Por si no viven en Nueva York, les diré que el Wicker Bar está en un hotel muy elegante, el Seton. Antes me gustaba mucho, pero poco a poco fui dejando de ir. Es uno de esos sitios que se consideran muy finos y donde se ven farsantes a patadas. Había dos chicas francesas, Tina y Janine, que actuaban tres veces por noche. Una de ellas tocaba el piano —lo asesinaba—, y la otra cantaba, siempre unas canciones o muy verdes o en francés. La tal Janine se ponía delante del micrófono y antes de empezar la actuación, decía como susurrando: «Y ahoja les pjesentamos nuestja vejsión de Vulé vú fjansé. Es la histojia de una fjansesita que llega a una gjan siudad como Nueva Yojk y se enamoja de un muchachito de Bjooklyn. Espejo que les guste».
Cuando acababa de susurrar y de demostrar lo graciosa que era, cantaba medio en francés medio en inglés una canción tontísima que volvía locos a todos los imbéciles del bar. Si te pasabas allí un buen rato oyendo aplaudir a ese hatajo de idiotas, acababas odiando a todo el mundo. De verdad. El barman era también insoportable, un snob de muchísimo cuidado. No hablaba a nadie a menos que fuera un tío muy importante o un artista famoso o algo así, y cuando lo hacía era horroroso. Se acercaba a quien fuera con una sonrisa amabilísima, como si fuera una persona estupenda, y le decía: «¿Qué tal por Connecticut?», o «¿Qué tal por Florida?». Era un sitio horrible, de verdad. Como les digo, poco a poco fui dejando de ir.
Cuando llegué aún era muy temprano. Estaba llenísimo. Me acerqué a la barra y pedí un par de whiskis con soda. Los pedí de pie para que vieran que era alto y no me tomaran por menor de edad. Luego me puse a mirar a todos los cretinos que había por allí. A mi lado tenía a un tío metiéndole un montón de cuentos a la chica con que estaba. Le decía por ejemplo que tenía unas manos muy aristocráticas. ¡Menudo imbécil! El otro extremo de la barra estaba lleno de maricas. No es que hicieran alarde de ello —no llevaban el pelo largo ni nada—, pero aun así se les notaba. Al final apareció mi amigo.
¡Bueno era el tal Luce! Se las traía. Cuando estaba en Whooton era mi consejero de estudios. Lo único que hacía era que por las noches, cuando se reunían unos cuantos chicos en su habitación, se ponía a hablarnos de cuestiones sexuales. Sabía un montón de todo eso, sobre todo de pervertidos. Siempre nos hablaba de esos tíos que se lían con ovejas, o de esos otros que van por ahí con unas bragas de mujer cosidas al forro del sombrero. Y de maricones y lesbianas. Sabía quién lo era y quién no en todo Estados Unidos. No tenías más que mencionar a una persona cualquiera, y Luce te decía enseguida si era invertida o no. A veces costaba trabajo creer que fueran maricas o lesbianas los que él decía que eran, actores de cine o cosas así. Algunos hasta estaban casados. Le preguntábamos, por ejemplo: «¿Dices que Joe Blow es marica? ¿Joe Blow? ¿Ese tío tan grande y tan bárbaro que hace siempre de gánster o de vaquero?». Y Luce contestaba: «En efecto». Siempre decía «en efecto». Según él no importaba que un tío estuviera casado o no. Aseguraba que la mitad de los casados del mundo eran maricas y ni siquiera lo sabían. Decía que si habías nacido así, podías volverte maricón en cualquier momento, de la noche a la mañana. Nos metía un miedo horroroso. Yo llegué a convencerme de que el día menos pensado me pasaría a la acera de enfrente. Lo gracioso es que en el fondo siempre tuve la sensación de que el tal Luce era un poco amariconado. Todo el tiempo nos decía: «¡A ver cómo encajas ésta!», mientras nos daba una palmada en el trasero. Y cuando iba al baño dejaba la puerta abierta y seguía hablando contigo mientras te lavabas los dientes o lo que fuera. Todo eso es de marica. De verdad. Había conocido ya a varios y siempre hacían cosas así. Por eso tenía yo mis sospechas. Pero era muy inteligente, eso sí.
Jamás te saludaba al llegar. Aquella noche lo primero que hizo en cuanto se sentó fue decir que sólo podía quedarse un par de minutos. Que tenía una cita. Luego pidió un Martini. Le dijo al barman que se lo sirviera muy seco y sin aceituna.
—Oye, te he buscado un maricón. Está al final de la barra. No mires. Te lo he estado reservando.
—Muy gracioso —contestó—, ya veo que no has cambiado. ¿Cuándo vas a crecer?
Le aburría a muerte. De verdad. Pero él a mí me divertía mucho.
—¿Cómo va tu vida sexual? —le dije. Le ponía negro que le preguntaran cosas así.
—Tranquilo —me dijo—. Cálmate, por favor.
—Ya estoy tranquilo —le contesté—. Oye, ¿qué tal por Columbia? ¿Cómo te va? ¿Te gusta?
—En efecto, me gusta. Si no me gustara no estudiaría allí.
A veces se ponía insoportable.
—¿En qué vas a especializarte? —le pregunté—. ¿En pervertidos?
Tenía ganas de broma.
—¿Qué quieres? ¿Hacerte el gracioso?
—Te lo decía en broma —le dije—. Luce, tú que eres la mar de intelectual, necesito un consejo. Me he metido en un lío terrible…
Me soltó un bufido:
—Escucha, Caulfield. Si quieres que nos sentemos a charlar tranquilamente y a tomar una copa…
—Está bien. Está bien. No te excites.
Se le veía que no tenía ninguna gana de hablar de nada serio conmigo. Eso es lo malo de los intelectuales. Sólo quieren hablar de cosas serias cuando a ellos les apetece.
—De verdad, ¿qué tal tu vida sexual? ¿Sigues saliendo con la chica que veías cuando estabas en Whooton? La que tenía esas enormes…
—¡No, por Dios! —me dijo.
—¿Por qué? ¿Qué ha sido de ella?
—No tengo ni la más ligera idea. Pero ya que lo preguntas, probablemente por estas fechas será la puta más grande de todo New Hampshire.
—No está bien que digas eso. Si fue lo bastante decente como para dejarte que le metieras mano, al menos podías hablar de ella de otra manera.
—¡Dios mío! —dijo Luce—. Dime si va a ser una de tus conversaciones típicas. Prefiero saberlo cuanto antes.
—No —le contesté—, pero sigo creyendo que no está bien. Si fue contigo lo bastante…
—¿Hemos de seguir necesariamente esa línea de pensamiento?
Me callé. Temí que se levantara y se largara de pronto si seguía por ese camino. Pedí otra copa. Tenía ganas de coger una buena curda.
—¿Con quién sales ahora? —le pregunté—. ¿No quieres decírmelo?
—Con nadie que tú conozcas.
—¿Quién es? A lo mejor sí la conozco.
—Vive en el Village. Es escultora. Ahora ya lo sabes.
—¿Sí? ¿De verdad? ¿Cuántos años tiene?
—Nunca se lo he preguntado.
—Pero ¿como cuántos más o menos?
—Debe andar por los cuarenta —dijo Luce.
—¿Por los cuarenta? ¿En serio? ¿Y te gusta? —le pregunté—. ¿Te gustan tan mayores? —se lo dije porque de verdad sabía muchísimo sobre sexo y cosas de ésas. Era uno de los pocos tíos que he conocido que de verdad sabían lo que se decían. Había dejado de ser virgen a los catorce años, en Nantucket. Y no era cuento.
—Me gustan las mujeres maduras, si es eso a lo que te refieres.
—¿De verdad? ¿Por qué? Dime, ¿es que hacen el amor mejor o qué?
—Oye, antes de proseguir vamos a poner las cosas en claro. Esta noche me niego a responder a tus preguntas habituales. ¿Cuándo demonios vas a crecer de una vez?
Durante un buen rato no dije nada. Luego Luce pidió otro Martini y le insistió al camarero en que se lo hiciera aún más seco.
—Oye, ¿cuánto tiempo hace que sales con esa escultora? —le pregunté. El tema me interesaba de verdad—. ¿La conocías ya cuando estabas en Whooton?
—¿Cómo iba a conocerla? Acaba de llegar a este país hace pocos meses.
—¿Sí? ¿De dónde es?
—Se da la circunstancia de que ha nacido en Shangai.
—¡No me digas! ¿Es china?
—Evidentemente.
—¡No me digas! ¿Y te gusta eso? ¿Que sea china?
—Evidentemente.
—¿Por qué? Dímelo. De verdad me gustaría saberlo.
—Porque se da la circunstancia de que la filosofía oriental me resulta más satisfactoria que la occidental.
—¿Sí? ¿Qué quieres decir cuando dices «filosofía»? ¿La cosa del sexo? ¿Acostarte con ella? ¿Quieres decir que lo hacen mejor en China? ¿Es eso?
—No necesariamente en China. He dicho Oriente. ¿Tenemos que proseguir con esta conversación inane?
—Oye, de verdad, te lo pregunto en serio —le dije—. ¿Por qué es mejor en Oriente?
—Es demasiado complejo para explicártelo ahora. Sencillamente consideran el acto sexual una experiencia tanto física como espiritual. Pero si crees que…
—¡Yo también! Yo también lo considero lo que has dicho, una experiencia física y espiritual y todo eso. De verdad. Pero depende muchísimo de con quién estoy. Si estoy con una chica a quien ni siquiera…
—No grites, Caulfield, por Dios. Si no sabes hablar en voz baja, será mejor que dejemos…
—Sí, sí, pero oye —le dije. Estaba nerviosísimo y es verdad que hablaba muy fuerte. A veces cuando me excito levanto mucho la voz—. Ya sé que debe ser una experiencia física, y espiritual, y artística y todo eso, pero lo que quiero decir es si puedes conseguir que sea así con cualquier chica, sea como sea. ¿Puedes?
—Cambiemos de conversación, ¿te importa?
—Sólo una cosa más. Escucha. Por ejemplo, tú y esa señora, ¿qué hacéis para que os salga tan bien?
—Ya vale, te he dicho.
Me estaba metiendo en sus asuntos personales. Lo reconozco. Pero eso era una de las cosas que más me molestaban de Luce. Cuando estábamos en el colegio te obligaba a que le contaras las cosas más íntimas, pero en cuanto le hacías a él una pregunta personal, se enfadaba. A esos tipos tan intelectuales no les gusta mantener una conversación a menos que sean ellos los que lleven la batuta. Siempre quieren que te calles cuando ellos se callan y que vuelvas a tu habitación cuando ellos quieren volver a su habitación. Cuando estábamos en Whooton, a Luce le reventaba —se le notaba— que cuando él acababa de echarnos una conferencia, nosotros siguiéramos hablando por nuestra cuenta. Le ponía negro. Lo que quería era que cada uno volviera a su habitación y se callara en el momento en que él acababa de perorar. Creo que en el fondo tenía miedo de que alguien dijera algo más inteligente. Me divertía mucho.
—Puede que me vaya a China. Tengo una vida sexual asquerosa —le dije.
—Naturalmente. Tu cerebro aún no ha madurado.
—Sí. Tienes razón. Lo sé. ¿Sabes lo que me pasa? —le dije—. Que nunca puedo excitarme de verdad, vamos, del todo, con una chica que no acaba de gustarme. Tiene que gustarme muchísimo. Si no, no hay manera. ¡Jo! ¡No sabes cómo me fastidia eso! Mi vida sexual es un asco.
—Pues claro. La última vez que nos vimos ya te dije lo que te hacía falta.
—¿Te refieres a lo del psicoanálisis? —le dije. Eso era lo que me había aconsejado. Su padre era siquiatra.
—Tú eres quien tiene que decidir. Lo que hagas con tu vida no es asunto mío.
Durante unos momentos no dije nada porque estaba pensando.
—Supongamos que fuera a ver a tu padre y que me psicoanalizara y todo eso —le dije—. ¿Qué me pasaría? ¿Qué me haría?
—Nada. Absolutamente nada. ¡Mira que eres pesado! Sólo hablaría contigo y tú le hablarías a él. Para empezar te ayudaría a reconocer tus esquemas mentales.
—¿Qué?
—Tus esquemas mentales. La mente humana está… Oye, no creas que voy a darte aquí un curso elemental de psicoanálisis. Si te interesa verle, llámale y pide hora. Si no, olvídate del asunto. Francamente, no puede importarme menos.
Le puse la mano en el hombro. ¡Jo! ¡Cómo me divertía!
—¡Eres un cabrón de lo más simpático! —le dije—. ¿Lo sabías?
Estaba mirando la hora.
—Tengo que largarme —dijo, y se levantó—. Me alegro de haberte visto.
Llamó al barman y le dijo que le cobrara lo suyo.
—Oye —le dije antes de que se fuera—. Tu padre, ¿te ha psicoanalizado a ti alguna vez?
—¿A mí? ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Di, ¿te ha psicoanalizado?
—No exactamente. Me ha ayudado hasta cierto punto a adaptarme, pero no ha considerado necesario llevar a cabo un análisis en profundidad. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Sólo por curiosidad.
—Bueno. Que te diviertas —dijo. Estaba dejando la propina y se disponía a marcharse.
—Toma una copa más —le dije—. Por favor. Tengo una depresión horrible. Me siento muy solo, de verdad.
Me contestó que no podía quedarse porque era muy tarde, y se fue. ¡Qué tío el tal Luce! No había quien le aguantara, pero la verdad es que se expresaba estupendamente. Cuando estábamos en Whooton él era el que tenía mejor vocabulario de todo el colegio. De verdad. Nos hicieron un examen y todo.