Epílogo y agradecimientos

También una novela histórica precisa de un buen argumento, pero la actitud relajada de mi despreocupada Lily con la historia y la mitología no es propia de un autor serio. Por mi parte, me he esforzado por situar a mis personajes de ficción en una trama de acontecimientos bien documentada. Eso fue relativamente fácil en el caso de la batalla de Galípoli. En todas las versiones posibles, desde testimonios del momento hasta ediciones para jóvenes, la historia de las tropas del ANZAC no solo se encuentra en innumerables publicaciones, sino también navegando por internet. En cualquier caso, los sufrimientos de los hombres en las trincheras casi siempre se embellecen como actos heroicos.

La reinterpretación de este error militar de consecuencias catastróficas y la consiguiente derrota para convertirlos en una epopeya heroica no tiene parangón en la historia. De hecho, Galípoli fue una de las batallas más sangrientas de la Primera Guerra Mundial y el mérito del alto mando del ejército residió solo en haber realizado una retirada muy eficaz de las tropas, sorprendentemente poco desmoralizadas. Por supuesto, en la época también había periodistas críticos que planteaban penetrantes preguntas acerca del sentido de las contiendas, que tal vez hasta llegaron a abreviar un poco el desastre. Para la posterioridad, sin embargo, solo se celebró la heroicidad de los soldados entregados sin piedad. Una excepción la constituye la canción de Eric Bogle And the Band Played Waltzing Matilda, que a mí me impresionó más que todos los desfiles que se celebran anualmente en el día del ANZAC.

He intentado describir con la mayor autenticidad posible el ambiente y el transcurso de las batallas de Galípoli. Los personajes de los soldados y de sus superiores son, por el contrario, ficticios. La única excepción la constituyen el oficial de sanidad Joseph Lievesley Beeston y su perro sin raza, poco dado a la disciplina militar, Paddy. Sus aventuras quedan registradas en internet. El diario de guerra de Beeston ofreció muchos datos y un trasfondo para mi historia. Por desgracia no se ha conservado ninguna imagen de los dos. Tuve, pues, que poner a trabajar mi imaginación, con lo que, en el caso de Paddy, acudió a mi mente la imagen de mi perro, cruce de teckel y también bastante reticente a cumplir órdenes. ¡Gracias, Buddy, por la continua inspiración!

Ya en mis libros anteriores la tribu maorí asentada en Kiward Station desempeñaba un papel importante, pero esta vez he permitido que Gloria se introdujera más profundamente en sus concepciones y forma de vida con la intención de describir la realidad de la existencia en la isla Sur a comienzos del siglo XX. Ahora bien, investigar en el ámbito de la cultura maorí no es sencillo, precisamente porque, en el fondo, no existe la cultura maorí como tal.

De hecho, cada tribu tenía y tiene sus propios hábitos y tapu. Cada una difiere profundamente de la otra y depende en gran medida de las condiciones de vida de las comunidades. Así pues, la isla Sur era esencialmente más pobre en recursos y estaba menos colonizada que la Norte. Entre las tribus había muchos menos conflictos bélicos, por lo que las leyes, tapu y valores estaban menos «militarizados».

Principalmente, la isla Norte se destaca por una cultura maorí más compleja. Lo único que comparten los habitantes de las islas Norte y Sur son el panteón y el mundo de las sagas. La ciencia —a estas alturas se imparten estudios sobre los maoríes en todas las grandes universidades de Nueva Zelanda— se vale de esa diversidad, aprovechando aspectos parciales e investigándolos para luego situarlos, cuando es posible, en el marco general. Otras publicaciones menos serias se sirven de la tradición maorí como en un supermercado: escogen siempre lo que se adapta a su concepción del mundo o a lo que parece rentable. Así, por ejemplo, resulta significativo que un curandero alemán dedique todo un libro al aceite del árbol del té como supuesto remedio universal de los maoríes, mientras que el sitio web oficial de las organizaciones maoríes ni siquiera mencione el árbol manuka.

Asimismo, los esotéricos se nutren recientemente de la presunta sabiduría maorí, lo que les quita un peso de encima a sus víctimas preferidas hasta el momento, los aborígenes de Australia. Estos no estaban para nada entusiasmados con los poderes milagrosos que les atribuían los soñadores occidentales. Habrían preferido una mayor aceptación, más oportunidades de educación y trabajos mejor remunerados que mera publicidad. En todo caso, cabe afirmar que, básicamente, todas las publicaciones sobre la cultura maorí (y en especial sobre la de los aborígenes) son más que dudosas. La seriedad de las fuentes apenas es verificable. Esta es la razón de que a la hora de investigar para elaborar esta novela me haya limitado a las declaraciones y publicaciones de los maoríes y sus organizaciones. Si bien esto tampoco garantiza la autenticidad absoluta (es comprensible que los aspectos más tétricos de la propia cultura tiendan a omitirse en las páginas de «nosotros sobre nosotros»), evita, sin embargo, especulaciones demasiado osadas.

Sobre el estudio científico de la cultura maorí debemos señalar también que en este libro he anticipado un poco el tiempo. A principios del siglo XX todavía no había en Auckland ninguna facultad de estudios maoríes. He situado al profesor de Ben en el departamento de Lingüística, pero este aún se hallaba en construcción. Pese a ello, por aquel entonces sí debían de existir estudiosos sin cargos públicos, como Caleb y Charlotte.

El abismo entre maoríes y pakeha nunca fue tan profundo como entre indígenas y colonos en otras partes del mundo, especialmente en la isla Sur. Entre los ngai tahu —a los que no solo pertenece mi tribu ficticia, sino prácticamente todos los iwi de la isla Sur— y los inmigrantes de Europa nunca se produjeron conflictos dignos de mención. Según declaraciones de una etnóloga maorí, que tuvo la amabilidad de hablar conmigo al respecto, las tribus se adaptaron de buen grado a la forma de vida occidental, pues, al menos en un principio, ofrecía más comodidades. Hasta más tarde no aparecieron dudas al respecto, por lo que, desde este punto de vista, el personaje de Tonga de mi novela también se anticipa un poco a su tiempo. En la actualidad existe entre los maoríes, sobre todo en la isla Norte, un poderoso movimiento que insta a recuperar su propia cultura y anima así también a los jóvenes pakeha a implicarse en ello.

En lo que respecta a la historia de Lilian, el lector o la lectora se preguntará tal vez si el tema de la boda no está tomado un poco por los pelos. De hecho, en Nueva Zelanda se podía y todavía se puede establecer un lazo de por vida de forma espontánea… siempre que se tenga un pasaporte y una edad mínima. La autorización escrita de los padres para los menores de dieciocho años era y sigue siendo una cuestión formal.

En la época de Lilian ya se publicaba en la isla Norte el Auckland Herald. El periódico pertenecía de hecho a la familia Wilson. No obstante, el dinámico redactor jefe Thomas Wilson es un personaje de ficción, al contrario que la médium, de fama internacional en su tiempo, Margery Crandon. Que esa señora hiciera de las suyas por Nueva Zelanda es poco probable, al menos durante los años de la guerra. En ese período se puso al servicio de los demás conduciendo una ambulancia en Nueva Inglaterra. Por lo demás, realmente sedujo a Arthur Conan Doyle, mientras que el gran mago Houdini compartía la opinión de Lily. Este demostró que Crandon era una embustera, lo que sin embargo no afectó a su fama de mística. No hay nada mejor que una buena historia…

Como siempre, doy las gracias a mis amigos y correctores por su consejo y ayuda en la creación de este libro, especialmente —como es habitual— a mi agente taumaturgo Bastian Schlück. Klara Decker leyó, como de costumbre, las pruebas, y Eva Schlück y Melanie Blank-Schröder intervinieron en la discusión sobre la a menudo algo potente figura de Gloria, además de realizar sus tareas normales de editoras. Sin duda, es poco frecuente que la protagonista de una novela se ponga tantas trabas a sí misma como la bisnieta de Gwyneira. También a mí me sacaba a veces de quicio. Pero ella era así: un ser humano en una novela que trata de seres humanos.

Rob Ritchie me ayudó a reunir información sobre los grados y la vida de los militares británicos y se ocupó de comprobar la autenticidad de todo el capítulo dedicado a Galípoli. Mi alemán no es de los más sencillos y estoy segura de que dedicó muchas horas a esa tarea. La sensación de recibir un disparo durante un inofensivo paseo se la debo a la muy indisciplinada sociedad de cazadores local, algo de lo que no me siento en absoluto agradecida.

Y mientras trabajaba en los primeros capítulos me acompañó siempre mi perra border collie Cleo, que inspiró los primeros volúmenes de la trilogía En el país de la nube blanca. Luego partió, cuando casi tenía veinte años, a Hawaiki con los espíritus.

Nos vemos en el cielo, Cleo…, y un par de estrellas más allá.

SARAH LARK