José Palacios, su servidor más antiguo, lo encontró flotando en las aguas depurativas de la bañera, desnudo y con los ojos abiertos, y creyó que se había ahogado. Sabía que ése era uno de sus muchos modos de meditar, pero el estado de éxtasis en que yacía a la deriva parecía de alguien que ya no era de este mundo. No se atrevió a acercarse, sino que lo llamó con voz sorda de acuerdo con la orden de despertarlo antes de las cinco para viajar con las primeras luces. El general emergió del hechizo, y vio en la penumbra los ojos azules y diáfanos, el cabello encrespado de color de ardilla, la majestad impávida de su mayordomo de todos los días sosteniendo en la mano el pocillo con la infusión de amapolas con goma. El general se agarró sin fuerzas de las asas de la bañera, y surgió de entre las aguas medicinales con un ímpetu de delfín que no era de esperar en un cuerpo tan desmedrado.
«Vámonos», dijo. «Volando, que aquí no nos quiere nadie».
José Palacios se lo había oído decir tantas veces y en ocasiones tan diversas, que todavía no creyó que fuera cierto, a pesar de que las recuas estaban preparadas en las caballerizas y la comitiva oficial empezaba a reunirse. Lo ayudó a secarse de cualquier modo, y le puso la ruana de los páramos sobre el cuerpo desnudo, porque la taza le castañeteaba con el temblor de las manos. Meses antes, poniéndose unos pantalones de gamuza que no usaba desde las noches babilónicas de Lima, él había descubierto que a medida que bajaba de peso iba disminuyendo de estatura. Hasta su desnudez era distinta, pues tenía el cuerpo pálido y la cabeza y las manos como achicharradas por el abuso de la intemperie. Había cumplido cuarenta y seis años el pasado mes de julio, pero ya sus ásperos rizos caribes se habían vuelto de ceniza y tenía los huesos desordenados por la decrepitud prematura, y todo él se veía tan desmerecido que no parecía capaz de perdurar hasta el julio siguiente. Sin embargo, sus ademanes resueltos parecían ser de otro menos dañado por la vida, y caminaba sin cesar alrededor de nada. Se bebió la tisana de cinco sorbos ardientes que por poco no le ampollaron la lengua, huyendo de sus propias huellas de agua en las esteras desgreñadas del piso, y fue como beberse el filtro de la resurrección. Pero no dijo una palabra mientras no sonaron las cinco en la torre de la catedral vecina.
«Sábado 8 de mayo del año de treinta, día en que los ingleses flecharon a Juana de Arco», anunció el mayordomo. «Está lloviendo desde las tres de la madrugada».
«Desde las tres de la madrugada del siglo diecisiete», dijo el general con la voz todavía perturbada por el aliento acre del insomnio. Y agregó en serio: «No oí los gallos».
«Aquí no hay gallos», dijo José Palacios.
«No hay nada», dijo el general. «Es tierra de infieles».
Pues estaban en Santa Fe de Bogotá, a dos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar remoto, y la enorme alcoba de paredes áridas, expuesta a los vientos helados que se filtraban por las ventanas mal ceñidas, no era la más propicia para la salud de nadie. José Palacios puso la bacía de espuma en el mármol del tocador, y el estuche de terciopelo rojo con los instrumentos de afeitarse, todos de metal dorado. Puso la palmatoria con la vela en una repisa cerca del espejo, de modo que el general tuviera bastante luz, y acercó el brasero para que se le calentaran los pies. Después le dio unas antiparras de cristales cuadrados con una armazón de plata fina, que llevaba siempre para él en el bolsillo del chaleco. El general se las puso y se afeitó gobernando la navaja con igual destreza de la mano izquierda como de la derecha, pues era ambidiestro natural, y con un dominio asombroso del mismo pulso que minutos antes no le había servido para sostener la taza. Terminó afeitándose a ciegas sin dejar de dar vueltas por el cuarto, pues procuraba verse en el espejo lo menos posible para no encontrarse con sus propios ojos. Luego se arrancó a tirones los pelos de la nariz y las orejas, se pulió los dientes perfectos con polvo de carbón en un cepillo de seda con mango de plata, se cortó y se pulió las uñas de las manos y los pies, y por último se quitó la ruana y se vació encima un frasco grande de agua de colonia, dándose fricciones con ambas manos en el cuerpo entero hasta quedar exhausto. Aquella madrugada oficiaba la misa diaria de la limpieza con una sevicia más frenética que la habitual, tratando de purificar el cuerpo y el ánima de veinte años de guerras inútiles y desengaños de poder.
La última visita que recibió la noche anterior fue la de Manuela Sáenz, la aguerrida quiteña que lo amaba, pero que no iba a seguirlo hasta la muerte. Se quedaba, como siempre, con el encargo de mantener al general bien informado de todo cuanto ocurriera en ausencia suya, pues hacía tiempo que él no confiaba en nadie más que en ella. Le dejaba en custodia algunas reliquias sin más valor que el de haber sido suyas, así como algunos de sus libros más preciados y dos cofres de sus archivos personales. El día anterior, durante la breve despedida formal, le había dicho: «Mucho te amo, pero más te amaré si ahora tienes más juicio que nunca». Ella lo entendió como otro homenaje de los tantos que él le había rendido en ocho años de amores ardientes. De todos sus conocidos ella era la única que lo creía: esta vez era verdad que se iba. Pero también era la única que tenía al menos un motivo cierto para esperar que volviera.
No pensaban verse otra vez antes del viaje. Sin embargo, doña Amalia, la dueña de casa, quiso darles el regalo de un último adiós furtivo, e hizo entrar a Manuela vestida de jineta por el portón de los establos burlando los prejuicios de la beata comunidad local. No porque fueran amantes clandestinos, pues lo eran a plena luz y con escándalo público, sino por preservar a toda costa el buen nombre de la casa. Él fue aún más timorato, pues le ordenó a José Palacios que no cerrara la puerta de la sala contigua, que era un paso obligado de la servidumbre doméstica, y donde los edecanes de guardia jugaron a las barajas hasta mucho después que terminó la visita.
Manuela le leyó durante dos horas. Había sido joven hasta hacía poco tiempo, cuando sus carnes empezaron a ganarle a su edad. Fumaba una cachimba de marinero, se perfumaba con agua de verbena que era una loción de militares, se vestía de hombre y andaba entre soldados, pero su voz afónica seguía siendo buena para las penumbras del amor. Leía a la luz escasa de la palmatoria, sentada en un sillón que aún tenía el escudo de armas del último virrey, y él la escuchaba tendido bocarriba en la cama, con la ropa civil de estar en casa y cubierto con la ruana de vicuña. Sólo por el ritmo de la respiración se sabía que no estaba dormido. El libro se llamaba Lección de noticias y rumores que corrieron por Lima en el año de gracia de 1826, del peruano Noé Calzadillas, y ella lo leía con unos énfasis teatrales que le iban muy bien al estilo del autor.
Durante la hora siguiente no se oyó nada más que su voz en la casa dormida. Pero después de la última ronda estalló de pronto una carcajada unánime de muchos hombres, que alborotó a los perros de la cuadra. Él abrió los ojos, menos inquieto que intrigado, y ella cerró el libro en el regazo, marcando la página con el pulgar.
«Son sus amigos», le dijo.
«No tengo amigos», dijo él. «Y si acaso me quedan algunos ha de ser por poco tiempo».
«Pues están ahí afuera, velando para que no lo maten», dijo ella.
Fue así como el general se enteró de lo que toda la ciudad sabía: no uno sino varios atentados se estaban fraguando contra él, y sus últimos partidarios aguardaban en la casa para tratar de impedirlos. El zaguán y los corredores en torno del jardín interior estaban tomados por los húsares y granaderos, todos venezolanos, que iban a acompañarlo hasta el puerto de Cartagena de Indias, donde debía abordar un velero para Europa. Dos de ellos habían tendido sus petates para acostarse de través frente a la puerta principal de la alcoba, y los edecanes iban a seguir jugando en la sala contigua cuando Manuela acabara de leer, pero los tiempos no eran para estar seguros de nada en medio de tanta gente de tropa de origen incierto y diversa calaña. Sin inmutarse por las malas noticias, él le ordenó a Manuela con un gesto de la mano que siguiera leyendo.
Siempre tuvo a la muerte como un riesgo profesional sin remedio. Había hecho todas sus guerras en la línea de peligro, sin sufrir ni un rasguño, y se movía en medio del fuego contrario con una serenidad tan insensata que hasta sus oficiales se conformaron con la explicación fácil de que se creía invulnerable. Había salido ileso de cuantos atentados se urdieron contra él, y en varios salvó la vida porque no estaba durmiendo en su cama. Andaba sin escolta, y comía y bebía sin ningún cuidado de lo que le ofrecían donde fuera. Sólo Manuela sabía que su desinterés no era inconsciencia ni fatalismo, sino la certidumbre melancólica de que había de morir en su cama, pobre y desnudo, y sin el consuelo de la gratitud pública.
El único cambio notable que hizo en los ritos del insomnio aquella noche de vísperas, fue no tomar el baño caliente antes de meterse en la cama. José Palacios se lo había preparado desde temprano con agua de hojas medicinales para recomponer el cuerpo y facilitar la expectoración, y lo mantuvo a buena temperatura para cuando él lo quisiera. Pero no lo quiso. Se tomó dos píldoras laxantes para su estreñimiento habitual, y se dispuso a dormitar al arrullo de los chismes galantes de Lima. De pronto, sin causa aparente, lo acometió un acceso de tos que pareció estremecer los estribos de la casa. Los oficiales que jugaban en la sala contigua se quedaron en suspenso. Uno de ellos, el irlandés Belford Hinton Wilson, se asomó al dormitorio por si lo requerían, y vio al general atravesado bocabajo en la cama, tratando de vomitar las entrañas. Manuela le sostenía la cabeza sobre la bacinilla. José Palacios, el único autorizado para entrar en el dormitorio sin tocar. Permaneció junto a la cama en estado de alerta hasta que la crisis pasó. Entonces el general respiró a fondo con los ojos llenos de lágrimas, y señaló hacia el tocador.
«Es por esas flores de panteón», dijo.
Como siempre, pues siempre encontraba algún culpable imprevisto de sus desgracias. Manuela, que lo conocía mejor que nadie, le hizo señas a José Palacios para que se llevara el florero con los nardos marchitos de la mañana. El general volvió a tenderse en la cama con los ojos cerrados, y ella reanudó la lectura en el mismo tono de antes. Sólo cuando le pareció que él se había dormido puso el libro en la mesa de noche, le dio un beso en la frente abrasada por la fiebre, y le susurró a José Palacios que desde las seis de la mañana estaría para una última despedida en el sitio de Cuatro Esquinas, donde empezaba el camino real de Honda. Luego se embozó con una capa de campaña y salió en puntillas del dormitorio. Entonces el general abrió los ojos y le dijo con voz tenue a José Palacios:
«Dile a Wilson que la acompañe hasta su casa».
La orden se cumplió contra la voluntad de Manuela, que se creía capaz de acompañarse sola mejor que con un piquete de lanceros. José Palacios la precedió con un candil hasta los establos, en torno de un jardín interior con una fuente de piedra, donde empezaban a florecer los primeros nardos de la madrugada. La lluvia hizo una pausa y el viento dejó de silbar entre los árboles, pero no había ni una estrella en el cielo helado. El coronel Belford Wilson iba repitiendo el santo y seña de la noche para tranquilizar a los centinelas tendidos en las esteras del corredor. Al pasar frente a la ventana de la sala principal, José Palacios vio al dueño de casa sirviendo el cale al grupo de amigos, militares y civiles, que se aprestaban para velar hasta el momento de la partida.
Cuando volvió a la alcoba encontró al general a merced del delirio. Le oyó decir frases descosidas que cabían en una sola: «Nadie entendió nada». El cuerpo ardía en la hoguera de la calentura, y soltaba unas ventosidades pedregosas y fétidas. El mismo general no sabría decir al día siguiente si estaba hablando dormido o desvariando despierto, ni podría recordarlo. Era lo que él llamaba «mis crisis de demencia». Que ya no alarmaban a nadie, pues hacía más de cuatro años que las padecía, sin que ningún médico se hubiera arriesgado a intentar alguna explicación científica, y al día siguiente se le veía resurgir de sus cenizas con la razón intacta. José Palacios lo envolvió en una manta, dejó el candil encendido en el mármol del tocador, y salió del cuarto sin cerrar la puerta para seguir velando en la sala contigua. Sabía que él se restablecería a cualquier hora del amanecer, y se metería en las aguas yertas de la bañera tratando de restaurar las fuerzas estragadas por el horror de las pesadillas.
Era el final de una jornada fragorosa. Una guarnición de setecientos ochenta y nueve húsares y granaderos se había sublevado, con el pretexto de reclamar el pago de tres meses de sueldos atrasados. La razón de verdad fue otra: la mayoría de ellos era de Venezuela, y muchos habían hecho las guerras de liberación de cuatro naciones, pero en las semanas recientes habían sido víctimas de tantos vituperios y tantas provocaciones callejeras, que tenían motivos para temer por su suerte después de que el general saliera del país. El conflicto se arregló mediante el pago de los viáticos y mil pesos oro, en vez de los setenta mil que los insurrectos pedían, y éstos habían desfilado al atardecer hacia su tierra de origen, seguidos por una turbamulta de mujeres de carga, con sus niños y sus animales caseros. El estrépito de los bombos y los cobres marciales no alcanzó a acallar la gritería de las turbas que les azuzaban perros y les tiraban ristras de buscapiés para discordarles el paso, como no lo hicieron nunca con una tropa enemiga. Once años antes, al cabo de tres siglos largos de dominio español, el feroz virrey donjuán Sámano había huido por esas mismas calles disfrazado de peregrino, pero con sus baúles repletos de ídolos de oro y esmeraldas sin desbravar, tucanes sagrados, vidrieras radiantes de mariposas de Muzo, y no faltó quien lo llorara desde los balcones y le tirara una flor y le deseara de todo corazón mar tranquila y próspero viaje.
El general había participado en secreto en la negociación del conflicto, sin moverse de la casa donde vivía de prestado, que era la del ministro de guerra y marina, y al final había mandado con la tropa rebelde al general José Laurencio Silva, su sobrino político y ayudante de gran confianza, como prenda de que no habría nuevos disturbios hasta la frontera de Venezuela. No vio el desfile bajo su balcón, pero había oído los clarines y los redoblantes, y el barullo de la gente amontonada en la calle, cuyos gritos no alcanzó a entender. Les dio tan poca importancia, que mientras tanto revisó con sus amanuenses la correspondencia atrasada, y dictó una carta para el Gran Mariscal don Andrés de Santa Cruz, presidente de Bolivia, en la cual le anunciaba su retiro del poder, pero no se mostraba muy seguro de que su viaje fuera para el exterior. «No escribiré una carta más en el resto de mi vida», dijo al terminarla. Más tarde, mientras sudaba la fiebre de la siesta, se le metieron en el sueño los clamores de tumultos distantes, y despertó sobrecogido por un reguero de petardos que lo mismo podían ser de insurgentes que de polvoreros. Pero cuando lo preguntó le contestaron que era la fiesta. Así no más: «Es la fiesta, mi general». Sin que nadie, ni el mismo José Palacios, se hubiera atrevido a explicarle qué fiesta sería.
Sólo cuando Manuela se lo contó en la visita de la noche supo que eran las gentes de sus enemigos políticos, los del partido demagogo, como él decía, que andaban por la calle alborotando contra él a los gremios de artesanos, con la complacencia de la fuerza pública. Era viernes, día de mercado, lo cual hizo más fácil el desorden en la plaza mayor. Una lluvia más recia que la de costumbre, con relámpagos y truenos, dispersó a los revoltosos al anochecer. Pero el daño estaba hecho. Los estudiantes del colegio de San Bartolomé se habían tomado por asalto las oficinas de la corte suprema de justicia para forzar un juicio público contra el general, y habían destrozado a bayoneta y tirado por el balcón un retrato suyo de tamaño natural, pintado al óleo por un antiguo abanderado del ejército libertador. Las turbas borrachas de chicha habían saqueado las tiendas de la Calle Real y las cantinas de los suburbios que no cerraron a tiempo, y fusilaron en la plaza mayor a un general de almohadas de aserrín que no necesitaba la casaca azul con botones de oro para que todo el mundo lo reconociera. Lo acusaban de ser el promotor oculto de la desobediencia militar, en un intento tardío de recuperar el poder que el congreso le había quitado por voto unánime al cabo de doce años de ejercicio continuo. Lo acusaban de querer la presidencia vitalicia para dejar en su lugar a un príncipe europeo. Lo acusaban de estar fingiendo un viaje al exterior, cuando en realidad se iba para la frontera de Venezuela, desde donde planeaba regresar para tomarse el poder al frente de las tropas insurgentes. Las paredes públicas estaban tapizadas de papeluchas, que era el nombre popular de los pasquines de injurias que se imprimían contra él, y sus partidarios más notorios permanecieron escondidos en casas ajenas hasta que se apaciguaron los ánimos. La prensa adicta al general Francisco de Paula Santander, su enemigo principal, había hecho suyo el rumor de que su enfermedad incierta pregonada con tanto ruido, y los alardes machacones de que se iba, eran simples artimañas políticas para que le rogaran que no se fuera. Esa noche, mientras Manuela Sáenz le contaba los pormenores de la jornada borrascosa, los soldados del presidente interino trataban de borrar en la pared del palacio arzobispal un letrero escrito con carbón: «Ni se va ni se muere». El general exhaló un suspiro.
«Muy mal deben andar las cosas», dijo, «y yo peor que las cosas, para que todo esto hubiera ocurrido a una cuadra de aquí y me hayan hecho creer que era una fiesta».
La verdad era que aun sus amigos más íntimos no creían que se iba, ni del poder ni del país. La ciudad era demasiado pequeña y su gente demasiado cominera para no conocer las dos grandes grietas de su viaje incierto: que no tenía dinero suficiente para llegar a ninguna parte con un séquito tan numeroso, y que habiendo sido presidente de la república no podía salir del país antes de un año sin un permiso del gobierno, y ni siquiera había tenido la malicia de solicitarlo. La orden de hacer el equipaje, que él dio de un modo ostensible para ser oído por quien quisiera, no fue entendida como una prueba terminante ni por el mismo José Palacios, pues en otras ocasiones había llegado hasta el extremo de desmantelar una casa para fingir que se iba, y siempre fue una maniobra política certera. Sus ayudantes militares sentían que los síntomas del desencanto eran demasiado evidentes en el último año. Sin embargo, otras veces había ocurrido, y el día menos pensado lo veían despertar con un ánimo nuevo, y retomar el hilo de la vida con más ímpetus que antes. José Palacios, que siempre siguió de cerca estos cambios imprevisibles, lo decía a su manera: «Lo que mi señor piensa, sólo mi señor lo sabe».
Sus renuncias recurrentes estaban incorporadas al cancionero popular, desde la más antigua, que anunció con una frase ambigua en el mismo discurso con que asumió la presidencia: «Mi primer día de paz será el último del poder». En los años siguientes volvió a renunciar tantas veces, y en circunstancias tan disímiles, que nunca más se supo cuándo era cierto. La más ruidosa de todas había sido dos años antes, la noche del 25 de septiembre, cuando escapó ileso de una conjura para asesinarlo dentro del dormitorio mismo de la casa de gobierno. La comisión del congreso que lo visitó en la madrugada, después de que él pasó seis horas sin abrigo debajo de un puente, lo encontró envuelto en una manta de lana y con los pies en un platón de agua caliente, pero no tan postrado por la fiebre como por la desilusión. Les anunció que la conjura no sería investigada, que nadie sería procesado, y que el congreso previsto para el Año Nuevo se reuniría de inmediato para elegir otro presidente de la república.
«Después de eso», concluyó, «yo abandonaré Colombia para siempre».
Sin embargo, la investigación se hizo, se juzgó a los culpables con un código de hierro, y catorce fueron fusilados en la plaza mayor. El congreso constituyente del 2 de enero no se reunió hasta dieciséis meses después, y nadie volvió a hablar de la renuncia. Pero no hubo por esa época visitante extranjero, ni contertulio casual ni amigo de paso a quien él no le hubiera dicho: «Me voy para donde me quieran».
Las noticias públicas de que estaba enfermo de muerte no se tenían tampoco como un indicio válido de que se iba. Nadie dudaba de sus males. Al contrario, desde su último regreso de las guerras del sur, todo el que lo vio pasar bajo los arcos de flores se quedó con el asombro de que sólo venía para morir. En vez de Palomo Blanco, su caballo histórico, venía montado en una mula pelona con gualdrapas de estera, con los cabellos encanecidos y la frente surcada de nubes errantes, y tenía la casaca sucia y con una manga descosida. La gloria se le había salido del cuerpo. En la velada taciturna que le ofrecieron esa noche en la casa de gobierno permaneció acorazado dentro de sí mismo, y nunca se supo si fue por perversidad política o por simple descuido que saludó a uno de sus ministros con el nombre de otro.
No bastaban sus aires de postrimerías para que creyeran que se iba, pues desde hacía seis años se decía que estaba muñéndose, y sin embargo conservaba entera su disposición de mando. La primera noticia la había llevado un oficial de la marina británica que lo vio por casualidad en el desierto de Pativilca, al norte de Lima, en plena guerra por la liberación del sur. Lo encontró tirado en el suelo de una choza miserable improvisada como cuartel general, envuelto en un capote de barragán y con un trapo amarrado en la cabeza, porque no soportaba el frío de los huesos en el infierno del mediodía, y sin fuerzas siquiera para espantar las gallinas que picoteaban en torno suyo.
Después de una conversación difícil, atravesada por ráfagas de demencia, despidió al visitante con un dramatismo desgarrador:
«Vaya y cuéntele al mundo cómo me vio morir, cagado de gallinas en esta playa inhóspita», dijo.
Se dijo que su mal era un tabardillo causado por los soles mercuriales del desierto. Se dijo después que estaba agonizando en Guayaquil, y más tarde en Quito, con una fiebre gástrica cuyo signo más alarmante era un desinterés por el mundo y una calma absoluta del espíritu. Nadie supo qué fundamentos científicos tenían estas noticias, pues él fue siempre contrario a la ciencia de los médicos, y se diagnosticaba y recetaba a sí mismo basado en La médecine á votre manière, de Donostierre, un manual francés de remedios caseros que José Palacios le llevaba a todas partes, como un oráculo para entender y curar cualquier trastorno del cuerpo o del alma.
En todo caso, no hubo una agonía más fructífera que la suya. Pues mientras se pensaba que muriera en Pativilca, atravesó una vez más las crestas andinas, venció en Junín, completó la liberación de toda la América española con la victoria final de Ayacucho, creó la república de Bolivia, y todavía fue feliz en Lima como nunca lo había sido ni volvería a serlo jamás con la embriaguez de la gloria. De modo que los anuncios repetidos de que por fin se iba del poder y del país porque estaba enfermo, y los actos formales que parecían confirmarlo, no eran sino repeticiones viciosas de un drama demasiado visto para ser creído.
Pocos días después del regreso, al final de un agrio consejo de gobierno, tomó del brazo al mariscal Antonio José de Sucre. «Usted se queda conmigo», le dijo. Lo condujo al despacho privado, donde sólo recibía a muy pocos elegidos, y casi lo obligó a sentarse en su sillón personal.
«Ese lugar es ya más suyo que mío», le dijo.
El Gran Mariscal de Ayacucho, su amigo entrañable, conocía a fondo el estado del país, pero el general le hizo un recuento detallado antes de llegar a sus propósitos. En breves días había de reunirse el congreso constituyente para elegir al presidente de la república y aprobar una nueva constitución, en una tentativa tardía de salvar el sueño dorado de la integridad continental. El Perú, en poder de una aristocracia regresiva, parecía irrecuperable. El general Andrés de Santa Cruz se llevaba a Bolivia de cabestro por un rumbo propio. Venezuela, bajo el imperio del general José Antonio Páez, acababa de proclamar su autonomía. El general Juan José Flores, prefecto general del sur, había unido a Guayaquil y Quito para crear la república independiente del Ecuador. La república de Colombia, primer embrión de una patria inmensa y unánime, estaba reducida al antiguo virreinato de la Nueva Granada. Dieciséis millones de americanos iniciados apenas en la vida libre quedaban al albedrío de sus caudillos locales.
«En suma», concluyó el general, «todo lo que hemos hecho con las manos lo están desbaratando los otros con los pies».
«Es una burla del destino», dijo el mariscal Sucre. «Tal parece como si hubiéramos sembrado tan hondo el ideal de la independencia, que estos pueblos están tratando ahora de independizarse los unos de los otros».
El general reaccionó con una gran vivacidad.
«No repita las canalladas del enemigo», dijo, «aun si son tan certeras como ésa».
El mariscal Sucre se excusó. Era inteligente, ordenado, tímido y supersticioso, y tenía una dulzura del semblante que las viejas cicatrices de la viruela no habían logrado disminuir. El general, que tanto lo quería, había dicho de él que fingía ser modesto sin serlo. Fue héroe en Pichincha, en Tumusla, en Tarqui, y apenas cumplidos los veintinueve años había comandado la gloriosa batalla de Ayacucho que liquidó el último reducto español en la América del Sur. Pero más que por estos méritos estaba señalado por su buen corazón en la victoria, y por su talento de estadista. En aquel momento había renunciado a todos sus cargos, y andaba sin ínfulas militares de ninguna clase, con un sobretodo de paño negro, largo hasta los tobillos, y siempre con el cuello levantado para protegerse mejor de las cuchillas de vientos glaciales de los cerros vecinos. Su único compromiso con la nación, y el último, según sus deseos, era participar como diputado por Quito en el congreso constituyente. Había cumplido treinta y cinco años, tenía una salud de piedra, y estaba loco de amor por doña Mariana Carcelén, marquesa de Solanda, una hermosa y traviesa quiteña casi adolescente, con quien se había casado por poder dos años antes, y con quien tenía una hija de seis meses.
El general no podía imaginarse a nadie mejor calificado que él para sucederlo en la presidencia de la república. Sabía que le faltaban todavía cinco años para la edad reglamentaria, por una limitación constitucional impuesta por el general Rafael Urdaneta para cerrarle el paso. Sin embargo, el general estaba haciendo diligencias confidenciales para enmendar la enmienda.
«Acepte usted», le dijo, «y yo me quedaré como generalísimo, dando vueltas alrededor del gobierno como un toro alrededor de un rebaño de vacas».
Tenía el aspecto desfallecido, pero su determinación era convincente. Sin embargo, el mariscal sabía desde hacía tiempo que nunca sería suyo el sillón en que estaba sentado. Poco antes, cuando se le planteó por primera vez la posibilidad de ser presidente, había dicho que nunca gobernaría una nación cuyo sistema y cuyo rumbo eran cada vez más azarosos En su opinión, el primer paso para la purificación era apartar del poder a los militares, y quería proponer al congreso que ningún general pudiera ser presidente en los próximos cuatro años, tal vez con el propósito de cerrarle el paso a Urdaneta. Pero los opositores más fuertes de esta enmienda serían los más fuertes: los mismos generales.
«Yo estoy demasiado cansado para trabajar sin brújula», dijo Sucre. «Además, Su Excelencia sabe tan bien como yo que aquí no hará falta un presidente sino un domador de insurrecciones».
Asistiría al congreso constituyente, por supuesto, e incluso aceptaría el honor de presidirlo si le fuera ofrecido. Pero nada más. Catorce años de guerras le habían enseñado que no había victoria mayor que la de estar vivo. La presidencia de Bolivia, el país vasto e ignoto que había fundado y gobernado con mano sabia, le enseñó las veleidades del poder. La inteligencia de su corazón le había enseñado la inutilidad de la gloria. «De modo que no, Excelencia», concluyó. El 13 de junio, día de san Antonio, había de estar en Quito con su esposa y su hija, para celebrar con ellas no sólo aquel onomástico sino todos los que le deparara el porvenir. Pues su determinación de vivir para ellas, y sólo para ellas en los goces del amor, estaba tomada desde la Navidad reciente.
«Es todo cuanto le pido a la vida», dijo.
El general estaba lívido. «Yo pensaba que ya no podía sorprenderme de nada», dijo. Y lo miró a los ojos:
«¿Es su última palabra?».
«Es la penúltima», dijo Sucre. «La última es mi eterna gratitud por las bondades de Su Excelencia».
El general se dio una palmada en el muslo para despertarse a sí mismo de un sueño irredimible.
«Bueno», dijo. «Usted acaba de tomar por mí la decisión final de mi vida».
Aquella noche redactó su renuncia bajo el efecto desmoralizador de un vomitivo que le prescribió un médico ocasional para tratar de calmarle la bilis. El 20 de enero instaló el congreso constituyente con un discurso de adioses en el cual elogió a su presidente, el mariscal Sucre, como el más digno de los generales. El elogio arrancó una ovación al congreso, pero un diputado que estaba cerca de Urdaneta le murmuró al oído: «Quiere decir que hay un general más digno que usted». La frase del general, y la perversidad del diputado, se quedaron como dos clavos ardientes en el corazón del general Rafael Urdaneta.
Era justo. Si bien Urdaneta no tenía los inmensos méritos militares de Sucre, ni su gran poder de seducción, no había razón para pensar que fuera menos digno. Su serenidad y su constancia habían sido exaltadas por el propio general, su fidelidad y su afecto por él estaban más que probados, y era uno de los pocos hombres de este mundo que se atrevía a cantarle en la cara las verdades que temía conocer. Consciente de su descuido, el general trató de enmendarlo en las pruebas de imprenta, y en lugar de «el más digno de los generales», corrigió de su puño y letra: «uno de los más dignos». El remiendo no mitigó el rencor.
Días más tarde, en una reunión del general con diputados amigos, Urdaneta lo acusó de fingir que se iba mientras trataba en secreto de que lo reeligieran. Tres años antes, el general José Antonio Páez se había tomado el poder por la fuerza en el departamento de Venezuela, en una primera tentativa de separarlo de Colombia. El general fue entonces a Caracas, se reconcilió con Páez en un abrazo público entre cantos de júbilo y repiques de campanas, y le fabricó sobre medidas un régimen de excepción que le permitía mandar a su antojo. «Ahí empezó el desastre», dijo Urdaneta. Pues aquella complacencia no sólo había acabado de envenenar las relaciones con los granadinos, sino que los contaminó con el germen de la separación. Ahora, concluyó Urdaneta, el mejor servicio que el general podía prestarle a la patria era renunciar sin más dilaciones al vicio de mandar, y salir del país. El general replicó con igual vehemencia. Pero Urdaneta era un hombre íntegro, con un verbo fácil y ardiente, y dejó en todos la impresión de haber asistido a la ruina de una grande y vieja amistad.
El general reiteró su renuncia, y designó a don Domingo Caycedo como presidente interino mientras el congreso elegía al titular. El primero de marzo abandonó la casa de gobierno por la puerta de servicio para no encontrarse con los invitados que estaban agasajando a su sucesor con una copa de champaña, y se fue en una carroza ajena para la quinta de Fucha, un remanso idílico en las goteras de la ciudad, que el presidente provisional le había prestado. La sola certidumbre de no ser más que un ciudadano corriente agravó los estragos del vomitivo. Le pidió a José Palacios, soñando despierto, que le dispusiera los medios para empezar a escribir sus memorias. José Palacios le llevó tinta y papel de sobra para cuarenta años de recuerdos, y él previno a Fernando, su sobrino y amanuense, para que le prestara sus buenos oficios desde el lunes siguiente a las cuatro de la madrugada, que era su hora más propicia para pensar con los rencores en carne viva. Según le dijo muchas veces al sobrino, quería empezar por su recuerdo más antiguo, que era un sueño que tuvo en la hacienda de San Mateo, en Venezuela, poco después de cumplir los tres años. Soñó que una mula negra con la dentadura de oro se había metido en la casa y la había recorrido desde el salón principal hasta las despensas, comiéndose sin prisa todo lo que encontró a su paso mientras la familia y los esclavos hacían la siesta, hasta que acabó de comerse las cortinas, las alfombras, las lámparas, los floreros, las vajillas y cubiertos del comedor, los santos de los altares, los roperos y los arcones con todo lo que tenían dentro, las ollas de las cocinas, las puertas y ventanas con sus goznes y aldabas y todos los muebles desde el pórtico hasta los dormitorios, y lo único que dejó intacto, flotando en su espacio, fue el óvalo del espejo del tocador de su madre.