VI

La última noche de Honda abrieron la fiesta con el valse de la victoria, y él esperó en la hamaca a que lo repitieran. Pero en vista de que no lo repetían se levantó de golpe, se puso la misma ropa de montar que había usado en la excursión a las minas, y se presentó en el baile sin ser anunciado. Bailó casi tres horas, haciendo repetir la pieza cada vez que cambiaba de pareja, tratando quizás de reconstituir el esplendor de antaño con las cenizas de sus nostalgias. Lejos quedaban los años ilusorios en que todo el mundo caía rendido, y sólo él seguía bailando hasta el amanecer con la última pareja en el salón desierto. Pues el baile era para él una pasión tan dominante, que bailaba sin pareja cuando no la había, o bailaba solo la música que él mismo silbaba, y expresaba sus grandes júbilos subiéndose a bailar en la mesa del comedor. La última noche de Honda tenía ya las fuerzas tan disminuidas, que debía restablecerse en los intermedios aspirando los vapores del pañuelo embebido en agua de colonia, pero bailó con tanto entusiasmo y con una maestría tan juvenil, que sin habérselo propuesto desbarató las versiones de que estaba enfermo de muerte.

Poco después de la medianoche, cuando regresó a casa, le anunciaron que una mujer lo esperaba en la sala de visitas. Era elegante y altiva, y exhalaba una fragancia primaveral. Estaba vestida de terciopelo, con mangas hasta los puños y botas de montar del cordobán más delicado, y llevaba un sombrero de dama medieval con un velo de seda. El general le hizo una reverencia formal, intrigado por el modo y la hora de la visita. Sin decir una palabra, ella puso a la altura de sus ojos un relicario que colgaba de su cuello con una larga cadena, y él lo reconoció asombrado.

«¡Miranda Lyndsay!», dijo.

«Soy yo», dijo ella, «aunque ya no la misma».

La voz grave y cálida, como de violonchelo, perturbada apenas por un leve rastro de su inglés materno, debió avivar en él recuerdos irrepetibles. Hizo retirar con una señal de la mano al centinela de servicio que lo cuidaba desde la puerta, y se sentó frente a ella, tan cerca de ella que casi se tocaban las rodillas, y le tomó las manos.

Se habían conocido quince años antes en Kingston, donde él sobrellevaba su segundo exilio, durante un almuerzo casual en casa del comerciante inglés Maxwell Hyslop. Ella era la hija única de sir London Lyndsay, un diplomático inglés jubilado en un ingenio azucarero de Jamaica para escribir unas memorias en seis tomos que nadie leyó. A pesar de la belleza ineludible de Miranda, y del corazón fácil del joven proscrito, éste estaba entonces demasiado inmerso en sus sueños, y muy pendiente de otra para fijarse en nadie.

Ella había de recordarlo siempre como un hombre que parecía mucho mayor de sus treinta y dos años, óseo y pálido, con patillas y bigotes ásperos de mulato, y el cabello largo hasta los hombros. Estaba vestido a la inglesa, como los jóvenes de la aristocracia criolla, con corbata blanca y una casaca demasiado gruesa para el clima, y la gardenia de los románticos en el ojal. Vestido así, en una noche libertina de 1810, una puta galante lo había confundido con un pederasta griego en un burdel de Londres.

Lo más memorable de él, para bien o para mal, eran los ojos alucinados y el habla inagotable y agotadora con una voz crispada de pájaro de rapiña. Lo más extraño era que mantenía la vista baja y atrapaba la atención de sus comensales sin mirarlos de frente. Hablaba con la cadencia y la dicción de las islas Canarias, y con las formas cultas del dialecto de Madrid, alternado aquel día con un inglés primario pero comprensible, en honor de dos invitados que no entendían el castellano.

Durante el almuerzo no le prestó atención a nadie más que a sus propios fantasmas. Habló sin reposo, con un estilo docto y declamatorio, soltando sentencias proféticas todavía sin cocinar, muchas de las cuales estarían en una proclama épica publicada días después en un periódico de Kingston, y que la historia había de consagrar como La Carta de Jamaica. «No son los españoles, sino nuestra propia desunión lo que nos ha llevado de nuevo a la esclavitud», dijo. Hablando de la grandeza, los recursos y los talentos de América, repitió varias veces: «Somos un pequeño género humano». De regreso a casa, su padre le preguntó a Miranda cómo era el conspirador que tanto inquietaba a los agentes españoles de la isla, y ella lo redujo a una frase: «He feels he's Bonaparte».

Días después él recibió un mensaje insólito, con instrucciones minuciosas para que fuera a encontrarse con ella el sábado siguiente a las nueve de la noche, solo y de a pie, en un lugar deshabitado. Aquel desafío no ponía en riesgo sólo su vida, sino la suerte de las Américas, pues él era entonces la última reserva de una insurrección liquidada. Después de cinco años de una independencia azarosa, España acababa de reconquistar los territorios del virreinato de la Nueva Granada y la capitanía general de Venezuela, que no resistieron la embestida feroz del general Pablo Morillo, llamado El Pacificador. El mando supremo de los patriotas había sido eliminado con la fórmula simple de ahorcar a todo el que supiera leer y escribir.

De la generación de criollos ilustrados que sembraron la semilla de la independencia desde México hasta el Río de La Plata, él era el más convencido, el más tenaz, el más clarividente, y el que mejor conciliaba el ingenio de la política con la intuición de la guerra. Vivía en una casa alquilada de dos habitaciones, con sus ayudantes militares, con dos antiguos esclavos adolescentes que seguían sirviéndole después de ser manumitidos, y con José Palacios. Escaparse a pie para una cita incierta, de noche y sin escolta, era no sólo un riesgo inútil sino una insensatez histórica. Pero con todo lo que él apreciaba su vida y su causa, cualquier cosa le parecía menos tentadora que el enigma de una mujer hermosa.

Miranda lo esperó a caballo en el lugar previsto, también sola, y lo condujo en ancas por un sendero invisible. Había amenazas de lluvia con relámpagos y truenos remotos en el mar. Una partida de perros oscuros se enredaban en las patas del caballo, latiendo en las tinieblas, pero ella los mantenía a raya con los arrullos tiernos que iba murmurando en inglés. Pasaron muy cerca del ingenio azucarero donde sir London Lyndsay escribía los recuerdos que nadie más que él había de recordar, vadearon un arroyo de piedras y penetraron del otro lado en un bosque de pinos, al fondo del cual había una ermita abandonada. Allí desmontaron, y ella lo condujo de la mano a través del oratorio oscuro hasta la sacristía en ruinas, apenas alumbrada por una antorcha clavada en el muro, y sin más muebles que dos troncos esculpidos a golpes de hacha. Sólo entonces se vieron las caras. Él iba en mangas de camisa, y con el cabello amarrado en la nuca con una cinta como una cola de caballo, y Miranda lo encontró más juvenil y atractivo que en el almuerzo.

Él no tomó ninguna iniciativa, pues su método de seducción no obedecía a ninguna pauta, sino que cada caso era distinto, y sobre todo el primer paso. «En los preámbulos del amor ningún error es corregible», había dicho. En esa ocasión debió ir convencido de que todos los obstáculos estaban sorteados de antemano, puesto que la decisión había sido de ella.

Se equivocó. Además de su belleza, Miranda tenía una dignidad difícil de eludir, así que transcurrió un buen tiempo antes de que él comprendiera que también esa vez debía tomar la iniciativa. Ella lo había invitado a sentarse, y lo hicieron igual que habían de hacerlo en Honda quince años después, el uno enfrente del otro en los troncos tallados, y tan cerca que casi se tocaban las rodillas. Él la tomó de las manos, la atrajo hacia sí, y trató de besarla. Ella lo dejó acercarse hasta sentir el calor de su aliento, y apartó la cara.

«Todo se hará a su tiempo», dijo.

La misma frase puso término a las reiteradas tentativas que él emprendió después. A la medianoche, cuando la lluvia empezó a filtrarse por las troneras del techo, seguían sentados el uno frente al otro, cogidos de las manos, mientras él recitaba un poema suyo que por aquellos días estaba componiendo en la memoria. Eran octavas reales bien medidas y bien rimadas, en las cuales se mezclaban requiebros de amor y fanfarrias de guerra. Ella se conmovió, y citó tres nombres tratando de adivinar el del autor.

«Es de un militar», dijo él.

«¿Militar de guerra o militar de salón?», preguntó ella.

«De ambas cosas», dijo él. «El más grande y solitario que ha existido jamás».

Ella recordó lo que le había dicho a su padre después del almuerzo del señor Hyslop.

«Sólo puede ser Bonaparte», dijo.

«Casi», dijo el general, «pero la diferencia moral es enorme, porque el autor del poema no permitió que lo coronaran».

Con el paso de los años, a medida que le llegaran nuevas noticias suyas, ella había de preguntarse cada vez con más asombro si él había sido consciente de que aquella travesura de su ingenio era la prefiguración de su propia vida. Pero esa noche no lo sospechó siquiera, pendiente del compromiso casi imposible de retenerlo sin resentirlo, y sin capitular ante sus asaltos, más apremiantes a medida que se acercaba el alba. Llegó hasta permitirle algunos besos casuales, pero nada más.

«Todo se hará a su tiempo», le decía.

«A las tres de la tarde me voy para siempre en el paquete de Haití», dijo él.

Ella le desbarató la astucia con una risa encantadora.

«En primer término, el paquete no sale hasta el viernes», dijo. «Y además, el pastel que usted encargó ayer a la señora Turner tiene que llevarlo esta noche a su cena con la mujer que más me odia en este mundo».

La mujer que más la odiaba en este mundo se llamaba Julia Cobier, una dominicana hermosa y rica, también desterrada en Jamaica, en cuya casa, según decían, él se había quedado a dormir más de una vez. Esa noche iban a celebrar solos el cumpleaños de ella.

«Está usted mejor informada que mis espiones», dijo él.

«¿Y por qué no pensar más bien que soy una de sus espionas?», dijo ella.

Él no lo entendió hasta las seis de la mañana, cuando volvió a su casa y encontró a su amigo Félix Amestoy, muerto y desangrado en la hamaca donde él hubiera estado de no haber sido por la falsa cita de amor. Lo había vencido el sueño mientras esperaba que él volviera para darle un mensaje urgente, y uno de los sirvientes manumisos, pagado por los españoles, lo mató de once puñaladas creyendo que era él. Miranda había conocido los planes del atentado y no se le ocurrió nada más discreto para impedirlo. El intentó agradecérselo en persona, pero ella no respondió a sus recados. Antes de irse para Puerto Príncipe en una goleta corsaria, le mandó con José Palacios el precioso relicario que había heredado de su madre, acompañado de un billete con una sola línea sin firma:

«Estoy condenado a un destino de teatro».

Miranda no olvidó ni pudo entender jamás aquella frase hermética del joven guerrero que en los años siguientes volvió a su tierra con la ayuda del presidente de la república libre de Haití, el general Alexandre Pétion, cruzó los Andes con una montonera de llaneros descalzos, derrotó a las armas realistas en el puente de Boyacá, y liberó por segunda vez y para siempre a la Nueva Granada, luego a Venezuela, su tierra natal, y por fin a los abruptos territorios del sur hasta los límites con el imperio del Brasil. Ella siguió sus trazas, sobre todo por los relatos de viajeros que no se cansaban de contar sus hazañas. Resuelta la independencia de las antiguas colonias españolas, Miranda se casó con un agrimensor inglés que cambió de oficio y se radicó en la Nueva Granada para implantar en el valle de Honda las cepas de caña de azúcar de Jamaica. Allí estaba el día anterior, cuando oyó decir que su viejo conocido, el proscrito de Kingston, andaba a sólo tres leguas de su casa. Pero llegó a las minas cuando el general había emprendido ya el regreso a Honda, y tuvo que cabalgar media jornada más para alcanzarlo.

No lo hubiera reconocido en la calle sin las patillas ni el bigote juvenil y con el cabello blanco y escaso, y con aquel aspecto de desorden final que le causó la impresión sobrecogedora de estar hablando con un muerto. Miranda llevaba el propósito de quitarse el velo para hablar con él, una vez sorteado el riesgo de ser reconocida en la calle, pero se lo impidió el horror de que también él descubriera en su cara los estragos del tiempo. Apenas terminados los formalismos iniciales, ella fue directo a sus asuntos:

«Vengo a suplicarle un favor».

«Soy todo suyo», dijo él.

«El padre de mis cinco hijos cumple una larga condena por haber matado a un hombre», dijo ella.

«¿Con honor?»

«En duelo franco», dijo ella, y explicó en seguida: «Por celos».

«Infundados, por supuesto», dijo él.

«Fundados», dijo ella.

Pero ahora todo pertenecía al pasado, él incluso, y lo único que ella le pedía por caridad era que interpusiera su poder para ponerle término al cautiverio del esposo. Él no acertó a decir más que la verdad:

«Estoy enfermo y desvalido, como usted puede ver, pero no hay nada en este mundo que no sea capaz de hacer por usted».

Hizo entrar al capitán Ibarra para que tomara las notas del caso, y prometió cuanto estuviera al alcance de su poder menguado para conseguir el indulto. Esa misma noche intercambió ideas con el general Posada Gutiérrez, en reserva absoluta y sin dejar nada escrito, pero todo quedó pendiente hasta conocer la índole del nuevo gobierno. Acompañó a Miranda hasta el pórtico de la casa donde la esperaba una escolta de seis manumisos, y la despidió con un beso en la mano.

«Fue una noche feliz», dijo ella.

Él no resistió la tentación:

«¿Esta o aquélla?»

«Ambas», dijo ella.

Montó en un caballo de refresco, de buena estampa y enjaezado como el de un virrey, y se fue a todo galope sin volver a mirarlo. Él esperó en el portal hasta que dejó de verla en el fondo de la calle, pero seguía viéndola en sueños cuando José Palacios lo despertó al amanecer para emprender el viaje por el río.

Hacía siete años que él le había concedido un privilegio especial al comodoro alemán Juan B. Elbers, para que iniciara la navegación a vapor. Él mismo había ido en uno de sus buques desde Barranca Nueva hasta Puerto Real, camino de Ocaña, y había reconocido que era un modo de viajar cómodo y seguro. Sin embargo, el comodoro Elbers consideraba que el negocio no valía la pena si no estaba respaldado por un privilegio exclusivo, y el general Santander se lo concedió sin condiciones cuando estaba encargado de la presidencia. Dos años después, investido con poderes absolutos por el congreso nacional, el general desbarató el acuerdo con una de sus frases proféticas: «Si les dejamos el monopolio a los alemanes terminarán traspasándolo a los Estados Unidos». Más tarde declaró la total libertad de la navegación fluvial en todo el país. De modo que cuando quiso conseguir un buque de vapor para el caso de que decidiera viajar, se encontró con dilaciones y circunloquios que se parecían demasiado a la venganza, y a la hora de irse tuvo que conformarse con los champanes de siempre.

El puerto estaba lleno desde las cinco de la mañana con gentes de a caballo y de a pie, reclutadas a toda prisa por el gobernador en las veredas cercanas para fingir una despedida como las de otras épocas. Numerosas canoas merodeaban en el atracadero, cargadas de mujeres alegres que provocaban a gritos a los soldados de la guardia, y éstos les contestaban con piropos obscenos. El general llegó a las seis con la comitiva oficial. Había salido caminando de la casa del gobernador, muy despacio y con la boca tapada con un pañuelo embebido en agua de colonia.

Se anunciaba un día nublado. Las tiendas de la calle del comercio estaban abiertas desde el amanecer, y algunas despachaban casi a la intemperie entre los cascarones de las casas todavía destruidas por un terremoto de hacía veinte años. El general respondía con el pañuelo a quienes lo saludaban desde las ventanas, pero eran los menos, porque los más lo veían pasar en silencio, sorprendidos por su mal estado. Iba en mangas de camisa, con sus únicas botas Wellington y un sombrero de paja blanca. En el atrio de la iglesia el párroco se había subido en una silla para soltarle una arenga, pero el general Carreño se lo impidió. Él se acercó, y le estrechó la mano.

A la vuelta de la esquina le habría bastado con una mirada para darse cuenta de que no soportaría la pendiente, pero empezó a subirla agarrado del brazo del general Carreño, hasta que pareció evidente que no podía más. Entonces trataron de convencerlo de que usara una silla de mano que Posada Gutiérrez había preparado por si le hiciera falta.

«No, general, se lo suplico», dijo él, azorado. «Evíteme esta humillación».

Coronó la pendiente, más con la fuerza de la voluntad que con la del cuerpo, y aun le sobraron ánimos para descender sin ayuda hasta el atracadero. Allí se despidió con una frase amable de cada uno de los miembros de la comitiva oficial. Y lo hizo con una sonrisa fingida para que no se le notara que en aquel 15 de mayo de rosas ineluctables estaba emprendiendo el viaje de regreso a la nada. Al gobernador Posada Gutiérrez le dejó de recuerdo una medalla de oro con su perfil grabado, le agradeció sus bondades con una voz bastante fuerte para ser oída por todos, y lo abrazó con una emoción cierta. Luego apareció en la popa del champán despidiéndose con el sombrero, sin mirar a nadie entre los grupos que le mandaban adioses desde la ribera, sin ver el desorden de las canoas alrededor de los champanes ni los niños desnudos que nadaban como sábalos por debajo del agua. Siguió moviendo el sombrero hacia un mismo punto con una expresión ajena, hasta que ya no se vio más que el muñón de la torre de la iglesia por encima de las murallas desbaratadas. Entonces se metió en el cobertizo del champán, se sentó en la hamaca y estiró las piernas, para que José Palacios lo ayudara a quitarse las botas.

«A ver si ahora sí creen que nos fuimos», dijo.

La flota estaba compuesta por ocho champanes de distintos tamaños, y uno especial para él y su séquito, con un timonel en la popa y ocho bogas que lo impulsaban con palancas de guayacán. A diferencia de los champanes corrientes, que tenían en el centro un cobertizo de palma amarga para el cargamento, a éste le habían puesto un toldo de lienzo para que pudiera colgarse una hamaca en la sombra, lo habían forrado por dentro con zaraza y tapizado con esteras, y le habían abierto cuatro ventanas para aumentar la ventilación y la luz. Le pusieron una mesita para escribir o jugar barajas, un estante para los libros, y una tinaja con un filtro de piedra. El responsable de la flota, escogido entre los mejores del río, se llamaba Casildo Santos, y era un antiguo capitán del batallón Tiradores de la Guardia, con una voz de trueno y un parche de pirata en el ojo izquierdo, y una noción más bien intrépida de su mandato.

Mayo era el primero de los meses buenos para los buques del comodoro Elbers, pero los meses buenos no eran los mejores para los champanes. El calor mortal, las tempestades bíblicas, las corrientes traidoras, las amenazas de las fieras y las alimañas durante la noche, todo parecía confabulado contra el bienestar de los pasajeros. Un tormento adicional para alguien sensibilizado por la mala salud era la pestilencia de las pencas de carne salada y los bocachicos ahumados que colgaron por descuido en los aleros del champán presidencial, y que él ordenó quitar tan pronto como los percibió al embarcarse. Enterado así de que no podía resistir ni siquiera el olor de las cosas de comer, el capitán Santos hizo poner en el último lugar de la flota el champán de avituallamiento, en el que había corrales de gallinas y cerdos vivos. Sin embargo, desde el primer día de navegación, después de comerse con gran deleite dos platos seguidos de mazamorra de maíz tierno, quedó establecido que él no iba a comer nada distinto durante el viaje.

«Esto parece hecho con la mano mágica de Fernanda Séptima», dijo.

Así era. Su cocinera personal de los últimos años, la quiteña Fernanda Barriga, a quien él llamaba Fernanda Séptima cuando lo obligaba a comer algo que no quería, se encontraba a bordo sin que él lo supiera. Era una india plácida, gorda, dicharachera, cuya virtud mayor no era su buena sazón en la cocina sino su instinto para complacer al general en la mesa. Él había resuelto que se quedara en Santa Fe con Manuela Sáenz, quien la tenía incorporada a su servicio doméstico, pero el general Carreño la llamó de urgencia desde Guaduas, cuando José Palacios le anunció alarmado que el general no había hecho una comida completa desde la víspera del viaje. Había llegado a Honda en la madrugada, y la embarcaron a escondidas en el champán de la despensa a la espera de una ocasión propicia. Ésta se presentó más pronto de lo previsto por el placer que él experimentó con la mazamorra de maíz tierno, que era su plato más apetecido desde que su salud empezó a decaer.

El primer día de navegación pudo ser el último. Se hizo noche a las dos de la tarde, se encresparon las aguas, los truenos y los relámpagos estremecieron la tierra y los bogas parecieron incapaces de impedir que los botes se despedazaran contra los cantiles. El general observó desde el cobertizo la maniobra de salvación dirigida a gritos por el capitán Santos, cuyo genio naval no parecía suficiente para semejante disturbio. La observó primero con curiosidad y luego con una ansiedad indomable, y en el momento culminante del peligro se dio cuenta de que el capitán había impartido una orden equivocada. Entonces se dejó arrastrar por el instinto, se abrió paso entre el viento y la lluvia, y contrarió la orden del capitán al borde del abismo.

«¡Por ahí no!», gritó. «¡Por la derecha, por la derecha, carajos!»

Los bogas reaccionaron ante la voz descascarada pero todavía plena de una autoridad irresistible, y él se hizo cargo del mando sin darse cuenta, hasta que se superó la crisis. José Palacios se apresuró a echarle encima una manta. Wilson e Ibarra lo mantuvieron firme en su sitio. El capitán Santos se hizo a un lado, consciente una vez más de haber confundido babor con estribor, y esperó con humildad de soldado hasta que él lo buscó y lo encontró con una mirada trémula.

«Usted perdone, capitán», le dijo.

Pero no quedó en paz consigo mismo. Esa noche, en torno de las hogueras que encendieron en el playón donde arrimaron para dormir por primera vez, contó historias de emergencias navales inolvidables. Contó que su hermanó Juan Vicente, el padre de Fernando, murió ahogado en un naufragio cuando regresaba de comprar en Washington un cargamento de armas y municiones para la primera república. Contó que él había estado a punto de correr igual suerte cuando el caballo se le murió entre las piernas mientras atravesaba el Arauca crecido, y lo arrastró dando tumbos con la bota enredada en el estribo, hasta que su baquiano logró cortar las correas. Contó que en la ruta de Angostura, poco después de haber asegurado la independencia de la Nueva Granada, se encontró con un bote volteado en los rápidos del Orinoco, y vio a un oficial desconocido que nadaba hacia la orilla. Le dijeron que era el general Sucre. Él replicó indignado: «No existe ningún general Sucre». Era Antonio José de Sucre, en efecto, que había sido ascendido poco antes a general del ejército libertador, y con quien él mantuvo desde entonces una amistad entrañable.

«Yo sabía de ese encuentro», dijo el general Carreño, «pero sin el pormenor del naufragio».

«Puede que lo esté confundiendo con el primer naufragio que tuvo Sucre cuando escapó de Cartagena perseguido por Morillo, y permaneció a flote sabe Dios cómo casi veinticuatro horas», dijo él. Y agregó, un poco a la deriva: «Lo que intento es que el capitán-Santos entienda de algún modo mi impertinencia de esta tarde».

En la madrugada, cuando todos dormían, la selva íntegra se estremeció con una canción sin acompañamiento que sólo podía salir del alma. El general se sacudió en la hamaca. «Es Iturbide», murmuró José Palacios en la penumbra. Acababa de decirlo cuando una voz de mando brutal interrumpió la canción.

Agustín de Iturbide era el hijo mayor de un general mexicano de la guerra de independencia, que se proclamó emperador de su país y no alcanzó a serlo por más de un año. El general tenía un afecto distinto por él desde que lo vio por primera vez, en posición de firmes, trémulo y sin poder dominar el temblor de las manos por la impresión de encontrarse frente al ídolo de su infancia. Entonces tenía veintidós años. Aún no había cumplido diecisiete cuando su padre fue fusilado en un pueblo polvoriento y ardiente de la provincia mexicana, pocas horas después que regresó del exilio sin saber que había sido juzgado en ausencia y condenado a muerte por alta traición.

Tres cosas conmovieron al general desde los primeros días. Una fue que Agustín tenía el reloj de oro y piedras preciosas que su padre le había mandado desde el paredón de fusilamiento, y lo usaba colgado del cuello para que nadie dudara de que lo tenía a mucha honra. La otra era el candor con que le contó que su padre, vestido de pobre para no ser reconocido por la guardia del puerto, había sido delatado por la elegancia con que montaba a caballo. La tercera fue su modo de cantar.

El gobierno mexicano había puesto toda clase de obstáculos a su ingreso en el ejército de Colombia, convencido de que su preparación en las artes de la guerra formaba parte de una conjura monárquica, patrocinada por el general, para coronarlo emperador de México con el derecho pretendido de príncipe heredero. El general asumió el riesgo de un incidente diplomático grave, no sólo por admitir al joven Agustín con sus títulos militares, sino por hacerlo su edecán. Agustín fue digno de su confianza, aunque no tuvo ni un día feliz, y sólo su costumbre de cantar le permitió sobrevivir a la incertidumbre.

De modo que cuando alguien lo hizo callar en las selvas del Magdalena, el general se levantó de la hamaca envuelto en una manta, atravesó el campamento iluminado por las fogatas de la guardia, y fue a reunirse con él. Lo encontró sentado en la ribera viendo pasar el río.

«Siga cantando, capitán», le dijo.

Se sentó junto a él, y cuando conocía la letra de la canción lo acompañaba con su voz escasa. Nunca había oído cantar a nadie con tanto amor, ni recordaba a nadie tan triste que sin embargo convocara tanta felicidad en torno suyo. Con Fernando y Andrés, que habían sido condiscípulos en la escuela militar de Georgetown, Iturbide había hecho un trío que introdujo una brisa juvenil en el entorno del general, tan empobrecido por la aridez propia de los cuarteles.

Agustín y el general siguieron cantando hasta que el escándalo de los animales de la selva espantó a los caimanes dormidos en la orilla, y las entrañas de las aguas se revolvieron como en un cataclismo. El general permaneció todavía sentado en el suelo, aturdido por el terrible despertar de la naturaleza entera, hasta que apareció una franja anaranjada en el horizonte, y se hizo la luz. Entonces se apoyó en el hombro de Iturbide para levantarse.

«Gracias, capitán», le dijo. «Con diez hombres cantando como usted, salvábamos el mundo».

«Ay, general», suspiró Iturbide. «Qué no daría yo para que lo oyera mi madre».

El segundo día de navegación vieron haciendas bien cuidadas con praderas azules y caballos hermosos que corrían en libertad, pero luego empezó la selva y todo se volvió inmediato e igual. Desde antes habían empezado a dejar atrás unas balsas hechas de enormes troncos de árboles, que los taladores de la ribera llevaban a vender en Cartagena de Indias. Eran tan lentas que parecían inmóviles en la corriente, y familias enteras con niños y animales viajaban en ellas, apenas protegidas del sol con escuetos cobertizos de palma. En algunos recodos de la selva se notaban ya los primeros destrozos hechos por las tripulaciones de los buques de vapor para alimentar las calderas.

«Los peces tendrán que aprender a caminar sobre la tierra porque las aguas se acabarán», dijo él.

El calor se volvía intolerable durante el día, y el alboroto de los micos y los pájaros llegaba a ser enloquecedor, pero las noches eran sigilosas y frescas. Los caimanes permanecían inmóviles durante horas en los playones, con las fauces abiertas para cazar mariposas. Junto a los caseríos desiertos se veían las sementeras de maíz con perros en hueso vivo que ladraban al paso de las embarcaciones, y aun en despoblado había trampas para cazar tapires y redes de pescar secándose al sol, pero no se veía un ser humano.

Al cabo de tantos años de guerras, de gobiernos amargos, de amores insípidos, el ocio se sentía como un dolor. La poca vida con que el general amanecía se le iba meditando en la hamaca. Su correspondencia había quedado al día con la respuesta inmediata al presidente Caycedo, pero sobrellevaba el tiempo dictando cartas de distracción. En los primeros días, Fernando terminó de leerle las crónicas comadreras de Lima, y no logró que se concentrara en nada más.

Fue su último libro completo. Había sido un lector de una voracidad imperturbable, lo mismo en las treguas de las batallas que en los reposos del amor, pero sin orden ni método. Leía a toda hora, con la luz que hubiera, a veces paseándose bajo los árboles, a veces a caballo bajo los soles ecuatoriales, a veces en la penumbra de los coches trepidantes por los pavimentos de piedra, a veces meciéndose en la hamaca al mismo tiempo que dictaba una carta. Un librero de Lima se había sorprendido de la abundancia y variedad de las obras que seleccionó de un catálogo general en que había desde filósofos griegos hasta un tratado de quiromancia. En su juventud leyó a los románticos por influencia de su maestro Simón Rodríguez, y siguió devorándolos como si se leyera a sí mismo con su temperamento idealista y exaltado. Fueron lecturas pasionales que lo marcaron por el resto de la vida. Al final había leído todo lo que cayó en sus manos, y no tuvo un autor favorito, sino muchos que lo fueron en sus distintas épocas. Los estantes de las casas diversas donde vivió estuvieron siempre a reventar, y los dormitorios y corredores terminaron convertidos en desfiladeros de libros amontonados, y montañas de documentos errantes que proliferaban a su paso y lo perseguían sin misericordia buscando la paz de los archivos. Nunca alcanzó a leer tantos como tenía. Cuando cambiaba de ciudad los dejaba al cuidado de los amigos de más confianza, aunque nunca volviera a saber de ellos, y la vida de guerra lo obligó a dejar un rastro" de más de cuatrocientas leguas de libros y papeles desde Bolivia hasta Venezuela.

Antes que empezara a perder la vista se hacía leer de sus amanuenses, y terminó por no leer de otra manera por el fastidio que le causaban las antiparras. Pero su interés por lo que leía fue disminuyendo al mismo tiempo, y lo atribuyó, como siempre, a una causa ajena a su dominio.

«Lo que pasa es que cada vez hay menos libros buenos», decía.

José Palacios era el único que no daba muestras de tedio en el sopor del viaje, y el calor y la incomodidad no afectaban en nada sus buenas maneras y su buen vestir, ni desesmeraban su servicio. Era seis años menor que el general, en cuya casa había nacido esclavo por un mal paso de una africana con un español, y de éste había heredado el cabello de zanahoria, las pecas en la cara y en las manos, y los ojos zarcos. Contra su sobriedad natural, tenía el guardarropa más surtido y costoso del séquito. Había hecho toda su vida con el general, sus dos destierros, sus campañas completas y todas sus batallas en primera línea, siempre de civil, pues nunca admitió el derecho de vestir la ropa militar.

Lo peor del viaje era la inmovilidad forzosa. Una tarde, el general estaba tan desesperado de dar vueltas en el espacio estrecho del toldo de lona, que hizo parar el bote para caminar. En el lodo endurecido vieron unas huellas que parecían de un pájaro tan grande como un avestruz y por lo menos tan pesado como un buey, pero a los bogas les pareció normal, pues decían que por aquel paraje desolado merodeaban unos hombres con la corpulencia de una ceiba, y con crestas y patas de gallo. Él se burló de la leyenda, como se burlaba de todo lo que tuviera algún viso sobrenatural, pero se demoró en el paseo más de lo previsto, y al final tuvieron que acampar allí, contra el criterio del capitán y aun de sus ayudantes militares, que consideraban el lugar peligroso y malsano. Pasó la noche en vela, torturado por el calor y por las ráfagas de zancudos que parecían traspasar la tela del mosquitero sofocante, y pendiente del rugido sobrecogedor del puma, que los mantuvo toda la noche en estado de alerta. Hacia las dos de la madrugada se fue a conversar con los grupos que velaban en torno de las fogatas. Sólo al amanecer, mientras contemplaba las vastas ciénagas doradas por los primeros soles, renunció a la ilusión que lo había desvelado.

«Bueno», dijo, «tendremos que irnos sin conocer a los amigos de las patas de gallo».

En el momento en que zarpaban, saltó dentro del champán un perro zungo, sarnoso y escuálido, y con una pata petrificada. Los dos perros del general lo asaltaron, pero el inválido se defendió con una ferocidad suicida, y no se rindió ni siquiera bañado en sangre y con el cuello destrozado. El general dio orden de conservarlo, y José Palacios se hizo cargo de él, como había hecho tantas veces con tantos perros de la calle.

En la misma jornada recogieron a un alemán que había sido abandonado en una isla de arena por maltratar a palos a uno de sus bogas. Desde que subió a bordo se presentó como astrónomo y botánico, pero en la conversación quedó claro que no sabía nada de lo uno ni de lo otro. En cambio había visto con sus ojos a los hombres con patas de gallo, y estaba resuelto a capturar uno vivo para exhibirlo por Europa en una jaula, como un fenómeno sólo comparable a la mujer araña de las Américas que tanto revuelo había causado un siglo atrás en los puertos de Andalucía.

«Lléveme a mí», le dijo el general, «le aseguro que ganará más dinero mostrándome en una jaula como al más grande majadero de la historia».

Desde el principio le había parecido un farsante simpático, pero cambió cuando el tudesco empezó a contar chistes indecentes sobre la pederastia vergonzante del barón Alexander von Humboldt. «Debimos dejarlo otra vez en el playón», le dijo a José Palacios. Por la tarde se encontraron con la canoa del correo, que iba de subida, y el general recurrió a sus artes de seducción para que el agente abriera las sacas de la correspondencia oficial y le entregara sus cartas. Por último le pidió el favor de que llevara al alemán hasta el puerto de Nare, y el agente aceptó, a pesar de que la canoa estaba sobrecargada. Esa noche, mientras Fernando le leía las cartas, el general rezongó:

«Ya quisiera ese coño de madre ser una hebra del cabello de Humboldt».

Había estado pensando en el barón desde antes de que recogieran al alemán, pues no lograba imaginarse cómo había sobrevivido en aquella naturaleza indómita. Lo había conocido en sus años de París, cuando Humboldt regresaba de su viaje por los países equinocciales, y tanto como su inteligencia y su sabiduría lo sorprendió el esplendor de su belleza, como no había visto otra igual en una mujer. En cambio, lo que menos lo convenció de él fue su certidumbre de que las colonias españolas de América estaban maduras para la independencia. Lo había dicho así, sin un temblor en la voz, cuando a él no se le había ocurrido ni siquiera como una fantasía dominical.

«Lo único que falta es el hombre», le dijo Humboldt.

El general se lo contó a José Palacios muchos años después, en el Cuzco, viéndose quizás a sí mismo por encima del mundo, cuando la historia acababa de demostrar que el hombre era él. No se lo repitió a nadie, pero cada vez que se hablaba del barón, lo aprovechaba para rendirle un tributo a su clarividencia:

«Humboldt me abrió los ojos».

Era la cuarta vez que viajaba por el Magdalena y no pudo eludir la impresión de estar recogiendo los pasos de su vida. Lo había surcado la primera vez en 1813, siendo un coronel de milicias derrotado en su país, que llegó a Cartagena de Indias desde su exilio de Curazao buscando recursos para continuar la guerra. La Nueva Granada estaba repartida en fracciones autónomas, la causa de la independencia perdía aliento popular frente a la represión feroz de los españoles, y la victoria final parecía cada vez menos cierta. En el tercer viaje, a bordo del bote de vapor, como él lo llamaba, la obra de emancipación estaba ya concluida, pero su sueño casi maniático de la integración continental empezaba a desbaratarse en pedazos. En aquél, su último viaje, el sueño estaba ya liquidado, pero sobrevivía resumido en una sola frase que él repetía sin cansancio: «Nuestros enemigos tendrán todas las ventajas mientras no unifiquemos el gobierno de América».

De los tantos recuerdos compartidos con José Palacios, uno de los más emocionantes era el del primer viaje, cuando hicieron la guerra de liberación del río. Al frente de doscientos hombres armados de cualquier modo, y en unos veinte días, no dejaron en la cuenca del Magdalena ni un español monárquico. De cuánto habían cambiado las cosas se dio cuenta el mismo José Palacios al cuarto día de viaje, cuando empezaron a ver en las orillas de los pueblos las filas de mujeres que esperaban el paso de los champanes. «Ahí están las viudas», dijo. El general se asomó y las vio, vestidas de negro, alineadas en la orilla como cuervos pensativos bajo el sol abrasante, esperando aunque fuera un saludo de caridad. El general Diego Ibarra, hermano de Andrés, solía decir que el general no tuvo nunca un hijo, pero que en cambio era el padre y la madre de todas las viudas de la nación.' Lo seguían por todas partes, y él las mantenía vivas con palabras entrañables que eran verdaderas proclamas de consuelo. Sin embargo, su pensamiento estaba más en él mismo que en ellas cuando vio las filas de mujeres fúnebres en los pueblos del río.

«Ahora las viudas somos nosotros», dijo. «Somos los huérfanos, los lisiados, los parias de la independencia».

No se detuvieron en ningún poblado antes de Mompox, salvo en Puerto Real, que era la salida de Ocaña al río Magdalena. Allí encontraron al general venezolano José Laurencio Silva, que había cumplido la misión de acompañar a los granaderos rebeldes hasta la frontera de su país, e iba a incorporarse al séquito.

El general permaneció a bordo hasta la noche, cuando desembarcó para dormir en un campamento improvisado. Mientras tanto, recibió en el champán las filas de viudas, los disminuidos, los desamparados de todas las guerras que querían verlo. El los recordaba a casi todos con una nitidez asombrosa. Los que permanecían allí agonizaban de miseria, otros se habían ido en busca de nuevas guerras para sobrevivir, o andaban de salteadores de caminos, como incontables licenciados del ejército libertador en todo el territorio nacional. Uno de ellos resumió en una frase el sentimiento de todos: «Ya tenemos la independencia, general, ahora díganos qué hacemos con ella». En la euforia del triunfo él los había enseñado a hablarle así, con la verdad en la boca. Pero ahora la verdad había cambiado de dueño.

«La independencia era una simple cuestión de ganar la guerra», les decía él. «Los grandes sacrificios vendrían después, para hacer de estos pueblos una sola patria».

«Sacrificios es lo único que hemos hecho, general», decían ellos.

El no cedía un punto:

«Faltan más», decía. «La unidad no tiene precio».

Esa noche, mientras deambulaba por el galpón donde le colgaron la hamaca para dormir, había visto una mujer que se volvió a mirarlo al pasar, y él se sorprendió de que ella no se sorprendiera de su desnudez. Oyó hasta las palabras de la canción que iba murmurando: «Dime que nunca es tarde para morir de amor». El celador de la casa estaba despierto en el cobertizo del pórtico.

«¿Hay alguna mujer aquí?», le preguntó el general.

El hombre estaba seguro.

«Digna de Su Excelencia, ninguna», dijo.

«¿E indigna de mi excelencia?»

«Tampoco», dijo el celador. «No hay ninguna mujer a menos de una legua».

El general estaba tan seguro de haberla visto, que la buscó por toda la casa hasta muy tarde. Insistió en que lo averiguaran sus edecanes, y al día siguiente demoró la salida más de una hora hasta que lo venció la misma respuesta: no había nadie. No se habló más de eso. Pero en el resto del viaje, cada vez que lo recordaba, volvía a insistir. José Palacios había de sobrevivirlo muchos años, y habría de sobrarle tanto tiempo para repasar su vida con él, que ni el detalle más insignificante quedaría en la sombra. Lo único que nunca aclaró fue si la visión de aquella noche de Puerto Real había sido un sueño, un delirio o una aparición.

Nadie volvió a acordarse del perro que habían recogido en la vereda, y que andaba por ahí, restableciéndose de sus mataduras, hasta que el ordenanza encargado de la comida cayó en la cuenta de que no tenía nombre. Lo habían bañado con ácido fénico, lo perfumaron con polvos de recién nacido, pero ni aun así consiguieron aliviarle la catadura perdularia y la peste de la sarna. El general estaba tomando el fresco en la proa cuando José Palacios se lo llevó a rastras.

«¿Qué nombre le ponemos?», le preguntó.

El general no lo pensó siquiera.

«Bolívar», dijo.