Cuando Sunny se fue me quedé sentado un rato en el sillón mientras me fumaba un par de cigarrillos. Empezaba a amanecer. ¡Jo! ¡Qué triste me sentía! No se imaginan lo deprimido que estaba. De pronto empecé a hablar con Allie en voz alta. Es una cosa que suelo hacer cuando me encuentro muy deprimido. Le digo que vaya a casa a recoger su bicicleta y que me espere delante del jardín de Bobby Fallon. Bobby era un chico que vivía muy cerca de nuestro chalet en Maine, pero de eso hace ya muchos años. Una vez, Bobby y yo íbamos a ir al Lago Sedebego en bicicleta. Pensábamos llevarnos la comida y una escopeta de aire comprimido. Éramos unos críos y pensábamos que con eso podríamos cazar algo. Allie nos oyó y quiso venir con nosotros, pero yo le dije que era muy pequeño. Así que ahora, cuando me siento muy deprimido, le digo: «Bueno, anda. Ve a recoger la bici y espérame delante de la casa de Bobby. Date prisa». No crean que no le dejaba venir nunca conmigo. Casi siempre nos acompañaba. Pero aquel día no le dejé. Él no se enfadó —nunca se enfadaba por nada—, pero siempre me viene ese recuerdo a la memoria cuando me da la depresión.
Al final me desnudé y me metí en la cama. Tenía ganas de rezar o algo así, pero no pude hacerlo. Nunca puedo rezar cuando quiero. En primer lugar porque soy un poco ateo. Jesucristo me cae bien, pero con el resto de la Biblia no puedo. Esos discípulos, por ejemplo. Si quieren que les diga la verdad no les tengo ninguna simpatía. Cuando Jesucristo murió no se portaron tan mal, pero lo que es mientras estuvo vivo, le ayudaron como un tiro en la cabeza. Siempre le dejaban más solo que la una. Creo que son los que menos trago de toda la Biblia. Si quieren que les diga la verdad, el tío que me cae mejor de todo el Evangelio, además de Jesucristo, es ese lunático que vivía entre las tumbas y se hacía heridas con las piedras. Me cae mil veces mejor que los discípulos. Cuando estaba en el Colegio Whooton solía hablar mucho de todo esto con un chico que tenía su habitación en el mismo pasillo que yo y que se llamaba Arthur Childs. Era cuáquero y leía constantemente la Biblia. Aunque era muy buena persona nunca estábamos de acuerdo sobre esas cosas, especialmente sobre los discípulos. Me decía que si no me gustaban es que tampoco me gustaba Jesucristo. Decía que como Él los había elegido, tenían que caerte bien por fuerza. Yo le contestaba que claro que Él los había elegido, pero que los había elegido al aliguí, que Cristo no tenía tiempo de ir por ahí analizando a la gente. Le decía que no era culpa de Jesucristo, que no era culpa suya si no tenía tiempo para nada. Recuerdo que una vez le pregunté a Childs si creía que Judas, el traidor, había ido al infierno. Childs me dijo que naturalmente que lo creía. Ése era exactamente el tipo de cosas sobre el que nunca coincidía con él. Le dije que apostaría mil dólares a que Cristo no había mandado a Judas al infierno, y hoy los seguiría apostando si los tuviera. Estoy seguro de que cualquiera de los discípulos hubiera mandado a Judas al infierno —y a todo correr—, pero Cristo no. Childs me dijo que lo que me pasaba es que nunca iba a la iglesia ni nada. Y en eso tenía razón. Nunca voy. En primer lugar porque mis padres son de religiones diferentes y todos sus hijos somos ateos. Si quieren que les diga la verdad, no aguanto a los curas. Todos los capellanes de los colegios donde he estudiado sacaban unas vocecitas de lo más hipócrita cuando nos echaban un sermón. No veo por qué no pueden predicar con una voz corriente y normal. Suena de lo más falso.
Pero, como les iba diciendo, cuando me metí en la cama se me ocurrió rezar, pero no pude. Cada vez que empezaba se me venía a la cabeza la cara de Sunny llamándome pelagatos. Al final me senté en la cama y me fumé otro cigarrillo. Sabía a demonios. Desde que había salido de Pencey debía haberme liquidado como dos cajetillas.
De pronto, mientras estaba allí fumando, llamaron a la puerta. Pensé que a lo mejor se habían equivocado, pero en el fondo estaba seguro de que no. No sé por qué, pero lo sabía. Y además sabía quién era. Soy adivino.
—¿Quién es? —pregunté. Tenía bastante miedo. Para esas cosas soy muy cobarde.
Volvieron a llamar. Más fuerte.
Al final me levanté de la cama y tal como estaba, sólo con el pijama, entreabrí la puerta. No tuve que dar la luz porque ya era de día. En el pasillo esperaban Sunny y Maurice, el chulo del ascensor.
—¿Qué pasa? ¿Qué quieren? —dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba la voz!
—Nada de importancia —dijo Maurice—. Sólo cinco dólares.
Él hablaba por los dos. La tal Sunny se limitaba a estar allí, a su lado, con la boca entreabierta.
—Ya le he pagado. Le he dado cinco dólares. Pregúnteselo a ella —le dije. ¡Jo! ¡Cómo me temblaba la voz!
—Son diez dólares, jefe. Ya se lo dije. Diez por un polvo, quince hasta el mediodía. Se lo dije bien clarito.
—No es verdad. Cinco por un polvo. Dijo que quince hasta el mediodía, pero…
—Abra, jefe.
—¿Para qué? —le dije. ¡Dios mío! Me latía el corazón como si fuera a escapárseme del pecho. Al menos me habría gustado estar vestido. Es horrible estar en pijama en medio de una cosa así.
—¡Vamos, jefe! —dijo Maurice. Luego me dio un empujón con toda la manaza. Tenía tanta fuerza el muy hijoputa que por poco me caigo sentado. Cuando quise darme cuenta, él y la tal Sunny se habían colado en mi habitación. Andaban por allí como Pedro por su casa. Sunny se sentó en el alféizar de la ventana. Maurice se hundió en un sillón y se desabrochó el botón del cuello —aún llevaba el uniforme de ascensorista—. ¡Jo, yo estaba con los nervios desatados!
—¡Venga, jefe! Suelte ya la tela que tengo que volver al trabajo.
—Ya se lo he dicho diez veces. No le debo nada. Le pagué los cinco dólares…
—¡Déjese de historias! ¡Vamos, largue la pasta!
—¿Por qué tengo que darles otros cinco dólares? —le dije. Apenas podía hablar—. Lo que quieren es timarme.
El tal Maurice se desabrochó la librea. Debajo no llevaba más que un cuello postizo. Tenía un estómago enorme y muy peludo.
—Nadie está tratando de timarle —dijo—. Vamos, la pasta, jefe.
—No.
Cuando lo dije se levantó del sillón y se acercó a mí. Parecía como muy cansado o muy aburrido. ¡Jo! ¡No me llegaba la camisa al cuerpo! Recuerdo que tenía los brazos cruzados. Si no me hubieran pillado en pijama, no me habría sentido tan mal.
—La tela, jefe.
Se acercó aún más. Parecía un disco rayado, el tío.
—La tela, jefe —era un tarado.
—No.
—Va a obligarme a forzar las cosas, jefe. No quería, pero me parece que no va a quedarme otro remedio —me dijo—. Nos debe cinco dólares.
—No les debo nada —le dije—. Y si me atiza gritaré como un demonio. Despertaré a todo el hotel. Incluida la policía —¡cómo me temblaba la voz!
—Adelante. Por mí puede gritar hasta desgañitarse. Haga lo que usted quiera —dijo Maurice—. Pero ¿quiere que se enteren sus padres de que ha pasado la noche con una puta? ¿Un niño bien como usted? —el tío no era tonto. Cabrón, sí, pero lo que es de tonto no tenía un pelo.
—Déjeme en paz. Si me hubiera dicho diez desde el principio, se los daría, pero usted dijo claramente…
—¿Nos lo da o no? —Me tenía acorralado contra la puerta y estaba prácticamente echado encima de mí, con estómago peludo y todo.
—Déjenme en paz y lárguense de mi habitación —les dije. Seguía como un imbécil con los brazos cruzados.
De pronto Sunny habló por primera vez:
—Oye, Maurice. ¿Quieres que le coja la cartera? —le preguntó—. La tiene encima del mueble ese.
—Sí, cógela.
—¡No toque esa cartera!
—Ya la tengo —dijo Sunny. Me paseó cinco dólares por delante de las narices—. ¿Lo ves? No he sacado más que los cinco que me debes. No soy una ladrona.
De repente me eché a llorar. Hubiera dado cualquier cosa por no hacerlo, pero lo hice.
—No, no son ladrones. Sólo roban cinco dólares.
—¡Cállate! —dijo Maurice y me dio un empujón.
—¡Déjale en paz! —dijo Sunny—. ¡Vámonos! Ya tenemos lo que me debía. Venga, vámonos.
—Ya voy —dijo Maurice, pero el caso es que no se iba.
—Vamos, Maurice, déjale ya.
—¿Quién le está haciendo nada? —dijo con una voz tan inocente como un niño. Lo que hizo después fue pegarme bien fuerte en el pijama. No les diré dónde me dio, pero me dolió muchísimo. Le dije que era un cerdo y un tarado.
—¿Cómo has dicho? —dijo. Luego se puso una mano detrás de la oreja como si estuviera sordo—. ¿Cómo has dicho? ¿Qué has dicho que soy?
Yo seguía medio llorando de furia y de lo nervioso que estaba.
—Que es un cerdo y un tarado —le grité—. Un cretino, un timador y un tarado, y en un par de años será uno de esos pordioseros que se le acercan a uno en la calle para pedirle para un café. Llevará un abrigo raído y estará más…
Entonces fue cuando me atizó de verdad. No traté siquiera de esquivarle, ni de agacharme, ni de nada. Sólo sentí un tremendo puñetazo en el estómago.
Sé que no perdí el sentido porque recuerdo que levanté la vista, y les vi salir a los dos de la habitación y cerrar la puerta tras ellos. Luego me quedé un rato en el suelo, más o menos como había hecho cuando lo de Stradlater. Sólo que esta vez de verdad creí que me moría. En serio. Era como si fuera a ahogarme. No podía ni respirar. Cuando al fin me levanté, tuve que ir al baño doblado por la cintura y sujetándome el estómago.
Pero les juro que estoy completamente loco. A medio camino, empecé a hacer como si me hubieran encajado un disparo en el vientre. Maurice me había pegado un tiro. Y yo iba al baño a atizarme un lingotazo de whisky para calmarme los nervios y entrar en acción. Me imaginé saliendo de la habitación con paso vacilante, completamente vestido y con el revólver en el bolsillo. Bajaría por las escaleras en vez de tomar el ascensor. Iría bien aferrado al pasamanos, con un hilillo de sangre chorreando de la comisura de los labios. Bajaría unos cuantos pisos —abrazado a mi estómago y dejando un horrible rastro de sangre—, y luego llamaría al ascensor. Cuando Maurice abriera las puertas me encontraría esperándole, con el revólver en la mano. Comenzaría a suplicarme con voz temblorosa, de cobarde, para que le perdonara. Pero yo dispararía sin piedad. Seis tiros directos al estómago gordo y peludo. Luego arrojaría el arma al hueco del ascensor —una vez limpias las huellas— y volvería arrastrándome hasta mi habitación. Llamaría a Jane para que viniera a vendarme las heridas. Me la imaginé perfectamente, sosteniendo entre los dedos un cigarrillo para que yo fumara mientras sangraba como un valiente.
¡Maldito cine! Puede amargarle a uno la vida. De verdad.
Me di un baño como de una hora, y luego volví a la cama. Me costó mucho dormirme porque ni siquiera estaba cansado, pero al fin lo conseguí. Lo único que de verdad tenía ganas de hacer era suicidarme. Me hubiera gustado tirarme por la ventana, y creo que lo habría hecho de haber estado seguro de que iban a cubrir mi cadáver enseguida. Me habría reventado que un montón de imbéciles se pararan allí a mirarme mientras yo estaba hecho un Cristo.