XIV

En la villa de Soledad, también mientras se afeitaba, se sometió a la misma inmolación. Empezó por cortarse un mechón blanco y lacio de los muy escasos que le quedaban, obedeciendo al parecer a un impulso infantil. Enseguida se cortó otro de un modo más consciente, y luego todos sin ningún orden, como cortando hierba, mientras declamaba por las grietas de la voz sus estrofas preferidas de La Araucana. José Palacios entró en el dormitorio para ver con quién hablaba, y lo encontró afeitándose el cráneo cubierto de espuma. Quedó pelado al rape.

El exorcismo no logró redimirlo. Usaba el gorro de seda durante el día, y de noche se ponía la caperuza colorada, pero apenas si lograba mitigar los soplos helados del desaliento. Se levantaba a caminar en la oscuridad por la enorme casa enlunada, sólo que ya no pudo andar desnudo, sino que se envolvía en una manta para no tiritar de frío en las noches de calor. Con los días no le bastó la manta, sino que resolvió ponerse la caperuza colorada encima del gorro de seda.

Las intrigas cositeras de los militares y los abusos de los políticos lo exasperaban tanto, que una tarde decidió con un golpe en la mesa que no soportaba más ni a los unos ni a los otros. «Díganles que estoy hético para que no vuelvan», gritó. Fue una determinación tan drástica, que prohibió los uniformes y los ritos militares en la casa. Pero no logró sobrevivir sin ellos, así que las audiencias de consuelo y los conciliábulos estériles continuaron como siempre, contra sus propias órdenes. Entonces se sentía tan mal, que aceptó la visita de un médico con la condición de que no lo examinara ni le hiciera preguntas sobre sus dolores ni pretendiera darle nada de beber.

«Sólo para conversar», dijo.

El elegido no podía parecerse más a sus deseos. Se llamaba Hércules Gastelbondo, y era un anciano ungido por la felicidad, inmenso y plácido, con el cráneo radiante por la calvicie total, y una paciencia de ahogado que por sí sola aliviaba los males ajenos. Su incredulidad y su intrepidez científica eran famosas en todo el litoral. Prescribía la crema de chocolate con queso fundido para los trastornos de la bilis, aconsejaba hacer el amor en los sopores de la digestión como un buen paliativo para una larga vida, y fumaba sin reposo unos cigarros de carretero que liaba con papel de estraza, y se los recetaba a sus enfermos contra toda clase de malentendidos del cuerpo. Los mismos pacientes decían que nunca los curaba por completo sino que los entretenía con su verba florida. El soltaba una risa plebeya.

«A los otros médicos se les mueren tantos enfermos como a mí», decía. «Pero conmigo se mueren más contentos».

Llegó en la carroza del señor Bartolomé Molinares, que iba y venía varias veces al día llevando y trayendo toda clase de visitantes espontáneos, hasta que el general les prohibió ir sin ser invitados. Llegó vestido de lino blanco sin aplanchar, abriéndose paso a través de la lluvia, con los bolsillos atiborrados de cosas de comer y con un paraguas tan descosido que más bien servía para convocar las aguas que para impedirlas. Lo primero que hizo después de los saludos formales fue pedir perdón por la peste del cigarro que ya llevaba a medio fumar. El general, que no soportaba el humo del tabaco, no sólo entonces sino desde siempre, lo había dispensado de antemano.

«Estoy acostumbrado», le dijo. «Manuela fuma unos más asquerosos que los suyos, hasta en la cama, y desde luego me echa el humo mucho más cerca que usted». El doctor Gastelbondo agarró al vuelo una ocasión que le quemaba el alma.

«Por cierto», dijo. «¿Cómo está?»

«¿Quién?»

«Doña Manuela».

El general respondió en seco:

«Bien».

Y cambió de tema de un modo tan ostensible que el médico soltó una carcajada para disimular su impertinencia. El general sabía, sin duda, que ninguna de sus travesuras galantes estaba a salvo de los murmullos de su séquito. Nunca hizo alarde de sus conquistas, pero habían sido tantas y de tanto estrépito, que sus secretos de alcoba eran de dominio público. Una carta ordinaria demoraba tres meses de Lima a Caracas, pero los chismes de sus aventuras parecían volar con el pensamiento. El escándalo lo perseguía como otra sombra y sus amantes quedaban señaladas para siempre con una cruz de ceniza, pero él cumplía con el deber inútil de mantener los secretos de amor protegidos por un fuero sagrado. Nadie tuvo de él una infidencia sobre una mujer que hubiera sido suya, salvo José Palacios, que era su cómplice de todo. Ni siquiera por complacer una curiosidad tan inocente como la del doctor Gastelbondo, y referida a Manuela Sáenz, cuya intimidad era tan pública que ya tenía muy poco que cuidar.

Salvo por ese incidente instantáneo, el doctor Gastelbondo fue para él una aparición providencial. Lo reanimó con sus locuras sabias, compartía con él los animalitos de almíbar, los alfajores de leche, los diabolines de almidón de yuca que llevaba en los bolsillos, y que él aceptaba por gentileza y se comía por distracción. Un día se quejó de que esas golosinas de salón sólo servían para entretener el hambre pero no para recobrar el peso, que era lo que él quería. «No se preocupe, Excelencia», le replicó el médico. «Todo lo que entra por la boca engorda y todo lo que sale de ella envilece». El argumento le pareció tan divertido al general, que aceptó tomarse con el médico una copa de vino generoso y una taza de sagú.

Sin embargo, el humor que el médico le mejoraba con tanto esmero, se lo descomponían las malas noticias. Alguien le contó que el dueño de la casa donde vivía en Cartagena había quemado por temor al contagio el catre en que él dormía, junto con el colchón y las sábanas, y todo cuanto había pasado por sus manos durante la estancia. Él ordenó a donjuán de Dios Amador que del dinero que le había dejado pagara las cosas destruidas como si fueran nuevas, además del alquiler de la casa. Pero ni aun así logró aplacar la amargura.

Peor aún se sintió unos días después, cuando supo que don Joaquín Mosquera había pasado por ahí de tránsito para los Estados Unidos y no se había dignado visitarlo. Preguntando a unos y a otros sin disimular su ansiedad, se enteró de que en efecto había permanecido en la costa más de una semana mientras esperaba el barco, que había visto a muchos amigos comunes y también a algunos enemigos suyos, y que a todos les había expresado su disgusto por lo que él calificaba como las ingratitudes del general. En el momento de zarpar, ya en la chalupa que lo conducía a bordo, había resumido su idea fija para quienes fueron a despedirlo.

«Recuérdenlo bien», les dijo. «Ese tipo no quiere a nadie».

José Palacios sabía cuan sensible era el general a semejante reproche. Nada le dolía tanto, ni lo ofuscaba tanto como que alguien pusiera en duda sus afectos, y era capaz de apartar océanos y derribar montañas con su terrible poder de seducción, hasta convencerlo de su error. En la plenitud de la gloria, Delfina Guardiola, la bella de Angostura, le había cerrado en las narices las puertas de su casa, enfurecida por sus veleidades. «Usted es un hombre eminente, general, más que ninguno», le dijo. «Pero el amor le queda grande». Él se metió por la ventana de la cocina y permaneció con ella durante tres días, y no sólo estuvo a punto de perder una batalla, sino también el pellejo, hasta lograr que Delfina confiara en su corazón.

Mosquera estaba entonces fuera de su alcance, pero comentó su rencor con todo el que pudo. Se preguntó hasta la saciedad con qué derecho podía hablar de amor un hombre que había permitido que le comunicaran a él en una nota oficial la resolución venezolana de su repudio y su destierro. «Y que dé gracias que no le contesté para dejarlo a salvo de una condena histórica», gritó. Recordó todo cuanto había hecho por él, cuánto lo había ayudado a ser lo que era, cuánto había tenido que soportar las necedades de su narcisismo rural. Por último escribió a un amigo común una carta extensa y desesperada, para estar seguro de que las voces de su angustia alcanzarían a Mosquera en cualquier parte del mundo.

En cambio, las noticias que no llegaban lo envolvían como una niebla invisible. Urdaneta seguía sin contestar sus cartas. Briceño Méndez, su hombre en Venezuela, le había mandado una junto con unas frutas de Jamaica, de las que tanto apetecía, pero el mensajero se había ahogado. Justo Briceño, su hombre en la frontera oriental, lo desesperaba con su lentitud. El silencio de Urdaneta había echado una sombra sobre el país. La muerte de Fernández Madrid, su corresponsal en Londres, había echado una sombra sobre el mundo.

Lo que no sabía el general era que mientras él permanecía sin noticias de Urdaneta, éste mantenía correspondencia activa con oficiales de su séquito, tratando de que le arrancaran una respuesta inequívoca. A O'Leary le escribió: «Necesito saber de una vez por todas si el general acepta o no acepta la presidencia, o si toda la vida hemos de correr tras un fantasma que no se puede alcanzar». No sólo O'Leary sino otros de su entorno intentaban charlas casuales para darle a Urdaneta alguna respuesta, pero las evasivas del general eran infranqueables.

Cuando por fin se recibieron noticias ciertas de Riohacha, eran más graves que los malos presagios. El general Manuel Valdés, como estaba previsto, se tomó la ciudad sin resistencia el 20 de octubre, pero Garujo le aniquiló dos compañías de exploración la semana siguiente. Valdés presentó ante Montilla una renuncia que pretendía ser honorable, y que al general le pareció indigna. «Ese canalla está muerto de miedo», dijo. Faltaban sólo quince días para intentar la toma de Maracaibo, de acuerdo con el plan inicial, pero el simple dominio de Riohacha era ya un sueño imposible.

«¡Carajos!», gritó el general. «La flor y nata de mis generales no ha podido desbaratar una revuelta de cuartel».

Sin embargo, la noticia que más lo afectó fue que las poblaciones huían al paso de las tropas del gobierno, porque las identificaban con él, a quien tenían por asesino del almirante Padilla, que era un ídolo en Riohacha, su tierra natal. Además, el desastre parecía concertado con los del resto del país. La anarquía y el caos se ensañaban por todas partes, y el gobierno de Urdaneta era incapaz de someterlos.

El doctor Gastelbondo se sorprendió una vez más del poder vivificador de la cólera, el día en que encontró al general lanzando improperios bíblicos ante un emisario especial que acababa de darle las últimas noticias de Santa Fe. «Esta mierda de gobierno, en vez de comprometer a los pueblos y a los hombres de importancia, los mantiene paralizados», gritaba. «Volverá a caer y no se levantará por tercera vez, porque los hombres que lo componen y las masas que lo sostienen serán exterminados».

Fueron inútiles los esfuerzos del médico para calmarlo, pues cuando terminó de fustigar al gobierno repasó a voz en cuello la lista negra de sus estados mayores. Del coronel Joaquín Barriga, héroe de tres batallas grandes, dijo que podía ser todo lo malo que quisiera: «hasta asesino». Del general Pedro Margueytío, sospechoso de estar en la conspiración para matar a Sucre, dijo que era un pobre hombre para el mando de tropas. Al general González, el más adicto que tenía en el Cauca, lo cercenó de un tajo brutal: «Sus enfermedades son flaquezas y flatos». Se derrumbó acezante en el mecedor para darle a su corazón la pausa que le hacía falta desde hacía veinte años. Entonces vio al doctor Gastelbondo paralizado por la sorpresa en el marco de la puerta, y levantó la voz.

«Al fin y al cabo», dijo, «¿qué puede esperarse de un hombre que se jugó dos casas a los dados?»

El doctor Gastelbondo se quedó perplejo.

«¿De quién estamos hablando?», preguntó.

«De Urdaneta», dijo el general. «Las perdió en Maracaibo con un comandante de la marina, pero en los documentos se hizo aparecer como si las hubiera vendido».

Tomó el aire que le faltaba. «Claro que todos son unos santos varones al lado del truchimán de Santander», prosiguió. «Sus amigos se robaban el dinero de los empréstitos ingleses comprando papeles del estado por la décima parte de su valor real, y el propio estado se los aceptaba después al ciento por ciento». Aclaró que en todo caso él no se había opuesto a los empréstitos por el riesgo de la corrupción, sino porque previo a tiempo que amenazaban la independencia que tanta sangre había costado.

«Aborrezco a las deudas más que a los españoles», dijo. «Por eso le advertí a Santander que lo bueno que hiciéramos por la nación no serviría de nada si aceptábamos la deuda, porque seguiríamos pagando réditos por los siglos de los siglos. Ahora lo vemos claro: la deuda terminará derrotándonos».

Al principio del gobierno actual no sólo había estado de acuerdo con la decisión de Urdaneta de respetar la vida de los vencidos, sino que lo celebró como una nueva ética de la guerra: «No sea que nuestros enemigos de ahora nos hagan a nosotros lo que nosotros les hicimos a los españoles». Es decir, la guerra a muerte. Pero en sus noches tenebrosas de la villa de Soledad le recordó a Urdaneta en una carta terrible que todas las guerras civiles las había vencido siempre el más feroz.

«Créamelo, mi doctor», le dijo al médico. «Nuestra autoridad y nuestras vidas no se pueden conservar sino a costa de la sangre de nuestros contrarios».

De pronto, la cólera pasó sin dejar rastros, de un modo tan intempestivo como había empezado, y el general emprendió la absolución histórica de los oficiales que acababa de insultar. «En todo caso, el equivocado soy yo», dijo. «Ellos sólo querían hacer la independencia, que era algo inmediato y concreto, y ¡vaya si lo han hecho bien!» Le tendió al médico la mano en los puros huesos para que lo ayudara a levantarse, y concluyó con un suspiro:

«En cambio yo me he perdido en un sueño buscando algo que no existe».

En esos días decidió la situación de Iturbide. A fines de octubre, éste había recibido una carta de su madre, siempre desde Georgetown, en la cual le contaba que el progreso de las fuerzas liberales en México alejaba de la familia, cada vez más, toda esperanza de repatriación. La incertidumbre, sumada a la que llevaba dentro desde la cuna, se le volvió insoportable. Por suerte, una tarde en que se paseaba por el corredor de la casa apoyado en su brazo, el general hizo una evocación inesperada.

«De México tengo sólo un recuerdo malo», dijo: «En Veracruz, los mastines del capitán del puerto me descuartizaron dos cachorros que llevaba para España».

De todos modos, dijo, aquella fue su primera experiencia del mundo, y lo había marcado para siempre. Veracruz estaba prevista como una breve escala de su primer viaje a Europa, en febrero de 1799, pero se prolongó casi dos meses por un bloqueo inglés a La Habana, que era la escala siguiente. La demora le dio tiempo de ir en coche hasta la ciudad de México, trepando casi tres mil metros por entre volcanes nevados y desiertos alucinantes que no tenían nada que ver con los amaneceres pastorales del valle de Aragua, donde había vivido hasta entonces. «Pensé que así debía ser la luna», dijo. En la ciudad de México lo sorprendió la pureza del aire y lo deslumbraron los mercados públicos, su profusión y su limpieza, en los cuales vendían para comer gusanos colorados de maguey, armadillos, lombrices de río, huevos de mosco, saltamontes, larvas de hormigas negras, gatos de monte, cucarachas de agua con miel, avispas de maíz, iguanas cultivadas, víboras de cascabel, pájaros de toda clase, perros enanos y una especie de frijoles que saltaban sin cesar con vida propia. «Se comen todo lo que camina», dijo. Lo sorprendieron las aguas diáfanas de los numerosos canales que atravesaban la ciudad, las barcas pintadas de colores dominicales, el esplendor y la abundancia de las flores. Pero lo deprimieron los días cortos de febrero, los indios taciturnos, la llovizna eterna, todo lo que más tarde habría de oprimirle el corazón en Santa Fe, en Lima, en La Paz, a todo lo largo y lo alto de los Andes, y que entonces padecía por primera vez. El obispo, a quien fue recomendado, lo llevó de la mano a una audiencia con el virrey, que le pareció más episcopal que el obispo. Apenas si le prestó atención al morenito escuálido, vestido de petimetre, que se declaró admirador de la revolución francesa. «Pudo haberme costado la vida», dijo el general, divertido. «Pero tal vez pensé que a un virrey había que hablarle algo de política, y eso era lo único que sabía a los dieciséis años». Antes de proseguir el viaje le escribió una carta a su tío don Pedro Palacio y Sojo, la primera suya que había de conservarse. «Mi letra era tan mala que yo mismo no la entendía», dijo muerto de risa. «Pero le expliqué a mi tío que me salía así por el cansancio del viaje». En una foja y media tenía cuarenta faltas de ortografía, y dos de ellas en una sola palabra: «yjo».

Iturbide no pudo hacer ningún comentario, pues su memoria no le daba para más. Todo lo que le quedaba de México era un recuerdo de desgracias que le habían agravado la melancolía congénita, y el general tenía razones para comprenderlo.

«No se quede con Urdaneta», le dijo. «Ni tampoco se vaya con su familia para los Estados Unidos, que son omnipotentes y terribles, y con el cuento de la libertad terminarán por plagarnos a todos de miserias».

La frase acabó de arrojar una duda más en una ciénaga de incertidumbre. Iturbide exclamó:

«¡No me asuste, general!»

«No se asuste usted», dijo el general en un tono tranquilo. «Váyase para México, aunque lo maten o aunque se muera. Y váyase ahora que todavía es joven, porque un día será demasiado tarde, y entonces no se sentirá ni de aquí ni de allá. Se sentirá forastero en todas partes, y eso es peor que estar muerto». Lo miró directo a los ojos, se puso la mano abierta en el pecho, y concluyó:

«Dígamelo a mí».

De modo que Iturbide se fue a principios de diciembre con dos cartas para Urdaneta, en una de las cuales le decía que él, Wilson y Fernando eran la gente de más confianza que tenía en su casa. Estuvo en Santa Fe sin destino fijo hasta abril del año siguiente, cuando Urdaneta fue depuesto por una conspiración santanderista. Su madre consiguió con su persistencia ejemplar que lo nombraran secretario de la legación mexicana en Washington. Vivió el resto de su vida en el olvido del servicio público, y nada se volvió a saber de la familia hasta treinta y dos años después, cuando Maximiliano de Habsburgo, impuesto por las armas de Francia como emperador de México, adoptó a dos varones Iturbide de la tercera generación y los nombró sucesores suyos en su trono quimérico.

En la segunda carta que el general le mandó a Urdaneta con Iturbide, le pedía que destruyera todas las suyas anteriores y futuras, para que no quedaran rastros de sus horas sombrías. Urdaneta no lo complació. Al general Santander le había hecho una súplica similar cinco años antes: «No mande usted a publicar mis cartas, ni vivo ni muerto, porque están escritas con mucha libertad y en mucho desorden». Tampoco lo complació Santander, cuyas cartas, al contrario de las suyas, eran perfectas de forma y de fondo, y se veía a simple vista que las escribía con la conciencia de que su destinatario final era la historia.

Desde la carta de Veracruz hasta la última que dictó seis días antes de su muerte, el general escribió por lo menos diez mil, unas de su puño y letra, otras dictadas a sus amanuenses, otras redactadas por éstos de acuerdo con instrucciones suyas. Se conservaron poco más de tres mil cartas y unos ocho mil documentos firmados por él. A veces sacaba de quicio a los amanuenses. O al contrario. En cierta ocasión le pareció mal escrita la carta que acababa de dictar, y en vez de hacer otra agregó él mismo una línea sobre el amanuense: «Como usted se dará cuenta, Martell está hoy más imbécil que nunca». La víspera de dejar Angostura para terminar la liberación del continente, en 1817, puso al día sus asuntos de gobierno con catorce documentos que dictó en una sola jornada. Tal vez de allí surgió la leyenda nunca desmentida de que dictaba a varios amanuenses varias cartas distintas al mismo tiempo.

Octubre se redujo al rumor de la lluvia. El general no volvió a salir de su cuarto, y el doctor Gastelbondo tuvo que apelar a sus recursos más sabios para que le permitiera visitarlo y darle de comer. José Palacios tenía la impresión de que en las siestas pensativas en que yacía en la hamaca sin mecerse, contemplando la lluvia en la plaza desierta, revisaba en la memoria hasta los instantes más ínfimos de su vida pasada.

«Dios de los pobres», suspiró una tarde. «¡Qué será de Manuela!»

«Sólo sabemos que está bien, porque no sabemos nada», dijo José Palacios.

Pues el silencio había caído sobre ella desde que Urdaneta asumió el poder. El general no había vuelto a escribirle, pero instruía a Fernando para que la mantuviera al corriente del viaje. La última carta de ella había llegado a fines de agosto, y tenía tantas noticias confidenciales sobre los preparativos del golpe militar, que entre la redacción fragorosa y los datos enrevesados adrede para despistar al enemigo, no fue fácil desentrañar sus misterios.

Olvidando los buenos consejos del general, Manuela había asumido a fondo y hasta con demasiado júbilo su papel de primera bolivarista de la nación, y libraba sola una guerra de papel contra el gobierno. El presidente Mosquera no se atrevió a proceder contra ella, pero no impidió que lo hicieran sus ministros. Las agresiones de la prensa oficial las contestaba Manuela con diatribas impresas que repartía a caballo en la Calle Real, escoltada por sus esclavas. Perseguía lanza en ristre por las callejuelas empedradas de los suburbios a los que repartían las papeluchas contra el general, y tapaba con letreros más insultantes los insultos que amanecían pintados en las paredes.

La guerra oficial terminó por ser contra ella con nombre propio. Pero no se acobardó. Sus confidentes dentro del gobierno le avisaron, un día de fiestas patrias, que en la plaza mayor se estaba armando un castillo de fuegos artificiales con una caricatura del general vestido de rey de burlas. Manuela y sus esclavas pasaron por encima de la guardia, y desbarataron la obra con una carga de caballería. El propio alcalde trató entonces de arrestarla en su cama con un piquete de soldados, pero ella los esperó con un par de pistolas montadas, y sólo la mediación de los amigos de ambas partes impidió un percance mayor.

Lo único que consiguió aplacarla fue la toma del poder por el general Urdaneta. Tenía en él un amigo de verdad, y Urdaneta tuvo en ella su cómplice más entusiasta. Cuando estaba sola en Santa Fe, mientras el general guerreaba en el sur contra los invasores peruanos, Urdaneta era el amigo de confianza que cuidaba de su seguridad y atendía sus necesidades. Cuando el general hizo su infortunada declaración en el Congreso Admirable, fue Manuela quien logró que le escribiera a Urdaneta: «Yo le ofrezco a usted toda mi amistad antigua y una reconciliación absoluta y de corazón». Urdaneta aceptó la oferta gallarda, y Manuela le devolvió el favor después del golpe militar. Desapareció de la vida pública, y con tanto rigor, que a principios de octubre había corrido el rumor de que se había ido para los Estados Unidos, y nadie lo puso en duda. De manera que José Palacios tenía razón: Manuela estaba bien, porque nada se sabía de ella.

En uno de esos escrutinios del pasado, perdido en la lluvia, triste de esperar sin saber qué ni a quién, ni para qué, el general tocó fondo: lloró dormido. Al oír los quejidos mínimos, José Palacios creyó que eran del perro vagabundo recogido en el río. Pero eran de su señor. Se desconcertó, porque en sus largos años de intimidad sólo lo vio llorar una vez, y no había sido de aflicción sino de rabia. Llamó al capitán Ibarra, que velaba en el corredor, y también éste escuchó el rumor de las lágrimas.

«Eso lo ayudará», dijo Ibarra.

«Nos ayudará a todos», dijo José Palacios.

El general durmió hasta más tarde que de costumbre.

No lo despertaron los pájaros en el huerto vecino ni las campanas de la iglesia, y José Palacios se inclinó varias veces sobre la hamaca para sentir si respiraba. Cuando abrió los ojos eran más de las ocho y había empezado el calor.

«Sábado 16 de octubre», dijo José Palacios. «Día de santa Margarita María Alacoque».

El general se levantó de la hamaca y contempló por la ventana la plaza solitaria y polvorienta, la iglesia de muros descascarados, y un pleito de gallinazos por las piltrafas de un perro muerto. La crudeza de los primeros soles anunciaba un día sofocante.

«Vámonos de aquí, volando», dijo el general. «No quiero oír los tiros de la ejecución».

José Palacios se estremeció. Había vivido ese instante en otro lugar y otro tiempo, y el general estaba idéntico a entonces, descalzo en los ladrillos crudos del piso, con los calzoncillos largos y el gorro de dormir en la cabeza rapada. Era un antiguo sueño repetido en la realidad.

«No los oiremos», dijo José Palacios, y agregó con una precisión deliberada: «Ya el general Piar fue fusilado en Angostura, y no hoy a las cinco de la tarde, sino un día como hoy de hace trece años».

El general Manuel Piar, un mulato duro de Curazao, de treinta y cinco años y con tantas glorias como el que más en las milicias patriotas, había puesto a prueba la autoridad del general, cuando el ejército libertador requería como nunca de sus fuerzas unidas para frenar los ímpetus de Morillo.

Piar convocaba a negros, mulatos y zambos, y a todos los desvalidos del país, contra la aristocracia blanca de Caracas encarnada por el general. Su popularidad y su aura mesiánica eran sólo comparables a las de José Antonio Páez, o a las de Boves, el realista, y estaba impresionando en favor suyo a algunos oficiales blancos del ejército libertador. El general había agotado con él sus artes de persuasión. Arrestado por orden suya, Piar fue conducido a Angostura, la capital provisoria, donde el general se había hecho fuerte con sus oficiales cercanos, entre ellos varios de los que habrían de acompañarlo en su viaje final por el río Magdalena. Un consejo de guerra nombrado por él con militares amigos de Piar hizo el juicio sumario. José María Carreño actuó como vocal. El defensor de oficio no tuvo que mentir para exaltar a Piar como uno de los varones esclarecidos de la lucha contra el poder español. Fue declarado culpable de deserción, insurrección y traición, y condenado a la pena de muerte con pérdida de sus títulos militares. Conociendo sus méritos no se creía posible que la sentencia fuera confirmada por el general, y menos en un momento en que Morillo había recuperado varias provincias y era tan baja la moral de los patriotas que se temía por una desbandada. El general recibió presiones de toda índole, escuchó con amabilidad el parecer de sus amigos más próximos, Briceño Méndez entre ellos, pero su determinación fue inapelable. Revocó la pena de degradación y confirmó la de fusilamiento, agravada con la orden de que éste fuera en espectáculo público. Fue la noche interminable en que todo lo malo pudo ocurrir. El 16 de octubre, a las cinco de la tarde, la sentencia se cumplió bajo el sol desalmado de la plaza mayor de Angostura, la ciudad que el mismo Piar había arrebatado seis meses antes a los españoles. El jefe del pelotón había hecho recoger las sobras de un perro muerto que se estaban comiendo los gallinazos, y cerró las entradas para impedir que los animales sueltos pudieran perturbar la dignidad de la ejecución. Le negó a Piar el último honor de dar la orden de fuego al pelotón, y le vendó los ojos a la fuerza, pero no pudo impedir que se despidiera del mundo con un beso al crucifijo y un adiós a la bandera.

El general se había negado a presenciar la ejecución. El único que estaba con él en su casa era José Palacios, y éste lo vio luchando por reprimir las lágrimas cuando oyó la descarga. En la proclama con que informó a las tropas, dijo: «Ayer ha sido un día de dolor para mi corazón». Por el resto de su vida había de repetir que fue una exigencia política que salvó al país, persuadió a los rebeldes y evitó la guerra civil. En todo caso fue el acto de poder más feroz de su vida, pero también el más oportuno, con el cual consolidó de inmediato su autoridad, unificó el mando y despejó el camino de su gloria.

Trece años después, en la villa de Soledad, ni siquiera pareció darse cuenta de que había sido víctima de un desvarío del tiempo. Siguió contemplando la plaza hasta que la atravesó una anciana en harapos con un burro cargado de cocos para vender el agua, y su sombra espantó a los gallinazos. Entonces volvió a la hamaca con un suspiro de alivio, y sin que nadie se lo preguntara dio la respuesta que José Palacios había querido conocer desde la noche trágica de Angostura.

«Volvería a hacerlo», dijo.