El sueño del general empezó a desbaratarse en pedazos el mismo día en que culminó. No bien había fundado Bolivia y concluido la reorganización institucional del Perú, cuando tuvo que regresar a las volandas a Santa Fe, urgido por las primeras tentativas separatistas del general Páez en Venezuela y los gatuperios políticos de Santander en la Nueva Granada. Esta vez Manuela necesitó de más tiempo para que él le permitiera seguirlo, pero cuando por fin lo hizo fue una mudanza de gitanos, con los baúles errantes en una docena de mulas, sus esclavas inmortales, y once gatos, seis perros, tres micos educados en el arte de las obscenidades palaciegas, un oso amaestrado para ensartar agujas, y nueve jaulas de loros y guacamayas que despotricaban contra Santander en tres idiomas.
Llegó a Santa Fe apenas a tiempo para salvar la poca vida que le quedaba al general en la mala noche del 25 de septiembre. Habían transcurrido cinco años desde que se conocieron, pero él estaba tan decrépito y dubitativo como si hubieran sido cincuenta, y Manuela tuvo la impresión de que tantaleaba sin rumbo en las nieblas de la soledad. Él volvería al sur poco después para frenar las ambiciones colonialistas del Perú contra Quito y Guayaquil, pero ya todo esfuerzo era inútil. Manuela se quedó entonces en Santa Fe sin el menor ánimo de seguirlo, pues sabía que su eterno fugitivo ya no tenía ni siquiera para dónde escapar.
O'Leary observó en sus memorias que el general no había sido nunca tan espontáneo para evocar sus amores furtivos como aquella tarde de domingo en Turbaco. Montilla pensó, y lo escribió años después en una carta privada, que era un síntoma inequívoco de la vejez. Incitado por su buen humor y su ánimo confidente, Montilla no resistió la tentación de hacerle al general una provocación cordial.
«¿Sólo Manuela se quedaba?», le preguntó.
«Todas se quedaban», dijo en serio el general. «Pero Manuela más que todas».
Montilla le guiñó un ojo a O'Leary, y dijo:
«Confiésese, general: ¿cuántas han sido?»
El general lo eludió.
«Muchas menos de las que usted piensa», dijo.
En la noche, mientras tomaba el baño caliente, José Palacios quiso aclararle las dudas. «Según mis cuentas son treinta y cinco», dijo. «Sin contar las pájaras de una noche, por supuesto». La cifra coincidía con los cálculos del general, pero éste no había querido decirlo durante la visita.
«O'Leary es un gran hombre, un gran soldado y un amigo fiel, pero toma notas de todo», explicó. «Y no hay nada más peligroso que la memoria escrita».
Al día siguiente, después de una larga entrevista privada para enterarse del estado de la frontera, le pidió a O'Leary que viajara a Cartagena con el encargo formal de ponerlo al día sobre el movimiento de barcos para Europa, aunque la misión verdadera era mantenerlo al corriente de los pormenores ocultos de la política local. O'Leary tuvo apenas tiempo de llegar. El sábado 12 de junio el congreso de Cartagena juró la nueva constitución y reconoció a los magistrados elegidos. Montilla, junto con la noticia, le mandó al general un mensaje ineludible:
«Lo esperamos».
Seguía esperando, cuando lo hizo saltar de la cama el rumor de que el general había muerto. Se dirigió a Turbaco a todo galope, sin tiempo para confirmar la noticia, y allí encontró al general mejor que nunca, almorzando con el conde francés de Raigecourt, que había ido a invitarlo para que se fueran juntos a Europa en un paquebote inglés que llegaba a Cartagena la semana siguiente. Era la culminación de un día saludable. El general se había propuesto enfrentar su mal estado con la resistencia moral, y nadie podía decir que no lo hubiera conseguido. Se había levantado temprano, había recorrido los corrales a la hora del ordeño, había visitado el cuartel de los granaderos, se había enterado por ellos mismos de sus condiciones de vida, y dio órdenes terminantes para que fueran mejoradas. Al regreso se detuvo en una fonda del mercado, tomó café, y se llevó la taza para evitarse la humillación de que la destruyeran. Se dirigía a su casa cuando los niños que salían de la escuela lo emboscaron a la vuelta de una esquina, cantando al compás de las palmas: «¡Viva El Libertador!, ¡Viva El Libertador!» Él, ofuscado, no habría sabido qué hacer si los propios niños no le hubieran cedido el paso.
En su casa encontró al conde de Raigecourt, que había llegado sin anunciarse, acompañado de la mujer más bella, más elegante y más altanera que él había visto nunca. Estaba en ropa de montar, aunque en realidad habían llegado en una calesa tirada por un burro. Lo único que ella reveló de su identidad fue que se llamaba Camille, y era natural de La Martinica. El conde no agregó ningún dato, aunque en el curso de la jornada había de hacerse demasiado evidente que estaba loco de amor por ella.
La sola presencia de Camille le devolvió al general los ánimos de otros tiempos, y ordenó preparar a las volandas un almuerzo de gala. Aunque el castellano del conde era correcto, la conversación se mantuvo en francés, que era la lengua de Camille. Cuando ella dijo que había nacido en Trois Ilets, él hizo un gesto entusiasta y sus ojos marchitos tuvieron un destello instantáneo.
«Ah», dijo. «Donde nació Josefina».
Ella rió.
«Por favor, Excelencia, esperaba una observación más inteligente que la de todos».
Él se mostró herido, y se defendió con una evocación lírica del ingenio de La Pagerie, la casa natal de Marie Joséphe, emperatriz de Francia, que se anunciaba desde varias leguas de distancia a través de los vastos cañaverales, por la algarabía de los pájaros y el olor caliente de los alambiques. Ella se sorprendió de que el general lo conociera tan bien.
«La verdad es que nunca he estado allá, ni en ningún lugar de La Martinica», dijo él.
«Et alors?», dijo ella.
«Me preparé aprendiéndolo durante años», dijo el general, «porque sabía que alguna vez iba a necesitarlo para complacer a la mujer más hermosa de aquellas islas».
Hablaba sin parar, con la voz rota, pero elocuente, vestido con unos pantalones de algodón estampado y una casaca de raso, y zapatillas coloradas. A ella le llamó la atención el hálito de agua de colonia que vagaba por el comedor. Él le confesó que era una debilidad suya, hasta el punto de que sus enemigos lo acusaban de haberse gastado en agua de colonia ocho mil pesos de los fondos públicos. Estaba tan demacrado como el día anterior, pero en lo único en que se le notaba la sevicia de su mal era en la parsimonia del cuerpo.
Entre hombres solos, el general era capaz de despotricar como el más desbraguetado de los cuatreros, pero bastaba la presencia de una mujer para que sus maneras y su lenguaje se refinaran hasta la afectación. Él mismo destapó, cató y sirvió un vino de Borgoña de gran clase, que el conde definió sin pudor como una caricia de terciopelo. Estaban sirviendo el café, cuando el capitán Iturbide le dijo algo al oído. El escuchó con gravedad, pero luego se echó hacia atrás en el asiento, riendo de buena gana.
«Oigan esto, por favor», dijo, «tenemos aquí una delegación de Cartagena que viene a mi entierro».
Los hizo entrar. A Montilla y sus acompañantes no les quedó más recurso que seguir el juego. Los edecanes hicieron llamar unos gaiteros de San Jacinto que andaban por ahí desde la noche anterior, y un grupo de hombres y mujeres ancianos bailaron la cumbia en honor de los invitados. Camille se sorprendió de la elegancia de aquella danza popular de estirpe africana, y quiso aprenderla. El general tenía una reputación de gran bailador, y algunos de los comensales recordaron que en su última visita había bailado la cumbia como un maestro. Pero cuando Camille lo invitó, él declinó el honor. «Tres años es ya mucho tiempo», dijo, sonriente. Ella bailó sola después de dos o tres indicaciones. De pronto, en una pausa de la música, se oyeron gritos de ovación y una serie de explosiones trepidatorias y disparos de armas de fuego. Camille se asustó.
El conde dijo en serio:
«¡Caray, es una revolución!»
«No se imagina la falta que nos hace», dijo el general, riendo. «Por desgracia, no es más que una riña de gallos».
Casi sin pensarlo, acabó de tomar el café, y con un gesto circular de la mano los invitó a todos a la gallera.
«Venga conmigo, Montilla, para que vea lo muerto que estoy», dijo.
Fue así como a las dos de la tarde fue a la gallera acompañado de un grupo numeroso encabezado por el conde de Raigecourt. Pero en una asamblea de hombres solos, como era aquélla, nadie se fijó en él sino en Camille. Nadie podía creer que aquella mujer deslumbrante no era una de las tantas suyas, y en un lugar donde la entrada de mujeres estaba prohibida. Menos aun cuando se dijo que andaba con el conde, porque era sabido que el general hacía acompañar de otros a sus amantes clandestinas para embrollar las verdades.
La segunda pelea fue atroz. Un gallo colorado le vació los ojos a su adversario con un par de espuelazos certeros.
Pero el gallo ciego no se rindió. Se encarnizó en el otro, hasta que logró arrancarle la cabeza y se la comió a picotazos.
«Nunca me imaginé una fiesta tan sangrienta», dijo Camille. «Pero me encanta».
El general le explicó que lo era mucho más cuando a los gallos los excitaban con gritos obscenos y se hacían disparos al aire, pero que los galleros estaban cohibidos aquella tarde por la presencia de una mujer, y sobre todo tan hermosa. La miró con coquetería, y le dijo: «Así que la culpa es suya». Ella rió divertida:
«Es suya, Excelencia, por haber gobernado este país durante tantos años, y no haber hecho una ley que obligue a los hombres a seguir comportándose igual cuando hay mujeres y cuando no las hay».
El empezaba a perder los estribos.
«Le ruego no decirme Excelencia», le dijo. «Me basta con ser justo».
Esa noche, cuando lo dejó flotando en el agua inútil de la bañera, José Palacios le dijo: «Es la mujer más buena moza que hemos visto». El general no abrió los ojos.
«Es abominable», dijo.
La aparición en la gallera, según el juicio común, fue un acto premeditado para contrariar las distintas versiones sobre su enfermedad, tan críticas en los últimos días que nadie puso en duda el rumor de su muerte. Hizo su efecto, pues los correos que salieron de Cartagena llevaron por diversos rumbos la noticia de su buen estado y sus partidarios la celebraron con fiestas públicas más desafiantes que jubilosas.
El general había logrado engañar incluso a su propio cuerpo, pues siguió muy animado en los días siguientes, y hasta se permitió sentarse otra vez a la mesa de juego de sus edecanes, que arrastraban el tedio con partidas interminables. Andrés Ibarra, que era el más joven y alegre, y conservaba aún el sentido romántico de la guerra, había escrito por esos días a una amiga de Quito: «Prefiero la muerte en tus brazos que esta paz sin ti». Jugaban días y noches, a veces absortos en el enigma de las cartas, a veces discutiendo a gritos, y siempre acosados por los zancudos que en aquellos tiempos de lluvias los asaltaban aun a pleno día, a pesar de las fogatas de boñiga de los establos que los ordenanzas de servicio mantenían encendidas. Él no había vuelto a jugar desde la mala noche de Guaduas, porque el áspero incidente con Wilson le había dejado un regusto amargo que quería borrar de su corazón, pero escuchaba sus gritos desde la hamaca, sus confidencias, sus añoranzas de la guerra en los ocios de una paz elusiva. Una noche dio unas vueltas por la casa, y no resistió la tentación de detenerse en el corredor. A los que estaban de frente les hizo señas de guardar silencio, y se le acercó a Andrés Ibarra por la espalda. Le puso una mano en cada hombro, como garras de rapiña, y preguntó:
«Dígame una cosa, primo, ¿también usted me ve cara de muerto?»
Ibarra, acostumbrado a esas maneras, no se volvió a mirarlo.
«Yo no, mi general», dijo.
«Pues está ciego, o miente», dijo él.
«O estoy de espaldas», dijo Ibarra.
El general se interesó en el juego, se sentó y terminó jugando. Para todos fue como la vuelta a la normalidad no sólo esa noche sino en las siguientes. «Mientras nos llega el pasaporte», según dijo el general. Sin embargo, José Palacios le reiteró que a pesar del rito de las barajas, a pesar de su atención personal, a pesar de él mismo, los oficiales del séquito estaban hasta las criadillas de aquel ir y venir hacia la nada.
Nadie estaba más pendiente que él de la suerte de sus oficiales, de sus minucias cotidianas y del horizonte de su destino, pero cuando los problemas eran irremediables los resolvía engañándose a sí mismo. Desde el incidente con Wilson, y luego a lo largo del río, había hecho pausas en sus dolores para ocuparse de ellos. La conducta de Wilson era impensable, y sólo una frustración muy grave podía inspirarle una reacción tan áspera. «Es tan buen militar como su padre», había dicho el general cuando lo vio pelear en Junín. «Y más modesto», había agregado, cuando se negaba a recibir el ascenso a coronel que le acordó el mariscal Sucre después de la batalla de Tarqui, y que él lo obligó a aceptar.
El régimen que les imponía a todos, tanto en la paz como en la guerra, no sólo era el de una disciplina heroica sino el de una lealtad que casi requería los auxilios de la clarividencia. Eran hombres de guerra, aunque no de cuartel, pues habían combatido tanto que apenas si habían tenido tiempo de acampar. Había de todo, pero el núcleo de los que hicieron la independencia más cerca del general eran la flor de la aristocracia criolla, educados en las escuelas de los príncipes. Habían vivido peleando de un lado para otro, lejos de sus casas, de sus mujeres, de sus hijos, lejos de todo, y la necesidad los había vuelto políticos y hombres de gobierno. Todos eran venezolanos, salvo Iturbide y los edecanes europeos, y casi todos eran parientes sanguíneos o políticos del general: Fernando, José Laurencio, los Ibarra, Briceño Méndez. Los vínculos de clase o de sangre los identificaban y los unían.
Uno era distinto: José Laurencio Silva, hijo de la comadrona del pueblo de El Tinaco, en los Llanos, y de un pescador del río. Por su padre y por su madre era moreno oscuro, de la clase disminuida de los pardos, pero el general lo había casado con Felicia, otra de sus sobrinas. Hizo su carrera desde recluta voluntario en el ejército libertador a los dieciséis años, hasta general en jefe a los cincuenta y ocho, y sufrió más de quince heridas graves y numerosas leves de diversas armas en cincuenta y dos acciones de casi todas las campañas de la independencia. La única contrariedad que le causó su condición de pardo fue el ser rechazado por una dama de la aristocracia local en un baile de gala. El general pidió entonces que repitieran el valse, y lo bailó con él.
El general O'Leary era el extremo opuesto: rubio, alto, con una pinta gallarda, favorecida por sus uniformes florentinos. Había llegado a Venezuela a los dieciocho años como alférez de los Húsares Rojos, y había hecho su carrera completa en casi todas las batallas de la guerra de independencia. También él, como todos, había tenido su hora de desgracia, por haberle dado la razón a Santander en la disputa que éste sostenía con José Antonio Páez, cuando el general lo mandó a buscar una fórmula de conciliación. El general le quitó el saludo y lo abandonó a su suerte durante catorce meses, hasta que se le enfrió el rencor.
Los méritos personales de cada uno de ellos eran indiscutibles. Lo malo era que el general no fue consciente nunca del baluarte de poder que él mismo mantenía frente a ellos, tanto más infranqueable cuanto más se creía accesible y caritativo. Pero la noche en que José Palacios le hizo ver el estado de ánimo en que se encontraban, jugó de igual a igual, perdiendo a gusto, hasta que los mismos oficiales se rindieron al desahogo.
Quedó claro que no arrastraban frustraciones antiguas. No les importaba el sentimiento de derrota que se apoderaba de ellos aun después de ganar una guerra. No les importaba la lentitud que él imponía a sus ascensos para impedir que parecieran privilegios, ni les importaba el desarraigo de la vida errante, ni el azar de los amores ocasionales. Los sueldos militares estaban rebajados a su tercera parte por la penuria fiscal del país, y aun así los pagaban con tres meses de retraso y en bonos del estado de conversión incierta, que ellos vendían con desventaja a los agiotistas. No les importaba, sin embargo, como no les importaba que el general se fuera con un portazo que había de resonar en el mundo entero, ni que los dejara a ellos a merced de sus enemigos. Nada: la gloria era de otros. Lo que no podían soportar era la incertidumbre que él les había ido infundiendo desde que tomó la decisión de abandonar el poder, y que se hacía más y más insoportable a medida que seguía y se empantanaba aquel viaje sin fin hacia ninguna parte.
El general se sintió esa noche tan complacido que mientras tomaba el baño le dijo a José Palacios que no se interponía ni una mínima sombra entre sus oficiales y él. Sin embargo, la impresión que les quedó a los oficiales fue que no habían logrado infundirle al general un sentimiento de gratitud o de culpa, sino un germen de desconfianza.
Sobre todo a José María Carreño. Desde la noche de la conversación en el champán seguía mostrándose huraño, y sin saberlo alimentaba el rumor de que estaba en contacto con los separatistas de Venezuela. O, como se decía entonces, que se estaba volviendo cosiatero. Cuatro años antes el general lo había expulsado de su corazón, como a O'Leary, como a Montilla, como a Briceño Méndez, como a Santana, como a tantos otros, por la simple sospecha de que quería hacerse popular a costa del ejército. Como entonces, ahora el general lo hacía seguir, husmeaba sus trazas, prestaba oídos a cuantos chismes se urdían contra él, tratando de vislumbrar algún destello en las tinieblas de sus propias dudas.
Una noche, nunca supo si dormido o despierto, le oyó decir en el cuarto contiguo que por la salud de la patria era legítimo llegar hasta la traición. Entonces lo tomó del brazo, se lo llevó al patio y lo sometió a la magia irresistible de su seducción, con un tuteo calculado al que sólo apelaba en ocasiones extremas. Carreño le confesó la verdad. Le amargaba, en efecto, que el general dejara su obra al garete sin preocuparse de la orfandad en que quedaban todos. Pero sus planes de defección eran leales. Cansado de buscar una luz de esperanza en aquel viaje de ciegos, incapaz de seguir viviendo sin alma, había resuelto escapar a Venezuela para ponerse al frente de un movimiento armado en favor de la integridad.
«No se me ocurre nada más digno», concluyó.
«Y tú qué te crees: ¿que serás mejor tratado en Venezuela?», le preguntó el general.
Carreño no se atrevió a afirmarlo.
«Bueno, pero al menos allá es la patria», dijo.
«No seas pendejo», dijo el general. «Para nosotros la patria es América, y toda está igual: sin remedio».
No lo dejó decir más. Le habló muy largo, mostrándole en cada palabra lo que parecía ser su corazón por dentro, aunque ni Carreño ni nadie había de saber nunca si en realidad lo era. Al final le dio una palmadita en la espalda, y lo dejó en las tinieblas.
«No delires más, Carreño», le dijo. «Esto se lo llevó el carajo».