XII

El general Rafael Urdaneta se tomó el poder el 5 de septiembre. El congreso constituyente había concluido su mandato, y no había otra autoridad válida para legitimar el golpe, pero los insurgentes apelaron al cabildo de Santa Fe que reconoció a Urdaneta como encargado del poder mientras lo asumía el general. Así culminó una insurrección de las tropas y oficiales venezolanos acantonados en la Nueva Granada, que derrotaron a las fuerzas del gobierno con el respaldo de los pequeños propietarios de la sabana y del clero rural. Era el primer golpe de estado en la república de Colombia, y la primera de las cuarenta y nueve guerras civiles que habíamos de sufrir en lo que faltaba del siglo. El presidente Joaquín Mosquera y el vicepresidente Caycedo, solitarios en medio de la nada, abandonaron sus cargos. Urdaneta recogió del suelo el poder, y su primer acto de gobierno fue enviar a Cartagena una delegación personal para ofrecerle al general la presidencia de la república.

José Palacios no recordaba a su señor en mucho tiempo con una salud tan estable como la de aquellos días, pues los dolores de cabeza y las fiebres del atardecer rindieron las armas tan pronto como se recibió la noticia del golpe militar. Pero tampoco lo había visto en un estado de mayor ansiedad. Preocupado por eso, Montilla había logrado la complicidad de fray Sebastián de Sigüenza para que le prestara al general una ayuda encubierta. El fraile aceptó de buen grado, y lo hizo bien, dejándose ganar al ajedrez en las tardes áridas en que esperaban a los enviados de Urdaneta.

El general había aprendido a mover las piezas en su segundo viaje a Europa, y poco le faltó para hacerse un maestro jugando con el general O'Leary en las noches muertas de la larga campaña del Perú. Pero no se sintió capaz de ir más lejos. «El ajedrez no es un juego sino una pasión», decía. «Y yo prefiero otras más intrépidas». Sin embargo, en sus programas de instrucción pública lo había incluido entre los juegos útiles y honestos que debían enseñarse en la escuela. La verdad era que nunca persistió porque sus nervios no estaban hechos para un juego de tanta parsimonia, y la concentración que le demandaba le hacía falta para asuntos más graves.

Fray Sebastián lo encontraba meciéndose con fuertes bandazos en la hamaca que se había hecho colgar frente a la puerta de la calle, para vigilar el camino de polvo abrasador por donde habían de aparecer los enviados de Urdaneta. «Ay padre», decía el general al verlo llegar. «Usted no escarmienta». Apenas si se sentaba para mover sus piezas, pues después de cada jugada se ponía de pie mientras el fraile pensaba.

«No se me distraiga, Excelencia», le decía éste, «que me lo como vivo».

El general reía:

«El que almuerza con la soberbia cena con la vergüenza».