El miércoles 16 de junio recibió la noticia de que el gobierno había confirmado la pensión vitalicia que le acordó el congreso. Le acusó recibo al presidente Mosquera con una carta formal no exenta de ironía, y al terminar de dictarla le dijo a Fernando imitando el plural mayestático y el énfasis ritual de José Palacios: «Somos ricos». El martes 22 recibió el pasaporte para salir del país, y lo agitó en el aire, diciendo: «Somos libres». Dos días después, al despertar de una hora mal dormida, abrió los ojos en la hamaca, y dijo: «Somos tristes». Entonces decidió viajar a Cartagena enseguida, aprovechando que el día era nublado y fresco. Su única orden específica fue que los oficiales de su séquito viajaran de civil y sin armas. No dio ninguna explicación, no hizo ninguna señal que permitiera vislumbrar sus motivos, no se dio tiempo para despedirse de nadie. Se fueron tan pronto como estuvo dispuesta la guardia personal, y dejaron la carga para después con el resto de la comitiva.
En sus viajes, el general solía hacer paradas casuales para indagar por los problemas de la gente que encontraba en el camino. Les preguntaba por todo: la edad de los hijos, la clase de sus enfermedades, el estado de sus negocios, lo que pensaban de todo. Esa vez no dijo una palabra, no cambió el paso, no tosió, no dio muestras de cansancio, y vivió el día con una copa de oporto. Hacia las cuatro de la tarde se perfiló en el horizonte el viejo convento del cerro de la Popa. Era tiempo de rogativas, y desde el camino real se veían las filas de peregrinos como hormigas arrieras remontando la cornisa escarpada. Poco después vieron a la distancia la eterna mancha de gallinazos volando en círculos sobre el mercado público y las aguas del matadero. A la vista de las murallas el general le hizo una seña a José María Carreño. Este lo alcanzó, y le puso su robusto muñón de halconero para que se apoyara. «Tengo una misión confidencial para usted», le dijo el general en voz muy baja. «En llegando, averígüeme por dónde anda Sucre». Le dio en la espalda la palmadita habitual de despedida, y concluyó:
«Entre nosotros, por supuesto».
Una comitiva numerosa encabezada por Montilla los esperaba en el camino real, y el general se vio obligado a terminar el viaje en la antigua carroza del gobernador español tirada por un tronco de mulas alegres. Aunque el sol empezaba a declinar, las ramazones de mangle parecían hervir por el calor en las ciénagas muertas que rodeaban la ciudad, cuyo vaho pestilente era menos soportable que el de las aguas de la bahía, podridas desde hacía un siglo por la sangre y las sobras del matadero. Cuando entraron por la puerta de la Media Luna, un ventarrón de gallinazos espantados se levantó del mercado al aire libre. Aún quedaban rastros de pánico por un perro con mal de rabia que había mordido en la mañana a varias personas de diversas edades, entre ellas a una blanca de Castilla que andaba merodeando por donde no debía. Había mordido también a unos niños del barrio de los esclavos, pero ellos mismos lograron matarlo a pedradas. El cadáver estaba colgado de un árbol en la puerta de la escuela. El general Montilla lo hizo incinerar, no sólo por motivos sanitarios, sino para impedir que trataran de conjurar su maleficio con sortilegios africanos.
La población del recinto amurallado, convocada por un bando urgente, se había echado a la calle. Las tardes empezaban a ser demoradas y diáfanas en el solsticio de junio, y había guirnaldas de flores y mujeres vestidas de manolas en los balcones, y las campanas de la catedral y las músicas de regimiento y las salvas de artillería tronaban hasta el mar, pero nada alcanzaba a mitigar la miseria que querían esconder. Saludando con el sombrero desde el coche desvencijado, el general no podía menos que verse a sí mismo bajo una luz de lástima, al comparar aquella recepción indigente con su entrada triunfal a Caracas en agosto de 1813, coronado de laureles en una carroza tirada por las seis doncellas más hermosas de la ciudad, y en medio de una muchedumbre bañada en lágrimas que aquel día lo eternizó con su nombre de gloria: El Libertador. Caracas era todavía una población remota de la provincia colonial, fea, triste, chata, pero las tardes del Ávila eran desgarradoras en la nostalgia.
Aquél y éste no parecían ser dos recuerdos de una misma vida. Pues la muy noble y heroica ciudad de Cartagena de Indias, varias veces capital del virreinato y mil veces cantada como una de las más bellas del mundo, no era entonces ni la sombra de lo que fue. Había padecido nueve sitios militares, por tierra y por mar, y había sido saqueada varias veces por corsarios y generales. Sin embargo, nada la había arruinado como las luchas de independencia, y luego las guerras entre facciones. Las familias ricas de los tiempos del oro habían huido. Los antiguos esclavos habían quedado al garete en una libertad inútil, y los palacios de marqueses tomados por la pobrería soltaban en el muladar de las calles unas ratas tan grandes como gatos. El cinturón de baluartes invencibles que don Felipe II había querido conocer con sus aparatos de largavista desde los miradores de El Escorial, era apenas imaginable entre los matorrales. El comercio que fuera el más florido en el siglo XVII por el tráfico de esclavos estaba reducido a unas cuantas tiendas en ruinas. Era imposible conciliar la gloria con la hedentina de los albañales abiertos. El general suspiró al oído de Montilla:
«¡Qué cara nos ha costado esta mierda de independencia!»
Montilla reunió esa noche a lo más granado de la ciudad en su casa señorial de la calle de La Factoría, donde malvivió el marqués de Valdehoyos y prosperó su marquesa con el contrabando de harina y el tráfico de negros. Se habían encendido luces de Pascua Florida en las casas principales, pero el general no se hacía ilusiones, pues sabía que en el Caribe cualquier causa de cualquier clase, hasta una muerte ilustre, podía ser el motivo de una parranda pública. Era una fiesta falsa, en efecto. Desde varios días atrás estaban circulando papeluchas infames, y el partido contrario había azuzado a sus pandillas para que apedrearan ventanas y se pelearan a palos con la policía. «Menos mal que ya no nos queda ni un vidrio que romper», dijo Montilla con su humor habitual, consciente de que la furia popular era más contra él que contra el general. Reforzó a los granaderos de la guardia con tropas locales, acordonó el sector, y prohibió que le contaran a su huésped el estado de guerra en que estaba la calle.
El conde de Raigecourt fue esa noche a decirle al general que el paquebote inglés estaba a la vista de los castillos de la Boca Chica, pero que él no se iba. La razón pública fue que no quería compartir la inmensidad del océano con un grupo de mujeres que viajaban apelotonadas en el único camarote. Pero la verdad era que a pesar del almuerzo mundano de Turbaco, a pesar de la aventura de la gallera, a pesar de tanto como el general había hecho para sobreponerse a las desgracias de su salud, el conde se daba cuenta de que no estaba en estado de emprender el viaje. Pensaba que tal vez su ánimo soportara la travesía, pero su cuerpo no, y se negaba a hacerle un favor a la muerte. Sin embargo, ni estas razones ni muchas otras valieron aquella noche para mudar la determinación del general.
Montilla no se dio por vencido. Despidió temprano a sus invitados para que el enfermo pudiera descansar, pero lo retuvo todavía un largo rato en el balcón interior, mientras una adolescente lánguida con una túnica de muselina casi invisible tocaba para ellos en el arpa siete romanzas de amor. Eran tan bellas, y estaban ejecutadas con tanta ternura, que los dos militares no tuvieron corazón para hablar mientras la brisa del mar no barrió del aire las últimas cenizas de la música. El general permaneció adormilado en el mecedor, flotando en las ondas del arpa, y de pronto se estremeció por dentro y cantó en voz muy baja, pero nítida y bien entonada, la letra completa de la última canción. Al final se volvió hacia la arpista murmurando una gratitud que le salió del alma, pero lo único que vio fue el arpa sola con una guirnalda de laureles marchitos. Entonces se acordó.
«Hay un hombre preso en Honda por homicidio justificado», dijo.
La risa de Montilla se anticipó a su propio chispazo:
«¿De qué color tiene los cuernos?»
El general lo pasó por alto, y le explicó el caso con todos sus detalles, salvo el antecedente personal con Miranda Lyndsay en Jamaica. Montilla tenía la solución fácil.
«Él debe pedir que lo trasladen para acá por razones de salud», dijo. «Una vez que esté aquí manejamos el indulto».
«¿Eso se puede?», preguntó el general.
«No se puede», dijo Montilla, «pero se hace».
El general cerró los ojos, ajeno al escándalo de los perros de la noche que se alborotaron de pronto, y Montilla pensó que había vuelto a dormirse. Al cabo de una reflexión profunda abrió los ojos otra vez y archivó el asunto.
«De acuerdo», dijo. «Pero yo no sé nada».
Sólo después se percató de los ladridos que se ensanchaban en ondas concéntricas desde el recinto amurallado hasta las ciénagas más remotas, donde había perros amaestrados en el arte de no ladrar para no delatar a sus dueños. El general Montilla le contó que estaban envenenando a los perros de la calle para impedir la propagación de la rabia. Sólo habían logrado capturar a dos de los niños mordidos en el barrio de los esclavos. Los otros, como siempre, habían sido escondidos por sus padres para que murieran bajo sus dioses, o se los llevaban a los palenques de cimarrones en los pantanos de Marialabaja, adonde no alcanzaba el brazo del gobierno, para tratar de salvarlos con artes de culebreros.
El general no había intentado nunca suprimir aquellos ritos de la fatalidad, pero el envenenamiento de los perros le parecía indigno de la condición humana. Los amaba tanto como a los caballos y a las flores. Cuando se embarcó para Europa por primera vez se llevó una pareja de cachorros hasta Veracruz. Llevaba más de diez cuando atravesó los Andes desde los Llanos de Venezuela al frente de cuatrocientos llaneros descalzos para liberar la Nueva Granada y fundar la república de Colombia. En la guerra los llevó siempre. Nevado, el más célebre, que había estado con él desde sus primeras campañas y había derrotado solo a una brigada de veinte perros carniceros de los ejércitos españoles, fue muerto de un lanzazo en la primera batalla de Carabobo. En Lima, Manuela Sáenz tuvo más de los que podía atender, además de los numerosos animales de todo género que mantenía en la quinta de La Magdalena. Alguien le había dicho al general que cuando un perro moría había que remplazado de inmediato por otro igual con nombre igual para seguir creyendo que era el mismo. Él no estaba de acuerdo. Siempre los quiso distintos, para recordarlos a todos con su identidad propia, con el anhelo de sus ojos y la ansiedad de su aliento, y para que le dolieran sus muertes. La mala noche del 25 de septiembre hizo contar entre las víctimas del asalto a los dos sabuesos que degollaron los conjurados. Ahora, en el último viaje, llevaba los dos que le quedaban, además del tigrero de mala muerte que recogieron en el río. La noticia que le dio Montilla de que sólo en el primer día habían envenenado más de cincuenta perros, acabó de estropearle el estado de ánimo que le había dejado el arpa de amor.
Montilla lo lamentó de veras y le prometió que no habría más perros muertos en las calles. La promesa lo calmó, no porque creyera que iba a ser cumplida, sino porque los buenos propósitos de sus generales le servían de consuelo. El esplendor de la noche se encargó de lo demás. Desde el patio iluminado se alzaba el vapor de los jazmines, y el aire parecía de diamante, y había en el cielo más estrellas que nunca. «Como Andalucía en abril», había dicho él en otra época, recordando a Colón. Un viento contrario barrió con los ruidos y los olores, y sólo quedó el trueno de las olas en las murallas.
«General», suplicó Montilla. «No se vaya».
«El barco está en puerto», dijo él.
«Ya habrá otros», dijo Montilla.
«Es lo mismo», replicó él. «Todos serán el último».
No cedió un ápice. Al cabo de muchas súplicas perdidas, a Montilla no le quedó otro recurso que revelarle el secreto que había jurado guardar bajo palabra hasta la víspera de los hechos: el general Rafael Urdaneta, al frente de los oficiales bolivaristas, preparaba un golpe de estado en Santa Fe para los primeros días de septiembre. Al contrario de lo que Montilla esperaba, el general no pareció sorprendido.
«No lo sabía», dijo, «pero era fácil imaginarlo».
Montilla le reveló entonces los pormenores de la conspiración militar que estaba ya en todas las guarniciones leales del país, de acuerdo con oficiales de Venezuela. El general lo pensó a fondo. «No tiene sentido», dijo. «Si de veras Urdaneta quiere componer el mundo, que se arregle con Páez y vuelva a repetir la historia de los últimos quince años desde Caracas hasta Lima. De ahí para adelante ya será un paseo cívico hasta la Patagonia». Sin embargo, antes de retirarse a dormir dejó una puerta entreabierta.
«¿Sucre lo sabe?», preguntó.
«Está en contra», dijo Montilla.
«Por su pleito con Urdaneta, claro», dijo el general.
«No», dijo Montilla, «porque está contra todo lo que le impida irse para Quito».
«De todos modos, es con él con quien tienen que hablar», dijo el general. «Conmigo pierden el tiempo».
Parecía su última palabra. Tanto, que al día siguiente muy temprano le dio a José Palacios la orden de embarcar el equipaje mientras el paquebote estuviera en la bahía, y le mandó a pedir al capitán de la nave que la anclara por la tarde frente a la fortaleza de Santo Domingo, de modo que él pudiera verlo desde el balcón de la casa. Fueron disposiciones tan precisas, que por no haber dicho quiénes viajarían con él, sus oficiales pensaron que no llevaría a ninguno. Wilson procedió como estaba acordado desde enero, y embarcó su equipaje sin consultarlo con nadie.
Hasta los menos convencidos de que se iba fueron a despedirlo, cuando vieron pasar por las calles las seis carretas cargadas hacia el embarcadero de la bahía. El conde de Raigecourt, esta vez acompañado por Camille, fue invitado de honor en el almuerzo. Ella parecía más joven y sus ojos eran menos crueles con el cabello estirado con un moño, y con una túnica verde y unas zapatillas caseras del mismo color. El general disimuló con una galantería el disgusto de verla.
«Muy segura debe estar la dama de su belleza para que el verde le favorezca», dijo en castellano.
El conde tradujo al instante, y Camille soltó una risa de mujer libre que saturó la casa entera con su aliento de regaliz. «No empecemos otra vez, don Simón», dijo. Algo había cambiado en ambos, pues ninguno de los dos se atrevió a reanudar el torneo retórico de la primera vez por el temor de lastimar al otro. Camille lo olvidó, mariposeando a placer por entre una muchedumbre educada a propósito para hablar francés en acontecimientos como ése. El general se fue a conversar con fray Sebastián de Sigüenza, un santo varón que gozaba de un prestigio muy merecido por haber tratado a Humboldt de la viruela que contrajo a su paso por la ciudad en el año cero. El mismo fraile era el único que no le daba importancia. «El Señor ha dispuesto que unos mueran de las viruelas y otros no, y el barón era uno de estos últimos», decía. El general había pedido conocerlo en su viaje anterior, cuando supo que curaba trescientas enfermedades distintas con tratamientos a base de sábila.
Montilla ordenó preparar la parada militar de despedida, cuando José Palacios regresó del puerto con el mensaje oficial de que el paquebote estaría frente a la casa después del almuerzo. Para el sol de esa hora en pleno mes de junio, ordenó colocar toldos en las falúas que llevarían a bordo al general desde la fortaleza de Santo Domingo. A las once, la casa estaba atestada de invitados y espontáneos que se ahogaban de calor, cuando sirvieron la larga mesa con toda clase de curiosidades de la cocina local. Camille no alcanzó a explicarse la causa de la conmoción que estremeció la sala, hasta que oyó la voz cascada muy cerca de su oído: «Aprés vous, madame». El general la ayudó a servirse un poco de todo, explicándole el nombre, la receta y el origen de cada plato, y luego se sirvió él mismo una porción mejor surtida, ante el asombro de su cocinera, a quien una hora antes le había rechazado unas gollerías más exquisitas que las expuestas en la mesa. Luego, abriéndole paso a través de los grupos que buscaban dónde sentarse, la condujo hasta el remanso de grandes flores ecuatoriales del balcón interior, y la abordó sin preámbulos.
«Será muy lisonjero vernos en Kingston», le dijo.
«Nada me gustaría más», dijo ella, sin un átomo de sorpresa. «Adoro los Montes Azules».
«¿Sola?»
«Esté con quien esté, siempre estaré sola», dijo ella. Y agregó con picardía: «Excelencia».
Él sonrió.
«La buscaré a través de Hyslop», dijo.
Eso fue todo. La guio de nuevo a través de la sala hasta el lugar en que la había encontrado, se despidió de ella con una venia de contradanza, abandonó el plato intacto en la repisa de una ventana, y volvió a su sitio. Nadie supo cuándo tomó la decisión de quedarse, ni por qué la tomó. Estaba atormentado por los políticos, hablando de discordias locales, cuando se volvió de pronto hacia Raigecourt, y sin que viniera a cuento le dijo para ser oído por todos:
«Usted tiene razón, señor conde. ¿Qué voy a hacer yo con tantas mujeres en este lamentable estado en que me encuentro?»
«Así es, general», dijo el conde con un suspiro. Y se apresuró: «En cambio, la semana próxima llega la Shannon, una fragata inglesa que no sólo tiene una buena cámara, sino también un médico excelente».
«Eso es peor que cien mujeres», dijo el general.
En todo caso, la explicación fue sólo un pretexto, porque uno de los oficiales estaba dispuesto a cederle su camarote hasta Jamaica. José Palacios fue el único que dio la razón exacta con su sentencia infalible: «Lo que mi señor piensa, sólo mi señor lo sabe». Y de ningún modo hubiera podido viajar, además, porque el paquebote encalló cuando navegaba a recogerlo frente a Santo Domingo, y sufrió un daño grave.
Así que se quedó, con la única condición de no seguir en la casa de Montilla. El general la tenía por la más bella de la ciudad, pero le resultaba demasiado húmeda para sus huesos por la cercanía del mar, sobre todo en invierno, cuando despertaba con las sábanas ensopadas. Lo que su salud le reclamaba eran aires menos heráldicos que el del recinto amurallado. Montilla lo interpretó como un indicio de que se quedaba por mucho tiempo, y se apresuró a complacerlo.
En las estribaciones del cerro de la Popa había un suburbio de recreo que los propios cartageneros habían incendiado en 1815 para que no tuvieran dónde acampar las tropas realistas que volvían a reconquistar la ciudad. El sacrificio no sirvió de nada, porque los españoles se tomaron el recinto fortificado al cabo de ciento dieciséis días de sitio, durante los cuales los sitiados se comieron hasta las suelas de los zapatos, y más de seis mil murieron de hambre. Quince años después, la llanura calcinada seguía expuesta a los soles indignos de las dos de la tarde. Una de las pocas casas reconstruidas era la del comerciante inglés Judah Kingseller, que andaba de viaje por esos días. Al general le había llamado la atención cuando llegó de Turbaco, por el techo de palma bien cuidado y las paredes de colores festivos, y porque estaba casi escondida en un bosque de árboles frutales. El general Montilla pensaba que era muy poca casa para el rango del inquilino, pero éste le recordó que lo mismo había dormido en la cama de una duquesa que envuelto en su capa por los suelos de una pocilga. Así que la tomó en alquiler por un tiempo indefinido, y con un recargo por la cama y el aguamanil, los seis taburetes de cuero de la sala, y el alambique de artesano en que el señor Kingseller destilaba su alcohol personal. El general Montilla llevó además una poltrona de terciopelo de la casa de gobierno, e hizo construir un galpón de bahareque para los granaderos de la guardia. La casa era fresca por dentro a las horas de más sol, y menos húmeda en todo tiempo que la del marqués de Valdehoyos, y tenía cuatro dormitorios a todo viento por donde se paseaban las iguanas. El insomnio era menos árido en la madrugada, oyendo las explosiones instantáneas de las guanábanas maduras al caer de los árboles. Por las tardes, sobre todo en los tiempos de grandes lluvias, se veían pasar los cortejos de pobres llevando a sus ahogados para velarlos en el convento.
Desde que se mudó al Pie de la Popa, el general no volvió más de tres veces al recinto amurallado, y fue sólo a posar para Antonio Meucci, un pintor italiano que estaba de paso en Cartagena. Se sentía tan débil que debía posar sentado en la terraza interior de la mansión del marqués, entre las flores salvajes y el jolgorio de los pájaros, y de todos modos no podía estar inmóvil más de una hora. El retrato le gustó, aunque era evidente que el artista lo había visto con demasiada compasión.
El pintor granadino José María Espinosa lo había pintado en la casa de gobierno de Santa Fe poco antes del atentado de septiembre, y el retrato le pareció tan diferente de la imagen que tenía de sí mismo, que no pudo resistir el impulso de desahogarse con el general Santana, su secretario de entonces.
«¿Sabe usted a quién se parece este retrato?», le dijo. «A aquel viejo Olaya, el de La Mesa».
Cuando Manuela Sáenz lo supo se mostró escandalizada, pues conocía al anciano de La Mesa.
«Me parece que usted se está queriendo muy poco», le dijo ella. «Olaya tenía casi ochenta años la última vez que lo vimos, y no podía tenerse en pie».
El más antiguo de sus retratos era una miniatura anónima pintada en Madrid cuando tenía dieciséis años. A los treinta y dos le hicieron otro en Haití, y los dos eran fieles a su edad y a su índole caribe. Tenía una línea de sangre africana, por un tatarabuelo paterno que tuvo un hijo con una esclava, y era tan evidente en sus facciones que los aristócratas de Lima lo llamaban El Zambo. Pero a medida que su gloria aumentaba, los pintores iban idealizándolo, lavándole la sangre, mitificándolo, hasta que lo implantaron en la memoria oficial con el perfil romano de sus estatuas. En cambio el retrato de Espinosa no se parecía a nadie más que a él, a los cuarenta y cinco años, y ya carcomido por la enfermedad que se empeñó en ocultar y en ocultarse incluso a sí mismo hasta las vísperas de la muerte.
Una noche de lluvias, al despertar de un sueño intranquilo en la casa del Pie de la Popa, el general vio una criatura evangélica sentada en un rincón del dormitorio, con la túnica de cañamazo crudo de una congregación laica y el cabello adornado con una corona de cocuyos luminosos. Durante la colonia, los viajeros europeos se sorprendían de ver a los indígenas iluminándose el camino con un frasco lleno de cocuyos. Éstos fueron más tarde una moda republicana de las mujeres que los usaban como guirnaldas encendidas en el cabello, como diademas de luz en la frente, como broches fosforescentes en el pecho. La muchacha que entró aquella noche en el dormitorio los tenía cosidos en una vincha que le iluminaba el rostro con un resplandor fantasmal. Era lánguida y misteriosa, tenía el cabello entrecano a los veinte años, y él descubrió de inmediato los destellos de la virtud que más apreciaba en una mujer: la inteligencia sin desbravar. Había llegado al campamento de los granaderos ofreciéndose por cualquier cosa, y al oficial de turno le pareció tan rara que la mandó con José Palacios por si le interesaba para el general. El la invitó a que se acostara a su lado, pues no se sintió con fuerzas para llevarla en brazos a la hamaca. Ella se quitó la vincha, guardó los cocuyos en el interior de un trozo de caña de azúcar que llevaba consigo, y se acostó a su lado. Al cabo de una conversación desperdigada, el general se atrevió a preguntarle qué pensaban de él en Cartagena.
«Dicen que Su Excelencia está bien, pero que se hace el enfermo para que le tengan lástima», dijo ella.
Él se quitó la camisa de dormir y le pidió a la muchacha que lo examinara a la luz del candil. Entonces ella conoció palmo a palmo el cuerpo más estragado que se podía concebir: el vientre escuálido, las costillas a flor de piel, las piernas y los brazos en la osamenta pura, y todo él envuelto en un pellejo lampiño de una palidez de muerto, con una cabeza que parecía de otro por la curtimbre de la intemperie.
«Ya lo único que me falta es morirme», dijo él.
La muchacha persistió.
«La gente dice que siempre ha sido así, pero que ahora le conviene que lo sepan».
Él no se rindió a la evidencia. Siguió dando pruebas terminantes de su enfermedad, mientras ella sucumbía a ratos en un sueño fácil, y seguía contestándole dormida sin perder el hilo del diálogo. Él no la tocó siquiera en toda la noche, pero le bastaba con sentir la resolana de su adolescencia. De pronto, al lado mismo de la ventana, el capitán Iturbide empezó a cantar: «Si la borrasca sigue y el huracán arrecia, abrázate a mi cuello que nos devore el mar». Era una canción de otros tiempos, de cuando el estómago soportaba todavía el terrible poder de evocación de las guayabas maduras y la inclemencia de una mujer en la oscuridad. El general y la muchacha la oyeron juntos, casi con devoción, pero ella se durmió a mitad de la canción siguiente, y él cayó poco después en un marasmo sin sosiego. El silencio era tan puro después de la música, que los perros se alborotaron cuando ella se levantó en puntillas para no despertar al general. Él la oyó buscando a tientas el cerrojo.
«Te vas virgen», le dijo.
Ella le contestó con una risa festiva:
«Nadie es virgen después de una noche con Su Excelencia».
Se fue, como todas. Pues de las tantas mujeres que pasaron por su vida, muchas de ellas por breves horas, no hubo una con la cual hubiera insinuado siquiera la idea de permanecer. En sus urgencias de amor era capaz de cambiar el mundo para ir a encontrarlas. Una vez saciado le bastaba con la ilusión de seguir sintiéndose de ellas en el recuerdo, entregándose a ellas desde lejos en cartas arrebatadas, mandándoles regalos abrumadores para defenderse del olvido, pero sin comprometer ni un ápice de su vida en un sentimiento que más se parecía a la vanidad que al amor.
Tan pronto como se quedó solo aquella noche, se levantó para reunirse con Iturbide, que seguía conversando con otros oficiales en torno a la fogata del patio. Lo hizo cantar hasta el amanecer acompañado con la guitarra por el coronel José de la Cruz Paredes, y todos se dieron cuenta de su mal estado de ánimo por las canciones que solicitaba.
De su segundo viaje a Europa había vuelto entusiasmado con los cuplés de moda, y los cantaba con toda la voz y los bailaba con una gracia insuperable en las bodas de los mantuanos de Caracas. Las guerras le cambiaron el gusto. Las canciones románticas de inspiración popular que lo habían llevado de la mano por los mares de dudas de sus primeros amores, fueron sustituidas por los valses suntuosos y las marchas triunfales. Aquella noche en Cartagena había vuelto a solicitar las canciones de la juventud, y algunas tan antiguas que debió enseñárselas a Iturbide, porque éste era demasiado joven para recordarlas. El auditorio se fue mermando a medida que el general se desangraba hacia dentro, y se quedó solo con Iturbide junto a los rescoldos de la fogata.
Era una noche rara, sin una estrella en el cielo, y soplaba un viento de mar cargado de llantos de huérfanos y de fragancias podridas. Iturbide era un hombre de grandes silencios, que podía amanecer contemplando las cenizas heladas sin parpadear, con la misma inspiración con que podía cantar sin pausas una noche entera. El general, mientras atizaba el fogón con una vara, le rompió el encanto:
«¿Qué se dice en México?»
«No tengo a nadie allá», dijo Iturbide. «Soy un desterrado» .
«Aquí lo somos todos», dijo el general. «Sólo he vivido seis años en Venezuela desde que esto empezó, y el resto se me ha ido atajando potros por medio mundo. Usted no se imagina lo que daría yo por estar ahora comiéndome un hervido de carne gorda en San Mateo».
Su pensamiento debió escapársele de veras para los trapiches de la infancia, pues hizo un hondo silencio mirando el fuego agonizante. Cuando habló de nuevo había vuelto a pisar tierra firme. «La vaina es que dejamos de ser españoles y luego hemos ido de aquí para allá, en países que cambian tanto de nombres y de gobiernos de un día para el otro, que ya no sabemos ni de dónde carajos somos», dijo. Volvió a contemplar las cenizas por un largo rato, y preguntó en otro tono:
«Y habiendo tantos países en este mundo, ¿cómo fue que se le ocurrió venirse para acá?»
Iturbide le contestó con un largo rodeo. «En el colegio militar nos enseñaban a hacer la guerra en el papel», dijo. «Peleábamos con soldaditos de plomo en mapas de yeso, nos llevaban los domingos a las praderas vecinas, entre las vacas y las señoras que volvían de misa, y el coronel disparaba un cañonazo para que fuéramos acostumbrándonos al susto de la explosión y al olor de la pólvora. Imagínese que el más famoso de los maestros era un lisiado inglés que nos enseñaba a caernos muertos de los caballos».
El general lo interrumpió.
«Y usted quería la guerra de verdad».
«La suya, general», dijo Iturbide. «Pero voy a cumplir dos años desde que me admitieron, y todavía sigo sin saber cómo es un combate de carne y hueso».
El general siguió todavía sin mirarlo a la cara. «Pues se equivocó de destino», le dijo. «Aquí no habrá más guerras que las de los unos contra los otros, y ésas son como matar a la madre». José Palacios le recordó desde la sombra que estaba a punto de amanecer. Entonces él dispersó las cenizas con la vara, y mientras se incorporaba agarrado del brazo de Iturbide, le dijo:
«Yo, en su lugar, me largaría de aquí, volando, antes que me alcanzara la deshonra».
José Palacios repitió hasta la muerte que la casa del Pie de la Popa estaba tomada por los hados infaustos. No habían acabado de instalarse cuando llegó de Venezuela el teniente de navío José Tomás Machado, con la noticia de que varios cantones militares habían desconocido al gobierno separatista, y ganaba fuerzas un nuevo partido en favor del general. Este lo recibió a solas y lo escuchó con atención, pero no fue muy entusiasta. «Las noticias son buenas, pero tardías», dijo. «Y en cuanto a mí, ¿qué puede un pobre inválido contra un mundo entero?» Dio instrucciones para que alojaran al emisario con todos los honores, pero no le prometió ninguna respuesta.
«No espero salud para la patria», dijo.
Sin embargo, tan pronto como despidió al capitán Machado, el general se volvió hacia Carreño y le preguntó: «¿Dio usted con Sucre?» Sí: se había ido de Santa Fe a mediados de mayo, de prisa, para ser puntual el día de su santo con la esposa y la hija.
«Iba con tiempo», concluyó Carreño, «pues el presidente Mosquera se cruzó con él en el camino de Popayán».
«¡Cómo así!», dijo el general, sorprendido. «¿Se fue por tierra?»
«Así es, mi general».
«¡Dios de los pobres!», dijo él.
Fue una corazonada. Esa misma noche recibió la noticia de que el mariscal Sucre había sido emboscado y asesinado a bala por la espalda cuando atravesaba el tenebroso paraje de Berruecos, el pasado 4 de junio. Montilla llegó con la mala nueva cuando el general acababa de tomar el baño nocturno, y apenas si la oyó completa. Se dio una palmada en la frente, y tiró del mantel donde estaba todavía la loza de la cena, enloquecido por una de sus cóleras bíblicas.
«¡La pinga!», gritó.
Aún resonaban en la casa los ecos del estrépito, cuando ya él había recobrado el dominio. Se derrumbó en la silla, rugiendo: «Fue Obando». Y lo repitió muchas veces: «Fue Obando, asesino a sueldo de los españoles». Se refería al general José María Obando, jefe de Pasto, en la frontera sur de la Nueva Granada, quien de aquel modo privaba al general de su único sucesor posible, y aseguraba para sí mismo la presidencia de la república descuartizada para entregársela a Santander. Uno de los conjurados contó en sus memorias que saliendo de la casa donde se acordó el crimen, en la plaza mayor de Santa Fe, había sufrido una conmoción del alma al ver al mariscal Sucre en la neblina helada del atardecer, con su sobretodo de paño negro y el sombrero de pobre, paseándose solo con las manos en los bolsillos por el atrio de la catedral.
La noche en que se enteró de la muerte de Sucre, el general sufrió un vómito de sangre. José Palacios lo ocultó, igual que en Honda, donde lo sorprendió a gatas lavando el piso del baño con una esponja. Le guardó los dos secretos sin que él se lo pidiera, pensando que no era el caso de agregar otras malas noticias donde ya había tantas.
Una noche como ésa, en Guayaquil, el general había tomado conciencia de su vejez prematura. Todavía usaba el cabello largo hasta los hombros, y se lo ataba en la nuca con una cinta para mayor comodidad en las batallas de la guerra y del amor, pero entonces se dio cuenta de que lo tenía casi blanco, y de que su rostro estaba marchito y triste. «Si usted me ve no me reconocería», escribió a un amigo. «Tengo cuarenta y un años, pero parezco un viejo de sesenta». Esa noche se cortó el cabello. Poco después, en Potosí, tratando de parar el ventarrón de la juventud fugitiva que se le escapaba por entre los dedos, se rasuró el bigote y las patillas.
Después del asesinato de Sucre ya no tuvo artificios de tocador para disimular la vejez. La casa del Pie de la Popa se hundió en el duelo. Los oficiales no volvieron a jugar, y pasaban las noches en vela, conversando en el patio hasta muy tarde alrededor de la hoguera perpetua para espantar los zancudos, o en el dormitorio común, en hamacas colgadas a distintos niveles.
Al general le dio por destilar sus amarguras gota a gota. Escogía al azar a dos o tres de sus oficiales, y los mantenía en vela mostrándoles lo peor que guardaba en el pudridero de su corazón. Les hizo oír una vez más la cantaleta de que sus ejércitos estuvieron al borde de la disolución por la mezquindad con que Santander, siendo presidente encargado de Colombia, se resistía a enviarle tropas y dinero para terminar la liberación del Perú.
«Es avaro y cicatero por naturaleza», decía, «pero sus razones eran todavía más zurdas: el caletre no le daba para ver más allá de las fronteras coloniales».
Les repitió por milésima vez la conduerma de que el golpe mortal contra la integración fue invitar a los Estados Unidos al Congreso de Panamá, como Santander lo hizo por su cuenta y riesgo, cuando se trataba de nada menos que de proclamar la unidad de la América.
«Era como invitar al gato a la fiesta de los ratones», dijo. «Y todo porque los Estados Unidos amenazaban con acusarnos de estar convirtiendo el continente en una liga de estados populares contra la Santa Alianza. ¡Qué honor!»
Repitió una vez más su terror por la sangre fría inconcebible con que Santander llegaba hasta el final de sus propósitos. «Es un pescado muerto», decía. Repitió por milésima vez la diatriba de los empréstitos que Santander recibió de Londres, y la complacencia con que patrocinó la corrupción de sus amigos. Cada vez que lo evocaba, en privado o en público, agregaba una gota de veneno en una atmósfera política que no parecía soportar una más. Pero no podía reprimirse.
«Así fue como empezó a acabarse el mundo», decía.
Era tan riguroso en el manejo de los dineros públicos que no conseguía volver sobre este asunto sin perder los estribos. Siendo presidente había decretado la pena de muerte para todo empleado oficial que malversara o se robara más de diez pesos. En cambio era tan desprendido con sus bienes personales, que en pocos años se gastó en la guerra de independencia gran parte de la fortuna que heredó de sus mayores. Sus sueldos eran repartidos entre las viudas y los lisiados de guerra. A sus sobrinos les regaló los trapiches heredados, a sus hermanas les regaló la casa de Caracas, y la mayoría de sus tierras las repartió entre los numerosos esclavos que liberó desde antes de que fuera abolida la esclavitud. Rechazó un millón de pesos que le ofreció el congreso de Lima en la euforia de la liberación. La quinta de Monserrate, que el gobierno le adjudicó para que tuviera un lugar digno donde vivir, se la regaló a un amigo en apuros pocos días antes de la renuncia. En el Apure se levantó de la hamaca en que estaba durmiendo y se la regaló a un baquiano para que sudara la fiebre, y él siguió durmiendo en el suelo envuelto en un capote de campaña. Los veinte mil pesos duros que quería pagar de su dinero al educador cuáquero José Lancaster no eran una deuda suya sino del estado. Los caballos que tanto amaba se los iba dejando a los amigos que encontraba a su paso, hasta Palomo Blanco, el más conocido y glorioso, que se quedó en Bolivia presidiendo las cuadras del mariscal de Santa Cruz. De modo que el tema de los empréstitos malversados lo arrastraba sin control a los extremos de la perfidia.
«Casandro salió limpio, como el 25 de septiembre, desde luego, porque es un mago para guardar las formas», decía a quien quisiera oírlo. «Pero sus amigos se llevaban otra vez para Inglaterra la misma plata que los ingleses le habían prestado a la nación, con réditos de leones, y los multiplicaban a su favor con negocios de usureros».
Les mostró a todos, durante noches enteras, los fondos más turbios de su alma. Al amanecer del cuarto día, cuando la crisis parecía eterna, se asomó en la puerta del patio con la misma ropa que tenía puesta cuando recibió la noticia del crimen, llamó a solas al general Briceño Méndez, y conversó con él hasta los primeros gallos. El general en su hamaca con mosquitero, y Briceño Méndez en otra hamaca que José Palacios le colgó al lado. Tal vez ni el uno ni el otro eran conscientes de cuánto habían dejado atrás los hábitos sedentarios de la paz, y habían retrocedido en pocos días a las noches inciertas de los campamentos. De aquella conversación quedó en claro para el general que la inquietud y los deseos expresados por José María Carreño en Turbaco no eran sólo suyos, sino que eran compartidos por una mayoría de oficiales venezolanos. Estos, después del comportamiento de los granadinos contra ellos, se sentían más venezolanos que nunca, pero estaban dispuestos a matarse por la integridad. Si el general hubiera dado la orden de que se fueran a pelear en Venezuela, se habrían ido en estampida. Y Briceño Méndez antes que nadie.
Fueron los días peores. La única visita que el general quiso recibir fue la del coronel polaco Miecieslaw Napierski, héroe de la batalla de Friedland y sobreviviente del desastre de Leipzig, que había llegado por esos días con la recomendación del general Poniatowski para ingresar en el ejército de Colombia.
«Llega usted tarde», le había dicho el general. «Aquí no queda nada».
Después de la muerte de Sucre quedaba menos que nada. Así se lo dio a entender a Napierski, y así lo dio a entender éste en su diario de viaje, que un gran poeta granadino había de rescatar para la historia ciento ochenta años después. Napierski había llegado a bordo de la Shannon. El capitán de la nave lo acompañó a la casa del general, y éste les habló de sus deseos de viajar a Europa, pero ninguno de los dos advirtió en él una disposición real de embarcarse. Como la fragata haría una escala en La Guayra y regresaba a Cartagena antes de volver a Kingston, el general le dio al capitán una carta para su apoderado venezolano en el negocio de las minas de Aroa, con la esperanza de que al regreso le mandara algún dinero. Pero la fragata volvió sin respuesta, y él se mostró tan abatido, que nadie pensó en preguntarle si se iba.
No hubo una sola noticia de consuelo. José Palacios, por su parte, se cuidó de no agravar las que se recibían, y trataba de demorarlas lo más posible. Algo que preocupaba a los oficiales del séquito, y que ocultaban al general para no acabar de mortificarlo, era que los húsares y granaderos de la guardia iban sembrando la semilla de fuego de una blenorragia inmortal. Había empezado con dos mujeres que repasaron la guarnición completa en las noches de Honda, y los soldados habían seguido diseminándola con sus malos amores por dondequiera que pasaban. En aquel momento no estaba a salvo ninguno de los números de la tropa, a pesar de que no había medicina académica o artificio de curandero que no hubieran probado.
No eran infalibles los cuidados de José Palacios para impedir amarguras inútiles a su señor. Una noche, una esquela sin membrete pasó de mano en mano, y nadie supo cómo llegó hasta la hamaca del general. El la leyó sin los lentes, a la distancia del brazo, y luego la puso en la llama de la vela y la sostuvo con los dedos hasta que acabó de consumirse.
Era de Josefa Sagrario. Había llegado el lunes con su esposo y sus hijos, de paso para Mompox, alentada por la noticia de que el general había sido depuesto y se iba del país. El no reveló nunca lo que decía el mensaje, pero toda la noche dio muestras de una gran ansiedad, y al amanecer le mandó a Josefa Sagrario una propuesta de reconciliación. Ella resistió a las súplicas, y prosiguió el viaje como estaba previsto, sin un instante de flaqueza. Su único motivo, según le dijo a José Palacios, era que no tenía ningún sentido hacer las paces con un hombre que ya daba por muerto.
Aquella semana se supo que estaba recrudeciéndose en Santa Fe la guerra personal de Manuela Sáenz por el regreso del general. Tratando de hacerle la vida imposible, el ministerio del interior le había pedido entregar los archivos que tenía bajo custodia. Ella se negó, y puso en marcha una campaña de provocaciones que estaba sacando de quicio al gobierno. Fomentaba escándalos, distribuía folletos glorificando al general, borraba los letreros de carbón de las paredes públicas, acompañada por dos de sus esclavas guerreras. Era de dominio público que entraba en los cuarteles con el uniforme de coronel, y lo mismo participaba en las fiestas de los soldados que en las conspiraciones de los oficiales. El rumor más intenso era que estaba promoviendo a la sombra de Urdaneta una rebelión armada para restablecer el poder absoluto del general.
Era difícil creer que él tuviera fuerzas para tanto. Las fiebres del atardecer se hicieron cada vez más puntuales, y la tos se volvió desgarradora. Una madrugada, José Palacios lo oyó gritar: «¡Puta patria!». Irrumpió en el dormitorio, alarmado por una exclamación que el general le reprochaba a sus oficiales, y lo encontró con la mejilla bañada en sangre. Se había cortado afeitándose, y no estaba tan indignado por el percance mismo como por su propia torpeza. El boticario que lo curó, llevado de urgencia por el coronel Wilson, lo encontró tan desesperado que trató de calmarlo con unas gotas de belladona. Él lo paró en seco.
«Déjeme como estoy», le dijo. «La desesperación es la salud de los perdidos».
Su hermana María Antonia le escribió de Caracas. «Todos se quejan de que no has querido venir a componer este desorden», decía. Los curas de los pueblos estaban decididos por él, las deserciones en el ejército eran incontrolables, y los montes estaban llenos de gente armada que decía no querer a nadie más que a él. «Esto es un fandango de locos que no se entienden ellos mismos que hicieron su revolución», decía su hermana. Pues mientras unos clamaban por él, las paredes de medio país amanecían pintadas con letreros de injurias. Su familia, decían los pasquines, debía ser exterminada hasta la quinta generación. El golpe de gracia se lo dio el Congreso de Venezuela, reunido en Valencia, que coronó sus acuerdos con la separación definitiva, y la declaración solemne de que no habría arreglo con la Nueva Granada y el Ecuador mientras el general estuviera en territorio colombiano. Tanto como el hecho mismo, le dolió que la nota oficial de Santa Fe le fuera transmitida por un antiguo conjurado del 25 de septiembre, su enemigo a muerte, que el presidente Mosquera había hecho regresar del exilio para nombrarlo ministro del interior. «He de decir que éste es el suceso que más me ha afectado en la vida», dijo el general. Pasó la noche en vela, dictando a varios amanuenses distintas versiones para una respuesta, pero fue tanta su rabia que se quedó dormido. Al amanecer, al término de un sueño azorado, dijo a José Palacios:
«El día que yo me muera repicarán las campanas en Caracas».
Hubo más. Al conocer la noticia de la muerte, el gobernador de Maracaibo había de escribir: «Me apresuro a participar la nueva de este gran acontecimiento que sin duda ha de producir innumerables bienes a la causa de la libertad y la felicidad del país. El genio del mal, la tea de la anarquía, el opresor de la patria ha dejado de existir». El anuncio, destinado al principio a informar al gobierno de Caracas, terminó convertido en una proclama nacional.
En medio del horror de aquellos días infaustos, José Palacios le cantó al general la fecha de su cumpleaños a las cinco de la mañana: «Veinticuatro de julio, día de santa Cristina, virgen y mártir». El abrió los ojos, y una vez más debió tener conciencia de ser un elegido de la adversidad.
No era su costumbre celebrar el aniversario sino el onomástico. Había once san Simones en el santoral católico, y él hubiera preferido ser nombrado por el cirineo que ayudó a Cristo a cargar su cruz, pero el destino le deparó otro Simón, el apóstol y predicador en Egipto y Etiopía, cuya fecha es el 28 de octubre. Un día como ése, en Santa Fe, le pusieron durante la fiesta una corona de laureles. Él se la quitó de buen talante, y se la puso con toda su malicia al general Santander, quien la asumió sin inmutarse. Pero la cuenta de su vida no la llevaba por el nombre sino por los años. Los cuarenta y siete tenían para él un significado especial, porque el 24 de julio del año anterior, en Guayaquil, en medio de las malas noticias de todas partes y el delirio de sus fiebres perniciosas, lo estremeció un presagio. A él, que nunca admitió la realidad de los presagios. La señal era nítida: si lograba mantenerse vivo hasta el cumpleaños siguiente ya no habría muerte capaz de matarlo. El misterio de ese oráculo secreto era la fuerza que lo había sostenido en vilo hasta entonces contra toda razón.
«Cuarenta y siete años ya, carajos», murmuró. «¡Y estoy vivo!»
Se incorporó en la hamaca, con las fuerzas restablecidas y el corazón alborotado por la certidumbre maravillosa de estar a salvo de todo mal. Llamó a Briceño Méndez, cabecilla de los que querían irse para Venezuela a luchar por la integridad de Colombia, y le transmitió la gracia acordada a sus oficiales con motivo de su cumpleaños.
«De tenientes para arriba», le dijo, «todo el que quiera irse a pelear en Venezuela, que aliste sus corotos».
El general Briceño Méndez fue el primero. Otros dos generales, cuatro coroneles y ocho capitanes de la guarnición de Cartagena se sumaron a la expedición. En cambio, cuando Carreño le recordó al general su promesa anterior, le dijo:
«Usted está reservado para más altos destinos».
Dos horas antes de la partida decidió que se fuera José Laurencio Silva, pues tenía la impresión de que la herrumbre de la rutina le estaba agravando la obsesión por sus ojos. Silva declinó el honor.
«También este ocio es una guerra, y de las más duras», dijo. «De modo que aquí me quedo, si mi general no ordena otra cosa».
En cambio, Iturbide, Fernando y Andrés Ibarra no consiguieron ser admitidos. «Si usted ha de irse será para otra parte», le dijo el general a Iturbide. A Andrés le dio a entender con un motivo insólito que el general Diego Ibarra estaba ya en la lucha, y que dos hermanos eran demasiados en una misma guerra. Fernando no se ofreció siquiera, porque estaba seguro de obtener la misma respuesta de siempre: «L/n hombre se va entero a la guerra, pero no puede permitir que se le vayan sus dos ojos y su mano derecha». Se conformó con el consuelo de que aquella respuesta era en cierto modo una distinción militar.
Montilla aportó los recursos para viajar la misma noche en que fueron aprobados, y participó en la sencilla ceremonia con que el general despidió a cada uno con un abrazo y una frase. Se fueron separados y por distintos caminos, unos por Jamaica, otros por Curazao, otros por la Guajira, y todos en ropa civil, sin armas ni nada que pudiera delatar su identidad, como habían aprendido en las acciones clandestinas contra los españoles. Al amanecer, la casa del Pie de la Popa era un cuartel desmantelado, pero el general se quedó sostenido por la esperanza de que una nueva guerra hiciera reverdecer los laureles de antaño.