A la hora de las cuentas finales él mismo parecía ser el más sorprendido de su propio descrédito. El gobierno había apostado guardias invisibles aun en los lugares de menor peligro, y esto impidió que le salieran al paso las gavillas coléricas que lo habían ejecutado en efigie la tarde anterior, pero en todo el trayecto se oyó un mismo grito distante: «¡Longaniiiizo!». La única alma que se apiadó de él fue una mujer de la calle que le dijo al pasar:
«Ve con Dios, fantasma».
Nadie dio muestras de haberla oído. El general se sumergió en una cavilación sombría, y siguió cabalgando, ajeno al mundo, hasta que salieron a la sabana espléndida. En el sitio de Cuatro Esquinas, donde empezaba el camino empedrado, Manuela Sáenz esperó el paso de la comitiva, sola y a caballo, y le hizo al general desde lejos un último adiós con la mano. Él le correspondió de igual modo, y prosiguió la marcha. Nunca más se vieron.
La llovizna cesó poco después, el cielo se tornó de un azul radiante, y dos volcanes nevados permanecieron inmóviles en el horizonte por el resto de la jornada. Pero esta vez él no dio muestras de su pasión por la naturaleza, ni se fijó en los pueblos que atravesaban a trote sostenido, ni en los adioses que les hacían al pasar sin reconocerlos. Con todo, lo que más insólito pareció a sus acompañantes fue que no tuviera ni una mirada de ternura para las caballadas magníficas de los muchos criaderos de la sabana, que según había dicho tantas veces era la visión que más amaba en el mundo.
En la población de Facatativá, donde durmieron la primera noche, el general se despidió de los acompañantes espontáneos y prosiguió el viaje con su séquito. Eran cinco, además de José Palacios: el general José María Carreño, con el brazo derecho cercenado por una herida de guerra; su edecán irlandés, el coronel Belford Hinton Wilson, hijo de sir Robert Wilson, un general veterano de casi todas las guerras de Europa; Fernando, su sobrino, edecán y escribano con el grado de teniente, hijo de su hermano mayor, muerto en un naufragio durante la primera república; su pariente y edecán, el capitán Andrés Ibarra, con el brazo derecho baldado por un corte de sable que sufrió dos años antes en el asalto del 25 de septiembre, y el coronel José de la Cruz Paredes, probado en numerosas campañas de la independencia. La guardia de honor estaba compuesta por cien húsares y granaderos escogidos entre los mejores del contingente venezolano.
José Palacios tenía un cuidado especial con dos perros que habían sido tomados como botín de guerra en el Alto Perú. Eran hermosos y valientes, y habían sido guardianes nocturnos de la casa de gobierno de Santa Fe hasta que dos de sus compañeros fueron muertos a cuchillo la noche del atentado. En los interminables viajes de Lima a Quito, de Quito a Santa Fe, de Santa Fe a Caracas, y otra vez de vuelta a Quito y Guayaquil, los dos perros habían cuidado la carga caminando al paso de la recua. En el último viaje de Santa Fe a Cartagena hicieron lo mismo, a pesar de que esa vez la carga no era tanta, y estaba custodiada por la tropa.
El general había amanecido de mal humor en Facatativá, pero fue mejorando a medida que descendían de la planicie por un sendero de colinas ondulantes, y el clima se atemperaba y la luz se hacía menos tersa. En varias ocasiones lo invitaron a descansar, preocupados por el estado de su cuerpo, pero él prefirió seguir sin almorzar hasta la tierra caliente. Decía que el paso del caballo era propicio para pensar, y viajaba durante días y noches cambiando varias veces de montura para no reventarla. Tenía las piernas cascorvas de los jinetes viejos y el modo de andar de los que duermen con las espuelas puestas, y se le había formado alrededor del sieso un callo escabroso como una penca de barbero, que le mereció el apodo honorable de Culo de Fierro. Desde que empezaron las guerras de independencia había cabalgado dieciocho mil leguas: más de dos veces la vuelta al mundo. Nadie desmintió nunca la leyenda de que dormía cabalgando.
Pasado el mediodía, cuando ya empezaban a sentir el vaho caliente que subía de las cañadas, se concedieron una pausa para reposar en el claustro de una misión. Los atendió la superiora en persona, y un grupo de novicias indígenas les repartió mazapanes recién sacados del horno y un masato de maíz granuloso y a punto de fermentar. Al ver la avanzada de soldados sudorosos y vestidos sin ningún orden, la superiora debió pensar que el coronel Wilson era el oficial de mayor graduación, tal vez porque era apuesto y rubio y tenía el uniforme mejor guarnecido, y se ocupó sólo de él con una deferencia muy femenina que provocó comentarios malignos.
José Palacios no desaprovechó el equívoco para que su señor descansara a la sombra de las ceibas del claustro, envuelto en una manta de lana para sudar la fiebre. Así permaneció sin comer y sin dormir, oyendo entre brumas las canciones de amor del repertorio criollo que las novicias cantaron acompañadas con un arpa por una monja mayor. Al final, una de ellas recorrió el claustro con un sombrero pidiendo limosnas para la misión. La monja del arpa le dijo al pasar: «No le pidas al enfermo». Pero la novicia no le hizo caso. El general, sin mirarla siquiera, le dijo con una sonrisa amarga: «Para limosnas estoy yo, hija». Wilson dio una de su faltriquera personal, con una prodigalidad que mereció la burla cordial de su jefe: «Ya ve lo que cuesta la gloria, coronel». El mismo Wilson manifestó más tarde su sorpresa de que nadie en la misión ni en el resto del camino hubiera reconocido al hombre más conocido de las repúblicas nuevas. También para éste, sin duda, fue una lección extraña.
«Ya no soy yo», dijo.
La segunda noche la pasaron en una antigua factoría de tabaco convertida en albergue de caminantes, cerca de la población de Guaduas, donde se quedaron esperándolos para un acto de desagravio que él no quiso sufrir. La casa era inmensa y tenebrosa, y el paraje mismo causaba una rara congoja, por la vegetación brutal y el río de aguas negras y escarpadas que se desbarrancaban hasta los platanales de las tierras calientes con un estruendo de demolición. El general lo conocía, y desde la primera vez que pasó por allí había dicho: «Si yo tuviera que hacerle a alguien una emboscada matrera, escogería este lugar». Lo había evitado en otras ocasiones, sólo porque le recordaba a Berruecos, un paso siniestro en el camino de Quito que aun los viajeros más temerarios preferían eludir. En una ocasión había acampado dos leguas antes contra el criterio de todos, porque no se creía capaz de soportar tanta tristeza. Pero esta vez, a pesar del cansancio y la fiebre, le pareció de todos modos más soportable que el ágape de condolencias con que estaban esperándolo sus azarosos amigos de Guaduas.
Al verlo llegar en condiciones tan penosas, el dueño del hostal le había sugerido llamar a un indio de una vereda cercana que curaba con sólo oler una camisa sudada por el enfermo, a cualquier distancia y aunque no lo hubiera visto nunca. Él se burló de su credulidad, y prohibió que alguno de los suyos intentara cualquier clase de tratos con el indio taumaturgo. Si no creía en los médicos, de los cuales decía que eran unos traficantes del dolor ajeno, menos podía esperarse que confiara su suerte a un espiritista de vereda. Al final, como una afirmación más de su desdén por la ciencia médica, despreció el buen dormitorio que le habían preparado por ser el más conveniente para su estado, y se hizo colgar la hamaca en la amplia galería descubierta que daba sobre la cañada, donde pasaría la noche expuesto a los riesgos del sereno.
No había tomado en todo el día nada más que la infusión del amanecer, pero no se sentó a la mesa sino por cortesía con sus oficiales. Aunque se conformaba mejor que nadie a los rigores de la vida en campaña, y era poco menos que un asceta del comer y el beber, gustaba y conocía de las artes de la cava y la cocina como un europeo refinado, y desde su primer viaje había aprendido de los franceses la costumbre de hablar de comida mientras comía. Aquella noche sólo se bebió media copa de vino tinto y probó por curiosidad el guiso de venado, para comprobar si era cierto lo que decía el dueño y confirmaron sus oficiales: que la carne fosforescente tenía un sabor de jazmín. No dijo más de dos frases en la cena, ni las dijo con más aliento que las muy pocas que había dicho en el curso del viaje, pero todos apreciaron su esfuerzo por endulzar con una cucharadita de buenas maneras el vinagre de sus desgracias públicas y su mala salud. No había vuelto a decir una palabra de política ni había evocado ninguno de los incidentes del sábado, un hombre que no lograba superar el reconcomio de la inquina muchos años después del agravio.
Antes que acabaran de comer pidió permiso para levantarse, se puso el camisón y el gorro de dormir tiritando de fiebre, y se derrumbó en la hamaca. La noche era fresca, y una enorme luna anaranjada empezaba a alzarse entre los cerros, pero él no tenía humor para verla. Los soldados de la escolta, a pocos pasos de la galería, rompieron a cantar a coro canciones populares de moda. Por una vieja orden suya acampaban siempre cerca de su dormitorio, como las legiones de Julio César, para que él conociera sus pensamientos y sus estados de ánimo por sus conversaciones nocturnas. Sus caminatas de insomne lo habían llevado muchas veces hasta los dormitorios de campaña, y no pocas había visto el amanecer cantando con los soldados canciones de cuartel con estrofas de alabanza o de burla improvisadas al calor de la fiesta. Pero aquella noche no pudo soportar los cantos y ordenó que los hicieran callar. El estropicio eterno del río entre las rocas, magnificado por la fiebre, se incorporó al delirio.
«¡La pinga!», gritó. «Si al menos pudiéramos pararlo un minuto».
Pero no: ya no podía parar el curso de los ríos. José Palacios quiso calmarlo con uno de los tantos paliativos que llevaban en el botiquín, pero él lo rechazó. Esa fue la primera vez en que le oyó decir su frase recurrente: «Acabo de renunciar al poder por un vomitivo mal recetado, y no estoy dispuesto a renunciar también a la vida». Años antes había dicho lo mismo, cuando otro médico le curó unas fiebres tercianas con un brebaje arsenical que estuvo a punto de matarlo de disentería. Desde entonces, las únicas medicinas que aceptó fueron las píldoras purgantes que tomaba sin reticencias varias veces por semana para su estreñimiento obstinado, y una lavativa de sen para los retrasos más críticos.
Poco después de la medianoche, agotado por el delirio ajeno, José Palacios se tendió en los ladrillos pelados del piso y se quedó dormido. Cuando despertó, el general no estaba en la hamaca, y había dejado en el suelo la camisa de dormir ensopada en sudor. No era raro. Tenía la costumbre de abandonar el lecho, y deambular desnudo hasta el amanecer para entretener el insomnio cuando no había nadie más en la casa. Pero esa noche había razones de más para temer por su suerte, pues acababa de vivir un mal día, y el tiempo fresco y húmedo no era el mejor para pasear a la intemperie. José Palacios lo buscó con una manta en la casa iluminada por el verde lunar, y lo encontró acostado en un poyo del corredor, como una estatua yacente sobre un túmulo funerario. El general se volvió con una mirada lúcida en la que no quedaba ni un vestigio de fiebre.
«Es otra vez como la noche de San Juan de Payara», dijo. «Sin Reina María Luisa, por desgracia».
José Palacios conocía de sobra aquella evocación. Se refería a una noche de enero de 1820, en una localidad venezolana perdida en los llanos altos del Apure, adonde había llegado con dos mil hombres de tropa. Había liberado ya del dominio español dieciocho provincias. Con los antiguos territorios del virreinato de la Nueva Granada, la capitanía general de Venezuela y la presidencia de Quito, había creado la república de Colombia, y era a la sazón su primer presidente y general en jefe de sus ejércitos. Su ilusión final era extender la guerra hacia el sur, para hacer cierto el sueño fantástico de crear la nación más grande del mundo: un solo país libre y único desde México hasta el Cabo de Hornos.
Sin embargo, su situación militar de aquella noche no era la más propicia para soñar. Una peste súbita que fulminaba a las bestias en plena marcha había dejado en el Llano un reguero pestilente de catorce leguas de caballos muertos. Muchos oficiales desmoralizados se consolaban con la rapiña y se complacían en la desobediencia, y algunos se burlaban incluso de la amenaza que él había hecho de fusilar a los culpables. Dos mil soldados harapientos y descalzos, sin armas, sin comida, sin mantas para desafiar los páramos, cansados de guerras y muchos de ellos enfermos, habían empezado a desertar en desbandada. A falta de una solución racional, él había dado la orden de premiar con diez pesos a las patrullas que prendieran y entregaran a un compañero desertor, y de fusilar a éste sin averiguar sus razones.
La vida le había dado ya motivos bastantes para saber que ninguna derrota era la última. Apenas dos años antes, perdido con sus tropas muy cerca de allí, en las selvas del Orinoco, había tenido que ordenar que se comieran a los caballos, por temor de que los soldados se comieran unos a otros. En esa época, según el testimonio de un oficial de la Legión Británica, tenía la catadura estrafalaria de un guerrillero de la legua. Llevaba un casco de dragón ruso, alpargatas de arriero, una casaca azul con alamares rojos y botones dorados, y una banderola negra de corsario izada en una lanza llanera, con la calavera y las tibias cruzadas sobre una divisa en letras de sangre: «Libertad o muerte».
La noche de San Juan de Payara su atuendo era menos vagabundo, pero su situación no era mejor. Y no sólo reflejaba entonces el estado momentáneo de sus tropas, sino el drama entero del ejército libertador, que muchas veces resurgía engrandecido de las peores derrotas y, sin embargo, estaba a punto de sucumbir bajo el peso de sus tantas victorias. En cambio, el general español don Pablo Morillo, con toda clase de recursos para someter a los patriotas y restaurar el orden colonial, dominaba todavía amplios sectores del occidente de Venezuela y se había hecho fuerte en las montañas.
Ante ese estado del mundo, el general pastoreaba el insomnio caminando desnudo por los cuartos desiertos del viejo caserón de hacienda transfigurado por el esplendor lunar. La mayoría de los caballos muertos el día anterior habían sido incinerados lejos de la casa, pero el olor de la podredumbre seguía siendo insoportable. Las tropas no habían vuelto a cantar después de las jornadas mortales de la última semana y él mismo no se sentía capaz de impedir que los centinelas se durmieran de hambre. De pronto, al final de una galería abierta a los vastos llanos azules, vio a Reina María Luisa sentada en el sardinel. Una bella mulata en la flor de la edad, con un perfil de ídolo, envuelta hasta los pies en un pañolón de flores bordadas y fumando un cigarro de una cuarta. Se asustó al verlo, y extendió hacia él la cruz del índice y el pulgar.
«De parte de Dios o del diablo», dijo, «¡qué quieres!»
«A ti», dijo él.
Sonrió, y ella había de recordar el fulgor de sus dientes a la luz de la luna. La abrazó con toda su fuerza, manteniéndola impedida para moverse mientras la picoteaba con besos tiernos en la frente, en los ojos, en las mejillas, en el cuello, hasta que logró amansarla. Entonces le quitó el pañolón y se le cortó el aliento. También ella estaba desnuda, pues la abuela que dormía en el mismo cuarto le quitaba la ropa para que no se levantara a fumar, sin saber que por la madrugada se escapaba envuelta con el pañolón. El general se la llevó en vilo a la hamaca, sin darle tregua con sus besos balsámicos, y ella no se le entregó por deseo ni por amor, sino por miedo. Era virgen. Sólo cuando recobró el dominio del corazón, dijo:
«Soy esclava, señor».
«Ya no», dijo él. «El amor te ha hecho libre».
Por la mañana se la compró al dueño de la hacienda con cien pesos de sus arcas empobrecidas, y la liberó sin condiciones. Antes de partir no resistió la tentación de plantearle un dilema público. Estaba en el traspatio de la casa, con un grupo de oficiales montados de cualquier modo en bestias de servicio, únicas sobrevivientes de la mortandad. Otro cuerpo de tropa estaba reunido para despedirlos, al mando del general de división José Antonio Páez, quien había llegado la noche anterior.
El general se despidió con una arenga breve, en la cual suavizó el dramatismo de la situación, y se disponía a partir cuando vio a Reina María Luisa en su estado reciente de mujer libre y bien servida. Estaba acabada de bañar, bella y radiante bajo el cielo del Llano, toda de blanco almidonado con las enaguas de encajes y la blusa exigua de las esclavas. Él le preguntó de buen talante:
«¿Te quedas o te vas con nosotros?»
Ella le contestó con una risa encantadora:
«Me quedo, señor».
La respuesta fue celebrada con una carcajada unánime. Entonces el dueño de la casa, que era un español convertido desde la primera hora a la causa de la independencia, y viejo conocido suyo, además, le aventó muerto de risa la bolsita de cuero con los cien pesos. El la atrapó en el aire.
«Guárdelos para la causa, Excelencia», le dijo el dueño. «De todos modos, la moza se queda libre».
El general José Antonio Páez, cuya expresión de fauno iba de acuerdo con su camisa de parches de colores, soltó una carcajada expansiva.
«Ya ve, general», dijo. «Eso nos pasa por meternos a libertadores».
Él aprobó lo dicho, y se despidió de todos con un amplio círculo de la mano. Por último le hizo a Reina María Luisa un adiós de buen perdedor, y jamás volvió a saber de ella. Hasta donde José Palacios recordaba, no transcurría un año de lunas llenas antes de que él le dijera que había vuelto a vivir aquella noche, sin la aparición prodigiosa de Reina María Luisa, por desgracia. Y siempre fue una noche de derrota.
A las cinco, cuando José Palacios le llevó la primera tisana, lo encontró reposando con los ojos abiertos. Pero trató de levantarse con tal ímpetu que estuvo a punto de irse de bruces, y sufrió un fuerte acceso de tos. Permaneció sentado en la hamaca, sosteniéndose la cabeza con las dos manos mientras tosía, hasta que pasó la crisis. Entonces empezó a tomarse la infusión humeante, y el humor se le mejoró desde el primer sorbo.
«Toda la noche estuve soñando con Casandro», dijo.
Era el nombre con que llamaba en secreto al general granadino Francisco de Paula Santander, su grande amigo de otro tiempo y su más grande contradictor de todos los tiempos, jefe de su estado mayor desde los principios de la guerra, y presidente encargado de Colombia durante las duras campañas de liberación de Quito y el Perú y la fundación de Bolivia. Más por las urgencias históricas que por vocación, era un militar eficaz y valiente, con una rara afición por la crueldad, pero fueron sus virtudes civiles y su excelente formación académica las que sustentaron su gloria. Fue sin duda el segundo hombre de la independencia y el primero en el ordenamiento jurídico de la república, a la que impuso para siempre el sello de su espíritu formalista y conservador.
Una de las tantas veces en que el general pensó renunciar, le había dicho a Santander que se iba tranquilo de la presidencia, porque «lo dejo a usted, que es otro yo, y quizás mejor que yo». En ningún hombre, por la razón o por la fuerza de los hechos, había depositado tanta confianza. Fue él quien lo distinguió con el título de El Hombre de las Leyes. Sin embargo, aquel que lo había merecido todo estaba desde hacía dos años desterrado en París por su complicidad nunca probada en una conjura para matarlo.
Así había sido. El miércoles 25 de septiembre de 1828, al hilo de la medianoche, doce civiles y veintiséis militares forzaron el portón de la casa de gobierno de Santa Fe, degollaron a dos de los sabuesos del presidente, hirieron a varios centinelas, le hicieron una grave herida de sable en un brazo al capitán Andrés Ibarra, mataron de un tiro al coronel escocés William Fergusson, miembro de la Legión Británica y edecán del presidente, de quien éste había dicho que era valiente como un César, y subieron hasta el dormitorio presidencial gritando vivas a la libertad y mueras al tirano.
Los facciosos habían de justificar el atentado por las facultades extraordinarias de claro espíritu dictatorial que el general había asumido tres meses antes, para contrarrestar la victoria de los santanderistas en la Convención de Ocaña. La vicepresidencia de la república, que Santander había ejercido durante siete años, fue suprimida. Santander se lo informó a un amigo con una frase típica de su estilo personal: «He tenido el placer de quedar sumido bajo las ruinas de la constitución de 1821». Tenía entonces treinta y seis años. Había sido nombrado ministro plenipotenciario en Washington, pero aplazó el viaje varias veces, tal vez esperando el triunfo de la conspiración.
El general y Manuela Sáenz iniciaban apenas una noche de reconciliación. Habían pasado el fin de semana en la población de Soacha, a dos leguas y media de allí, y habían vuelto el lunes en coches separados después de una disputa de amor más virulenta que las habituales, porque él era sordo a los avisos de una confabulación para matarlo, de la que todo el mundo hablaba y en la que sólo él no creía. Ella había resistido en su casa a los recados insistentes que él le mandaba desde el palacio de San Carlos, en la acera de enfrente, hasta esa noche a las nueve, cuando después de tres recados más apremiantes, se puso unas pantuflas impermeables sobre los zapatos, se cubrió la cabeza con un pañolón, y atravesó la calle inundada por la lluvia. Lo encontró flotando bocarriba en las aguas fragantes de la bañera, sin la asistencia de José Palacios, y si no creyó que estuviera muerto fue porque muchas veces lo había visto meditando en aquel estado de gracia. Él la reconoció por los pasos y le habló sin abrir los ojos.
«Va a haber una insurrección», dijo.
Ella no disimuló el rencor con la ironía.
«Enhorabuena», dijo. «Pueden haber hasta diez, pues usted da muy buena acogida a los avisos».
«Sólo creo en los presagios», dijo él.
Se permitía aquel juego porque el jefe de su estado mayor, quien ya les había dicho a los conjurados cuál era el santo y seña de la noche para que pudieran burlar la guardia del palacio, le dio su palabra de que la conspiración había fracasado. Así que surgió divertido de la bañera.
«No tenga cuidado», dijo, «parece que a los muy maricones se les enfrió la pajarilla».
Estaban iniciando en la cama los retozos del amor, él desnudo y ella a medio desvestir, cuando oyeron los primeros gritos, los primeros tiros, y el trueno de los cañones contra algún cuartel leal. Manuela lo ayudó a vestirse a toda prisa, le puso las pantuflas impermeables que ella había llevado puestas sobre los zapatos, pues el general había mandado a lustrar su único par de botas, y lo ayudó a escapar por el balcón con un sable y una pistola, pero sin ningún amparo contra la lluvia eterna. Tan pronto como estuvo en la calle encañonó con la pistola amartillada a una sombra que se le acercaba: «¡Quién vive!» Era su repostero que regresaba a casa, adolorido por la noticia de que habían matado a su señor. Resuelto a compartir su suerte hasta el final, estuvo escondido con él entre los matorrales del puente del Carmen, en el arroyo de San Agustín, hasta que las tropas leales reprimieron la asonada.
Con una astucia y una valentía de las que ya había dado muestra en otras emergencias históricas, Manuela Sáenz recibió a los atacantes que forzaron la puerta del dormitorio. Le preguntaron por el presidente, y ella les contestó que estaba en el salón del consejo. Le preguntaron por qué estaba abierta la puerta del balcón en una noche invernal, y ella les dijo que la había abierto para ver qué eran los ruidos que se sentían en la calle. Le preguntaron por qué la cama estaba tibia, y ella les dijo que se había acostado sin desvestirse en espera del presidente. Mientras ganaba tiempo con la parsimonia de las respuestas, fumaba con grandes humos un cigarro de carretero de los más ordinarios, para cubrir el rastro fresco de agua de colonia que aún permanecía en el cuarto.
Un tribunal presidido por el general Rafael Urdaneta había establecido que el general Santander era el genio oculto de la conspiración, y lo condenó a muerte. Sus enemigos habían de decir que esta sentencia era más que merecida, no tanto por la culpa de Santander en el atentado, como por el cinismo de ser el primero que apareció en la plaza mayor para darle un abrazo de congratulación al presidente. Este estaba a caballo bajo la llovizna, sin camisa y con la casaca rota y empapada, en medio de las ovaciones de la tropa y del pueblo raso que acudía en masa desde los suburbios clamando la muerte para los asesinos. «Todos los cómplices serán castigados más o menos», le dijo el general en una carta al mariscal Sucre. «Santander es el principal, pero es el más dichoso, porque mi generosidad lo defiende». En efecto, en uso de sus atribuciones absolutas, le conmutó la pena de muerte por la del destierro en París. En cambio, fue fusilado sin pruebas suficientes el almirante José Prudencio Padilla, quien estaba preso en Santa Fe por una rebelión fallida en Cartagena de Indias.
José Palacios no sabía cuándo eran reales y cuándo eran imaginarios los sueños de su señor con el general Santander. Una vez, en Guayaquil, contó que lo había soñado con un libro abierto sobre la panza redonda, pero en vez de leerlo le arrancaba las páginas y se las comía una por una, deleitándose en masticarlas con un ruido de cabra. Otra vez, en Cúcuta, soñó que lo había visto cubierto por completo de cucarachas. Otra vez despertó dando gritos en la quinta campestre de Monserrate, en Santa Fe, porque soñó que el general Santander, mientras almorzaba a solas con él, se había sacado las bolas de los ojos que le estorbaban para comer, y las había puesto sobre la mesa. De modo que en la madrugada cerca de Guaduas, cuando el general dijo que había soñado una vez más con Santander, José Palacios no le preguntó siquiera por el argumento del sueño, sino que trató de consolarlo con la realidad.
«Entre él y nosotros está todo el mar de por medio», dijo.
Pero él lo paró de inmediato con una mirada vivaz.
«Ya no», dijo. «Estoy seguro que el pendejo de Joaquín Mosquera lo dejará volver».
Esa idea lo atormentaba desde su último regreso al país, cuando el abandono definitivo del poder se le planteó como un asunto de honor. «Prefiero el destierro o la muerte, a la deshonra de dejar mi gloria en manos del colegio de San Bartolomé», había dicho a José Palacios. Sin embargo, el antídoto llevaba en sí su propio veneno, pues a medida que se acercaba a la decisión final, aumentaba su certidumbre de que tan pronto como él se fuera, sería llamado del exilio el general Santander, el graduado más eminente de aquel cubil de leguleyos.
«Ése sí que es un truchimán», dijo.
La fiebre había cesado por completo, y se sentía con tantos ánimos que le pidió pluma y papel a José Palacios, se puso los lentes, y escribió de su puño y letra una carta de seis líneas para Manuela Sáenz. Esto tenía que parecer extraño aun a alguien tan acostumbrado como José Palacios a sus actos impulsivos, y sólo podía entenderse como un presagio o un golpe de inspiración insoportable. Pues no sólo contradecía su determinación del viernes pasado de no escribir una carta más en el resto de su vida, sino que contrariaba la costumbre de despertar a sus amanuenses a cualquier hora para despachar la correspondencia atrasada, o para dictarles una proclama o poner en orden las ideas sueltas que se le ocurrían en las cavilaciones del insomnio. Más extraño aún debía parecer si la carta no era de una premura evidente, y sólo agregaba a su consejo de la despedida una frase más bien críptica: «Cuidado con lo que haces, pues si no, nos pierdes a ambos perdiéndote tú». La escribió con su modo desbocado, como si no lo pensara, y al final siguió meciéndose en la hamaca, absorto, con la carta en la mano.
«El gran poder existe en la fuerza irresistible del amor», suspiró de pronto. «¿Quién dijo eso?»
«Nadie», dijo José Palacios.
No sabía leer ni escribir, y se había resistido a aprender con el argumento simple de que no había sabiduría mayor que la de los burros. Pero en cambio era capaz de recordar cualquier frase que hubiera oído por casualidad, y aquella no la recordaba.
«Entonces lo dije yo», dijo el general, «pero digamos que es del mariscal Sucre».
Nadie más oportuno que Fernando para esas épocas de crisis. Fue el más servicial y paciente de los muchos escribanos que tuvo el general, aunque no el más brillante, y el que soportó con estoicismo la arbitrariedad de los horarios o la exasperación de los insomnios. Lo despertaba a cualquier hora para hacerle leer un libro sin interés, o para tomar notas de improvisaciones urgentes que al día siguiente amanecían en la basura. El general no tuvo hijos en sus incontables noches de amor (aunque decía tener pruebas de no ser estéril) y a la muerte de su hermano se hizo cargo de Fernando. Lo había mandado con cartas distinguidas a la Academia Militar de Georgetown, donde el general Lafayette le expresó los sentimientos de admiración y respeto que le inspiraba su tío. Estuvo después en el colegio Jefferson, en Charlotteville, y en la Universidad de Virginia. No fue el sucesor con que tal vez el general soñaba, pues a Fernando le aburrían las maestrías académicas, y las cambiaba encantado por la vida al aire libre y las artes sedentarias de la jardinería. El general lo llamó a Santa Fe tan pronto como terminó sus estudios, y descubrió al instante sus virtudes de amanuense, no sólo por su caligrafía preciosa y su dominio del inglés hablado y escrito, sino porque era único para inventar recursos de folletín que mantenían en vilo el interés del lector, y cuando leía en voz alta improvisaba al vuelo episodios audaces para condimentar los párrafos adormecedores. Como todo el que estuvo al servicio del general, Fernando tuvo su hora de desgracia cuando le atribuyó a Cicerón una frase de Demóstenes que su tío citó después en un discurso. Este fue mucho más severo con él que con los otros, por ser quien era, pero lo perdonó desde antes de terminar la penitencia.
El general Joaquín Posada Gutiérrez, gobernador de la provincia, había precedido en dos días a la comitiva para anunciar su llegada en los lugares donde debía hacer noche, y para prevenir a las autoridades sobre el grave estado de salud del general. Pero quienes lo vieron llegar a Guaduas en la tarde del lunes dieron por cierto el rumor obstinado de que las malas noticias del gobernador, y el viaje mismo, no eran más que una artimaña política.
El general fue invencible una vez más. Entró por la calle principal, despechugado y con un trapo de gitano amarrado en la cabeza para recoger el sudor, saludando con el sombrero por entre los gritos y los cohetes y la campana de la iglesia que no dejaban oír la música, y montado en una mula de trotecito alegre que acabó de quitarle al desfile cualquier pretensión de solemnidad. La única casa cuyas ventanas permanecieron cerradas fue el colegio de las monjas, y aquella tarde había de correr el rumor de que a las alumnas les habían prohibido participar en la recepción, pero él les aconsejó a quienes lo contaron que no creyeran en chismes de conventos.
La noche anterior, José Palacios había mandado a lavar la camisa con que el general sudó la fiebre. Un ordenanza se la encomendó a los soldados que bajaron por la madrugada a lavar en el río, pero a la hora de la partida nadie dio razón de ella. Durante el viaje hasta Guaduas, y aun mientras transcurría la fiesta, José Palacios había logrado establecer que el dueño del hostal se había llevado la camisa sin lavar para que el indio taumaturgo hiciera una demostración de sus poderes. De modo que cuando el general regresó a casa, José Palacios lo puso al corriente del abuso del hostelero, con la advertencia de que no le quedaban más camisas que la que llevaba puesta. Él lo tomó con una cierta sumisión filosófica.
«Las supersticiones son más empedernidas que el amor», dijo.
«Lo raro es que desde anoche no volvimos a tener fiebre», dijo José Palacios. «¿Qué tal si el curandero fuera mágico de verdad?»
El no encontró una réplica inmediata, y se dejó llevar por una reflexión profunda, meciéndose en la hamaca al compás de sus pensamientos. «La verdad es que no volví a sentir el dolor de cabeza», dijo. «Ni tengo la boca amarga ni siento que me voy a caer de una torre». Pero al final se dio una palmada en las rodillas y se incorporó con un impulso resuelto.
«No me metas más confusión en la cabeza», dijo.
Dos criados llevaron al dormitorio una gran olla de agua hirviendo con hojas aromáticas, y José Palacios preparó el baño nocturno confiando en que él iba a acostarse pronto por el cansancio de la jornada. Pero el baño se enfrió mientras dictaba una carta para Gabriel Camacho, esposo de su sobrina Valentina Palacios y apoderado suyo en Caracas para la venta de las minas de Aroa, un yacimiento de cobre que había heredado de sus mayores. El mismo no parecía tener una idea clara de su destino, pues en una línea decía que iba para Curazao mientras llegaban a buen término las diligencias de Camacho, y en otra le pedía a éste que le escribiera a Londres a cargo de sir Robert Wilson, con una copia a la dirección del señor Maxwell Hyslop en Jamaica para estar seguro de recibir una aunque se perdiera la otra.
Para muchos, y más para sus secretarios y amanuenses, las minas de Aroa eran un desvarío de sus calenturas. Le habían merecido siempre tan escaso interés, que durante años estuvieron en poder de explotadores casuales. Se acordó de ellas al final de sus días, cuando su dinero empezó a escasear, pero no pudo venderlas a una compañía inglesa por falta de claridad en sus títulos. Aquél fue el principio de un embrollo judicial legendario, que había de prolongarse hasta dos años después de su muerte. En medio de las guerras, de las reyertas políticas, de los odios personales, nadie se equivocaba cuando el general decía «mi pleito». Pues para él no había otro que el de las minas de Aroa. La carta que dictó en Guaduas para don Gabriel Camacho le dejó a su sobrino Fernando la impresión equívoca de que no se irían a Europa mientras no se decidiera la disputa, y Fernando lo comentó más tarde jugando a las barajas con otros oficiales.
«Entonces no nos iremos nunca», dijo el coronel Wilson. «Mi padre ha llegado a preguntarse si ese cobre existe en la vida real».
«El que nadie las haya visto no quiere decir que las minas no existan», replicó el capitán Andrés Ibarra.
«Existen», dijo el general Carreño. «En el departamento de Venezuela».
Wilson replicó disgustado:
«A estas alturas me pregunto inclusive si Venezuela existe».
No podía disimular su contrariedad. Wilson había llegado a creer que el general no lo amaba, y que sólo lo mantenía en su séquito por consideración a su padre, a quien nunca acababa de agradecer la defensa que hizo de la emancipación americana en el parlamento inglés. Por infidencia de un antiguo edecán francés sabía que el general había dicho: «A Wilson le falta pasar algún tiempo en la escuela de las dificultades, y aun de la adversidad y la miseria». El coronel Wilson no había podido comprobar si era cierto que lo había dicho, pero de todos modos consideraba que le hubiera bastado con una sola de sus batallas para sentirse laureado en las tres escuelas. Tenía veintiséis años, y hacía ocho que su padre lo había enviado al servicio del general, después que concluyó sus estudios en Westminster y Sandhurst. Había sido edecán del general en la batalla de Junín, y fue él quien llevó el borrador de la Constitución de Solivia a lomo de mula por una cornisa de trescientas sesenta leguas desde Chuquisaca. Al despedirlo, el general le había dicho que debía estar en La Paz a más tardar en veintiún días. Wilson se cuadró: «Estaré en veinte, Excelencia». Estuvo en diecinueve.
Había decidido regresar a Europa con el general, pero cada día aumentaba su certeza de que éste tendría siempre un motivo distinto para diferir el viaje. El que hubiera hablado otra vez de las minas de Aroa, que no habían vuelto a servirle de pretexto para nada desde hacía más de dos años, era para Wilson un indicio descorazonador.
José Palacios había hecho recalentar el baño después del dictado de la carta, pero el general no lo tomó, sino que siguió caminando sin rumbo, recitando completo el poema de la niña con una voz que resonaba por toda la casa. Siguió con poemas escritos por él que sólo José Palacios conocía. En las vueltas pasó varias veces por la galería donde estaban sus oficiales jugando a la ropilla, nombre criollo de la cascarela gallega, que él también solía jugar en otro tiempo. Se detenía un momento a mirar el juego por encima del hombro de cada uno, sacaba sus conclusiones sobre el estado de la partida, y proseguía el paseo.
«No sé cómo pueden perder el tiempo con un juego tan aburrido», decía.
Sin embargo, en una de las tantas vueltas no pudo resistir la tentación de pedirle al capitán Ibarra que le permitiera remplazado en la mesa. No tenía la paciencia de los buenos jugadores, y era agresivo y mal perdedor, pero también era astuto y rápido y sabía ponerse a la altura de sus subalternos. En aquella ocasión, con el general Carreño como aliado, jugó seis partidas y las perdió todas. Tiró el naipe en la mesa.
«Este es un juego de mierda», dijo. «A ver quién se atreve en el tresillo».
Jugaron. El ganó tres partidas continuas, se le enderezó el humor, y trató de ridiculizar al coronel Wilson por el modo en que jugaba al tresillo. Wilson lo tomó bien, pero aprovechó su entusiasmo para sacarle ventaja, y no volvió a perder. El general se puso tenso, sus labios se hicieron duros y pálidos, y los ojos hundidos bajo las cejas enmarañadas recobraron el fulgor salvaje de otros tiempos. No volvió a hablar, y una tos perniciosa le estorbaba para concentrarse. Pasadas las doce hizo parar el juego.
«Toda la noche he tenido el viento en contra», dijo.
Llevaron la mesa a un lugar más abrigado, pero él siguió perdiendo. Pidió que hicieran callar los pífanos que se oían muy cerca de allí, en alguna fiesta desperdigada, pero los pífanos siguieron por encima del escándalo de los grillos. Se hizo cambiar de puesto, se hizo poner una almohada en la silla para quedar más alto y cómodo, se bebió una infusión de flores de tilo que le alivió la tos, jugó varias partidas caminando de un extremo al otro de la galería, pero siguió perdiendo. Wilson mantuvo fijos en él sus límpidos ojos encarnizados, pero él no se dignó enfrentarlo con los suyos.
«Este naipe está marcado», dijo.
«Es suyo, general», dijo Wilson.
Era uno de sus naipes, en efecto, pero lo examinó de todos modos, carta por carta, y al final lo hizo cambiar. Wilson no le dio respiro. Los grillos se apagaron, hubo un silencio largo sacudido por una brisa húmeda que llevó hasta la galería los primeros olores de los valles ardientes, y un gallo cantó tres veces. «Es un gallo loco», dijo Ibarra. «No son más de las dos». Sin apartar la vista de las cartas, el general ordenó en un tono áspero:
«¡De aquí nadie se mueve, carajos!»
Nadie respiró. El general Carreño, que seguía el juego con más ansiedad que interés, se acordó de la noche más larga de su vida, dos años antes, cuando esperaban en Bucaramanga los resultados de la Convención de Ocaña. Habían empezado a jugar a las nueve de la noche, y habían terminado a las once de la mañana del día siguiente, cuando sus compañeros de juego se concertaron para dejar que él ganara tres partidas continuas. Temiendo una nueva prueba de fuerza en aquella noche de Guaduas, el general Carreño le hizo al coronel Wilson una señal de que empezara a perder. Wilson no le hizo caso. Luego, cuando éste pidió una tregua de cinco minutos, lo siguió a lo largo de la terraza y lo encontró desaguando sus rencores amoniacales sobre los tiestos de geranios.
«Coronel Wilson», le ordenó el general Carreño. «¡Firme!»
Wilson le replicó sin volver la cabeza:
«Espérese a que termine».
Terminó con toda calma, y se volvió abotonándose la bragueta.
«Empiece a perder», le dijo el general Carreño. «Aunque sea como un acto de consideración por un amigo en desgracia».
«Me resisto a hacerle a nadie semejante afrenta», dijo Wilson con un punto de ironía.
«¡Es una orden!», dijo Carreño.
Wilson, en posición de firmes, lo miró desde su altura con un desprecio imperial. Después volvió a la mesa, y empezó a perder. El general se dio cuenta.
«No es necesario que lo haga tan mal, mi querido Wilson», dijo. «Al fin y al cabo es justo que nos vayamos a dormir».
Se despidió de todos con un fuerte apretón de manos, como lo hacía siempre al levantarse de la mesa para indicar que el juego no había lastimado los afectos, y volvió al dormitorio. José Palacios se había dormido en el suelo, pero se incorporó al verlo entrar. Él se desvistió a toda prisa, y empezó a mecerse desnudo en la hamaca, con el pensamiento encabritado, y su respiración se iba haciendo más ruidosa y áspera a medida que más pensaba. Cuando se sumergió en la bañera estaba tiritando hasta la médula, pero entonces no era de fiebre ni de frío, sino de rabia.
«Wilson es un truchimán», dijo.
Pasó una de sus noches peores. Contrariando sus órdenes, José Palacios previno a los oficiales por si fuera necesario llamar a un médico, y lo mantuvo envuelto en sábanas para que sudara la fiebre. Dejó varias empapadas, con treguas momentáneas que luego lo precipitaban en una crisis de espejismos. Gritó varias veces: «¡Que callen esos pífanos, carajos!» Pero nadie pudo ayudarlo esta vez porque los pífanos se habían callado desde la medianoche. Más tarde encontró al culpable de su postración.
«Me sentía muy bien», dijo, «hasta que me sugestionaron con el cabrón indio de la camisa».
La última etapa hasta Honda fue por una cornisa escalofriante, en un aire de vidrio líquido que sólo una resistencia física y una voluntad como las suyas hubieran podido soportar después de una noche de agonía. Desde las primeras leguas se había retrasado de su posición habitual para cabalgar junto al coronel Wilson. Este supo interpretar el gesto como una invitación a olvidar los agravios de la mesa de juego, y le ofreció el brazo en posición de halconero para que él apoyara su mano. De ese modo hicieron juntos el descenso, el coronel Wilson conmovido por su deferencia, y él respirando mal con las últimas fuerzas, pero invicto en la montura. Cuando terminó el tramo más abrupto, preguntó con una voz de otro siglo:
«¿Cómo estará Londres?»
El coronel Wilson miró el sol, casi en el centro del cielo, y dijo:
«Mal, general».
Él no se sorprendió, sino que volvió a preguntar con la misma voz:
«¿Y eso por qué?»
«Porque allá son las seis de la tarde, que es la peor hora de Londres», dijo Wilson. «Además, debe estar cayendo una lluvia sucia y muerta, como agua de sapos, porque la primavera es nuestra estación siniestra».
«No me diga que ha derrotado a la nostalgia», dijo él.
«Al contrario: la nostalgia me ha derrotado a mí», dijo Wilson. «Ya no le opongo la menor resistencia».
«Entonces, ¿quiere o no quiere volver?»
«Ya no sé nada, mi general», dijo Wilson. «Estoy a merced de un destino que no es el mío».
Él lo miró directo a los ojos, y dijo asombrado:
«Eso tendría que decirlo yo».
Cuando volvió a hablar, su voz y su ánimo habían cambiado. «No se preocupe», dijo. «Pase lo que pase nos iremos para Europa, aunque sólo sea por no privar a su padre del gusto de verlo». Luego, al cabo de una reflexión lenta, concluyó:
«Y permítame decirle una última cosa, mi querido Wilson: de usted podrían decir cualquier cosa, menos que sea un truchimán».
El coronel Wilson se le rindió una vez más, acostumbrado a sus penitencias gallardas, sobre todo después de una borrasca de naipes o de una victoria de guerra. Siguió cabalgando despacio, con la mano febril del enfermo más glorioso de las Américas agarrada de su antebrazo como un halcón de cetrería, mientras el aire empezaba a hervir, y tenían que espantar como si fueran moscas unos pájaros fúnebres que revoloteaban sobre sus cabezas.
En lo más duro de la pendiente se cruzaron con una partida de indios que llevaban a un grupo de viajeros europeos en sillas colgadas en las espaldas. De pronto, poco antes de que terminara el descenso, un jinete enloquecido pasó a todo galope en la misma dirección que ellos. Llevaba una caperuza colorada que casi le tapaba el rostro, y era tal el desorden de su prisa que la mula del capitán Ibarra estuvo a punto de desbarrancarse de espanto. El general alcanzó a gritarle: «¡Fíjese por donde anda, carajos!» Lo siguió hasta perderlo de vista en la primera curva, pero estuvo pendiente de él cada vez que reaparecía en las vueltas más bajas de la cornisa.
A las dos de la tarde coronaron la última colina, y el horizonte se abrió en una llanura fulgurante, al fondo de la cual yacía en el sopor la muy célebre ciudad de Honda, con su puente de piedra castellana sobre el gran río cenagoso, con sus murallas en ruinas y la torre de la iglesia desbaratada por un terremoto. El general contempló el valle ardiente, pero no dejó traslucir ninguna emoción, salvo por el jinete de la caperuza colorada que en aquel momento atravesaba el puente con su galope interminable. Entonces se le volvió a encender la luz del sueño.
«Dios de los pobres», dijo. «Lo único que podría explicar semejante apuro es que lleve una carta para Casandro con la noticia de que ya nos fuimos».