La primera jornada había sido la más ingrata, y lo habría sido incluso para alguien menos enfermo que él, pues llevaba el humor pervertido por la hostilidad larvada que percibió en las calles de Santa Fe la mañana de la partida. Apenas empezaba a clarear entre la llovizna, y sólo encontró a su paso algunas vacas descarriadas, pero el encono de sus enemigos se sentía en el aire. A pesar de la previsión del gobierno, que había ordenado conducirlo por las calles menos usuales, el general alcanzó a ver algunas de las injurias pintadas en las paredes de los conventos.
José Palacios cabalgaba a su lado, vestido como siempre, aun en el fragor de las batallas, con la levita sacramental, el prendedor de topacio en la corbata de seda, los guantes de cabritilla, y el chaleco de brocado con las dos leontinas cruzadas de sus relojes gemelos. Las guarniciones de su montura eran de plata del Potosí, y sus espuelas eran de oro, por lo cual lo habían confundido con el presidente en más de dos aldeas de los Andes. Sin embargo, la diligencia con que atendía hasta los mínimos deseos de su señor hacía impensable cualquier confusión. Lo conocía y lo quería tanto que padecía en carne propia aquel adiós de fugitivo, en una ciudad que solía convertir en fiestas patrias el mero anuncio de su llegada. Apenas tres años antes, cuando regresó de las áridas guerras del sur abrumado por la mayor cantidad de gloria que ningún americano vivo o muerto había merecido jamás, fue objeto de una recepción espontánea que hizo época. Eran todavía los tiempos en que la gente se agarraba del bozal de su caballo y lo paraba en la calle para quejarse de los servicios públicos o de los tributos fiscales, o para pedirle mercedes, o sólo para sentir de cerca el resplandor de la grandeza. El prestaba tanta atención a esos reclamos callejeros como a los asuntos más graves del gobierno, con un conocimiento sorprendente de los problemas domésticos de cada uno, o del estado de sus negocios, o de los riesgos de la salud, y a todo el que hablaba con él le quedaba la impresión de haber compartido por un instante los deleites del poder.
Nadie hubiera creído que él fuera el mismo de entonces, ni que fuera la misma aquella ciudad taciturna que abandonaba para siempre con precauciones de forajido. En ninguna parte se había sentido tan forastero como en aquellas callecitas yertas con casas iguales de tejados pardos y jardines íntimos con flores de buen olor, donde se cocinaba a fuego lento una comunidad aldeana, cuyas maneras relamidas y cuyo dialecto ladino servían más para ocultar que para decir. Y sin embargo, aunque entonces le pareciera una burla de la imaginación, era ésa la misma ciudad de brumas y soplos helados que él había escogido desde antes de conocerla para edificar su gloria, la que había amado más que a ninguna otra, y la había idealizado como centro y razón de su vida y capital de la mitad del mundo.