Caminaba un poco distraída por la parte vieja de Pamplona acercándose a su casa, un viejo edificio restaurado en plena calle Mercaderes. En los años treinta hubo en sus bajos una fábrica de paraguas, aún era visible la antigua placa anuncio de Paraguas Izaguirre, «calidad y prestigio en sus manos». James decía que había elegido la casa sobre todo por el espacio y la luz del taller, perfectos para instalar allí su estudio de escultor, pero Amaia sabía que la razón que había llevado a su marido a comprar aquella casa en pleno recorrido del encierro era la misma que le había traído a Pamplona. Como miles de norteamericanos, sentía una pasión desaforada por los Sanfermines, por Hemingway y por esta ciudad, una pasión que a ella le resultaba casi infantil y que él revivía cada año cuando llegaba la fiesta. Para alivio de Amaia, James no corría el encierro, pero recorría a diario los ochocientos cincuenta metros del camino desde Santo Domingo aprendiéndose de memoria cada curva, cada tropiezo, cada adoquín, hasta llegar a la plaza. Le encantaba el modo en que lo veía sonreír cada año cuando se aproximaba la fiesta, cómo sacaba de un baúl la ropa blanca y se empeñaba en comprar un pañuelo nuevo a pesar de que tenía más de cien. Cuando lo conoció, él ya llevaba un par de años en Pamplona; vivía entonces en un bonito piso del centro y alquilaba para trabajar un estudio muy cerca del ayuntamiento. Cuando decidieron casarse, James la llevó a ver la casa de la calle Mercaderes y a ella le pareció magnífica, aunque demasiado grande y cara. Eso no era un problema para James, que ya entonces comenzaba a gozar de cierto prestigio en el mundo artístico; además, provenía de una rica familia de fabricantes de ropa de trabajo puntera en Estados Unidos. Compraron la casa, James instaló su estudio en el antiguo taller y se prometieron llenarla de niños en cuanto Amaia fuera inspectora de homicidios.
Hacía ya cuatro años del ascenso, cada año llegaba San Fermín, cada año James era más famoso en los círculos artísticos, pero los niños no llegaban. Inconscientemente, Amaia se llevó la mano al vientre en un gesto de protección y anhelo. Apuró el paso hasta superar a un grupo de inmigrantes rumanas que discutían en la calle y sonrió al ver entre las rendijas de los portones la luz del taller de James. Miró su reloj, eran casi las diez y media y seguía trabajando. Abrió el portal, dejó las llaves sobre la mesa antigua que hacía de aparador y accedió al taller a través de lo que había sido en el pasado el portal de la casa, que aún conservaba el original suelo de grandes cantos rodados y una trampilla que conducía a un pasadizo cegado que antaño se utilizó para guardar el vino o el aceite. James lavaba una pieza de mármol gris en una pila de agua jabonosa. Sonrió al verla.
—Dame un minuto para que saque a este sapo del agua y estoy contigo.
Colocó la pieza sobre una rejilla, la cubrió con un lienzo y se secó las manos en el delantal blanco de cocinero con el que solía trabajar.
—¿Cómo está mi amor? ¿Cansada?
La rodeó con sus brazos y ella se sintió desfallecer, como siempre que él la abrazaba. Aspiró el aroma de su pecho a través del jersey y tardó un poco en responder.
—No estoy cansada, pero ha sido un día raro.
Él se separó lo suficiente como para verle el rostro.
—Cuéntamelo.
—Bueno, seguimos con lo de la chica de mi pueblo. Resulta que su caso se parece bastante a otro de hace un mes, también en Elizondo, y se ha determinado que están relacionados.
—¿Relacionados cómo?
—Parece que es el mismo asesino.
—Oh, Dios, eso significa que hay por ahí un animal que mata chicas.
—Casi niñas, James. El caso es que el comisario me ha puesto al frente de la investigación.
—Enhorabuena, inspectora —dijo besándola.
—No a todo el mundo le ha alegrado tanto, a Montes no le ha sentado demasiado bien. Creo que se ha enfadado bastante.
—No le des importancia, ya conoces a Fermín: es un buen hombre, pero está pasando un momento difícil. Se le pasará, él te aprecia.
—No sé yo…
—Pero yo sí lo sé, te aprecia. Créeme. ¿Tienes hambre?
—¿Has preparado algo?
—Por supuesto, el chef Wexford ha preparado la especialidad de la casa.
—Me muero por probarlo. ¿Cuál es? —dijo Amaia riendo.
—¿Cómo que cuál es? Serás sinvergüenza. Espagueti con setas y una botella de Chivite rosado.
—Ve abriéndola mientras me ducho.
Besó a su marido y se dirigió hacia el baño para darse una ducha. Ya bajo el agua, cerró los ojos y dejó que ésta le corriera por el rostro durante un rato; después apoyó las manos y la frente en las baldosas, heladas por el contraste, y sintió el chorro deslizarse por su cuello y su espalda. Los acontecimientos del día se habían sucedido simultaneados y no había tenido tiempo ni de valorar las consecuencias que aquel caso tendría para su carrera y para su mañana inmediato. Un soplo de aire frío la envolvió cuando James entró en la ducha. Ella permaneció inmóvil disfrutando del calor del agua, que parecía arrastrar hacia el desagüe cualquier pensamiento coherente. James se situó tras ella y la besó muy despacio en los hombros. Amaia ladeó la cabeza ofreciéndole el cuello en un gesto que siempre le hacía recordar las viejas películas de Drácula, en las que sus cándidas y virginales víctimas se entregaban al vampiro descubriendo el cuello hasta el hombro y entrecerrando los ojos en espera de un placer sobrehumano. James la besó en el cuello pegando su cuerpo al de ella y la volvió buscando su boca. El contacto con los labios de James fue suficiente, siempre lo era, para que cualquier pensamiento que no fuera él quedara relegado a lo más profundo de su mente. Recorrió con manos sensuales el cuerpo de su marido, deleitándose en el tacto, en la suave firmeza de su carne, y dejando que él la besase dulcemente.
—Te amo —gimió James en su oído.
—Te amo —musitó ella. Y sonrió por la certeza de que así era, de que lo amaba más que a nada, más que a nadie, y en lo feliz que la hacía tenerle entre sus piernas, dentro de ella, y hacer el amor con él. Cuando terminaban, esa misma sonrisa se mantenía durante horas, como si un instante con él fuera suficiente para exorcizar todos los males del mundo.
Amaia pensaba en lo más íntimo que sólo él la podía hacer sentir realmente mujer. En su día a día profesional dejaba su faceta femenina en segundo plano y se centraba tan sólo en ser buena policía; pero fuera del trabajo su elevada estatura y su cuerpo delgado y nervudo, unido a la vestimenta algo sobria que solía elegir, la hacían sentir poco femenina cuando estaba con otras mujeres, principalmente las esposas de los amigos de James, más bajas y menudas, con sus manos pequeñas y suaves que nunca habían tocado un cadáver. No solía llevar joyas excepto la alianza y unos diminutos pendientes que James le decía que eran de niña; el pelo rubio y largo, siempre recogido en una coleta, y el escaso maquillaje contribuían a darle un aspecto serio y algo masculino que él adoraba y que ella cultivaba. Además, Amaia sabía que la firmeza de su voz y la seguridad con que hablaba y se movía eran suficientes para intimidar a aquellas zorras cuando le hacían insinuaciones maliciosas sobre una maternidad que no acababa de llegar. Una maternidad que le dolía.
Cenaron mientras charlaban de temas triviales y se acostaron pronto. Admiraba en James la capacidad para desconectar de las preocupaciones del día y cerrar los ojos en cuanto se metía en la cama. Ella siempre tardaba mucho en relajarse lo suficiente como para dormir; a veces leía durante horas antes de conciliar el sueño y cualquier ruido la despertaba varias veces en la noche. El año que ascendió a inspectora acumulaba tanta tensión y nervios durante el día que caía agotada y dormida en un sueño profundo y amnésico, sólo para despertar dos o tres horas después con la espalda paralizada y dolorida por una contractura que le impedía volver a dormir. Con el tiempo la tensión había ido disminuyendo pero la calidad de su sueño seguía siendo mala. Solía dejar encendida en la escalera una lamparita cuya luz llegaba sesgada al dormitorio, con el fin de poder orientarse cuando despertaba sobresaltada de los sueños plagados de horribles imágenes que solían atormentarla. En vano intentó concentrar su atención en el libro que sostenía entre las manos. Rendida y atribulada por sus pensamientos, lo deslizó hasta el suelo. Pero no apagó la luz. Permaneció absorta mirando al techo y planeando la jornada venidera. La asistencia al funeral y al entierro de Ainhoa Elizasu. En crímenes de estas características el asesino solía conocer a sus víctimas, y era probable que viviese cerca de ellas y las viese cada día. Estos asesinos mostraban una desfachatez impresionante, su seguridad y una placentera sensación morbosa les llevaban en muchas ocasiones a colaborar en la investigación, en la búsqueda de desaparecidos y a asistir a concentraciones, funerales y entierros, mostrando en ocasiones grandes muestras de dolor y consternación. De momento no podían estar seguros de nada, ni siquiera los familiares estaban descartados como sospechosos. Pero como primer contacto no estaba mal, serviría para tomar el pulso a la situación, para observar las reacciones, para escuchar los comentarios y las opiniones de la gente. Y por supuesto para ver a sus hermanas y a su tía… No hacía tanto, desde Nochebuena, y al final Flora y Ros habían terminado discutiendo —suspiró sonoramente.
—Si no dejas de pensar en voz alta no conseguiré dormir —dijo James, somnoliento.
—Lo siento, cariño, ¿te he despertado?
—No te preocupes. —Sonrió él incorporándose de lado—. Pero ¿quieres decirme qué tienes en la cabeza?
—Ya sabes que mañana subiré a Elizondo… He pensado en quedarme unos días, creo que es mejor que esté allí para hablar con las familias, los amigos y hacerme una idea más general. ¿Qué te parece?
—Que tiene que hacer bastante frío allí arriba.
—Sí, pero no me refiero al frío.
—Yo sí. Te conozco, si tienes frío en los pies no puedes dormirte, y eso va fatal para la investigación.
—James…
—Si quieres yo podría acompañarte para calentártelos —dijo alzando una ceja.
—¿En serio vendrás conmigo?
—Claro que sí, llevo el trabajo muy adelantado y tengo ganas de ver a tus hermanas y a tu tía.
—Nos quedaremos en su casa.
—Muy bien.
—Aunque estaré bastante ocupada y no tendré mucho tiempo libre.
—Jugaré con tu tía y sus amigas al mus o al póquer.
—Te desplumarán.
—Soy muy rico.
Rieron con ganas y Amaia continuó hablando de lo que podrían hacer en Elizondo hasta que se dio cuenta de que James dormía. Lo besó suavemente en la cabeza y le cubrió los hombros con el edredón. Se levantó para ir al baño; al limpiarse, vio que en el papel había manchas de sangre. Se miró en el espejo mientras las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Con el pelo suelto cayéndole sobre los hombros parecía más joven y vulnerable, como la niña que había sido alguna vez.
—Esta vez tampoco, cariño, esta vez tampoco —musitó sabiendo que no habría consuelo. Se tomó un calmante y se metió en la cama tiritando.