El chico que tenía enfrente se sentaba ligeramente encorvado, como si soportase un gran peso sobre su espalda, las manos colgando laxas sobre las rodillas, la piel del rostro transparentaba cientos de diminutas venas rosadas, y profundas ojeras circundaban sus ojos. Nada que ver con la foto que Amaia recordaba haber visto en la prensa un mes antes, en la que posaba junto a su coche con gesto desafiante. Toda la seguridad, la pose de machito engreído e incluso parte de su juventud parecían haberse esfumado. Cuando Amaia y Jonan Etxaide entraron en la sala de interrogatorios, el chico miraba a un punto en el vacío del que le costó regresar.
—Hola, Miguel Ángel.
Él no contestó. Suspiró y los miró en silencio.
—Soy la inspectora Salazar, y él —dijo señalando a Jonan— es el subinspector Etxaide. Queremos hablar contigo sobre Carla Huarte.
Él levantó la cabeza y como si fuera presa de un enorme cansancio susurró:
—No tengo nada que decir, todo lo que podía decirles ya está en mi declaración… No hay más, es la verdad, no hay más, yo no la maté y ya está, no hay más, déjenme en paz y hablen con mi abogado.
Bajó de nuevo la cabeza y concentró toda su atención en mirarse las manos, secas y pálidas.
—Bueno —suspiró Amaia—, ya veo que no hemos comenzado con buen pie. Probemos otra vez. No creo que mataras a Carla.
Miguel Ángel levantó la mirada, esta vez sorprendido.
—Creo que estaba viva cuando te fuiste de allí, y creo que alguien se acercó entonces a ella y la mató.
—Eso… —dijo Miguel Ángel balbuceando—. Eso es lo que tuvo que pasar. —Gruesas lágrimas rodaron por su rostro mientras comenzaba a temblar—. Eso, eso tuvo que pasar, porque yo no la maté, créame, por favor, yo no la maté.
—Te creo —dijo Amaia deslizando un paquete de pañuelos de papel sobre la superficie de la mesa—. Te creo y voy a ayudarte a salir de aquí.
El chico entrelazó los dedos en signo de ruego.
—Por favor, por favor —musitaba.
—Pero antes tú tienes que ayudarme a mí —dijo casi con dulzura. Él se secó las lágrimas sin dejar de gimotear mientras asentía—. Háblame de Carla. ¿Cómo era?
—Carla era genial, una máquina de tía, muy guapa, muy abierta, tenía muchos amigos…
—¿Cómo os conocisteis?
—En el instituto, yo ya lo he dejado y ahora trabajo… Hasta que pasó esto trabajaba con mi hermano echando cubiertas de brea en los tejados. Me iba bien, se gana pasta; es una mierda de curro pero está bien pagado. Ella seguía estudiando, aunque estaba repitiendo y quería dejarlo, pero sus padres se empeñaron y ella era obediente.
—Has dicho que tenía muchos amigos, ¿sabes si se veía con alguien más? ¿Otros chicos?
—No, no, de eso nada —dijo recobrando la energía y frunciendo el ceño—, estaba conmigo y con nadie más.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Lo estoy. Pregunte a sus amigas, estaba loca por mí.
—¿Teníais sexo?
—Y del bueno —dijo él sonriendo.
—Cuando encontraron el cadáver de Carla tenía marcas de tus dientes en un pecho.
—Ya lo expliqué entonces. Con Carla era así, a ella le gustaba así, y a mí también. Vale, nos iba el sexo más duro, ¿y qué? No le pegaba ni nada así, sólo eran juegos.
—Dices que era a ella a la que le gustaba el sexo cañero, sin embargo declaraste —dijo Jonan mirando las notas— que aquella noche no quiso tener relaciones, y que tú te enfadaste por eso. Aquí hay algo que no concuerda, ¿no crees?
—Era por las drogas, en un momento se ponía como una moto y al minuto le daba la paranoia y decía que no… Claro que me cabreé, pero no la forcé y no la maté, ya nos había ocurrido otras veces.
—¿Y otras veces la hacías bajar del coche y la dejabas tirada en mitad del monte?
Miguel Ángel le lanzó una mirada furiosa y tragó saliva antes de responder.
—No, ésa fue la primera vez, y yo no la hice bajar del coche: fue ella la que se piró y no quería subir, a pesar de que se lo pedí… Hasta que me harté y me fui.
—Te arañó el cuello —dijo Amaia.
—Ya se lo he dicho, le gustaba así; a veces me dejaba la espalda destrozada. Nuestros amigos se lo pueden decir; este verano, mientras tomábamos el sol, vieron las marcas de mordiscos que yo tenía en los hombros, y se estuvieron riendo un rato y llamándola loba.
—¿Cuándo habíais tenido relaciones sexuales por última vez antes de esa noche?
—Pues imagino que el día anterior, siempre que nos veíamos acabábamos follando, ya le he dicho que estaba loca por mí.
Amaia suspiró y se puso en pie haciéndole un gesto al celador.
—Sólo una cosa más. ¿Cómo llevaba el pubis?
—¿El pubis?, ¿quiere decir los pelos del coño?
—Sí, los pelos del coño —dijo Amaia sin inmutarse—. ¿Cómo los llevaba?
—Afeitados, sólo una sombrita —dijo sonriendo, justo encima.
—¿Por qué se rasuraba?
—Ya le he dicho que a los dos nos gustaban esas cosas. Me encantaba…
Cuando se dirigían a la puerta, Miguel Ángel se puso en pie.
—Inspectora. —El funcionario le hizo un gesto para que se sentara.
Amaia se volvió hacia él.
—Dígame, ¿por qué ahora sí y antes no?
La inspectora miró a Jonan antes de responder, pensándose si aquel gallito merecía una explicación o no. Decidió que sí.
—Porque ha aparecido otra chica muerta y su crimen recuerda un poco al de Carla.
—¡Ahí lo tiene! ¿Lo ve?, ¿cuándo saldré de aquí? —Amaia se volvió hacia la salida antes de responder.
—Tendrás noticias.