La radio carraspeaba palabras preocupadas:
—Vamos, C-uno-cuatro-nueve-ocho. Viene demasiado bajo. Conteste. Conteste. ¿Quiere que guiemos la aproximación desde el control de tierra? Conteste. Conteste. Con…
—A la mierda —masculló Richards.
Se arrastró hacia los mandos, que oscilaban y equilibraban el aparato. Los pedales se hundían levemente y recuperaban su posición anterior. Lanzó un grito y una nueva agonía le abrasó. Un lazo de intestinos se había enganchado en la barbilla de Holloway. Se arrastró hacia atrás, lo liberó y empezó a gatear de nuevo.
Alcanzar el asiento de Holloway fue como ascender al Everest.