O'Leary solía detenerse junto a la mesa para estudiar el tablero y sugerirle alguna idea. Él lo rechazaba indignado. En cambio, cada vez que ganaba salía al patio donde sus oficiales jugaban a las barajas, y les cantaba la victoria. En mitad de una partida, fray Sebastián le preguntó si no pensaba escribir sus memorias.
«Jamás», dijo él. «Esas son vainas de los muertos».
El correo, que fue una de sus obsesiones dominantes, se le convirtió en un martirio. Más aún en aquellas semanas de confusión en que los estafetas de Santa Fe se demoraban a la espera de nuevas noticias, y los postas de enlace se fatigaban esperándolos. En cambio, los correos clandestinos se volvieron más pródigos y apresurados. De modo que el general tenía noticia de las noticias antes de que llegaran, y le sobraba tiempo de madurar sus determinaciones.
Cuando supo que los emisarios estaban cerca, el 17 de septiembre, mandó a Carroño y a O'Leary a esperarlos en el camino de Turbaco. Eran los coroneles Vicente Piñeres y Julián Santa María, cuya primera sorpresa fue el buen ánimo en que encontraron al enfermo sin esperanzas de que tanto se hablaba en Santa Fe. Se improvisó en la casa un acto solemne, con próceres civiles y militares, en el cual se pronunciaron discursos de ocasión y se brindó por la salud de la patria. Pero al final él retuvo a los emisarios, y se dijeron a solas las verdades. El coronel Santa María, que se solazaba en el patetismo, dio la nota culminante: si el general no aceptaba el mando se provocaría una espantosa anarquía en el país. Él lo eludió.
«Primero es existir que modificar», dijo. «Sólo cuando se despeje el horizonte político sabremos si hay patria o no hay patria».
El coronel Santa María no entendió.
«Quiero decir que lo más urgente es reunificar el país por las armas», dijo el general. «Pero el cabo del hilo no está aquí sino en Venezuela».
A partir de entonces, aquélla había de ser su idea fija: empezar otra vez desde el principio, sabiendo que el enemigo estaba dentro y no fuera de la propia casa. Las oligarquías de cada país, que en la Nueva Granada estaban representadas por los santanderistas, y por el mismo Santander, habían declarado la guerra a muerte contra la idea de la integridad, porque era contraria a los privilegios locales de las grandes familias.
«Esa es la causa real y única de esta guerra de dispersión que nos está matando», dijo el general. «Y lo más triste es que se creen cambiando el mundo cuando lo que están es perpetuando el pensamiento más atrasado de España».
Prosiguió con un solo aliento: «Ya sé que se burlan de mí porque en una misma carta, en un mismo día, a una misma persona le digo una cosa y la contraria, que si aprobé el proyecto de monarquía, que si no lo aprobé, o que si en otra parte estoy de acuerdo con las dos cosas al mismo tiempo». Lo acusaban de ser veleidoso en su modo de juzgar a los hombres y de manejar la historia, de que peleaba contra Fernando VII y se abrazaba con Morillo, de que hacía la guerra a muerte contra España y era un gran promotor de su espíritu, de que se apoyó en Haití para ganar y luego lo consideró como un país extranjero para no invitarlo al congreso de Panamá, de que había sido masón y leía a Voltaire en misa, pero era el paladín de la iglesia, de que cortejaba a los ingleses mientras se iba a casar con una princesa de Francia, de que era frívolo, hipócrita, y hasta desleal, porque adulaba a sus amigos en su presencia y denigraba de ellos a sus espaldas. «Pues bien: todo eso es cierto, pero circunstancial», dijo, «porque todo lo he hecho con la sola mira de que este continente sea un país independiente y único, y en eso no he tenido ni una contradicción ni una sola duda». Y concluyó en caribe puro:
«¡Lo demás son pingadas!»
En una carta que le mandó dos días más tarde al general Briceño Méndez, le dijo: «No he querido admitir el mando que me confieren las actas, porque no quiero pasar por jefe de rebeldes y nombrado militarmente por los vencedores». Sin embargo, en las dos cartas que esa misma noche le dictó a Fernando para el general Rafael Urdaneta, tuvo cuidado de no ser tan radical.
La primera fue una respuesta formal, y su solemnidad era demasiado evidente desde el encabezado: «Excelentísimo Señor». En ella justificaba el golpe por el estado de anarquía y abandono en que quedaba la república después de disolverse el gobierno anterior. «El pueblo en estos casos no se engaña», escribió. Pero no había ninguna posibilidad de que aceptara la presidencia. Lo único que podía ofrecer era su disposición de regresar a Santa Fe para servir al nuevo gobierno como simple soldado.
La otra era una carta privada, y lo indicaba desde la primera línea: «Mi querido general». Era extensa y explícita, y no dejaba la menor duda sobre las razones de su incertidumbre. Puesto que don Joaquín Mosquera no había renunciado a su título, mañana podría hacerse reconocer como presidente legal, y dejarlo a él como usurpador. Así que reiteraba lo dicho en la carta oficial: hasta no disponer de un mandato diáfano emanado de una fuente legítima, no había posibilidad alguna de que asumiera el poder.
Las dos cartas se fueron en el mismo correo, junto con el original de una proclama en que pedía al país olvidar sus pasiones y apoyar al nuevo gobierno. Pero se ponía a salvo de cualquier compromiso. «Aunque parezca que ofrezco mucho, no ofrezco nada», diría más tarde. Y reconoció haber escrito algunas frases cuyo único objeto era lisonjear a quienes lo deseaban.
Lo más significativo de la segunda carta era su tono de mando, sorprendente en alguien desprovisto de todo poder. Pedía el ascenso del coronel Florencio Jiménez para que fuera al occidente con tropas y pertrechos bastantes para resistir la guerra ociosa que hacían contra el gobierno central los generales José María Obando y José Hilario López. «Los que asesinaron a Sucre», insistió. También recomendaba a otros oficiales para diversos cargos de altura. «Atienda usted a esa parte», le decía a Urdaneta, «que yo haré lo demás del Magdalena a Venezuela, incluyendo a Boyacá». El mismo se disponía a marcharse para Santa Fe a la cabeza de dos mil hombres, y contribuir de ese modo al restablecimiento del orden público y la consolidación del nuevo gobierno.
No volvió a recibir noticias directas de Urdaneta durante cuarenta y dos días. Pero siguió escribiéndole de todos modos durante el largo mes en que no hizo más que impartir órdenes militares a los cuatro vientos. Los barcos llegaban y se iban, pero no se volvió a hablar del viaje a Europa, aunque él lo hacía recordar de vez en cuando como un modo de presión política. La casa del Pie de la Popa se convirtió en cuartel general de todo el país, y pocas decisiones militares de aquellos meses no fueron inspiradas o tomadas por él desde la hamaca. Paso a paso, casi sin proponérselo, terminó comprometido también en decisiones que iban más allá de los asuntos militares. Y hasta se ocupaba de lo más pequeño, como de conseguir un empleo en las oficinas del correo para su buen amigo, el señor Tatis, y de que se reincorporara en el servicio activo al general José Ucrós, que ya no soportaba la paz de su casa.
En esos días había repetido con un énfasis renovado una vieja frase suya: «Yo estoy viejo, enfermo, cansado, desengañado, hostigado, calumniado y mal pagado». Sin embargo, nadie que lo hubiera visto se lo habría creído. Pues mientras parecía que sólo actuaba en maniobras de gato escaldado para fortalecer al gobierno, lo que hacía en realidad era planear pieza por pieza, con autoridad y mando de general en jefe, la minuciosa máquina militar con que se proponía recuperar a Venezuela y empezar otra vez desde allí la restauración de la alianza de naciones más grande del mundo.
No podía concebirse una ocasión más propicia. La Nueva Granada estaba segura en manos de Urdaneta, con el partido liberal en derrota y Santander anclado en París. El Ecuador estaba asegurado por Flores, el mismo caudillo venezolano, ambicioso y conflictivo, que había separado de Colombia a Quito y Guayaquil para crear una república nueva, pero el general confiaba en recuperarlo para su causa después que sometiera a los asesinos de Sucre. Bolivia estaba asegurada con el mariscal de Santa Cruz, su amigo, que acababa de ofrecerle la representación diplomática ante la Santa Sede. De modo que el objetivo inmediato era arrebatarle al general Páez, de una vez por todas, el dominio de Venezuela.
El plan militar del general parecía concebido para iniciar desde Cúcuta una ofensiva en grande, mientras Páez se concentraba en la defensa de Maracaibo. Pero el día primero de septiembre la provincia de Riohacha depuso al comandante de armas, desconoció la autoridad de Cartagena, y se declaró venezolana. El apoyo de Maracaibo no sólo le fue dado de inmediato, sino que mandaron en su auxilio al general Pedro Garujo, el cabecilla del 25 de septiembre, que había escapado a la justicia al amparo del gobierno de Venezuela.
Montilla fue a llevar la noticia tan pronto como la recibió, pero el general ya la conocía, y estaba exultante. Pues la insurrección de Riohacha le daba pie para movilizar desde otro frente fuerzas nuevas y mejores contra Maracaibo.
«Además», dijo, «tenemos a Garujo en nuestras manos».
Esa misma noche se encerró con sus oficiales, y trazó la estrategia con gran precisión, describiendo los accidentes del terreno, moviendo ejércitos enteros como piezas de ajedrez, anticipándose a los propósitos menos pensados del enemigo. No tenía una formación académica siquiera comparable con la de cualquiera de sus oficiales, que en su mayoría fueron formados en las mejores escuelas militares de España, pero era capaz de concebir una situación completa hasta en sus últimos detalles. Su memoria visual era tan sorprendente, que podía prever un obstáculo visto al pasar muchos años antes, y aunque estaba muy lejos de ser un maestro en las artes de la guerra, nadie le superaba en inspiración.
Al amanecer, el plan estaba terminado hasta en sus últimos detalles, y era minucioso y feroz. Y tan visionario, que el asalto a Maracaibo estaba previsto para fines de noviembre o, en el peor de los casos, a principios de diciembre. Terminada la revisión final a las ocho de la mañana de un martes de lluvias, Montilla le había hecho ver que en el plan se notaba la falta de un general granadino.
«No hay un general de la Nueva Granada que valga nada», dijo él. «Los que no son ineptos son bribones».
Montilla se apresuró a endulzar el tema:
«Y usted, general, ¿para dónde se va?»
«En este momento ya me da lo mismo Cúcuta que Riohacha», dijo él.
Se volvió para retirarse, y el ceño duro del general Carreño le recordó la promesa varias veces incumplida. La verdad era que él quería tenerlo a su lado a toda costa, pero ya no podía entretener más sus ansias. Le dio en el hombro la palmadita de siempre, y le dijo:
«Palabra cumplida, Carreño, usted también se va».
La expedición compuesta por dos mil hombres zarpó de Cartagena en una fecha que parecía escogida como símbolo: 25 de septiembre. Iba al mando de los generales Mariano Montilla, José Félix Blanco y José María Carreño, y todos llevaban por separado la misión de buscar en Santa Marta una casa de campo que le sirviera al general para seguir de cerca la guerra mientras restauraba su salud. Este le escribió a un amigo: «Dentro de dos días me voy para Santa Marta, por hacer ejercicio, por salir del fastidio en que estoy y por mejorar de temperamento». Dicho y hecho: el primero de octubre emprendió el viaje. El 2, todavía en camino, fue más franco en una carta al general Justo Briceño: «Yo sigo para Santa Marta con la mira de contribuir con mi influencia en la expedición que marcha contra Maracaibo». El mismo día volvió a escribirle a Urdaneta: «Yo sigo para Santa Marta con la mira de visitar aquel país, que no lo he visto nunca, y por ver si desengaño a algunos enemigos que influyen demasiado en la opinión». Sólo entonces le reveló el propósito real de su viaje: «Veré de cerca las operaciones contra Riohacha, y me acercaré a Maracaibo y a las tropas para ver si puedo influir en alguna operación importante». Visto al derecho, ya no era un jubilado en derrota huyendo hacia el destierro, sino un general en campaña.
La salida de Cartagena había estado precedida por urgencias de guerra. No se dio tiempo para adioses oficiales, y a muy pocos amigos les anticipó la noticia. Por instrucciones suyas, Fernando y José Palacios dejaron la mitad del equipaje al cuidado de amigos y casas de comercio, por no arrastrar un lastre inútil para una guerra incierta. Al comerciante local donjuán Pavajeau le dejaron diez baúles de papeles privados, con el encargo de enviarlos a una dirección de París que le sería comunicada más tarde. En el recibo se estableció que el señor Pavajeau los quemaría en caso de que el propietario no pudiera reclamarlos por causa de fuerza mayor.
Fernando depositó en el establecimiento bancario de Busch y Compañía doscientas onzas de oro que a última hora encontró, sin rastro alguno de su origen, entre los útiles de escritorio de su tío. A Juan de Francisco Martín le dejó, también en depósito, un cofre con treinta y cinco medallas de oro. Le dejó asimismo una faltriquera de terciopelo con doscientas noventa y cuatro medallas grandes de plata, sesenta y siete pequeñas y noventa y seis medianas, y otra igual con cuarenta medallas conmemorativas de plata y oro, algunas con el perfil del general. También le dejó la cubertería de oro que llevaban desde Mompox en un antiguo cajón de vinos, alguna ropa de cama muy usada, dos baúles de libros, una espada con brillantes y una escopeta inservible. Entre otras muchas cosas menudas, rastrojos de los tiempos idos, había varios pares de espejuelos en desuso, con graduaciones progresivas, desde que el general descubrió su presbicia incipiente en la dificultad para afeitarse, a los treinta y nueve años, hasta que la distancia del brazo no le alcanzó para leer.
José Palacios, por su parte, dejó al cuidado de donjuán de Dios Amador una caja que durante varios años había viajado con ellos de un lado para otro, y de cuyo contenido no se sabía nada a ciencia cierta. Era algo propio del general, que en un instante no podía resistir una voracidad posesiva por los objetos menos pensados, o por los hombres sin mayores méritos, y al cabo de cierto tiempo tenía que llevarlos a rastras sin saber cómo quitárselos de encima. Aquella caja la había llevado de Lima a Santa Fe, en 1826, y seguía con él después del atentado del 25 de septiembre, cuando regresó al sur para su última guerra. «No podemos dejarla, mientras no sepamos al menos si es nuestra», decía. Cuando volvió a Santa Fe por última vez, dispuesto a presentar su renuncia definitiva ante el congreso constituyente, la caja volvió entre lo poco que quedaba de su antiguo equipaje imperial. Por fin decidieron abrirla en Cartagena, en el curso de un inventario general de sus bienes, y descubrieron adentro un revoltijo de cosas personales que desde tiempo atrás se daban por perdidas. Había cuatrocientas quince onzas de oro del cuño colombiano, un retrato del general George Washington con un mechón de su cabello, una caja de oro para rapé regalada por el rey de Inglaterra, un estuche de oro con llaves de brillantes dentro del cual había un relicario, y la gran estrella de Bolivia con brillantes incrustados. José Palacios dejó todo esto en la casa de De Francisco Martín, descrito y anotado, y pidió el recibo en regla. El equipaje quedó entonces reducido a un tamaño más racional, aunque sobraban todavía tres de los cuatro baúles con su ropa de uso, otro con diez manteles de algodón y lino, muy usados, y una caja con cubiertos de oro y de plata de varios estilos revueltos, que el general no quiso dejar ni vender, por si más adelante necesitaban servir la mesa para huéspedes meritorios. Muchas veces le habían sugerido rematar aquellas cosas para aumentar sus recursos escasos, pero él se negó siempre con el argumento de que eran bienes del estado.
Con el equipaje aligerado y el séquito disminuido hicieron su primera jornada hasta Turbaco. Prosiguieron al día siguiente con buen tiempo, pero antes del mediodía tuvieron que guarecerse bajo un campano, donde pasaron la noche expuestos a la lluvia y a los vientos malignos de las ciénagas. El general se quejó de dolores en el bazo y en el hígado, y José Palacios le preparó una pócima del manual francés, pero los dolores se hicieron más intensos y la fiebre aumentó. Al amanecer estaba en tal estado de postración, que lo llevaron sin sentido a la villa de Soledad, donde un viejo amigo suyo, don Pedro Juan Visbal, lo recibió en su casa. Allí permaneció más de un mes, con toda clase de dolores recrudecidos por las lluvias opresivas de octubre.
Soledad tenía el nombre bien puesto: cuatro calles de casas de pobres, ardientes y desoladas, a unas dos leguas de la antigua Barranca de San Nicolás, que en pocos años había de convertirse en la ciudad más próspera y hospitalaria del país. El general no hubiera podido encontrar un sitio más apacible, ni una casa más propicia para su estado, con seis balcones andaluces que la desbordaban de luz, y un patio bueno para meditar bajo la ceiba centenaria. Desde la ventana del dormitorio dominaba la placita desierta, con la iglesia en ruinas y las casas con techos de palma amarga pintadas con colores de aguinaldo.
Tampoco la paz doméstica le sirvió de nada. La primera noche sufrió un ligero vahído, pero se negó a admitir que fuera un nuevo indicio de su postración. De acuerdo con el manual francés describió sus males como una atrabilis agravada por un resfriado general, y un antiguo reumatismo repetido por la intemperie. Este diagnóstico múltiple le aumentó los resabios contra las medicinas simultáneas para varios males, pues decía que las buenas para unos eran dañinas para los otros. Pero también reconocía que no hay buen medicamento para el que no lo toma, y se quejaba a diario de no tener un buen médico, mientras se resistía a dejarse ver por los muchos que le mandaban.
El coronel Wilson, en una carta que escribió a su padre por aquellos días, le había dicho que el general podía morir en cualquier momento, pero que su rechazo a los médicos no era por menosprecio sino por lucidez. En realidad, decía Wilson, la enfermedad era el único enemigo al que el general le temía, y se negaba a enfrentarlo para que no lo distrajera de la empresa mayor de su vida. «Atender una enfermedad es como estar empleado en un buque», le había dicho el general. Cuatro años antes, en Lima, O'Leary le había sugerido que aceptara un tratamiento médico a fondo mientras preparaba la constitución de Bolivia, y su respuesta fue terminante:
«No se ganan dos carreras al mismo tiempo».
Parecía convencido de que el movimiento continuo y el valerse de sí mismo eran un conjuro contra la enfermedad. Fernanda Barriga tenía la costumbre de ponerle un babero y darle la comida con la cuchara, como a los niños, y él la recibía y la masticaba en silencio, y hasta volvía a abrir la boca cuando terminaba. Pero en esos días le quitaba el plato y la cuchara y comía con su propia mano, sin babero, para que todos entendieran que no necesitaba de nadie. A José Palacios se le partía el corazón cuando lo encontraba tratando de hacerse las cosas domésticas que siempre le habían hecho sus criados, o sus ordenanzas y edecanes, y no tuvo consuelo cuando lo vio vaciarse encima todo un frasco de tinta tratando de envasarla en un tintero. Fue algo insólito, porque todos se admiraban de que no le temblaran las manos por muy mal que estuviera, y que su pulso fuera tan firme que seguía cortándose y puliéndose las uñas una vez por semana, y afeitándose todos los días.
En su paraíso de Lima había vivido una noche feliz con una doncella de vellos lacios que le cubrían hasta el último milímetro de su piel de beduina. Al amanecer, mientras se afeitaba, la contempló desnuda en la cama, navegando en un sueño apacible de mujer complacida, y no pudo resistir la tentación de hacerla suya para siempre con un auto sacramental. La cubrió de pies a cabeza con espuma de jabón, y con un deleite de amor la rasuró por completo con la navaja barbera, a veces con la mano derecha, a veces con la izquierda, palmo a palmo hasta las cejas encontradas, y la dejó dos veces desnuda en su cuerpo magnífico de recién nacida. Ella le preguntó con el alma hecha trizas si de veras la amaba, y él le contestó con la misma frase ritual que a lo largo de su vida había ido regando sin piedad en tantos corazones:
«Más que a nadie jamás en este mundo».