que estaba… Lo que estaba era con un berrinche mayúsculo gracias al campeón de la PlayStation ése, que no sirve para otra cosa que para gastarse el dinero que Ros gana, jugar a la Play y ponerse hasta arriba de porros. Resumiendo, hace una semana se digna la reina Rosaura a aparecer por aquí y me pide el finiquito… ¡Qué te parece! Me dice que no puede continuar trabajando conmigo y que quiere el finiquito.
Amaia la miraba en silencio.
—Eso ha hecho tu hermanita; en lugar de deshacerse del desgraciado ése viene a mí y me pide el finiquito. El finiquito —repitió indignada—, ella tendría que indemnizarme a mí por tener que aguantar sus mierdas y sus llantos, su cara de santa en el martirio, siempre como un alma en pena, por una pena que sólo ella se ha buscado. ¿Y sabes qué te digo? Que mucho mejor, tengo veinte empleados y no tengo que ver lagrimitas de nadie, a ver si ahora a donde vaya le permiten la mitad de las que le he pasado yo.
—Flora, tú eres su hermana… —susurró Amaia sorbiendo su café.
—Claro, y a cambio de ese honor tengo que aguantar mares y mareas.
—No, Flora, pero una espera que su hermana sea más comprensiva que el resto del mundo.
—¿Crees que yo no he sido comprensiva? —dijo alzando la cabeza ofendida.
—Quizás un poco de paciencia no te habría venido mal.
—Bueno, esto es el colmo.
Resopló emprendiendo un repaso de orden a su mesa. Amaia prosiguió:
—Cuando estuvo tres semanas sin venir a trabajar, ¿fuiste a verla?, ¿le preguntaste qué le pasaba?
—No, no lo hice, ¿y tú? ¿Fuiste tú a preguntarle qué le pasaba?
—Yo no lo sabía, Flora, si no, puedes estar segura de que lo habría hecho. Pero contéstame.
—No, no le pregunté porque ya sabía la respuesta: que ese mierda la tiene hecha una desgraciada. ¿Para qué preguntar si todos lo sabemos?
—Tienes razón, también sabíamos la causa cuando eras tú la que sufrías, pero entonces tanto Ros como yo estuvimos a tu lado.
—Y ya visteis que no os necesitaba, lo solucioné como se solucionan estas cosas: cortando por lo sano.
—No todo el mundo es tan fuerte como tú, Flora.
—Pues deberíais serlo. Las mujeres de esta familia siempre lo han sido —dijo rasgando sonoramente una cuartilla, que arrojó a la papelera.
Amaia valoró la carga de resentimiento en las palabras de Flora y pensó que su hermana las veía como a seres débiles, disminuidas, como a medio hacer, y las miraba desde arriba con una mezcla de desprecio y lástima huera, carente de cualquier clase de piedad.
Mientras Flora lavaba las tazas del café, Amaia se fijó en unas fotos de gran formato que asomaban de un sobre en la mesa. En ellas, su hermana mayor aparecía sonriente amasando una mezcla untuosa y vestida de repostera.
—¿Son para tu nuevo libro?
—Sí. —Su tono se suavizó un grado—. Son las propuestas para la portada, me las han enviado hoy mismo.
—Tengo entendido que el anterior fue un éxito.
—Sí, funcionó bastante bien, así que la editorial quiere que continuemos en la misma línea. Ya sabes, repostería básica que cualquier ama de casa pueda elaborar sin mucha complicación.
—No le quites importancia, Flora, casi todas mis amigas de Pamplona tienen el libro y les encanta.
—Si alguien le hubiese dicho a la amona[5] que me haría famosa enseñando a hacer magdalenas y rosquillas no se lo creería.
—Los tiempos han cambiado… Ahora hacer bollos caseros resulta algo exótico y exclusivo.
Era fácil percibir que Flora se sentía cómoda ante los halagos y el sabor de su éxito; sonrió mirando a su hermana como si sopesase la posibilidad de hacerla partícipe de un secreto o no.
—No digas nada a nadie, pero me han propuesto hacer un programa de repostería para la televisión.
—¡Oh, Dios mío, Flora! Eso es maravilloso, enhorabuena —dijo Amaia.
—Bueno, todavía no he firmado, han enviado el contrato a mi abogado para que lo revise y en cuanto me dé el visto bueno… Sólo espero que todo este follón de los asesinatos no afecte negativamente. Hace un mes esa chica a la que asesinó su novio, y ahora lo de la niña.
—No sé en qué modo iban a afectarte para el desarrollo de tu trabajo, los crímenes son algo ajeno a ti por completo.
—Al cumplimiento de mi trabajo en absoluto, pero creo que mi imagen y la de Mantecadas Salazar están íntimamente ligadas a la de Elizondo, y tienes que reconocer que una cosa así afecta a la imagen del pueblo, al turismo y a las ventas.
—Vaya, qué raro, Flora, tú, como siempre, haciendo gala de tu gran humanidad. Te recuerdo que tenemos dos niñas asesinadas y dos familias destrozadas, no creo que sea el momento de ponerse a pensar en cómo afectará eso al turismo.
—Alguien tiene que pensar —sentenció ella.
—Para eso estoy yo aquí, Flora, para cogerlo a él o a los que han hecho esto y para que Elizondo recupere de nuevo la tranquilidad.
Flora la miró fijamente y compuso un gesto escéptico.
—Si tú eres lo mejor que la Policía Foral ha podido enviar, que Dios nos pille confesados.
Al contrario de lo que ocurría con Rosaura, los intentos de Flora por dañarla no le afectaban lo más mínimo. Suponía que los tres años pasados en la academia de policía rodeada de hombres y el hecho de ser la primera mujer que llegó a inspectora de homicidios le habían valido suficientes burlas y chanzas de los que se habían quedado por el camino como para blindar su capacidad y su aplomo. Las inquinas de Flora casi le habrían hecho gracia de no ser porque era su hermana y le azoraba el saber con certeza que era muy mala. Cada gesto, cada palabra que salían de su boca estaban destinados a herir y causar el mayor daño posible. Percibía el modo en que fruncía levemente la boca formando un rictus de contrariedad cuando ella respondía a sus provocaciones con paciencia y el tono burlón que empleaba, como si se dirigiese a una niña recalcitrante y malcriada. Iba a contestarle cuando sonó su teléfono.
—Jefa, tenemos las fotos y el vídeo del cementerio —dijo Jonan. Amaia consultó su reloj.
—Muy bien. Voy para allá, tardo diez minutos. Reúne a todo el mundo. —La inspectora colgó y le dijo a Flora sonriendo—: Hermana, tengo que irme, ya ves que a pesar de mi ineptitud también el deber me llama.
Flora hizo un gesto como de ir a decir algo, pero al final se lo pensó y permaneció en silencio.
—Pero ¿qué es esa carita? —sonrió Amaia—. No estés triste, volveré mañana, quiero consultarte una cosa además de tomarme otro de tus deliciosos cafés.
Cuando salía del obrador a punto estuvo de tropezar con Víctor, que entraba con un enorme ramo de rosas rojas.
—Gracias, cuñado, pero no tenías que haberte molestado —exclamó Amaia riendo.
—Hola, Amaia, son para Flora. Hoy es nuestro aniversario de boda, veintidós años —dijo sonriendo a su vez. Amaia se quedó en silencio. Flora y Víctor llevaban separados dos años y, aunque no se habían divorciado, ella se había quedado en la casa común y él se había trasladado al magnífico caserío que su familia tenía a las afueras. Víctor percibió su desconcierto.
—Ya sé lo que estás pensando, pero Flora y yo aún estamos casados, yo porque todavía la quiero y ella porque dice que no cree en el divorcio. Me da igual por lo que sea, pero aún me queda una esperanza, ¿no crees?
Amaia puso su mano sobre la de él, que sostenía el ramo.
—Claro que sí, cuñado, que tengas suerte.
Él sonrió.
—Con tu hermana siempre la necesito.