3

Gwyneira McKenzie se cambió de ropa para la cena, tarea para la que últimamente aceptaba la ayuda de una de sus doncellas maoríes. Hasta hacía poco, apenas había sido consciente de su edad, pero tras los acontecimientos de las últimas semanas, solía sentirse demasiado agotada y rendida para ceñirse el corsé y sustituir su holgado vestido de día por un traje más elegante. Así lo hizo en esa ocasión, pese a que en realidad no sabía por qué se aferraba a una tradición que, cuando era joven y todavía tenía espíritu pionero, encontraba fastidiosa y nada práctica. A fin de cuentas, solo compartiría la mesa con su taciturno y desdichado hijo, cuya desesperación le desgarraba el corazón. También ella estaba de duelo, añoraba a James con toda su alma. Él había sido su segundo yo, su espejo, su sombra. Había reído y llorado con él y, desde el momento en que por fin se habían unido, no se habían separado ni un solo día. Pero la pérdida de James se había ido anunciando. Era unos años mayor que Gwyneira y en los últimos tiempos su decadencia era evidente. Charlotte, por el contrario… Jack había esperado vivir una larga vida con ella. Querían tener hijos, habían hecho planes… Gwyneira comprendía perfectamente el desconsuelo de Jack.

Se mordió los labios mientras la doncella Wai abrochaba los últimos botones del traje. A veces hasta sentía un poco de rabia hacia su nuera. Claro que Charlotte no podía hacer nada contra la enfermedad, pero la decisión que había tomado en cabo Reinga la había arrancado de forma demasiado abrupta del lado de Jack, que no había tenido tiempo de despedirse ni de acostumbrarse a la idea de perderla. Por otra parte, Gwyn entendía bien la resolución de la muchacha. Ella misma habría preferido una muerte rápida al final lento y tormentoso que la joven veía frente a sí.

Permitió con un suspiro que Wai le cubriera los hombros con un chal negro. Desde que James había muerto, Gwyneira llevaba luto, otra costumbre más que guardar pese a ser en el fondo absurda. No tenía que exhibir su pena. A Jack le daba igual; él, por su parte, había vuelto a vestirse como siempre tras concluir los funerales. Y los maoríes, de todos modos, ignoraban el hábito de llevar luto.

—¿Puedo marcharme ya, señorita Gwyn? Kiri quiere que la ayude en la cocina… —Wai no tenía necesidad de preguntarlo, pero era nueva en la casa y un poco tímida. Además, la tristeza prolongada y el ambiente melancólico que reinaba en el ambiente acrecentaban aún más su inseguridad.

Gwyneira respondió afirmativamente a la muchacha y se esforzó en dedicarle una sonrisa animosa.

—Por supuesto, Wai. Muchas gracias. Y cuando vuelvas esta tarde a casa, coge por favor unas patatas para Rongo; me sentó muy bien la infusión que me dio para dormir.

La muchacha asintió y se precipitó fuera de la habitación.

Los maoríes… Gwyneira pensó con afecto en la tribu de los ngai tahu, asentada en Kiward Station y, de forma excepcional, no solo en sus fieles servidores y en la hechicera Rongo Rongo. También Tonga, el jefe tribal y en el fondo su antiguo adversario, disfrutaba últimamente de sus simpatías. Tras la muerte de James, la había ayudado a resolver el dilema casi insoluble de dónde darle sepultura.

Como todas las principales granjas alejadas de las ciudades, Kiward Station contaba con un cementerio familiar. Barbara, la esposa de Gerald Warden, había sido enterrada allí, junto a Gerald, el fundador de Kiward Station y el hijo de este, Paul. Gwyneira había mandado erigir una lápida conmemorativa para Lucas Warden, su primer marido. Sin embargo, James McKenzie no había sido un Warden, como tampoco lo había sido Charlotte, y el interior de Gwyneira se resistía a enterrar a ambos junto a los auténticos fundadores de la granja. Los Greenwood, no obstante, habían pedido permiso para sepultar a su hija en Christchurch y Jack, inerme, se lo había concedido.

James, sin embargo… Gerald Warden había perseguido a su antiguo capataz como ladrón de ganado. De haber llegado a saber que era el padre de su primera nieta, Fleurette, habría montado en cólera. A Gwyn le parecía macabro que ambos hombres reposaran el uno al lado del otro, pero tampoco tenía energía para construir un segundo cementerio en la propiedad.

Demasiado ofuscada para reflexionar siquiera en ello, recibió sin ganas a Tonga, quien, como representante de la tribu de los ngai tahu, le dio el pésame. Como siempre que iba a visitar a Gwyneira, el jefe llevaba la ropa tradicional, pues hacía años que despreciaba la vestimenta occidental. Haciendo una excepción, no obstante, prescindió de la escolta y del hacha de guerra. Una vez en su presencia, se inclinó ante ella y afectuosamente le comunicó sus condolencias en un inglés impecable. Además, señaló, tenían un tema importante que discutir.

Gwyneira sintió remordimientos por su anterior renuencia. Pensó que tal vez el hombre volvería a reivindicar alguna parcela más del territorio de la granja o a señalar que las ovejas se habían instalado en algún lugar que los maoríes consideraban desde hacía más de trescientos años tapu, inviolable y sagrado.

El jefe tribal, sin embargo, la sorprendió:

—Ya sabe, señorita Gwyn —empezó diciendo—, que para mi pueblo es muy importante mantener unidos y satisfechos a los espíritus de la familia. El lugar de sepultura adecuado es entre nosotros una demanda particular, y el señor James lo sabía. En este sentido, cuando hace un tiempo se dirigió a nuestros ancianos con un ruego singular, nosotros lo entendimos. Se refería a un lugar de reposo para él…, y más adelante también para usted y su hijo…

Gwyneira tragó saliva.

—Si le parece bien, señorita Gwyn, accederemos a que abran la sepultura en el lugar sagrado que usted y el señor James llaman el Anillo de los Guerreros de Piedra. El señor James decía que tenía un significado especial para ustedes.

Gwyneira enrojeció como la grana y no logró contener las lágrimas en presencia del jefe. El Anillo de los Guerreros de Piedra, un conjunto de piedras que formaba una especie de círculo en el prado, había sido durante muchos años el lugar de encuentro y el nido de amor de James y Gwyn, quien estaba convencida de que su hija Fleurette había sido concebida allí.

Pese a su turbación, había conseguido dar las gracias a Tonga con dignidad y, unos días después, James recibió sepultura entre las piedras. En el más reducido ámbito familiar, pero en presencia de toda la tribu maorí. A Gwyneira le parecía bien. El haka de duelo de los maoríes le habría gustado a James mucho más que el grupo de música de cámara que había tocado en los funerales de Charlotte en Christchurch. La joven también lo habría encontrado más adecuado, pero Jack no se hallaba en situación de organizar nada y cedió los preparativos del sepelio a los Greenwood. Durante la celebración apenas se pudo hablar con él y justo después de la ceremonia se retiró a Kiward Station, donde se abandonó por entero a su dolor.

Gwyneira y los amigos con quienes Jack contaba entre los pastores intentaron, pese a todo, animarle, o al menos darle ocupaciones, pero aunque hiciera lo que le pedían era como si trabajara medio en sueños. Si había decisiones que tomar, Gwyneira se encargaba de ellas con el capataz suplente, Maaka. Jack solo hablaba cuando se veía obligado a hacerlo, apenas comía y dedicaba las horas a meditar, recluido en las habitaciones que había compartido con Charlotte, negándose a revisar y deshacerse de las cosas de su esposa. Una vez Gwyneira se lo encontró con un vestido de Charlotte entre las manos.

—Todavía conserva su olor… —dijo, turbado.

Gwyneira se retiró sin pronunciar palabra.

De ahí que esa tarde Gwyneira se quedara todavía más sorprendida cuando lo vio aparecer para la cena fresco y con ropa de casa limpia en lugar de con los pantalones de trabajo y la camisa sudada. El día anterior, ella le había reprendido suavemente por su abandono.

—¡Así no mejorarán las cosas, Jack! ¿Y crees que a Charlotte le habría gustado verte sufrir como un perro?

Sunday, la vieja perra de James, y Nimue, la de Gloria, estaban tendidas delante de la chimenea. Cuando Gwyneira entró se levantaron de un brinco y la saludaron. Gwyn pensó con nostalgia que hacía mucho que no adiestraba un collie propio. Ni tampoco Jack… Así pues, decidió instarle a que se encargara de un cachorro de la próxima camada.

—Madre… —Jack le acercó la silla. Presentaba buen aspecto en su traje ligero de verano—. Tengo algo que comentarte…

Gwyneira le sonrió.

—¿No puede esperar hasta después de comer? Veo que hoy te has arreglado y me gustaría disfrutar de tu compañía. ¿Habéis mandado a los hombres que se pongan en camino con las últimas ovejas?

Era noviembre y los rebaños ya estaban en las montañas, pero Gwyneira había querido supervisar un par de ovejas madre que habían parido tarde y unos animales más viejos a los que el invierno parecía haber debilitado. Un par de pastores, pues, los llevaban ahora al pie de los Alpes y relevaban a los dos maoríes que se habían marchado con la primea parte del rebaño y que se alojaban en una choza de montaña para cuidar de los animales.

Jack asintió. Entretanto, Wai había servido la cena, pero el joven paseaba la comida de un lado a otro del plato.

—Sí —respondió al final—. Y si te soy franco, madre, pensaba seriamente en ir yo mismo con las ovejas. Ya no lo aguanto más. Lo he intentado, pero no lo consigo. Todo esto, cualquier rincón, cualquier mueble, cualquier rostro me recuerda a Charlotte. Y no lo soporto. Me faltan fuerzas. Tú misma has visto que me estoy abandonando… —Jack se pasó la mano nervioso por el cabello cobrizo. Era evidente que le resultaba difícil seguir hablando.

Gwyneira asintió.

—Lo comprendo —afirmó con dulzura—. Pero ¿qué quieres hacer? No creo que sea una buena idea vivir en las montañas como un ermitaño. Tal vez podrías pasar un par de semanas con Fleurette y Ruben…

—¿Y ayudarles en el almacén? —preguntó Jack con una sonrisa amarga—. No creo que tenga talento para ello. ¡Y ahora no me salgas con Greymouth! Lainie y Tim me caen bien, pero no sirvo para minero. Tampoco quiero ser una carga para nadie, sino rendir un servicio. —Jack hizo un gesto de preocupación y luego se irguió—. En resumen, madre, es absurdo andar con rodeos. Me he alistado en el ANZAC.

Jack expulsó aire y esperó la reacción de Gwyneira.

—¿El qué? —preguntó ella.

Jack se rascó la frente. Iba a ser más difícil de lo que había esperado.

—El ANZAC. El ejército conjunto de Australia y Nueva Zelanda.

—¿El ejército? —Gwyneira buscó sobresaltada su mirada—. No lo dirás en serio, Jack. ¡Hay guerra!

—Por eso mismo, madre. Nos enviarán a Europa. Tendré otras cosas en que pensar.

Gwyneira miró a su hijo.

—¡A eso me refiero, precisamente! ¡Cuándo te zumben las balas junto a los oídos, difícilmente pensarás en Charlotte! ¿Te has vuelto loco, Jack? ¿Quieres suicidarte? ¡Ni siquiera sabes por qué pelean!

—Las colonias han prometido a la metrópoli su apoyo incondicional… —Jack jugueteaba con la servilleta.

—¡Desde que el mundo es mundo, los políticos no dicen más que tonterías!

Al menos Gwyneira había arrancado a su hijo del letargo en que le había sumido el duelo. La anciana se enderezó en la silla y lo fulminó con la mirada. Los primeros mechones de sus cabellos casi blancos, antes rojos como el fuego, pugnaban por liberarse del severo recogido.

—No tienes ni idea del motivo de esta guerra, pero quieres participar en ella y disparar a gente a la que no conoces, que nunca te ha hecho nada. ¿Por qué no te tiras del acantilado como Charlotte?

—No es un suicidio —replicó Jack, atormentado—. Se trata de…, de…

—Se trata de tentar a Dios, ¿no? —Gwyneira se puso en pie y se dirigió al armario donde desde hacía decenios se guardaban las provisiones de whisky. Se le había quitado el apetito y necesitaba algo más fuerte que un vino de mesa—. Es eso, ¿no, Jack? Quieres comprobar hasta dónde puedes llegar antes de que el diablo te lleve. ¡Pero es una tontería y tú lo sabes!

Jack hizo un gesto de impotencia.

—Lo siento, pero no me convencerás —respondió sin perder la calma—. De todos modos, no solucionaría nada. Ya me he alistado…

Gwyneira se había llenado el vaso y se volvió de nuevo hacia su hijo, en esos momentos con la mirada llena de desesperación.

—¿Y qué pasa conmigo? ¡Me dejas totalmente sola, Jack!

El joven gimió. Había pensado en su madre y había postergado la decisión para no hacerle daño. Había seguido esperando la llegada de Gloria. La muchacha se encontraba de gira con sus padres, pero a esas alturas, Kura-maro-tini ya había tenido que darse cuenta de que no era la persona adecuada para ser maestro concertista. Las últimas cartas de Gloria no decían nada, como de costumbre, pero Jack creía percibir su desesperación y frustración entre líneas:

Nueva York es una ciudad grande. Uno puede perderse en ella. He visitado unos cuantos museos, en uno se exponía arte polinesio. Tenían mazas de guerra de los maoríes. Ojalá termine pronto la guerra en Europa…

Nueva Orleans es una meca para todos los que aman la música. Mis padres lo disfrutan. A mí no me gusta el calor, todo me parece húmedo. Para vosotros es invierno…

Trabajo mucho, tengo que acompañar al piano a las bailarinas. Pero me gusta más ayudar a Tamatea con el maquillaje. Una vez me pinté. Parecía una chica maorí de nuestra tribu de Kiward Station…

Las maravillas del viaje ni las mencionaba, y William y Kura habrían de percatarse de ello en algún momento. Jack esperaba que enviaran pronto a Gloria de vuelta y con ello dieran a Gwyneira nuevas tareas y actividad. Él no se sentía en condiciones de animarla. Jack quería irse, daba igual adónde.

—Lo siento, madre. —Jack sentía el deseo de abrazar a Gwyneira, pero no consiguió ponerse en pie y estrecharla entre sus brazos—. Pero no durará mucho. Dicen que la guerra concluirá dentro de unas pocas semanas y entonces podré… Luego me daré una vuelta por Europa. Y, de todos modos, al principio vamos a Australia. La flota zarpa desde Sídney. Treinta y seis barcos, madre. El convoy más grande que jamás haya surcado el océano Índico…

Gwyneira se tomó el whisky. No le importaba en absoluto el gran convoy, ni tampoco la guerra en Europa. Solo sentía que su mundo se estaba desmoronando.

Roly O’Brien ayudó a su patrón a cambiarse para la cena. No era una práctica habitual en casa de los Lambert, las comidas en el círculo familiar no exigían indumentaria formal. Pero para esa noche se había fijado en uno de los hoteles de lujo del muelle una entrevista entre los gerentes de las minas locales y los representantes de la New Zealand Railways Corporation. Después de la cena formal, a la que también las señoras estaban invitadas, se retirarían y discutirían sobre los cambios introducidos por la guerra, sobre todo respecto al aumento de las cuotas de transporte y una posible regulación conjunta del mismo. En el ínterin, las minas se habían ampliado y se necesitaban más vagones de ferrocarril y trenes especiales para llevar el carbón a los puertos de la costa Este. Tim ya sonreía pensando en la reacción de los representantes del ferrocarril cuando Florence Biller no solo se reuniera con los hombres, sino que tomara la palabra sin vacilar. Esperaba que no hiciera nada sin haberlo pensado antes.

La relación entre los Lambert y los Biller se había enfriado de modo manifiesto desde el asunto de Lilian y Ben. Al parecer, Florence hacía responsable a Tim de que Ben siguiera escribiendo poemas en lugar de interesarse por la mina. Por su parte, Tim se preguntaba si Florence acudiría con su hijo. Tal vez iría en compañía de su marido, quien en otras circunstancias prefería eludir los eventos sociales. Los Lambert, en cualquier caso, habían decidido prudentemente dejar a Lilian en casa. Esa era la razón de que la joven llevara todo el día enfurruñada.

Roly O’Brien parecía taciturno. Por lo general, el larguirucho joven no perdía la ocasión de comentar cualquier cosa que los afectara a él y a su patrón, y cuando no trabajaba, la mayoría de las veces también tenía algo que explicar, como durante las horas de despacho de ese día.

Al final, Tim cayó en la cuenta de su mutismo.

—¿Qué sucede, Roly? ¿Tan disgustado estás tras un día libre? ¿Te has peleado con Mary? ¿O le pasa algo a tu madre?

—Mi madre está bien… —titubeó Roly—. Mary también. Es solo… Señor Tim, ¿sería mucho trastorno si me ausentara un par de semanas?

Lo había soltado. Roly miraba a Tim esperanzado. Le había ayudado a ponerse el chaleco y tenía preparada la chaqueta. Tim se la puso antes de contestar.

—¿Estás pensando en unas vacaciones, Roly? —preguntó sonriente—. No es mala idea, desde que trabajas para mí nunca has tenido más de un día libre. Pero ¿por qué tan de repente? ¿Y… adónde quieres ir? ¿Tal vez un viaje de novios…?

Roly se puso como un tomate.

—No, no, todavía no se lo he pedido a Mary… Me refiero a que… Bueno, los otros chicos dicen que antes de casarse hay que haber vivido un poco…

Tim frunció el ceño.

—¿Qué chicos? ¿Bobby y Greg, los de la mina? ¿Qué aventura tan maravillosa quieren vivir antes de llevar al altar a una Bridie o una Carrie? —Estaba de pie, contemplándose en el espejo del vestidor. Como siempre, le molestaban los entablillados de las piernas, sobre todo cuando debía reunirse con desconocidos como los representantes de la sociedad de ferrocarriles. Se los quedarían mirando, a él y a Florence Biller. El tullido y la mujer… En el fondo debería de estarle agradecido de que al menos atrajera hacia ella una parte de la atención general que despertaba su discapacidad.

—Bobby y Greg van al ejército —señaló Roly, sacudiendo un poco de polvillo de la chaqueta de Tim—. ¿Le afeito también, señor Tim? Desde esta mañana le ha crecido un poco la barba…

Tim miró a su sirviente alarmado.

—¿Los chicos se han alistado? ¡No me digas que tú también tienes esta intención, Roly!

El joven asintió con aire de culpabilidad.

—Sí, señor Tim. Yo… Ya se lo he dicho a mi madre. Ha sido un poco precipitado, pero los chicos no me dejaban en paz. En cualquier caso he firmado…

Bajó la vista. Tim se dejó caer en una silla…

—¡Roly, por el amor del cielo! ¡Pero podemos anularlo! Si vamos juntos a la oficina de alistamiento y soy lo suficiente persuasivo para convencerles de que sin tu ayuda soy incapaz de dirigir la mina…

—¿Lo haría por mí? —Roly estaba conmovido.

Tim suspiró. La mera idea de discutir con cualquier militar y admitir sus carencias se le hacía una montaña.

—Claro. Y por tu madre. Mina Lambert la privó de su marido. Siento como un deber ocuparme de la vida de su hijo mientras esté en mi mano.

El padre de Roly O’Brien había muerto al derrumbarse la mina de la familia Lambert.

Roly cambiaba el peso de una pierna a otra.

—Pero ¿y si yo…? ¿Y si yo me niego? Bueno…, me refiero a anularlo.

Tim suspiró de nuevo.

—Siéntate un momento, Roly, tenemos que hablar de esto…

—Pero, señor Tim, debe ir a la cena. La señora Lainie estará esperando…

Tim sacudió enérgicamente la cabeza y señaló la segunda silla de la habitación.

—Mi esposa no se morirá de hambre y la cena puede empezar sin nosotros. Pero enviarte a la guerra… ¿Se puede saber cómo se te ha ocurrido esta absurda idea? ¿Te ha hecho algo un alemán, un austríaco, un húngaro o quien sea que quieras ir a matar?

Roly compuso una expresión compungida.

—Claro que no, señor Tim —respondió—. Pero la metrópoli… Greg y Bobby…

—Así que en realidad se trata más de Greg y Bobby que de la metrópoli —observó Tim—. Por Dios, Roly, ya sé que has crecido con esos haraganes y que los consideras tus amigos, pero Matt Gawain no está satisfecho con ellos, beben más de lo que trabajan. No los despedimos porque faltan trabajadores, pero en otras circunstancias no vacilaríamos en librarnos de ellos. No me extraña que el deseo de aventuras los cautive: el ejército es, desde luego, más digno que una patada en el trasero. ¡No te enroles, Roly! Tienes un empleo seguro, todo el mundo te aprecia, y una chica tan estupenda como Mary Flaherty está esperando que le pidas que se case contigo…

—¡Dicen que no tengo agallas! —replicó Roly—. Que no hay diferencia entre ser un enfermero y un marica…

Roly siempre había llevado con dignidad el mote de «enfermero» que los mineros le habían puesto cuando trabajó cuidando a Tim los meses que siguieron al accidente. Pero la burla le había dolido. El trabajo de cuidador de un enfermo o de un criado doméstico no era muy valorado entre los rudos chicos de la costa Oeste.

—¿Y vas a arriesgar tu vida por eso? —preguntó iracundo Tim—. Roly, esto no es una aventura inofensiva, ¡es una guerra! Se dispara a matar… ¿Alguna vez has sostenido un arma en la mano? ¿Qué dice tu madre al respecto?

Roly esbozó un gesto de indiferencia.

—Está muy enfadada. Dice que no entiende por qué luchamos, que a nosotros, en cualquier caso, no nos ha atacado nadie. Así que tendría que quedarme donde estoy. ¡Pero no se da cuenta de la situación! —exclamó en tono impertinente—. A fin de cuentas no es más que una mujer…

Tim se rascó la frente. Él personalmente sentía un gran respeto hacia la decidida señora O’Brien, que mantenía a sus hijos con la costura y que mostraba tanta habilidad a la hora de manejar las máquinas de coser modernas que competía con todos los sastres y las modistas de la región. En su fuero interno, compartía totalmente la opinión de ella: si un gobierno era incapaz de explicar el porqué de una guerra a las señoras O’Brien al frente de las cuales se encontraba, mejor que no participara en ella. Agradecía al destino que sus hijos fueran demasiado jóvenes para emprender semejante aventura.

—¡Si caes en el combate, Roly, tu madre te dará sepultura! —objetó drástico Tim—. Suponiendo que Inglaterra se tome el esfuerzo de embarcar a casa a los neozelandeses caídos. Es probable que os entierren en Francia…

—¡Todavía no he estado en Francia! —respondió Roly, obstinado—. Para usted es fácil hablar de aventuras y todo eso. Ya conoce toda Europa. Pero ¿y nosotros? Nosotros no salimos de aquí. Con el ejército veremos nuevos países…

Tim se llevó las manos a la cabeza.

—¿Eso os han dicho en la oficina de alistamiento? ¡La gente debe de haber enloquecido! ¡La guerra no es un viaje de vacaciones, Roly!

—¡Pero no durará mucho! —replicó el muchacho intentando imponer su opinión—. Dicen que solo un par de semanas. Y primero vamos a un campo de instrucción australiano. Puede suceder que la guerra ya haya terminado cuando estemos preparados.

Tim sacudió la cabeza.

—Ay, Roly… —gimió—. Ojalá hubieses hablado antes conmigo. Mira, no sé nada con certeza, pero tanto en el ámbito de la mina como en el de la industria, nos estamos preparando para una guerra de años, Roly. ¡Así que, por favor, sé razonable! Haz caso de tu madre y de Mary. ¡Ella también te cantará las cuarenta cuando se lo digas! Mañana utilizaré mis contactos para que deshagas el acuerdo. Hazme caso, ¡lo conseguiremos!

Roly sacudió la cabeza. Daba la impresión de estar desencantado, pero firmemente decidido.

—No puedo, señor Tim. Si ahora me echo atrás, seré un desgraciado en la colonia. ¡No me haga esto!

Tim inclinó la cabeza.

—De acuerdo, Roly, me las apañaré sin ti. Pero no eternamente, ¿de acuerdo? Tendrás la amabilidad de sobrevivir, volver y casarte con Mary. ¿Está claro?

Roly sonrió.

—¡Lo prometo!