…Menos 6 y contando…

Richards se puso en pie muy lentamente, con una mano sobre el vientre para que no se le salieran los intestinos.

Avanzó lentamente entre las filas de asientos, doblado sobre sí mismo con una mano a la altura del diafragma, como si hiciera una reverencia. Asió el paracaídas con la otra mano y lo arrastró tras de sí. Un par de palmos de grisáceos intestinos se le escaparon del agujero del vientre y volvió a metérselos, en un gesto doloroso. Tenía la vaga sensación de estar cagándose en los pantalones.

—¡Oh! —gemía Amelia Williams sin cesar—. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios mío!

—Póngase esto —le indicó Richards.

La mujer continuó gimiendo y moviéndose de un lado a otro, sin escucharle. Richards dejó caer el paracaídas y le dio a Amelia un par de bofetones, pero no pudo hacerlo con fuerza. Cerró el puño y volvió a descargarlo sobre ella. Amelia calló de inmediato y le miró con expresión desconcertada.

—Póngase esto —repitió—. Como si fuera una mochila, ¿entendido?

Amelia asintió, pero a continuación dijo:

—No puedo. No puedo saltar. Tengo miedo.

—Vamos a estrellarnos. Tiene que saltar.

—¡No!

—Está bien. Entonces, le voy a pegar un tiro.

La mujer se levantó del asiento como impulsada por un resorte, pasó junto a Richards golpeándole de costado y empezó a colocarse el paracaídas enérgicamente, con los ojos abiertos como platos. Mientras se ajustaba las correas, Amelia volvió a alejarse de Richards.

—No —dijo éste—. Esa correa va por…, por debajo.

La mujer corrigió la posición de la correa a toda prisa, retrocediendo hacia el cuerpo de McCone cuando Richards dio un paso en dirección a ella.

—Ahora ate el gancho a la anilla. Páselo alrededor de su vientre.

Ella obedeció con dedos temblorosos y, al fallar el primer intento, rompió en sollozos una vez más. Sus ojos estaban clavados en Richards con expresión demente.

Estuvo a punto de resbalar en la sangre de McCone y, a continuación, pasó por encima del cuerpo de éste.

Amelia Williams y Richards retrocedieron así toda la longitud del avión, desde el compartimento de primera hasta el de tercera. Las punzadas de dolor en el vientre se habían convertido ya en un ardor corrosivo y permanente.

La puerta de emergencia estaba cerrada con pernos explosivos y una barra controlada por el piloto desde la cabina. Richards le entregó la pistola a la mujer.

—Dispare contra la puerta. Yo… no puedo resistir el retroceso.

Amelia cerró los ojos, volvió el rostro y apretó el gatillo del arma de Donahue por dos veces. El tercer disparo ya no salió. El arma había quedado descargada. La puerta siguió cerrada, y Richards sintió una difusa y mareante desesperación. Amelia jugueteaba nerviosamente con el cordón de apertura del paracaídas, enroscándolo entre los dedos.

—Quizás… —empezó a decir Amelia.

Y, de pronto, la puerta desapareció en la noche con un estampido, absorbiendo consigo a Amelia.