VII

Una lancha cañonera que estaba amarrada en el puerto se puso en marcha tan pronto como tuvo noticia de que se acercaba una flotilla de champanes. José Palacios la avistó por las ventanas del toldo, y se inclinó sobre la hamaca donde yacía el general con los ojos cerrados.

«Señor», dijo, «estamos en Mompox».

«Tierra de Dios», dijo el general sin abrir los ojos.

A medida que descendían, el río se había ido haciendo más vasto y solemne, como una ciénaga sin orillas, y el calor fue tan denso que se podía tocar con las manos. El general prescindió sin amargura de los amaneceres instantáneos y los crepúsculos desgarrados, que en los primeros días lo demoraban en la proa del champán, y sucumbió al desaliento. No volvió a dictar cartas ni a leer, ni les hizo a sus acompañantes ninguna pregunta que permitiera vislumbrar un cierto interés por la vida. Aun en las siestas más calurosas se echaba la manta encima, y permanecía en la hamaca con los ojos cerrados. Temiendo que no lo hubiera oído, José Palacios repitió el llamado, y él volvió a replicar sin abrir los ojos.

«Mompox no existe», dijo. «A veces soñamos con ella, pero no existe».

«Por lo menos puedo dar fe de que existe la torre de Santa Bárbara», dijo José Palacios. «Desde aquí la estoy viendo».

El general abrió los ojos atormentados, se incorporó en la hamaca, y vio en la luz de aluminio del mediodía los primeros tejados de la muy rancia y afligida ciudad de Mompox, arruinada por la guerra, pervertida por el desorden de la república, diezmada por la viruela. Por aquella época empezaba el río a cambiar de curso, en un desdén incorregible que antes de terminar el siglo había de ser un completo abandono. Del dique de cantería que los síndicos coloniales se apresuraban a reconstruir con una tozudez peninsular después de los estragos de cada creciente, sólo quedaban los escombros dispersos en una playa de cantos rodados.

La nave de guerra se acercó a los champanes, y un oficial negro, todavía con el uniforme de la antigua policía virreinal, los apuntó con el cañón. El capitán Casildo Santos alcanzó a gritarle:

«¡No seas bruto, negro!»

Los bogas se detuvieron en seco y los champanes quedaron a merced de la corriente. Los granaderos de la escolta, esperando órdenes, enfilaron sus rifles contra la cañonera. El oficial siguió imperturbable.

«Pasaportes», gritó. «En nombre de la ley».

Sólo entonces vio el ánima en pena que surgió de debajo del toldo, y vio su mano exhausta, pero cargada de una autoridad inexorable, que ordenó a los soldados bajar las armas. Luego dijo al oficial con una voz tenue:

«Aunque usted no me lo crea, capitán, no tengo pasaporte».

El oficial no sabía quién era. Pero cuando Fernando se lo dijo se echó al agua con sus armas, y se adelantó corriendo por la orilla para anunciar al pueblito la buena nueva. La lancha, con la campana al vuelo, escoltó los champanes hasta el puerto. Antes de que se alcanzara a divisar la ciudad completa en la última vuelta del río, estaban tocando a rebato las campanas de sus ocho iglesias.

Santa Cruz de Mompox había sido durante la colonia el puente del comercio entre la costa caribe y el interior del país, y éste había sido el origen de su opulencia. Cuando empezó el ventarrón de la libertad, aquel reducto de la aristocracia criolla fue el primero en proclamarla. Habiendo sido reconquistado por España, fue liberado de nuevo por el general en persona. Eran sólo tres calles paralelas al río, anchas, rectas, polvorientas, con casas de un solo piso de grandes ventanas, en las cuales prosperaron dos condes y tres marqueses. El prestigio de su orfebrería fina sobrevivió a los cambios de la república.

En esta ocasión, el general llegaba tan desengañado de su gloria y tan predispuesto contra el mundo, que le sorprendió encontrar una muchedumbre esperándolo en el puerto. Se había puesto a la carrera los pantalones de pana y las botas altas, se había echado la manta encima a pesar del calor, y en vez del gorro nocturno llevaba el sombrero de alas grandes con que se despidió en Honda.

Había un funeral de cruz alta en la iglesia de La Concepción. Las autoridades civiles y eclesiásticas en pleno, las congregaciones y escuelas, las gentes principales con sus crespones de gala estaban en la misa de cuerpo presente, y el escándalo de las campanas les hizo perder la compostura, creyendo que era alarma de fuego. Pero el mismo alguacil que había entrado en gran agitación y acababa de murmurarlo al oído del alcalde, gritó para todos:

«¡El presidente está en puerto!».

Pues muchos ignoraban todavía que ya no lo era. El lunes había pasado un correo que iba regando los rumores de Honda por las poblaciones del río, pero no dejó nada en claro. De modo que el equívoco hizo más efusiva la casualidad de la recepción, y hasta la familia en duelo entendió que la mayoría de sus condolientes abandonaran la iglesia para acudir a la albarrada. El funeral quedó a medias, y sólo un grupo íntimo acompañó el féretro al cementerio, en medio del trueno de los cohetes y las campanas.

El caudal del río era todavía escaso por las pocas lluvias de mayo, de modo que debían escalar un barranco de escombros para llegar hasta el puerto. El general rechazó de mal modo a alguien que quiso cargarlo, y subió apoyado en el brazo del capitán Ibarra, titubeando a cada paso y sosteniéndose a duras penas, pero logró llegar con la dignidad intacta.

En el puerto saludó a las autoridades con un apretón enérgico, cuyo vigor no era creíble por el estado de su cuerpo y la pequeñez de sus manos. Quienes lo vieron la última vez que estuvo allí no podían dar crédito a su memoria. Parecía tan anciano como su padre, pero el poco aliento que le quedaba era bastante para no permitir que nadie dispusiera por él. Rechazó las andas de Viernes Santo que le tenían preparadas, y aceptó ir caminando a la iglesia de La Concepción. Al final tuvo que subirse en la mula del alcalde, que éste había hecho ensillar de urgencia cuando lo vio desembarcar en semejante postración.

José Palacios había visto en el puerto muchos rostros atigrados por las pintas de violeta de genciana en las brasas de la viruela. Ésta era una endemia obstinada en las poblaciones del bajo Magdalena, y los patriotas habían terminado por temerle más que a los españoles desde la mortandad que causó en las tropas libertadoras durante la campaña del río. Desde entonces, en vista de que la viruela persistía, el general consiguió que un naturalista francés que estaba de paso se demorara inmunizando a la población con el método de inocular en los humanos la serosidad que manaba de la viruela del ganado. Pero las muertes que causaba eran tantas, que al final nadie quería saber nada de la medicina al pie de la vaca, como dieron en llamarla, y muchas madres prefirieron para sus hijos los riesgos del contagio que no los de la prevención. Sin embargo, los informes oficiales que el general recibía le hicieron creer que el flagelo de la viruela estaba siendo derrotado. Así que cuando José Palacios le hizo notar la cantidad de caras pintadas que había entre la muchedumbre, su reacción fue menos de sorpresa que de hastío.

«Siempre será así», dijo, «mientras los subalternos sigan mintiéndonos para complacernos».

No dejó traslucir su amargura con quienes lo recibieron en el puerto. Les hizo un relato sumario de los incidentes de su renuncia y del estado de desorden en que quedó Santa Fe, por lo cual encareció un apoyo unánime para el nuevo gobierno. «No hay otra alternativa», dijo: «unidad o anarquía». Dijo que se iba sin regreso, no tanto para buscar alivio a los quebrantos del cuerpo, que eran muchos y muy dañinos, como podía verse, sino tratando de descansar de las tantas penas que le causaban los males ajenos. Pero no dijo cuándo se iba, ni para dónde, y repitió sin que viniera a cuento que aún no había recibido el pasaporte del gobierno para salir del país. Les agradeció los veinte años de gloria que Mompox le había dado, y les suplicó que no lo distinguieran con más títulos que el de ciudadano.

La iglesia de La Concepción seguía engalanada con crespones de duelo, y aún erraban por el aire los hálitos de flores y pabilos del funeral, cuando la muchedumbre irrumpió en tropel para un Tedeum improvisado. José Palacios, sentado en el escaño del séquito, se dio cuenta de que el general no hallaba acomodo en el suyo. El alcalde, en cambio, un mestizo inalterable con una hermosa testa de león, permanecía junto a él en un ámbito propio. Fernanda, viuda de Benjumea, cuya belleza criolla hizo estragos en la corte de Madrid, le había prestado al general su abanico de sándalo para ayudarlo a defenderse del sopor del ritual. Él lo movía sin esperanzas, apenas por el consuelo de sus efluvios, hasta que el calor empezó a estorbarle para respirar. Entonces murmuró al oído del alcalde:

«Créame que no merezco este castigo».

«El amor de los pueblos tiene su precio, Excelencia», dijo el alcalde.

«Por desgracia esto no es amor sino novelería», dijo él.

Al final del Tedeum, se despidió de la viuda de Benjumea con una reverencia, y le devolvió el abanico. Ella intentó dárselo de nuevo.

«Hágame el honor de conservarlo como un recuerdo de quien tanto lo ama», le dijo.

«Lo triste, señora, es que ya no me queda mucho tiempo para recordar», dijo él.

El párroco insistió en protegerlo del bochorno con el palio de la Semana Santa, desde la iglesia de La Concepción hasta el colegio de San Pedro Apóstol, una mansión de dos plantas con un claustro monástico de helechos y clavellinas, y al fondo un huerto luminoso de árboles frutales. Los corredores con arcadas no eran vivibles en aquellos meses por las brisas malsanas del río, aun durante la noche, pero los aposentos contiguos a la sala grande estaban preservados por las gruesas paredes de calicanto que los mantenían en una penumbra otoñal.

José Palacios se había adelantado para tener todo a punto. El dormitorio de paredes ásperas, recién blanqueadas con escobazos de cal, estaba mal iluminado por una ventana única de persianas verdes que daba sobre el huerto. José Palacios hizo cambiar la posición de la cama para que la ventana del huerto le quedara a los pies y no en la cabecera, de modo que el general pudiera ver en los árboles las guayabas amarillas, y gozar de su perfume.

El general llegó del brazo de Fernando, y con el párroco de La Concepción, que era rector del colegio. Tan pronto como franqueó la puerta se apoyó de espaldas al muro, sorprendido por el olor de las guayabas expuestas en una totuma sobre el alféizar de la ventana, y cuya fragancia viciosa saturaba por completo el ámbito del dormitorio. Permaneció así, con los ojos cerrados, aspirando el sahumerio de vivencias antiguas que le desgarraban el alma, hasta que se le acabó el aliento. Luego escudriñó el cuarto con una atención meticulosa como si cada objeto le pareciera una revelación. Además de la cama de marquesina había una cómoda de caoba, una mesa de noche también de caoba con una cubierta de mármol y una poltrona forrada de terciopelo rojo. En la pared junto a la ventana había un reloj octogonal de números romanos parado en la una y siete minutos.

«¡Por fin, algo que sigue igual!», dijo el general.

El párroco se sorprendió.

«Perdóneme, Excelencia», dijo, «pero hasta donde llegan mis luces usted no había estado antes aquí».

También se sorprendió José Palacios, pues nunca habían visitado esa casa, pero el general persistió en sus recuerdos con tantas referencias ciertas que a todos los dejó perplejos. Al final, sin embargo, intentó reconfortarlos con su ironía habitual.

«Quizás haya sido en una reencarnación anterior», dijo. «A fin de cuentas, todo es posible en una ciudad donde acabamos de ver un excomulgado caminando bajo palio».

Poco después se precipitó una tormenta de agua y de truenos que dejó a la ciudad en situación de naufragio. El general la aprovechó para convalecer de los saludos, gozando del olor de las guayabas mientras fingía dormir bocarriba y con la ropa puesta en el sombrío del cuarto, y luego se durmió de veras con el silencio reparador de después del diluvio. José Palacios lo supo porque lo oyó hablar con la buena dicción y el timbre nítido de la juventud, que para entonces sólo recobraba en sueños. Habló de Caracas, una ciudad en ruinas que ya no era la suya, con las paredes cubiertas de papeles de injurias contra él, y las calles desbordadas por un torrente de mierda humana. José Palacios veló en un rincón del cuarto, casi invisible en la poltrona, para estar seguro de que nadie distinto del séquito pudiera oír las confidencias del sueño. Hizo una señal al coronel Wilson por la puerta entreabierta, y éste alejó a los soldados de guardia que erraban por el jardín.

«Aquí no nos quiere nadie, y en Caracas nadie nos obedece», dijo el general dormido. «Estamos a mano».

Prosiguió con un salterio de lamentos amargos, residuos de una gloria desbaratada que el viento de la muerte se llevaba en piltrafas. Al cabo de casi una hora de delirio lo despertó un tropel en el corredor, y el metal de una voz altanera. El emitió un ronquido abrupto, y habló sin abrir los ojos, con la voz descolorida del despierto:

«¿Qué carajos es lo que pasa?»

Pasaba que el general Lorenzo Cárcamo, veterano de las guerras de emancipación, de un genio agrio y una valentía personal casi demente, trataba de entrar a la fuerza en el dormitorio antes de la hora fijada para las audiencias. Había pasado por encima del coronel Wilson después de azotar con el sable a un teniente de granaderos, y sólo se había doblegado al poder intemporal del párroco, quien lo condujo de buenos modos a la oficina contigua. El general, informado por Wilson, gritó indignado:

«¡Dígale a Cárcamo que me morí! ¡Así no más, que me morí!»

El coronel Wilson fue a la oficina a enfrentarse con el estruendoso militar engalanado para la ocasión con el uniforme de parada y una constelación de medallas de guerra. Pero su altanería estaba entonces por los suelos, y tenía los ojos anegados de lágrimas.

«No, Wilson, no me dé el recado», dijo. «Ya lo oí».

Cuando el general abrió los ojos se dio cuenta de que el reloj seguía en la una y siete. José Palacios le dio cuerda, lo puso de memoria, y enseguida confirmó que era la hora correcta en sus dos relojes de leontina. Poco después entró Fernanda Barriga y trató de hacerle comer al general un plato de alboronía. Él se resistió, a pesar de que no había comido nada desde el día anterior, pero ordenó que le pusieran el plato en la oficina para comer durante las audiencias. Mientras tanto cedió a la tentación de coger una guayaba de las muchas que estaban en la totuma. Se embriagó un instante con el olor, le dio un mordisco ávido, masticó la pulpa con un deleite infantil, la saboreó por todos lados y se la tragó poco a poco con un largo suspiro de la memoria. Después se sentó en la hamaca con la totuma de guayabas entre las piernas, y se las comió todas una tras otra sin darse tiempo apenas para respirar. José Palacios lo sorprendió en la penúltima.

«¡Nos vamos a morir!», le dijo.

El general lo remedó de buen humor:

«No más de lo que ya estamos».

A las tres y media en punto, como estaba previsto, ordenó que los visitantes empezaran a entrar en la oficina de dos en dos, pues así podía despachar a uno con la mayor brevedad, haciéndole ver que tenía prisa por atender al otro. El doctor Nicasio del Valle, que entró entre los primeros, lo encontró sentado de espaldas a una ventana de luz desde donde se dominaba la alquería completa, y más allá las ciénagas humeantes. Tenía en la mano el plato de boronía que Fernanda Barriga le había llevado, y que él ni siquiera probó, porque ya empezaba a sentir el empacho de las guayabas. El doctor del Valle resumió más tarde su impresión de aquella entrevista en un dialecto brutal: «A ese hombre le cantó la pigua». Cada quien a su modo, todos los que acudieron a la audiencia estuvieron de acuerdo. Sin embargo, aun los más conmovidos por su languidez carecían de misericordia y se empecinaban en que fuera a los pueblos vecinos para apadrinar niños, o inaugurar obras cívicas, o comprobar el estado de penuria en que vivían por la desidia del gobierno.

Las náuseas y retortijones de las guayabas se hicieron alarmantes al cabo de una hora, y tuvo que interrumpir las audiencias, a pesar de sus deseos de complacer a todos los que esperaban desde la mañana. En el patio no había lugar para más becerros, cabras, gallinas, y toda clase de animales de monte que habían llevado de regalo. Los granaderos de la guardia tuvieron que intervenir para evitar un tumulto, pero la normalidad había vuelto al caer la tarde, gracias a un segundo aguacero providencial que compuso el clima y mejoró el silencio.

A pesar de la negativa explícita del general, habían preparado para las cuatro de la tarde una cena de honor en una casa cercana. Pero se celebró sin él, pues la virtud carminativa de las guayabas lo mantuvo en estado de emergencia hasta después de las once de la noche. Se quedó en la hamaca, postrado de punzadas tortuosas y ventosidades fragantes, y con la sensación de que el alma se le escurría en aguas abrasivas. El párroco le llevó un medicamento preparado por el boticario de la casa. El general lo rechazó. «Si con un emético perdí el poder, con otro más me llevará Caplán», dijo. Se abandonó a su suerte, tiritando por el sudor glacial de sus huesos, sin más consuelo que la buena música de cuerdas que le llegaba en ráfagas perdidas desde el banquete sin él. Poco a poco se fue sosegando el manantial de su vientre, pasó el dolor, se acabó la música, y él se quedó flotando en la nada.

Su paso anterior por Mompox había estado a punto de ser el último. Regresaba de Caracas después de lograr con la magia de su persona una reconciliación de emergencia con el general José Antonio Páez, que sin embargo estaba muy lejos de renunciar a su sueño separatista. Su enemistad con Santander era entonces de dominio público, hasta el extremo de que se había negado a seguir recibiendo sus cartas porque ya no confiaba en su corazón ni en su moral. «Ahórrese el trabajo de llamarse mi amigo», le escribió. El pretexto inmediato de la inquina santanderista era una proclama apresurada que el general había dirigido a los caraqueños, en la cual dijo sin pensarlo demasiado que todas sus acciones habían sido guiadas por la libertad y la gloria de Caracas. A su regreso a la Nueva Granada había tratado de arreglarlo con una frase justa dirigida a Cartagena y Mompox: «Si Caracas me dio la vida, vosotros me disteis la gloria». Pero la frase tenía unos visos de remiendo retórico que no bastaron para aplacar la demagogia de los santanderistas.

Tratando de impedir el desastre final, el general volvía a Santa Fe con un cuerpo de tropa, y esperaba reunir otros en el camino para empezar una vez más los esfuerzos de integración. Entonces había dicho que aquél era su momento decisivo, tal como había dicho cuando se fue a impedir la separación de Venezuela. Un poco más de reflexión le habría permitido comprender que desde casi veinte años atrás no hubo un instante de su vida que no fuera decisivo. «Toda la iglesia, todo el ejército, la inmensa mayoría de la nación estaba por mí», escribiría más tarde, rememorando aquellos días. Pero a pesar de todas estas ventajas, dijo, ya se había probado repetidas veces que cuando se alejaba del sur para marchar al norte, y viceversa, el país que dejaba se perdía a sus espaldas, y nuevas guerras civiles lo arruinaban. Era su destino.

La prensa santanderista no desperdiciaba ocasión de atribuir las derrotas militares a sus desafueros nocturnos. Entre otros muchos infundíos destinados a menguar su gloria, se publicó en Santa Fe por esos días que no había sido él sino el general Santander quien comandó la batalla de Boyacá, con la cual se selló la independencia el 7 de agosto de 1819, a las siete de la mañana, mientras él se complacía en Tunja con una dama de mala fama de la sociedad virreinal.

En todo caso, la prensa santanderista no era la única que evocaba sus noches libertinas para desacreditarlo. Desde antes de la victoria se decía que por lo menos tres batallas se habían perdido en las guerras de independencia sólo porque él no estaba donde debía sino en la cama de una mujer. En Mompox, durante otra visita, pasó por la calle del medio una caravana de mujeres de diversas edades y colores, que dejaron el aire saturado de un perfume envilecido. Montaban a la amazona, y llevaban sombrillas de raso estampado y vestidos de sedas primorosas, como no se habían visto otras en la ciudad. Nadie desmintió la suposición de que eran las concubinas del general que se le adelantaban en el viaje. Suposición falsa, como tantas otras, pues sus serrallos de guerra fueron una de las muchas fábulas de salón que lo persiguieron hasta más allá de la muerte.

No eran nuevos aquellos métodos de las informaciones torcidas. El mismo general los había utilizado durante la guerra contra España, cuando ordenó a Santander que imprimiera noticias falsas para engañar a los comandantes españoles. De modo que ya instaurada la república, cuando él le reclamó al mismo Santander el mal uso que hacía de su prensa, éste le contestó con su sarcasmo exquisito:

«Tuvimos un buen maestro, Excelencia».

«Un mal maestro», replicó el general, «pues usted recordará que las noticias que inventamos se volvieron contra nosotros».

Era tan sensible a todo cuanto se dijera de él, falso o cierto, que no se repuso nunca de ningún infundio, y hasta la hora de su muerte estuvo luchando por desmentirlos. Sin embargo, fue poco lo que se cuidó de ellos. Como otras veces, también en su paso anterior por Mompox se jugó la gloria por una mujer.

Se llamaba Josefa Sagrario, y era una momposina de alcurnia que se abrió paso a través de los siete puestos de guardia, embozada con un hábito de franciscano y con el santo y seña que José Palacios le había dado: «Tierra de Dios». Era tan blanca que el resplandor de su cuerpo la hacía visible en la oscuridad. Aquella noche, además, había logrado superar el prodigio de su hermosura con el de su ornamento, pues se había colgado por el frente y por la espalda del vestido una coraza hecha con la fantástica orfebrería local. Tanto, que cuando él quiso llevarla en brazos a la hamaca, apenas si pudo levantarla por el peso del oro. Al amanecer, después de una noche desmandada, ella sintió el espanto de la fugacidad, y le suplicó que se quedara una noche más.

Fue un riesgo inmenso, pues según los servicios confidenciales del general, Santander tenía dispuesta una conjura para quitarle el poder y desmembrar a Colombia. Pero se quedó, y no una noche. Se quedó diez, y fueron tan felices que ambos llegaron a creer que de veras se amaban más que nadie jamás en este mundo.

Ella le dejó su oro. «Para tus guerras», le dijo. Él no lo usó por el escrúpulo de que era una fortuna ganada en la cama, y por tanto mal habida, y se la dejó en custodia a un amigo. La olvidó. En su última visita a Mompox, después del empacho de las guayabas, el general hizo abrir el cofre para verificar el inventario, y sólo entonces lo encontró en la memoria con su nombre y su fecha.

Era una visión de prodigio: la coraza de oro de Josefa Sagrario compuesta por toda clase de primores de orfebrería con un peso total de treinta libras. Había además un cajón con veintitrés tenedores, veinticuatro cuchillos, veinticuatro cucharas, veintitrés cucharitas, y unas tenazas pequeñas para coger el azúcar, todo de oro, y otros útiles domésticos de gran valor, también dejados bajo custodia en diversas ocasiones, y también olvidados. En el desorden fabuloso de los caudales del general, esos hallazgos en los sitios menos pensados habían terminado por no sorprender a nadie. El dio instrucciones de que incorporaran los cubiertos a su equipaje, y que el baúl de oro le fuera devuelto a su dueña. Pero el padre rector de San Pedro Apóstol lo dejó atónito con la noticia de que Josefa Sagrario vivía desterrada en Italia por conspirar contra la seguridad del estado.

«Vainas de Santander, por supuesto», dijo el general.

«No, general», dijo el párroco. «Los desterró usted mismo sin darse cuenta por las peloteras del año de veintiocho».

Dejó el cofre de oro donde estaba, mientras se aclaraban las cosas, y no se preocupó más por el destierro. Pues estaba seguro, según dijo a José Palacios, de que Josefa Sagrario iba a regresar en el tumulto de sus enemigos proscritos tan pronto como él perdiera de vista las costas de Cartagena.

«Ya Casandro debe estar haciendo sus baúles», dijo.

En efecto, muchos desterrados empezaron a repatriarse tan pronto como supieron que él había emprendido el viaje a Europa. Pero el general Santander, que era un hombre de cavilaciones parsimoniosas y determinaciones insondables, fue uno de los últimos. La noticia de la renuncia lo puso en estado de alerta, pero no dio señales de regresar, ni apresuró los ávidos viajes de estudio que había emprendido por los países de Europa desde que desembarcó en Hamburgo en octubre del año anterior. El 2 de marzo de 1831, estando en Florencia, leyó en Il Journal du Com merce que el general había muerto. Sin embargo, no inició su lento regreso hasta seis meses después, cuando un nuevo gobierno le restableció sus grados y honores militares, y el congreso lo eligió en ausencia presidente de la república.

Antes de zarpar de Mompox, el general hizo una visita de desagravio a Lorenzo Cárcamo, su antiguo compañero de guerras. Sólo entonces supo que estaba enfermo de gravedad, y que se había levantado la tarde anterior sólo para saludarlo. A pesar de los estragos de la enfermedad, tenía que forzarse para dominar el poder de su cuerpo, y hablaba a truenos, mientras se secaba con las almohadas un manantial de lágrimas que fluía de sus ojos sin relación alguna con su estado de ánimo.

Se lamentaron juntos de sus males, se dolieron de la frivolidad de los pueblos y las ingratitudes de la victoria, y se ensañaron contra Santander, que fue siempre un tema obligado para ellos. Pocas veces el general había sido tan explícito. Durante la campaña de 1813, Lorenzo Cárcamo había sido testigo de un violento altercado entre el general y Santander, cuando éste se negó a obedecer la orden de cruzar la frontera para liberar a Venezuela por segunda vez. El general Cárcamo seguía pensando que aquél había sido el origen de una amargura recóndita que el curso de la historia no hizo más que recrudecer.

El general creía, al contrario, que ése no fue el final sino el principio de una grande amistad. Tampoco era cierto que el origen de la discordia fueran los privilegios regalados al general Páez, ni la desventurada constitución de Bolivia, ni la investidura imperial que el general aceptó en el Perú, ni la presidencia y el senado vitalicios con que soñó para Colombia, ni los poderes absolutos que asumió después de la Convención de Ocaña. No: no fueron ésos ni otros tantos los motivos que causaron la terrible ojeriza que se fue agriando a través de los años, hasta culminar con el atentado del 25 de septiembre. «La verdadera causa fue que Santander no pudo asimilar nunca la idea de que este continente fuera un solo país», dijo el general. «La unidad de América le quedaba grande». Miró a Lorenzo Cárcamo tendido en la cama como en el último campo de batalla de una guerra perdida desde siempre, y puso término a la visita.

«Claro que nada de esto vale nada después de muerta la difunta», dijo.

Lorenzo Cárcamo lo vio levantarse, triste y desguarnecido, y se dio cuenta de que los recuerdos le pesaban más que los años, igual que a él. Cuando le retuvo la mano entre las suyas, se dio cuenta además de que ambos tenían fiebre, y se preguntó de cuál de los dos sería la muerte que les impediría verse otra vez.

«¡Se echó a perder el mundo, viejo Simón!», dijo Lorenzo Cárcamo.

«Nos lo echaron a perder», dijo el general. «Y lo único que queda ahora es empezar otra vez desde el principio».

«Y lo vamos a hacer», dijo Lorenzo Cárcamo.

«Yo no», dijo el general. «A mí sólo me falta que me boten en el cajón de la basura».

Lorenzo Cárcamo le dio de recuerdo un par de pistolas en un precioso estuche de raso carmesí. Sabía que al general no le gustaban las armas de fuego, y que en sus escasos lances personales se había encomendado a la espada. Pero aquellas pistolas tenían el valor moral de haber sido usadas con fortuna en un duelo por amor, y el general las recibió emocionado. Pocos días después, en Turbaco, había de alcanzarlo la noticia de que el general Cárcamo había muerto.

El viaje se reanudó con buenos augurios al caer la tarde del domingo 21 de mayo. Más impulsados por las aguas propicias que por los bogas, los champanes dejaban atrás los precipicios de pizarra y los espejismos de los playones. Las balsas de troncos que ahora encontraban en número mayor parecían más veloces. Al contrario de las que vieron los primeros días, en éstas habían construido casitas de ensueño con tiestos de flores y ropa puesta a secar en las ventanas, y llevaban gallineros de alambre, vacas de leche, niños decrépitos que se quedaban haciendo señales de adiós a los champanes mucho después de que habían pasado. Viajaron toda la noche por un remanso de estrellas. Al amanecer, brillante bajo los primeros soles, avistaron la población de Zambrano.

Bajo la enorme ceiba del puerto los esperaba don Cástulo Campillo, llamado El Nene, que tenía en su casa un sancocho costeño en honor del general. La invitación se inspiraba en la leyenda de que en su primera visita a Zambrano él había almorzado en una fonda de mala muerte en el peñón del puerto, y había dicho que aunque sólo fuera por el suculento sancocho costeño tenía que regresar una vez al año. La dueña de la fonda se impresionó tanto con la importancia del comensal, que mandó a pedir platos y cubiertos prestados a la casa distinguida de la familia Campillo. No eran muchos los pormenores que el general recordaba de aquella ocasión, ni él ni José Palacios estaban seguros de que el sancocho costeño fuera lo mismo que el hervido de carne gorda de Venezuela. Sin embargo, el general Carreño creía que era lo mismo, y que en efecto lo habían comido en el peñón del puerto, pero no durante la campaña del río sino cuando estuvieron allí tres años antes en el bote de vapor. El general, cada vez más inquieto con las goteras de su memoria, aceptó el testimonio con humildad.

El almuerzo para los granaderos de la guardia fue bajo los grandes almendros del patio de la casa señorial de los Campillo, y servido sobre tablas de madera con hojas de plátano en vez de manteles. En la terraza interior, dominando el patio, había una mesa espléndida para el general y sus oficiales y unos pocos invitados, puesta con todo rigor a la manera inglesa. La dueña de casa explicó que la noticia de Mompox los había sorprendido a las cuatro de la madrugada, y apenas si habían tenido tiempo de sacrificar la res mejor criada de sus potreros. Allí estaba, cortada en presas suculentas y hervida a fuego alegre en grandes aguas, junto con todos los frutos de la huerta.

La noticia de que le tenían listo un agasajo sin anuncio previo le había avinagrado el humor al general, y José Palacios tuvo que apelar a sus mejores artes de conciliador para que aceptara desembarcar. El ambiente acogedor de la fiesta le compuso el ánimo. Elogió con razón el buen gusto de la casa y la dulzura de las jóvenes de la familia, tímidas y serviciales, que atendieron la mesa de honor con una fluidez a la antigua. Elogió, sobre todo, la pureza de la vajilla y el timbre de los cubiertos de plata fina con los emblemas heráldicos de alguna casa arrasada por la fatalidad de los nuevos tiempos, pero comió con los suyos.

La única contrariedad se la causó un francés que vivía al amparo de los Campillo, y que asistió al almuerzo con unas ansias insaciables de demostrar ante tan insignes huéspedes sus conocimientos universales sobre los enigmas de esta vida y la otra. Lo había perdido todo en un naufragio, y ocupaba la mitad de la casa desde hacía casi un año con su séquito de ayudantes y criados, a la espera de unos auxilios inciertos que debían llegarle de la Nueva Orleáns. José Palacios supo que se llamaba Diocles Atlantique, pero no pudo establecer cuál era su ciencia ni el género de su misión en la Nueva Granada. Desnudo y con un tridente en la mano habría sido igual al rey Neptuno, y tenía bien establecida en el pueblo una reputación de grosero y desaliñado. Pero el almuerzo con el general lo excitó de tal modo que llegó a la mesa recién bañado y con las uñas limpias, y vestido en el bochorno de mayo como en los salones invernales de París, con la casaca azul de botones dorados y el pantalón a rayas de la vieja moda del Directorio.

Desde el primer saludo sentó una cátedra enciclopédica en un castellano limpio. Contó que un condiscípulo suyo en la escuela primaria de Grenoble acababa de descifrar los jeroglíficos egipcios después de catorce años de insomnio. Que el maíz no era originario de México sino de una región de la Mesopotamia, donde se habían encontrado fósiles anteriores a la llegada de Colón a las Antillas. Que los asirios obtuvieron pruebas experimentales de la influencia de los astros en las enfermedades. Que al contrario de lo que decía una enciclopedia reciente, los griegos no conocieron los gatos hasta el 400 antes de Cristo. Mientras pontificaba sin tregua sobre éstos y otros muchos asuntos, sólo hacía pausas de emergencia para lamentarse de los defectos culturales de la cocina criolla.

El general, sentado frente a él, le prestó apenas una atención cortés, fingiendo comer más de lo que comía sin levantar la vista del plato. El francés intentó hablarle en su lengua desde el principio, y el general le correspondía por gentileza, pero volvía de inmediato al castellano. Su paciencia de aquel día sorprendió a José Laurencio Silva, que sabía cuánto lo exasperaba el absolutismo de los europeos.

El francés se dirigía en voz alta a los distintos invitados, aun a los más distantes, pero era evidente que sólo le interesaba la atención del general. De pronto, saltando del gallo al burro, según dijo, le preguntó de un modo directo cuál sería en definitiva el sistema de gobierno adecuado para las nuevas repúblicas. Sin levantar la vista del plato, el general preguntó a su vez:

«¿Y usted qué opina?»

«Opino que el ejemplo de Bonaparte es bueno no sólo para nosotros sino para el mundo entero», dijo el francés.

«No dudo que usted lo crea», dijo el general sin disimular la ironía. «Los europeos piensan que sólo lo que inventa Europa es bueno para el universo mundo, y que todo lo que sea distinto es execrable».

«Yo tenía entendido que Su Excelencia era el promotor de la solución monárquica», dijo el francés.

El general levantó la vista por primera vez. «Pues ya no lo tenga entendido», dijo. «Mi frente no será mancillada nunca por una corona». Señaló con el dedo al grupo de sus edecanes, y concluyó:

«Ahí tengo a Iturbide para recordármelo».

«A propósito», dijo el francés: «la declaración que usted hizo cuando fusilaron al emperador les dio un gran aliento a los monárquicos europeos».

«No le quitaría ni una letra a lo que dije entonces», dijo el general. «Me admira que un hombre tan común como Iturbide hiciera cosas tan extraordinarias, pero que Dios me libre de su suerte como me ha librado de su carrera, aunque sé que no me librará jamás de la misma ingratitud».

Enseguida trató de moderar su aspereza, y explicó que la iniciativa de implantar un régimen monárquico en las nuevas repúblicas había sido del general José Antonio Páez. La idea proliferó, impulsada por toda clase de intereses equívocos, y él mismo llegó a pensar en ella encubierta bajo el manto de una presidencia vitalicia, como una fórmula desesperada para conseguir y mantener a toda costa la integridad de América. Pero pronto se dio cuenta de su contrasentido.

«Con el federalismo me sucede al revés», concluyó. «Me parece demasiado perfecto para nuestros países, por exigir virtudes y talentos muy superiores a los nuestros».

«En todo caso», dijo el francés, «no son los sistemas sino sus excesos los que deshumanizan la historia».

«Ya conocemos de memoria ese discurso», dijo el general. «En el fondo es la misma necedad de Benjamin Constant, el más grande pastelero de Europa, que estuvo contra la revolución y después con la revolución, que luchó contra Napoleón y después fue uno de sus áulicos, que muchas veces se acuesta republicano y amanece monarquista, o al revés, y que ahora se ha constituido en el depositario absoluto de nuestra verdad por obra y gracia de la prepotencia europea».

«Los argumentos de Constant contra la tiranía son muy lúcidos», dijo el francés.

«El señor Constant, como buen francés, es un fanático de los intereses absolutos», dijo el general. «En cambio el abate Pradt dijo lo único lúcido de esa polémica, cuando señaló que la política depende de dónde se hace y cuándo se hace. Durante la guerra a muerte yo mismo di la orden de ejecutar a ochocientos prisioneros españoles en un solo día, inclusive a los enfermos en el hospital de La Guayra. Hoy, en circunstancias iguales, no me temblaría la voz para volver a darla, y los europeos no tendrían autoridad moral para reprochármelo, pues si una historia está anegada de sangre, de indignidades, de injusticias, ésa es la historia de Europa».

A medida que se adentraba en el análisis iba atizando su propia furia, en el gran silencio que pareció ocupar el pueblo entero. El francés, abrumado, trató de interrumpirlo, pero él lo inmovilizó con un gesto de la mano. El general evocó las matanzas horrorosas de la historia europea. La Noche de San Bartolomé el número de muertos pasó de dos mil en diez horas. En el esplendor del Renacimiento doce mil mercenarios a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes. Y la apoteosis: Iván IV, el zar de todas las Rusias, bien llamado El Terrible, exterminó a toda la población de las ciudades intermedias entre Moscú y Novgorod, y en ésta hizo masacrar en un solo asalto a sus veinte mil habitantes, por la simple sospecha de que había una conjura contra él.

«Así que no nos hagan más el favor de decirnos lo que debemos hacer», concluyó. «No traten de enseñarnos cómo debernos ser, no traten de que seamos iguales a ustedes, no pretendan que hagamos bien en veinte años lo que ustedes han hecho tan mal en dos mil».

Cruzó los cubiertos sobre el plato, y por primera vez fijó en el francés sus ojos en llamas:

«¡Por favor, carajos, déjennos hacer tranquilos nuestra Edad Media!»

Se quedó sin aliento, vencido por un nuevo zarpazo de la tos. Pero cuando logró dominarla no le quedaba ni un vestigio de rabia. Se volvió hacia el Nene Campillo y lo distinguió con su mejor sonrisa.

«Perdone usted, querido amigo», le dijo. «Semejantes monsergas no eran dignas de un almuerzo tan memorable».

El coronel Wilson le refirió este episodio a un cronista de la época, que no se tomó la molestia de recordarlo. «El pobre general es un caso acabado», dijo. En el fondo, ésa era la certidumbre de cuantos lo vieron en su último viaje, y tal vez fue por eso que nadie dejó un testimonio escrito. Incluso, para algunos de sus acompañantes, el general no pasaría a la historia.

La selva era menos densa después de Zambrano, y los pueblos se hicieron más alegres y coloridos, y en algunos había músicas callejeras sin ninguna causa. El general se echó en la hamaca tratando de digerir con una siesta pacífica las impertinencias del francés, pero no le fue fácil. Siguió pendiente de él, lamentándose con José Palacios de no haber encontrado a tiempo las frases certeras y los argumentos invencibles que sólo ahora se le ocurrían, en la soledad de la hamaca y con el adversario fuera de su alcance. Sin embargo, al atardecer estaba mejor, y dio instrucciones al general Carreño para que el gobierno tratara de mejorar la suerte del francés en desgracia.

La mayoría de los oficiales, animados por la proximidad del mar, que se hacía cada vez más evidente en la ansiedad de la naturaleza, soltaban las riendas de su buen ánimo natural ayudando a los bogas, cazando caimanes con arpones de bayoneta, complicando los trabajos más fáciles para aliviarse de sus energías sobrantes con jornadas de galeote. José Laurencio Silva, en cambio, dormía de día y trabajaba de noche siempre que le fuera posible, por el viejo terror de quedarse ciego por las cataratas, como ocurrió a varios miembros de su familia materna. Se levantaba en las tinieblas para aprender a ser un ciego útil. En los insomnios de los campamentos el general lo había oído muchas veces con sus trajines de artesano, serruchando las tablas de los árboles que él mismo desbastaba, armando las piezas, amortiguando los martillos para no perturbar los sueños ajenos. Al día siguiente a pleno sol resultaba difícil creer que semejantes artes de ebanistería hubieran sido hechas en la oscuridad. En la noche de Puerto Real, José Laurencio Silva tuvo tiempo apenas de dar el santo y seña cuando un centinela estaba a punto de dispararle, creyendo que alguien trataba de deslizarse en las tinieblas hasta la hamaca del general.

La navegación era más rápida y serena, y el único percance lo ocasionó un buque de vapor del comodoro Elbers que pasó resollando en sentido contrario, y su estela puso en peligro los champanes, y volteó el de las provisiones. En la cornisa se leía el nombre con letras grandes: El Libertador. El general lo miró pensativo hasta que pasó el peligro y el buque se perdió de vista. «El Libertador», murmuró. Después, como quien pasa a la hoja siguiente, se dijo:

«¡Pensar que ése soy yo!»

Por la noche permaneció despierto en la hamaca, mientras los bogas jugaban a identificar las voces de la selva: los monos capuchinos, las cotorras, la anaconda. De pronto, sin que viniera a cuento, uno de ellos contó que los Campillo habían enterrado en el patio la vajilla inglesa, la cristalería de Bohemia, los manteles de Holanda, por terror al contagio de la tisis.

Era la primera vez que el general oía aquel diagnóstico callejero, aunque ya era corriente a lo largo del río, y había de serlo muy pronto en todo el litoral. José Palacios se dio cuenta de que le había impresionado, pues dejó de mecerse en la hamaca. Al cabo de una larga reflexión, dijo:

«Yo comí con mis cubiertos».

Al día siguiente arrimaron en el pueblo de Tenerife para reponer las provisiones perdidas en el naufragio. El general permaneció de incógnito en el champán, pero envió a Wilson a averiguar por un comerciante francés de apellido Lenoit, o Lenoir, cuya hija Anita debía andar entonces por los veinte años. Como las averiguaciones fueron inútiles en Tenerife, el general quiso que las agotaran también en las poblaciones vecinas de Guáitaro, Salamina y El Piñón, hasta convencerse de que la leyenda no tenía sustento alguno en la realidad.

Su interés era comprensible, porque durante años lo había perseguido de Caracas a Lima el murmullo insidioso de que entre Anita Lenoit y él había surgido una pasión desatinada e ilícita a su paso por Tenerife durante la campaña del río. Le preocupaba, aunque nada pudiera hacer para desmentirlo. En primer término, porque también el coronel Juan Vicente Bolívar, su padre, había tenido que padecer varias actas y sumarias ante el obispo del pueblo de San Mateo, por supuestas violaciones de mayores y menores de edad, y por su mala amistad con otras muchas mujeres, en ejercicio ávido del derecho de pernada. Y en término segundo, porque durante la campaña del río no había estado en Tenerife sino dos días, insuficientes para un amor tan encarnizado. Sin embargo, la leyenda prospero hasta el punto de que en el cementerio de Tenerife hubo una tumba con la lápida de la señorita Anne Lenoit, que fue un lugar de peregrinación para enamorados hasta fines del siglo.

En el séquito del general eran motivo de burlas cordiales las molestias que sentía José María Carreño en el muñón del brazo. Sentía los movimientos de la mano, el tacto de los dedos, el dolor que le causaba el mal tiempo en los huesos que no tenía. El conservaba aún bastante sentido del humor para reírse de sí mismo. En cambio, le preocupaba la costumbre de contestar las preguntas que le hacían estando dormido. Entablaba diálogos de cualquier género sin las inhibiciones de la vigilia, revelaba propósitos y frustraciones que sin duda se habría reservado despierto, y en cierta ocasión se le acusó sin fundamento de haber cometido en sueños una infidencia militar. La última noche de navegación, mientras velaba junto a la hamaca del general, José Palacios oyó que Carreño dijo desde la proa del champán:

«Siete mil ochocientas ochenta y dos».

«¿De qué estamos hablando?», le preguntó José Palacios.

«De las estrellas», dijo Carreño.

El general abrió los ojos, convencido de que Carreño estaba hablando dormido, y se incorporó en la hamaca para ver la noche a través de la ventana. Era inmensa y radiante, y las estrellas nítidas no dejaban un espacio en el cielo.

«Deben ser como diez veces más», dijo el general.

«Son las que dije», dijo Carreño, «más dos errantes que pasaron mientras las contaba».

Entonces el general abandonó la hamaca, y lo vio tendido bocarriba en la proa, más despierto que nunca, con el torso desnudo cruzado de cicatrices enmarañadas, y contando las estrellas con el muñón del brazo. Así lo habían encontrado después de la batalla de Cerritos Blancos, en Venezuela, tinto en sangre y medio destazado, y lo dejaron tendido en el lodo creyendo que estaba muerto. Tenía catorce heridas de sable, varias de las cuales le causaron la pérdida del brazo. Más tarde sufrió otras en distintas batallas. Pero su moral quedó íntegra, y aprendió a ser tan diestro con la mano izquierda, que no sólo fue célebre por la ferocidad de sus armas sino por la exquisitez de su caligrafía.

«Ni las estrellas escapan a la ruina de la vida», dijo Carreño. «Ahora hay menos que hace dieciocho años».

«Estás loco», dijo el general.

«No», dijo Carreño. «Estoy viejo pero me resisto a creerlo».

«Te llevo ocho años largos», dijo el general.

«Yo cuento dos más por cada una de mis heridas», dijo Carreño. «Así que soy el más viejo de todos».

«En ese caso, el más viejo sería José Laurencio», dijo el general: «seis heridas de bala, siete de lanza, dos de flecha».

Carreño lo tomó de través, y replicó con un veneno recóndito:

«Y el más joven sería usted: ni un rasguño».

No era la primera vez que el general escuchaba esa verdad como un reproche, pero no pareció resentirlo en la voz de Carreño, cuya amistad había pasado ya por las pruebas más duras. Se sentó junto a él para ayudarlo a contemplar las estrellas en el río. Cuando Carreño volvió a hablar, al cabo de una larga pausa, estaba ya en el abismo del sueño.

«Me niego a admitir que con este viaje se acabe la vida», dijo.

«Las vidas no se acaban sólo con la muerte», dijo el general. «Hay otros modos, inclusive algunos más dignos».

Carreño se resistía a admitirlo.

«Algo habría que hacer», dijo. «Aunque fuera darnos un buen baño de cariaquito morado. Y no sólo nosotros: todo el ejército libertador».

En su segundo viaje a París, el general no había oído hablar todavía de los baños de cariaquito morado, que es la flor de la lentana, popular en su país para conjurar la mala suerte. Fue el doctor Aimé Bonpland, colaborador de Humboldt, quien le habló con una peligrosa seriedad científica de esas flores virtuosas. Por la misma época conoció a un venerable magistrado de la corte de justicia de Francia, que había sido joven en Caracas, y aparecía a menudo en los salones literarios de París con su hermosa melena y su barba de apóstol teñidas de morado por los baños de purificación.

Él se reía de todo lo que oliera a superstición o artificio sobrenatural, y de cualquier culto contrario al racionalismo de su maestro Simón Rodríguez. Entonces acababa de cumplir veinte años, era viudo reciente y rico, estaba deslumbrado por la coronación de Napoleón Bonaparte, se había hecho masón, recitaba de memoria en voz alta sus páginas favoritas de Emilio y La Nueva Eloísa, de Rousseau, que fueron sus libros de cabecera durante mucho tiempo, y había viajado a pie, de la mano de su maestro y con el morral a la espalda, a través de casi toda Europa. En una de las colinas, viendo a Roma a sus pies, don Simón Rodríguez le soltó una de sus profecías altisonantes sobre el destino de las Américas. Él lo vio más claro.

«Lo que hay que hacer con esos chapetones de porra es sacarlos a patadas de Venezuela», dijo. «Y le juro que lo voy a hacer».

Cuando por fin dispuso de su herencia por mayoría de edad emprendió el género de vida que el frenesí de la época y los bríos de su carácter le reclamaban, y se gastó ciento cincuenta mil francos en tres meses. Tenía las habitaciones más caras del hotel más caro de París, dos criados de librea, un coche de caballos blancos con un auriga turco, y una amante distinta según la ocasión, ya fuera en su mesa preferida del café de Procope, en los bailes de Montmartre o en su palco personal en el teatro de la ópera, y le contaba a todo el que se lo creyera que había perdido tres mil pesos en una mala noche de ruleta.

De regreso a Caracas permanecía aún más cerca de Rousseau que de su propio corazón, y seguía releyendo La Nueva Eloísa con una pasión vergonzante, en un ejemplar que se le desbarataba en las manos. Sin embargo, poco antes del atentado del 25 de septiembre, cuando ya había hecho honor cumplido y sobrado a su juramento romano, le interrumpió a Manuela Sáenz la décima relectura de Emilio, porque le pareció un libro abominable. «En ninguna parte me aburrí tanto como en París en el año de cuatro», le dijo esa vez. En cambio, mientras estaba allá había creído no sólo ser feliz, sino el más feliz de la tierra, sin haber teñido su destino con las aguas augúrales del cariaquito morado.

Veinticuatro años después, absorto en la magia del río, moribundo y en derrota, tal vez se preguntó si no tendría el valor de mandar al carajo las hojas de orégano y de salvia, y las naranjas amargas de los baños de distracción de José Palacios, y de seguir el consejo de Carreño de sumergirse hasta el fondo con sus ejércitos de pordioseros, su glorias inservibles, sus errores memorables, la patria entera, en un océano redentor de cariaquito morado.

Era una noche de vastos silencios, como en los estuarios colosales de los Llanos, cuya resonancia permitía escuchar conversaciones íntimas a varias leguas de distancia. Cristóbal Colón había vivido un instante como ése, y había escrito en su diario: «Toda la noche sentí pasar las aves». Pues la tierra estaba próxima al cabo de sesenta y nueve días de navegación. También el general las sintió. Empezaron a pasar como a las ocho, mientras Carreño dormía, y una hora después había tantas sobre su cabeza, que el viento de las alas era más fuerte que el viento. Poco después empezaron a pasar por debajo de los champanes unos peces inmensos extraviados entre las estrellas del fondo, y se sintieron las primeras ráfagas de la podredumbre del nordeste. No era necesario verla para reconocer la potencia inexorable que infundía en los corazones aquella rara sensación de libertad. «¡Dios de los pobres!», suspiró el general. «Estamos llegando». Y así era. Pues ahí estaba el mar, y del otro lado del mar estaba el mundo.