XV

El peligro mayor era caminar, no por el riesgo de una caída, sino porque se veía demasiado el trabajo que le costaba. En cambio, para subir y bajar las escaleras de la casa era comprensible que alguien lo ayudara, aun si fuera capaz de hacerlo solo. Sin embargo, cuando en realidad le hizo falta un brazo de apoyo no permitió que se lo dieran.

«Gracias», decía, «pero todavía puedo».

Un día no pudo. Se disponía a bajar solo las escaleras cuando se le desvaneció el mundo. «Me caí de mis propios pies, sin saber cómo y medio muerto», contó a un amigo. Fue peor: no se mató de milagro, porque el vahído lo fulminó al borde mismo de las escaleras, y no siguió rodando por la liviandad del cuerpo.

El doctor Gastelbondo lo llevó de urgencia a la antigua Barranca de San Nicolás en el coche de don Bartolomé Molinares, que lo había albergado en su casa en un viaje anterior, y le tenía preparada la misma alcoba grande y bien ventilada sobre la Calle Ancha. En el camino empezó a supurarle del lagrimal izquierdo una materia espesa que no le daba sosiego. Viajó ajeno a todo, y a veces parecía que estuviera rezando, cuando en realidad murmuraba estrofas completas de sus poemas predilectos. El médico le limpiaba el ojo con su pañuelo, sorprendido de que no lo hiciera él mismo, siendo tan celoso de su pulcritud personal. Se despabiló apenas a la entrada de la ciudad, cuando una partida de vacas desbocadas estuvieron a punto de atropellar el coche, y terminaron por volcar la berlina del párroco. Este dio una voltereta en el aire y enseguida se levantó de un salto, blanco de arena hasta los cabellos, y con la frente y las manos ensangrentadas. Cuando se repuso de la conmoción, los granaderos tuvieron que abrirse paso a través de los transeúntes ociosos y los niños desnudos que sólo querían gozar del accidente, sin la menor idea de quién era el pasajero que parecía un muerto sentado en la penumbra del coche.

El médico presentó al sacerdote como uno de los pocos que habían sido partidarios del general en los tiempos en que los obispos tronaban contra él en el pulpito y fue excomulgado por masón concupiscente. El general no pareció enterarse de lo que pasaba, y sólo tomó conciencia del mundo cuando vio la sangre en la sotana del párroco, y éste le pidió que interpusiera su autoridad para que las vacas no anduvieran sueltas en una ciudad donde ya no era posible caminar sin riesgos con tantos coches en la vía pública.

«No se amargue la vida Su Reverencia», le dijo él, sin mirarlo. «Todo el país está igual».

El sol de las once estaba inmóvil en los arenales de las calles, anchas y desoladas, y la ciudad entera reverberaba de calor. El general se alegró de no estar ahí más del tiempo necesario para reponerse de la caída, y para salir a navegar en un día de mala mar, porque el manual francés decía que el mareo era bueno para remover los humores de la bilis y limpiar el estómago. Del golpe se repuso pronto, pero en cambio no fue tan fácil poner de acuerdo el barco y el mal tiempo.

Furioso con la desobediencia del cuerpo, el general no tuvo fuerzas para ninguna actividad política o social, y si recibía alguna visita era de viejos amigos personales que pasaban por la ciudad para decirle sus adioses. La casa era amplia y fresca, hasta donde noviembre lo permitía, y sus dueños la convirtieron para él en un hospital de familia. Don Bartolomé Molinares era uno de los tantos arruinados por las guerras, y lo único que éstas le habían dejado era el cargo de administrador de correos, que desempeñaba sin sueldo desde hacía diez años. Era un hombre tan bondadoso que el general lo llamaba papá desde el viaje anterior. Su esposa, rozagante y con una vocación matriarcal indomable, ocupaba sus horas tejiendo encajes de bolillo que vendía bien en los barcos de Europa, pero desde que llegó el general le consagró todo su tiempo. Hasta el punto de que entró en conflicto con Fernanda Barriga porque le echaba aceite de oliva a las lentejas, convencida de que era bueno para los males del pecho, y él se las comía a la fuerza por gratitud.

Lo que más molestó al general en esos días fue la supuración del lagrimal, que lo mantuvo de un humor sombrío, hasta que cedió a los colirios de agua de manzanilla. Entonces se incorporó a las partidas de barajas, consuelo efímero contra el tormento de los zancudos y las tristezas del atardecer. En una de sus escasas crisis de arrepentimiento, discutiendo entre bromas y veras con los dueños de casa, los sorprendió con la sentencia de que más valía un buen acuerdo que mil pleitos ganados.

«¿También en la política?», preguntó el señor Molinares.

«Sobre todo en la política», dijo el general. «El no habernos compuesto con Santander nos ha perdido a todos».

«Mientras queden amigos quedan esperanzas», dijo Molinares.

«Todo lo contrario», dijo el general. «No fue la perfidia de mis enemigos sino la diligencia de mis amigos lo que acabó con mi gloria. Fueron ellos los que me embarcaron en el desastre de la Convención de Ocaña, los que me enredaron en la vaina de la monarquía, los que me obligaron primero a buscar la reelección con las mismas razones con que después me hicieron renunciar, y ahora me tienen preso en este país donde ya nada se me ha perdido».

La lluvia se hizo eterna, y la humedad empezaba a abrir grietas en la memoria. El calor era tan intenso, aun de noche, que el general debía cambiarse varias veces la camisa ensopada. «Me siento como cocinado al bañomaría», se quejaba. Una tarde estuvo más de tres horas sentado en el balcón, viendo pasar por la calle los escombros de los barrios pobres, los útiles domésticos, los cadáveres de animales arrastrados por el torrente de un aguacero sísmico que pretendía arrancar las casas de raíz.

El comandante Juan Glen, prefecto de la ciudad, apareció en medio de la tormenta con la noticia de que había arrestado a una mujer del servicio del señor Visbal, porque estaba vendiendo como reliquias sagradas los cabellos que el general se había cortado en Soledad. Una vez más lo deprimió el desconsuelo de que todo lo suyo se convirtiera en mercancía de ocasión.

«Ya me tratan como si me hubiera muerto», dijo.

La señora Molinares había arrimado el mecedor a la mesa de juego para no perder palabra.

«Lo tratan como lo que es», dijo: «un santo».

«Bueno», dijo él, «si es así, que suelten a esa pobre inocente».

No volvió a leer. Si tenía que escribir cartas se contentaba con instruir a Fernando, y no revisaba ni siquiera las pocas que debía rubricar. Pasaba la mañana contemplando desde el balcón el desierto de arena de las calles, viendo pasar el burro del agua, la negra descarada y feliz que vendía mojarras achicharradas por el sol, los niños de las escuelas a las once en punto, el párroco con la sotana de trapo llena de remiendos que lo bendecía desde el atrio de la iglesia y se fundía en el calor. A la una de la tarde, mientras los otros hacían la siesta, se iba por la orilla de los caños podridos espantando con la sola sombra las bandadas de gallinazos del mercado, saludando aquí y allá a los pocos que lo reconocían medio muerto y de civil, y llegaba hasta el cuartel de los granaderos, un galpón de bahareque frente al puerto fluvial. Le preocupaba la moral de la tropa, carcomida por el tedio, y esto le parecía demasiado evidente en el desorden de los cuarteles, cuya pestilencia había llegado a ser insoportable. Pero un sargento que parecía en estado de estupor por el bochorno de la hora, lo apabulló con la verdad.

«Lo que nos tiene jodidos no es la moral, Excelencia», le dijo. «Es la gonorrea».

Sólo entonces lo supo. Los médicos locales, habiendo agotado su ciencia con lavativas de permanganato y paliativos de azúcar de leche, remitieron el problema a los mandos militares, y éstos no habían logrado ponerse de acuerdo sobre lo que debían hacer. Toda la ciudad estaba ya al corriente del riesgo que la amenazaba, y el glorioso ejército de la república era visto como el emisario de la peste. El general, menos alarmado de lo que se temía, lo resolvió de un trazo con la cuarentena absoluta.

Cuando la falta de noticias buenas o malas empezaba a ser desesperante, un propio de a caballo le llevó de Santa Marta un recado obscuro del general Montilla: «El hombre es ya nuestro y los trámites van por buen camino». Al general le había parecido tan extraño el mensaje, y tan irregular el modo, que lo entendió como un asunto de estado mayor de la más grande importancia. Y tal vez relacionado con la campaña de Riohacha, a la cual le atribuía una prioridad histórica que nadie quería entender.

Era normal en esa época que se enrevesaran los recados y que los partes militares fueran embrollados a propósito por razones de seguridad, desde que la desidia de los gobiernos acabó con los sistemas de mensajes cifrados que fueron tan útiles durante las primeras conspiraciones contra España. La idea de que los militares lo engañaban era una preocupación antigua, que Montilla compartía, y esto complicó más el enigma del recado y agravó la ansiedad del general. Entonces mandó a José Palacios a Santa Marta, con la argucia de que consiguiera frutas y legumbres frescas y unas pocas botellas de jerez seco y cerveza blanca, que no se encontraban en el mercado local. Pero el propósito real era que le descifrara el misterio. Fue muy simple: Montilla quería decir que el marido de Miranda Lyndsay había sido trasladado de la cárcel de Honda a la de Cartagena, y el indulto era cuestión de días. El general se sintió tan defraudado con la facilidad del enigma, que ni siquiera se alegró del bien que le había hecho a su salvadora de Jamaica.

El obispo de Santa Marta le hizo saber a principios de noviembre, en un billete de su puño y letra, que era él con su mediación apostólica quien había acabado de apaciguar los ánimos en la vecina población de La Ciénaga, donde la semana pasada se había intentado una revuelta civil en apoyo de Riohacha. El general se lo agradeció también de su propia mano, y le pidió a Montilla que hiciera lo propio, pero no le gustó la forma en que el obispo se había apresurado a cobrarle la deuda.

Las relaciones entre él y monseñor Estévez no fueron nunca las más fluidas. Bajo su manso cayado de buen pastor, el obispo era un político apasionado, pero de pocas luces, opuesto a la república en el fondo de su corazón, y opuesto a la integración del continente y a todo lo que tuviera que ver con el pensamiento político del general. En el Congreso Admirable, del cual fue vicepresidente, había entendido bien su misión real de entorpecer el poder de Sucre, y la había ejercido con más malicia que eficacia, tanto en la elección de los dignatarios como en la misión que cumplieron juntos para intentar una solución amigable del conflicto con Venezuela. Los esposos Molinares, que sabían de aquellas discrepancias, no se sorprendieron ni mucho menos en la merienda de las cuatro, cuando el general los recibió con una de sus parábolas proféticas:

«¿Qué será de nuestros hijos en un país donde las revoluciones se acaban por la diligencia de un obispo?»

La señora Molinares le replicó con un reproche afectuoso pero firme:

«Aunque Su Excelencia tuviera razón, no quiero saberlo», dijo. «Somos católicos de los de antes».

Él se rehabilitó de inmediato:

«Sin duda mucho más que el señor obispo, pues él no ha puesto paz en La Ciénaga por amor a Dios, sino por mantener unidos a sus feligreses en la guerra contra Cartagena».

«Aquí también estamos contra la tiranía de Cartagena», dijo el señor Molinares.

«Ya lo sé», dijo él. «Cada colombiano es un país enemigo».

Desde Soledad, el general le había pedido a Montilla que le enviara un barco ligero al vecino puerto de Sabanilla, para su proyecto de expulsar la bilis mediante el mareo. Montilla se había demorado en complacerlo porque don Joaquín de Mier, un español republicano que era socio del comodoro Elbers, le había prometido uno de los buques de vapor que prestaban servicios ocasionales en el río Magdalena. Como esto no fue posible, Montilla mandó a mediados de noviembre un mercante inglés que llegó sin previo aviso a Santa Marta. Tan pronto como lo supo, el general dio a entender que aprovecharía la ocasión para abandonar el país. «Estoy resuelto a irme a cualquier parte por no morirme aquí», dijo. Luego lo estremeció el presagio de que Camille lo esperaba escrutando el horizonte en un balcón de flores frente al mar, y suspiró:

«En Jamaica me quieren».

Instruyó a José Palacios para que empezara a hacer el equipaje, y esa noche estuvo hasta muy tarde tratando de encontrar unos papeles que quería llevarse a toda costa. Quedó tan cansado que durmió durante tres horas. Al amanecer, ya con los ojos abiertos, sólo tomó conciencia de dónde estaba cuando José Palacios cantó el santoral.

«Soñé que estaba en Santa Marta», dijo él. «Era una ciudad muy limpia, de casas blancas e iguales, pero la montaña impedía ver el mar».

«Entonces no era Santa Marta», dijo José Palacios. «Era Caracas».

Pues el sueño del general le había revelado que no se irían para Jamaica. Fernando estaba en el puerto desde temprano arreglando los pormenores del viaje, y al regreso encontró a su tío dictándole a Wilson una carta en la que le pedía a Urdaneta un pasaporte nuevo para abandonar el país, pues el del gobierno depuesto carecía de valor. Esa fue la única explicación que dio para cancelar el viaje.

Sin embargo, todos coincidieron en que la verdadera razón fueron las noticias que recibió esa mañana sobre las operaciones de Riohacha, que no hacían sino empeorar las anteriores. La patria se caía a pedazos de un océano al otro, el fantasma de la guerra civil se ensañaba sobre sus ruinas, y nada le molestaba tanto al general como sacarle el cuerpo a la adversidad. «No hay sacrificio que no estemos dispuestos a soportar por salvar a Riohacha», dijo. El doctor Gastelbondo, más preocupado por las preocupaciones del enfermo que por sus enfermedades irredimibles, era el único que sabía hablarle con la verdad sin mortificarlo.

«El mundo acabándose, y usted pendiente de Riohacha», le dijo. «Nunca soñamos con semejante honor». La réplica fue inmediata: «De Riohacha depende la suerte del mundo».

Lo creía de veras, y no lograba disimular la ansiedad de que estaban ya dentro del plazo previsto para tomarse Maracaibo, y sin embargo estaban más lejos que nunca de la victoria. Y a medida que se aproximaba diciembre con sus tardes de topacio, ya no sólo temía que se perdiera Riohacha, y tal vez todo el litoral, sino que Venezuela armara una expedición para arrasar hasta los últimos vestigios de sus ilusiones.

El tiempo había empezado a cambiar desde la semana anterior, y donde antes hubo lluvias de pesadumbre se abrió un cielo diáfano y noches de estrellas. El general permaneció ajeno a las maravillas del mundo, a veces absorto en la hamaca, a veces jugando a las barajas sin preocuparse de su suerte. Poco después, mientras jugaban en la sala, una brisa de rosas de mar les arrebató las barajas de las manos e hizo saltar los cerrojos de las ventanas. La señora Molinares, exaltada por el anuncio prematuro de la estación providencial, exclamó: «¡Es diciembre!» Wilson y José Laurencio Silva se apresuraron a cerrar las ventanas para impedir que la brisa se llevara la casa. El general fue el único que permaneció absorto en su idea fija.

«Diciembre ya, y seguimos en las mismas», dijo. «Con razón se dice que vale más tener malos sargentos que generales inútiles».

Siguió jugando, y en mitad de la partida puso sus cartas a un lado y le dijo a José Laurencio Silva que preparara todo para viajar. El coronel Wilson, que el día anterior había desembarcado su equipaje por segunda vez, se quedó perplejo.

«El barco se fue», dijo.

El general lo sabía. «Ese no era el bueno», dijo. «Hay que irse para Riohacha, a ver si logramos que nuestros generales ilustres se decidan por fin a ganar». Antes de abandonar la mesa se sintió obligado a justificarse con los dueños de casa.

«Ya no es ni siquiera una necesidad de la guerra», les dijo, «sino un asunto de honor».

Fue así como a las ocho de la mañana del primero de diciembre se embarcó en el bergantín Manuel, que el señor Joaquín de Mier puso a su disposición para lo que él quisiera: dar una vuelta para expulsar la bilis, temperar en su ingenio de San Pedro Alejandrino para reponerse de sus muchos males y sus penas sin cuento, o seguir de largo para Riohacha a intentar otra vez la redención de las Américas. El general Mariano Montilla, que llegó en el bergantín con el general José María Carreño, consiguió también que el Manuel fuera escoltado por la fragata Grampus, de los Estados Unidos, que además de estar bien artillada tenía a bordo un buen cirujano: el doctor Night. Sin embargo, cuando Montilla vio el estado de lástima en que se encontraba el general, no quiso guiarse por el criterio único del doctor Night, y consultó también a su médico local.

«No creo siquiera que soporte la travesía», dijo el doctor Gastelbondo. «Pero que se vaya: cualquier cosa es mejor que vivir así».

Los caños de la Ciénaga Grande eran lentos y calurosos, y emanaban vapores mortíferos, así que se fueron por la mar abierta aprovechando los primeros alisios del norte, que aquel año fueron anticipados y benignos. El bergantín de velas cuadradas, bien conservado y con un camarote listo para él, era limpio y cómodo, y tenía un modo alegre de navegar.

El general se embarcó de buen ánimo, y quiso permanecer en cubierta para ver el estuario del río Grande de la Magdalena, cuyo limo le daba a las aguas un color de ceniza hasta muchas leguas mar adentro. Se había puesto un viejo pantalón de pana, el gorro andino y una chaqueta de la armada inglesa que le regaló el capitán de la fragata, y su aspecto mejoraba a pleno sol con la brisa bandolera. En honor suyo, los tripulantes de la fragata cazaron un tiburón gigante, en cuyo vientre encontraron, entre otras varias cosas de quincallería, unas espuelas de caballero. Él lo gozaba todo con un júbilo de turista, hasta que lo venció la fatiga y se sumergió en su alma. Entonces le hizo a José Palacios una señal de que se acercara, y le confió al oído:

«A esta hora, papá Molinares debe estar quemando el colchón y enterrando las cucharas».

Hacia el mediodía pasaron frente a la Ciénaga Grande, una vasta extensión de aguas turbias donde todos los pájaros del cielo se disputaban un cardumen de mojarras doradas. En la ardiente llanura de salitre entre la ciénaga y el mar, donde la luz era más transparente y el aire más puro, estaban las aldeas de los pescadores con sus artes tendidas a secar en los patios, y más allá la misteriosa población de La Ciénaga, cuyos fantasmas diurnos habían hecho dudar de su ciencia a los discípulos de Humboldt. Al otro lado de la Ciénaga Grande se alzaba la corona de hielos eternos de la Sierra Nevada.

El bergantín gozoso, casi volando a flor de agua en el silencio de las velas, era tan ligero y estable que no le había causado al general la apetecida descomposición del cuerpo para expulsar la bilis. Sin embargo, más adelante pasaron por un contrafuerte de la sierra que se adelantaba hasta el mar, y las aguas se volvieron ásperas y se encrispó la brisa. El general observó aquellos cambios con creciente esperanza, pues el mundo empezó a girar con los pájaros carniceros que volaban en círculos sobre su cabeza, y un sudor helado le empapó la camisa y sus ojos se llenaron de lágrimas. Montilla y Wilson tuvieron que sostenerlo, pues era tan liviano que un golpe de mar podía sacarlo por la borda. Al atardecer, cuando entraron en el remanso de la bahía de Santa Marta, ya no le quedaba nada que expulsar en el cuerpo estragado, y estaba exhausto en la litera del capitán, moribundo, pero con la embriaguez de los sueños cumplidos. El general Montilla se asustó tanto de su estado, que antes de proceder al desembarco lo hizo ver de nuevo por el doctor Night, y éste determinó que lo llevaran a tierra en una silla de brazos.

Aparte del desinterés propio de los samarios por todo lo que tuviera algún viso oficial, otros motivos explicaban que hubiera tan poca gente esperando en el embarcadero. Santa Marta había sido una de las ciudades más difíciles de seducir para la causa de la república. Aun después de sellada la independencia con la batalla de Boyacá, el virrey Sámano se refugió allí para esperar refuerzos de España. El general mismo había tratado de liberarla varias veces, y sólo Montilla lo consiguió cuando ya la república estaba implantada. Al rencor de los realistas se sumaba el ánimo de todos contra Cartagena, como favorita del poder central, y el general lo fomentaba sin saberlo con su pasión por los cartageneros. El motivo más fuerte, sin embargo, aun entre muchos adictos suyos, fue la ejecución sumaria del almirante José Prudencio Padilla, que para colmo de peras en el olmo era tan mulato como el general Piar. La virulencia había aumentado con la toma del poder por Urdaneta, presidente del consejo de guerra que emitió la sentencia de muerte. De modo que las campanas de la catedral no repicaron como estaba previsto, y nadie supo explicar por qué, y los cañonazos de saludo no fueron disparados en la fortaleza del Morro porque la pólvora amaneció mojada en el arsenal. Los soldados habían trabajado hasta poco antes para que el general no viera el letrero escrito con carbón en el costado de la catedral: «Viva José Prudencio». Las notificaciones oficiales de su llegada apenas si conmovieron a los pocos que esperaban en el puerto. La ausencia más notable fue la del obispo Estévez, el primero y más insigne de los notificados principales.

Don Joaquín de Mier había de recordar hasta el fin de sus muchos años la criatura de pavor que desembarcaron en andas en el sopor de la prima noche, envuelto en una manta de lana, con un gorro encima del otro hundidos hasta las cejas, y apenas con un soplo de vida. Sin embargo, lo que más recordó fue su mano ardiente, su aliento arduo, la prestancia sobrenatural con que abandonó las andas para saludarlos a todos, uno por uno, con sus títulos y sus nombres completos, sosteniéndose de pie a duras penas con la ayuda de sus edecanes. Luego se dejó subir en vilo a la berlina y se derrumbó en el asiento, con la cabeza sin fuerzas apoyada en el espaldar, pero con los ojos ávidos pendientes de la vida que pasaba para él a través de la ventana por una sola vez y hasta más nunca.

La fila de coches sólo tuvo que atravesar la avenida hasta la casa de la aduana vieja, que le estaba reservada. Iban a dar las ocho, y era miércoles, pero había un aire de sábado en el paseo de la bahía por las primeras brisas de diciembre. Las calles eran amplias y sucias, y las casas de mampostería con balcones corridos estaban mejor conservadas que las del resto del país. Familias completas habían sacado los muebles para sentarse en las aceras, y algunas atendían a sus visitas hasta en el medio de la calle. Las nubes de luciérnagas entre los árboles iluminaban la avenida del mar con un resplandor fosforescente más intenso que el de los faroles.

La casa de la aduana vieja era la más antigua construida en el país, doscientos noventa y nueve años antes, y estaba recién restaurada. Al general le prepararon el dormitorio del segundo piso, con vista a la bahía, pero él prefirió quedarse la mayor parte del tiempo en la sala principal donde estaban las únicas argollas para colgar la hamaca. Allí estaba también el basto mesón de caoba labrada, sobre el cual, dieciséis días después, sería expuesto en cámara ardiente su cuerpo embalsamado, con la casaca azul de su rango sin los ocho botones de oro puro que alguien iba a arrancarle en la confusión de la muerte.

Sólo él no parecía creer que estuviera tan cerca de ese destino. En cambio, el doctor Alexandre Prosper Révérend, el médico francés que el general Montilla llamó de urgencia a las nueve de la noche, no tuvo necesidad de tomarle el pulso para darse cuenta de que había empezado a morir desde hacía años. Por la languidez del cuello, la contracción del pecho y la amarillez del rostro pensó que la causa mayor eran los pulmones dañados, y sus observaciones de los días siguientes iban a confirmarlo. En el interrogatorio preliminar que le hizo a solas, medio en español, medio en francés, comprobó que el enfermo tenía un ingenio magistral para tergiversar los síntomas y pervertir el dolor, y que el poco aliento se le iba en el esfuerzo de no toser ni expectorar durante la consulta. El diagnóstico de primera vista le fue confirmado por el examen clínico. Pero desde su boletín médico de aquella noche, el primero de los treinta y tres que había de publicar en los quince días siguientes, atribuyó tanta importancia a las calamidades del cuerpo como al tormento moral.

El doctor Révérend tenía treinta y cuatro años, y era seguro de sí, culto y de buen vestir. Había llegado seis años antes, desencantado por la restauración de los borbones en el trono de Francia, y hablaba y escribía un castellano correcto y fluido, pero el general aprovechó la primera ocasión para darle una prueba de su buen francés. El doctor lo agarró al vuelo.

«Su Excelencia tiene acento de París», le dijo.

«De la rué Vivienne», dijo él, animándose. «¿Cómo lo sabe?»

«Me precio de adivinar hasta la esquina de París donde se ha criado una persona, sólo por su acento», dijo el médico. «Aunque nací y viví hasta muy grande en un pueblecito de Normandía».

«Buenos quesos pero mal vino», dijo el general.

«Quizás sea el secreto de nuestra buena salud», dijo el médico.

Se ganó su confianza pulsando sin dolor el lado pueril de su corazón. Se la ganó más aún, pues en vez de recetarle nuevas medicinas le dio de su mano una cucharada del jarabe que le había preparado el doctor Gastelbondo para aliviarle la tos, y una pastilla calmante que se tomó sin resistencia por los deseos que tenía de dormir. Siguieron conversando un poco de todo hasta que el somnífero hizo su efecto, y el médico salió en puntillas de la habitación. El general Montilla lo acompañó hasta su casa con otros oficiales, y se alarmó cuando el doctor le dijo que pensaba dormir vestido por si lo requerían de urgencia a cualquier hora.

Révérend y Night no se pusieron de acuerdo en las varias reuniones que tuvieron durante la semana. Révérend estaba convencido de que el general padecía de una lesión pulmonar cuyo origen era un catarro mal cuidado. Por el color de la piel y por las fiebres vespertinas, el doctor Night estaba convencido de que era un paludismo crónico. Coincidían, sin embargo, en la gravedad de su estado. Solicitaron a otros médicos para zanjar el desacuerdo, pero los tres de Santa Marta, y otros de la provincia, se negaron a acudir sin explicaciones. De modo que los doctores Révérend y Night acordaron un tratamiento de compromiso a base de bálsamos pectorales para el catarro y papeletas de quinina para la malaria.

El estado del enfermo se había deteriorado aún más en el fin de semana por un vaso de leche de burra que se bebió de su cuenta y riesgo a escondidas de los médicos. Su madre la bebía tibia con miel de abejas, y se la hacía beber a él siendo muy niño para endulzarle la tos. Pero aquel sabor balsámico, asociado de un modo tan íntimo a sus recuerdos más antiguos, le revolvió la bilis y le descompuso el cuerpo, y su postración fue tal que el doctor Night anticipó su viaje para mandarle un especialista desde Jamaica. Mandó dos con toda clase de recursos, y con una rapidez increíble para su tiempo, pero demasiado tarde.

Con todo, el estado de ánimo del general no se correspondía con su postración, pues actuaba como si los males que lo estaban matando no fueran más que molestias banales. Pasaba la noche despierto en la hamaca contemplando las vueltas del faro en la fortaleza del Morro, soportando los dolores para no delatarse con sus quejidos, sin apartar la vista del esplendor de la bahía que él mismo había considerado como la más bella del mundo.

«Me duelen los ojos de tanto mirarla», decía.

Durante el día, se esforzaba por demostrar su diligencia de otras épocas, y llamaba a Ibarra, a Wilson, a Fernando, a quien estuviera más cerca, para instruirlo sobre las cartas que ya no tenía paciencia para dictar. Sólo José Palacios tuvo el corazón bastante lúcido para darse cuenta de que aquellas urgencias estaban ya viciadas de postrimerías. Pues eran disposiciones para el destino de sus allegados, y aun de algunos que no estaban en Santa Marta. Olvidó el altercado con su antiguo secretario, el general José Santana, y le consiguió un cargo en el servicio exterior para que disfrutara de su nueva vida de recién casado. Al general José María Carreño, de cuyo buen corazón solía hacer elogios merecidos, lo puso en el camino que había de llevarlo con los años a ser presidente encargado de Venezuela. Pidió a Urdaneta cartas de servicio para Andrés Ibarra y José Laurencio Silva, de modo que pudieran disponer al menos de un sueldo regular en el futuro. Silva llegó a ser general en jefe y secretario de guerra y marina de su país, y murió a los ochenta y dos años, con la vista nublada por las cataratas que tanto había temido, y viviendo de una cédula de invalidez que obtuvo al cabo de arduas diligencias para probar sus méritos de guerra con sus numerosas cicatrices.

El general trató también de convencer a Pedro Briceño Méndez para que volviera a la Nueva Granada a ocupar el ministerio de la guerra, pero la prisa de la historia no le dio tiempo. A su sobrino Fernando le hizo un legado testamentario para facilitarle un buen camino en la administración pública. Al general Diego Ibarra, que había sido su primer edecán y una de las pocas personas a quienes tuteaba y lo tuteaban en privado y en público, le aconsejó trasladarse a algún lugar donde fuera más útil que en Venezuela. Aun al general Justo Briceño, con quien seguía disgustado por aquellos días, había de solicitarle en su lecho de muerte el último favor de su vida.

Tal vez sus oficiales no imaginaron nunca hasta qué punto aquel reparto unificaba sus destinos. Pues todos ellos iban a compartir para bien o para mal el resto de sus vidas, incluso la ironía histórica de estar juntos otra vez en Venezuela, cinco años más tarde, peleando al lado del comandante Pedro Garujo en una aventura militar en favor de la idea bolivariana de la integración.

Ya no eran maniobras políticas sino disposiciones testamentarias en favor de sus huérfanos, y Wilson acabó de confirmarlo por una declaración sorprendente que el general le dictó en una carta a Urdaneta: «Lo de Riohacha está perdido». Esa misma tarde recibió el general una esquela del obispo Estévez, el impredecible, que le pedía interponer sus altos oficios ante el gobierno central para que Santa Marta y Riohacha fueran declaradas departamentos, y de ese modo poner término a la discordia histórica con Cartagena. El general hizo una señal de desaliento a José Laurencio Silva cuando éste acabó de leerle la carta.

«Todas las ideas que se les ocurren a los colombianos son para dividir», le dijo. Más tarde, mientras despachaba con Fernando la correspondencia atrasada, fue todavía más amargo.

«Ni siquiera la contestes», le dijo. «Que esperen a que yo tenga tres cargas de tierra encima para que hagan lo que les dé la gana».

Su ansiedad constante por cambiar de clima lo mantenía al borde de la demencia. Si el tiempo era húmedo quería uno más seco, si era frío lo quería templado, si era serrano lo quería marino. Esto le alimentaba el desasosiego perpetuo de que abrieran la ventana para que entrara el aire, que la volvieran a cerrar, que pusieran la poltrona de espaldas a la luz, otra vez para acá, y sólo parecía lograr alivio meciéndose en la hamaca con las fuerzas exiguas que le quedaban.

Los días de Santa Marta se hicieron tan lúgubres, que cuando el general recobró un poco de sosiego y reiteró la disposición de irse a la casa de campo del señor de Mier, el doctor Révérend fue el primero en alentarlo, consciente de que aquellos eran los síntomas finales de una postración sin regreso. La víspera del viaje escribió a un amigo: «Me moriré cuando más tarde dentro de un par de meses». Fue una revelación para todos, porque muy pocas veces en su vida, y menos en los últimos años, se le había escuchado una mención de la muerte.

La Florida de San Pedro Alejandrino, a una legua de Santa Marta en las estribaciones de la Sierra Nevada, era una plantación de caña de azúcar con un ingenio para hacer panelas. En la berlina del señor de Mier, el general hizo el polvoriento camino que su cuerpo sin él había de hacer diez días después en sentido contrario, envuelto en su vieja manta de los páramos sobre una carreta de bueyes. Mucho antes de ver la casa sintió la brisa saturada de melaza caliente, y sucumbió a las insidias de la soledad.

«Es el olor de San Mateo», suspiró.

El ingenio de San Mateo, a veinticuatro leguas de Caracas, era el centro de sus añoranzas. Allí fue huérfano de padre a los tres años, huérfano de madre a los nueve, y viudo a los veinte. Se había casado en España con una bella muchacha de la aristocracia criolla, parienta suya, y su única ilusión de entonces era ser feliz con ella mientras fomentaba su inmensa fortuna como señor de vidas y haciendas en el ingenio de San Mateo. Nunca se estableció a ciencia cierta si la muerte de la esposa a los ocho meses de la boda fue causada por una fiebre maligna o por un accidente doméstico. Para él fue su nacimiento histórico, pues había sido un señorito colonial deslumbrado por los placeres mundanos y sin un mínimo interés por la política, y a partir de entonces se convirtió sin transiciones en el hombre que fue para siempre. Nunca más habló de su esposa muerta, nunca más la recordó, nunca más intentó sustituirla. Casi todas las noches de su vida soñó con la casa de San Mateo, y a menudo soñaba con su padre y su madre y con cada uno de sus hermanos, pero nunca con ella, pues la había sepultado en el fondo de un olvido estanco como un recurso brutal para poder seguir vivo sin ella. Lo único que logró remover su memoria por un instante fue el olor de la melaza de San Pedro Alejandrino, la impavidez de los esclavos en los trapiches que no le dedicaron ni siquiera una mirada de lástima, los árboles inmensos en torno de la casa recién pintada de blanco para recibirlo, el otro ingenio de su vida donde un destino ineludible lo llevaba a morir.

«Se llamaba María Teresa Rodríguez del Toro y Alayza», dijo de pronto.

El señor de Mier estaba distraído.

«¿Quién es?», preguntó.

«La que fue mi esposa», dijo él, y reaccionó de inmediato: «Pero olvídelo, por favor: fue un percance de mi infancia».

No dijo más.

El dormitorio que le asignaron le causó otro extravío de la memoria, así que lo examinó con una atención meticulosa, como si cada objeto le pareciera una revelación. Además de la cama de marquesina había una cómoda de caoba, una mesa de noche también de caoba con una cubierta de mármol y una poltrona forrada de terciopelo rojo. En la pared junto a la ventana había un reloj octogonal de números romanos parado ^n la una y siete minutos.

«Hemos estado aquí antes», dijo.

Más tarde, cuando José Palacios le dio cuerda al reloj y lo puso en la hora real, el general se acostó en la hamaca tratando de dormir aunque fuera un minuto. Sólo entonces vio la Sierra Nevada por la ventana, nítida y azul, como un cuadro colgado, y la memoria se le perdió en otros cuartos de otras tantas vidas.

«Nunca me había sentido tan cerca de mi casa», dijo.

La primera noche de San Pedro Alejandrino durmió bien, y al día siguiente parecía restablecido de sus dolores, hasta el punto de que hizo un recorrido de los trapiches, admiró la buena casta de los bueyes, probó la miel, y sorprendió a todos con su sabiduría sobre las artes del ingenio. El general Montilla, asombrado de semejante cambio, le pidió a Révérend que le hablara con la verdad, y este le explicó que la mejoría imaginaria del general era frecuente en los moribundos. El final era cosa de días, de horas, quizás. Aturdido por la mala noticia, Montilla dio un puñetazo contra la pared desnuda, y se destrozó la mano. Nunca más, por el resto de su vida, volvería a ser el mismo. Le había mentido muchas veces al general, siempre de buena fe y por razones de política menuda. Desde aquel día le mintió por caridad, e instruyó en ese sentido a quienes tenían acceso a él.

Esa semana llegaron a Santa Marta ocho oficiales de alto rango expulsados de Venezuela por actividades contra el gobierno. Entre ellos se encontraban algunos de los grandes de la gesta libertadora: Nicolás Silva, Trinidad Portocarrero, Julián Infante. Montilla les pidió no sólo que le ocultaran al general moribundo las malas noticias, sino que le mejoraran las buenas, en busca de un alivio para el más grave de sus muchos males. Ellos fueron más lejos, y le hicieron un informe tan alentador de la situación de su país, que lograron encender en sus ojos el fulgor de otros días. El general retomó el tema de Riohacha, cancelado desde hacía una semana, y volvió a hablar de Venezuela como una posibilidad inminente.

«Nunca habíamos tenido una ocasión mejor para empezar otra vez por el camino recto», dijo. Y concluyó con una convicción irrebatible: «El día que yo vuelva a pisar el valle de Aragua, todo el pueblo venezolano se levantará a mi favor».

En una tarde trazó un nuevo plan militar en presencia de los oficiales visitantes, que le prestaron la ayuda de su entusiasmo compasivo. Sin embargo, tuvieron que continuar toda la noche oyéndolo anunciar en tono profetice cómo iban a reconstituir desde sus orígenes y esta vez para siempre el vasto imperio de sus ilusiones. Montilla fue el único que se atrevió a contrariar el estupor de quienes creyeron estar escuchando los desafueros de un loco.

«Cuidado», les dijo, «que lo mismo creyeron en Casacoima».

Pues nadie había olvidado el 4 de julio de 1817, cuando el general tuvo que pasar la noche sumergido en la laguna de Casacoima, junto con un reducido grupo de oficiales, entre ellos Briceño Méndez, para ponerse a salvo de las tropas españolas que estuvieron a punto de sorprenderlos en descampado. Medio desnudo, tiritando de fiebre, empezó de pronto a anunciar a gritos, paso por paso, todo lo que iba a hacer en el futuro: la toma inmediata de Angostura, el paso de los Andes hasta liberar a la Nueva Granada y más tarde a Venezuela, para fundar Colombia, y por último la conquista de los inmensos territorios del sur hasta el Perú. «Entonces escalaremos el Chimborazo y plantaremos en las cumbres nevadas el tricolor de la América grande, unida y libre por los siglos de los siglos», concluyó. También quienes lo escucharon entonces pensaron que había perdido el juicio, y sin embargo fue una profecía cumplida al pie de la letra, paso por paso, en menos de cinco años.

Por desgracia, la de San Pedro Alejandrino fue sólo una visión de malas vísperas. Los tormentos aplazados en la primera semana se precipitaron juntos en una ráfaga de aniquilación total. Para entonces, el general se había disminuido tanto, que tuvieron que darle una vuelta más a los puños de la camisa y le cortaron una pulgada a los pantalones de pana. No lograba dormir más de tres horas al principio de la noche y el resto lo pasaba sofocado por la tos, o alucinado por el delirio, o desesperado por el hipo recurrente que empezó en Santa Marta y se fue haciendo cada vez más tenaz. Por la tarde, mientras los otros dormitaban, entretenía el dolor contemplando por la ventana los picos nevados de la sierra.

Había atravesado cuatro veces el Atlántico y recorrido a caballo los territorios liberados más que nadie volvería a hacerlo jamás, y nunca había hecho un testamento, cosa insólita para la época. «No tengo nada que dejarle a nadie», decía. El general Pedro Alcántara Herrán se lo había sugerido en Santa Fe cuando se preparaba el viaje, con el argumento de que era una precaución normal de todo pasajero, y él le había dicho más en serio que en broma que la muerte no estaba en sus planes inmediatos. Sin embargo, en San Pedro Alejandrino fue él quien tomó la iniciativa de dictar los borradores de su última voluntad y su última proclama. Nunca se supo si fue un acto consciente, o un paso en falso de su corazón atribulado.

Como Fernando estaba enfermo, empezó por dictarle a José Laurencio Silva una serie de notas un poco descosidas que no expresaban tanto sus deseos como sus desengaños: la América es ingobernable, el que sirve una revolución ara en el mar, este país caerá sin remedio en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas, y muchos otros pensamientos lúgubres que ya circulaban dispersos en cartas a distintos amigos.

Siguió dictándolas durante varias horas, como en un trance de clarividencia, sin interrumpirse apenas para las crisis de tos. José Laurencio Silva no logró seguirle el paso y Andrés Ibarra no pudo hacer por mucho rato el esfuerzo de escribir con la mano izquierda. Cuando todos los amanuenses y edecanes se cansaron, quedó en pie el teniente de caballería Nicolás Mariano de Paz, que copió el dictado con rigor y buena letra hasta donde le alcanzó el papel. Pidió más, pero se demoraban tanto para llevárselo, que siguió escribiendo en la pared hasta casi llenarla. El general quedó tan agradecido, que le regaló las dos pistolas para duelos de amor del general Lorenzo Cárcamo.

Fue su última voluntad que sus restos se llevaran a Venezuela, que los dos libros que habían pertenecido a Napoleón se depositaran en la Universidad de Caracas, que se le dieran ocho mil pesos a José Palacios en reconocimiento a sus constantes servicios, que fueran quemados los papeles que dejó en Cartagena al cuidado del señor Pavajeau, que se devolviera a su lugar de origen la medalla con que lo distinguió el congreso de Bolivia, que se restituyera a la viuda del mariscal Sucre la espada de oro con incrustaciones de piedras preciosas que el mariscal le había regalado, y que el resto de sus bienes, incluidas las minas de Aroa, fuera repartido entre sus dos hermanas y los hijos de su hermano muerto. No había para más, pues de los mismos bienes había que pagar varias deudas pendientes, grandes y pequeñas, y entre ellas los veinte mil duros de pesadilla recurrente del profesor Lancaster.

En medio de las cláusulas de rigor, había tenido el cuidado de incluir una excepcional para dar las gracias a sir Robert Wilson por el buen comportamiento y la fidelidad de su hijo. No era extraña esta distinción, pero sí lo era que no se la hubiera hecho también al general O'Leary, que no sería testigo de su muerte sólo porque no alcanzaría a llegar a tiempo desde Cartagena, donde permanecía por orden suya a disposición del presidente Urdaneta.

Ambos nombres quedarían vinculados para siempre al del general. Wilson sería más tarde encargado de negocios de Gran Bretaña en Lima, y después en Caracas, y seguiría participando en primera línea en los asuntos políticos y militares de los dos países. O'Leary había de radicarse en Kingston, y más tarde en Santa Fe, donde fue cónsul de su país por largo tiempo, y donde murió a la edad de cincuenta y un años, habiendo recogido en treinta y cuatro volúmenes un testimonio colosal de su vida junto al general de las Américas. El suyo fue un crepúsculo callado y fructífero, que él redujo a una frase: «Muerto El Libertador, y destruida su grande obra, me retiré a Jamaica, donde me dediqué a arreglar sus papeles y a escribir mis memorias».

Desde el día en que el general hizo su testamento el médico agotó con él los paliativos de su ciencia: sinapismos en los pies, frotaciones en la espina dorsal, emplastos anodinos por todo el cuerpo. Le redujo el estreñimiento congénito con lavativas de un efecto inmediato pero arrasador. Temiendo una congestión cerebral, lo sometió a un tratamiento de vejigatorios para evacuar el catarro acumulado en la cabeza. Este tratamiento consistía en un parche de cantárida, un insecto cáustico que al ser molido y aplicado sobre la piel producía vejigas capaces de absorber los medicamentos. El doctor Revérend le aplicó al general moribundo cinco vejigatorios en la nuca y uno en la pantorrilla. Un siglo y medio después, numerosos médicos seguían pensando que la causa inmediata de la muerte habían sido estos parches abrasivos, que provocaron un desorden urinario con micciones involuntarias, y luego dolorosas y por último ensangrentadas, hasta dejar la vejiga seca y pegada a la pelvis, como el doctor Révérend lo comprobó en la autopsia.

El olfato del general se había vuelto tan sensible que obligaba al médico y al boticario Augusto Tomasín a mantenerse a distancia por sus tufos de linimentos. Entonces más que nunca hacía asperjar la habitación con su agua de colonia, y siguió tomando los baños ilusorios, afeitándose con sus manos, limpiándose los dientes con un encarnizamiento feroz, en un empeño sobrenatural por defenderse de las inmundicias de la muerte.

La segunda semana de diciembre pasó por Santa Marta el coronel Luis Perú de Lacroix, un joven veterano de los ejércitos de Napoleón que había sido edecán del general hasta hacía poco, y lo primero que hizo después de visitarlo fue escribirle la carta de la verdad a Manuela Sáenz. Tan pronto como la recibió; Manuela emprendió viaje hacia Santa Marta, pero en Guaduas le anunciaron que ya llevaba toda una vida de retraso La noticia la borró del mundo. Se hundió en sus propias sombras, sin más cuidados que dos cofres con papeles del general, que logró esconder en un sitio seguro de Santa Fe hasta que Daniel O'Leary los rescató varios años después por instrucciones suyas. El general Santander, en uno de sus primeros actos de gobierno, la desterró del país. Manuela se sometió a su suerte con una dignidad enconada, primero en Jamaica, y luego en una errancia triste que había de terminar en Paita, un sórdido puerto del Pacífico adonde iban a reposar los barcos balleneros de todos los océanos. Allí entretuvo el olvido con los tejidos de punto, los tabacos de arriero y los animalitos de dulce que fabricaba y vendía a los marineros mientras se lo permitió la artritis de las manos. Al doctor Thorne, su marido, lo asesinaron a cuchillo en un descampado de Lima para robarle lo poco que llevaba encima, y en el testamento le dejaba a Manuela una suma igual a la dote que ésta aportó al matrimonio, pero nunca le fue entregada. Tres visitas memorables la consolaron de su abandono: la del maestro Simón Rodríguez, con quien compartió las cenizas de la gloria; la de Giuseppe Garibaldi, el patriota italiano que regresaba de luchar contra la dictadura de Rosas en Argentina, y la del novelista Herman Melville, que andaba por las aguas del mundo documentándose para Moby Dick. Ya mayor, inválida en una hamaca por una fractura de la cadera, leía la suerte en las barajas y daba consejos de amor a los enamorados. Murió en una epidemia de peste, a la edad de cincuenta y nueve años, y su cabaña fue incinerada por la policía sanitaria con los preciosos papeles del general, y entre ellos sus cartas íntimas. Las únicas reliquias personales que le quedaban de él, según le dijo a Perú de Lacroix, eran un mechón de su cabello, y un guante.

El estado en que Perú de Lacroix encontró a La Florida de San Pedro Alejandrino era ya el desorden de la muerte. La casa estaba al garete. Los oficiales dormían a cualquier hora en que los venciera el sueño, y estaban tan irritables que el cauteloso José Laurencio Silva llegó a desenvainar la espada para enfrentarse a las súplicas de silencio del doctor Révérend. A Fernanda Barriga no le alcanzaban los ímpetus y el buen humor para atender a tantas solicitudes de comida a las horas menos pensadas. Los más desmoralizados jugaban a las barajas de día y de noche, sin cuidarse de que todo lo que decían a gritos lo escuchaba el moribundo en el cuarto contiguo. Una tarde, mientras el general yacía en el sopor de la fiebre, alguien en la terraza despotricaba a voz en cuello por el abuso de cobrar doce pesos con veintitrés centavos por media docena de tablas, doscientos veinticinco clavos, seiscientas tachuelas corrientes, cincuenta de las doradas, diez varas de madapolán, diez varas de cinta de manila y seis varas de cinta negra.

Era una letanía a gritos que silenció las otras voces y terminó por ocupar el ámbito de la hacienda. El doctor Révérend estaba en el dormitorio cambiándole las vendas de la mano fracturada al general Montilla, y ambos comprendieron que también el enfermo, en la lucidez del duermevela, estaba pendiente de las cuentas. Montilla se asomó a la ventana, y gritó con toda la voz:

«¡Cállense, carajos!»

El general intervino sin abrir los ojos.

«Déjelos en paz», dijo. «Al fin y al cabo, ya no hay cuentas que yo no pueda oír».

Sólo José Palacios sabía que el general no necesitaba escuchar nada más para entender que las cuentas gritadas eran de los doscientos cincuenta y tres pesos, siete reales y tres cuartillos de una colecta pública para sus funerales, hecha por el municipio entre algunos particulares y los fondos de carnicería y cárcel, y que las listas eran de los materiales para fabricar el ataúd y construir la tumba. José Palacios, por orden de Montilla, se hizo cargo desde entonces de impedir que nadie entrara en la alcoba, cualesquiera fuesen su grado, su título o su dignidad, y él mismo se impuso un régimen tan drástico en la custodia del enfermo, que muy poco se distinguía de su propia muerte.

«Si me hubieran dado un poder así desde el principio, este hombre habría vivido cien años», dijo. Fernanda Barriga quiso entrar.

«Con lo que le han gustado las mujeres a ese pobre huérfano», dijo, «no se puede morir sin una sola en su cabecera, así sea vieja y fea, y tan inservible como yo».

No se lo permitieron. Así que se sentó junto a la ventana, tratando de santificar con responsos los delirios paganos del moribundo. Allí se quedó al amparo de la caridad pública, sumergida en un luto eterno, hasta la edad de ciento y un años.

Fue ella quien cubrió de flores el camino y dirigió los cantos cuando el cura de la vecina aldea de Mamatoco apareció con el viático a la prima noche del miércoles. Lo precedía una doble fila de indias descalzas con balandranes de lienzo crudo y coronas de astromelias, que le alumbraban el camino con candiles de aceite y cantaban plegarias fúnebres en su lengua. Atravesaron el sendero que Fernanda iba tapizando con pétalos delante de ellos, y fue un instante tan estremecedor, que nadie se atrevió a detenerlos. El general se incorporó en la cama cuando los sintió entrar en la alcoba, se cubrió los ojos con el brazo para no encandilarse, y los hizo salir con un grito:

«Llévense esas luminarias, que esto parece una procesión de ánimas».

Tratando de que el mal humor de la casa no acabara de matar al sentenciado, Fernando llevó una murga de Mamatoco, que tocó sin respiro durante un día entero bajo los tamarindos del patio. El general reaccionó de buen modo a la virtud sedante de la música. Se hizo repetir varias veces La Trinitaria, su contradanza favorita, que se había hecho popular porque él mismo repartía en otra época las copias de la partitura por dondequiera que andaba.

Los esclavos pararon los trapiches y contemplaron al general un largo rato entre las enredaderas de la ventana. Estaba envuelto en una sábana blanca, más demacrado y ceniciento que después de la muerte, y llevaba el compás con la cabeza erizada por los troncos del cabello que le empezaba a renacer. Al final de cada pieza aplaudía con la decencia convencional que aprendió en la ópera de París.

Al mediodía, alentado por la música, se tomó una taza de caldo y comió masas de sagú y pollo hervido. Después pidió un espejo de mano para mirarse en la hamaca, y dijo: «Con estos ojos no me muero». La esperanza casi perdida de que el doctor Révérend hiciera un milagro volvió a renacer en todos. Pero cuando mejor parecía, el enfermo confundió al general Sarda con un oficial español de los treinta y ocho que Santander había hecho fusilar en un día y sin juicio previo después de la batalla de Boyacá. Más tarde sufrió una recaída súbita de la cual no se volvió a recuperar, y gritó con lo poco que le quedaba de voz que se llevaran los músicos lejos de la casa, donde no perturbaran la paz de su agonía. Cuando recobró la calma le ordenó a Wilson redactar una carta para el general Justo Briceño, pidiéndole corno un homenaje casi póstumo que se reconciliara con el general Urdaneta para salvar al país de los horrores de la anarquía. Lo único que le dictó textual fue el encabezado: «En los últimos momentos de mi vida le escribo esta carta».

Por la noche conversó hasta muy tarde con Fernando, y por primera vez le dio consejos sobre el porvenir. La idea de escribir juntos las memorias se quedaba en proyecto, pero el sobrino había vivido bastante a su lado para intentar escribirlas como un simple ejercicio del corazón, de modo que sus hijos tuvieran una idea de aquellos años de glorias y desdichas. «O'Leary escribirá algo si persevera en sus deseos», dijo el general. «Pero será distinto». Fernando tenía entonces veintiséis años, y había de vivir hasta los ochenta y ocho sin escribir nada más que unas cuantas páginas descosidas, porque el destino le deparó la inmensa fortuna de perder la memoria.

José Palacios había estado en el dormitorio mientras el general dictaba el testamento. Ni él ni nadie dijo una palabra en un acto que estuvo revestido de una solemnidad sacramental. Pero en la noche, durante el proceso del baño emoliente, le suplicó al general que cambiara su voluntad.

«Siempre hemos sido pobres y nada nos ha faltado», le dijo.

«La verdad es la contraria», le dijo el general. «Siempre hemos sido ricos y nada nos ha sobrado».

Ambos extremos eran ciertos. José Palacios había entrado muy joven a su servicio, por disposición de la madre del general, que era su dueña, y no fue emancipado de una manera formal. Quedó flotando en un limbo civil, en el que nunca se le asignó un sueldo, ni se le definió un estado, sino que sus necesidades personales formaban parte de las necesidades privadas del general. Se identificó con él hasta en el modo de vestir y de comer, y exageró su sobriedad. El general no estaba dispuesto a dejarlo a la deriva sin un grado militar ni una cédula de invalidez, y a una edad en que ya no estaba para empezar a vivir. Así que no había alternativa: la cláusula de los ocho mil pesos no sólo era irrevocable sino irrenunciable.

«Es lo justo», concluyó el general. José Palacios replicó de un tajo: «Lo justo es morirnos juntos».

De hecho fue así, pues manejó tan mal sus dineros como el general manejaba los suyos. A la muerte de éste si quedó en Cartagena de Indias a merced de la caridad pública, probó el alcohol para ahogar los recuerdos y sucumbió a sus complacencias. Murió a la edad de setenta y seis años, revolcándose en el lodo por los tormentos del delirium tremens, en un antro de mendigos licenciados del ejército libertador.

El general amaneció tan mal el 10 de diciembre, que llamaron de urgencia al obispo Estévez, por si quería confesarse. El obispo acudió de inmediato, y fue tanta la importancia que le dio a la entrevista que se vistió de pontifical. Pero fue a puerta cerrada y sin testigos, por disposición del general, y sólo duró catorce minutos. Nunca se supo una palabra de lo que hablaron. El obispo salió de prisa y descompuesto, subió a su carroza sin despedirse, y no ofició los funerales a pesar de los muchos llamados que le hicieron, ni asistió al entierro. El general quedó en tan mal estado, que no pudo levantarse solo de la hamaca, y el médico tuvo que alzarlo en brazos, como a un recién nacido, y lo sentó en la cama apoyado en las almohadas para que no lo ahogara la tos. Cuando por fin recobró el aliento hizo salir a todos para hablar a solas con el médico.

«No me imaginé que esta vaina fuera tan grave como para pensar en los santos óleos», le dijo. «Yo, que no tengo la felicidad de creer en la vida del otro mundo».

«No se trata de eso», dijo Révérend. «Lo que está demostrado es que el arreglo de los asuntos de la conciencia le infunde al enfermo un estado de ánimo que facilita mucho la tarea del médico».

El general no le prestó atención a la maestría de la respuesta, porque lo estremeció la revelación deslumbrante de que la loca carrera entre sus males y sus sueños llegaba en aquel instante a la meta final. El resto eran las tinieblas.

«Carajos», suspiró. «¡Cómo voy a salir de este laberinto!»

Examinó el aposento con la clarividencia de sus vísperas, y por primera vez vio la verdad: la última cama prestada, el tocador de lástima cuyo turbio espejo de paciencia no lo volvería a repetir, el aguamanil de porcelana descarchada con el agua y la toalla y el jabón para otras manos, la prisa sin corazón del reloj octogonal desbocado hacia la cita ineluctable del 17 de diciembre a la una y siete minutos de su tarde final. Entonces cruzó los brazos contra el pecho y empezó a oír las voces radiantes de los esclavos cantando la salve de las seis en los trapiches, y vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se iba para siempre, las nieves eternas, la enredadera nueva cuyas campánulas amarillas no vería florecer el sábado siguiente en la casa cerrada por el duelo, los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse.

FIN